—Para nada. Anda, sube. Te alcanzaremos en cuanto podamos.
Sarnoso
remontó el vuelo por encima del foso y yo lo seguí con la vista hasta que fue una mancha oscura y se perdió en la penumbra. Entonces le dije a la serpiente:
—¿Y tú,
Mandíbula,
nos acompañarás?
—No, debo volver a casa. Tengo que ponerme manos a la obra y recuperar mi territorio.
—De cualquier manera, gracias por todo —dije, y le di un abrazo—. Tenías razón: no habríamos llegado hasta aquí sin ti.
—Lo sé, lo sé, pero no tiene importancia. —Retrocedió como si lo cohibiera el abrazo y me miró vacilando—. Emma, dadas tus muestras de emotividad, creo que debo decirte algo que habría preferido no mencionar.
—Puedes decirme lo que te apetezca. Te lo has ganado.
—Tengo entendido que los humanos, mmm... desarrollan cierto afecto cuando alguien les salva la vida. Si tú sientes esa clase de afecto hacia mí, has de saber que mi corazón pertenece a otra.
¿Enamorada yo de
Mandíbula?
Recordé un truco que usaba cuando me entraban ganas de reír y no quería que mi madre se enfadara a causa de mis risotadas. Sólo tenía que pensar en algo triste; por ejemplo, la muerte de mi primer perrito, y la risa se esfumaba. Así pues, lo intenté y funcionó. Luego puse mi mejor cara de consternación.
—¿Se trata de
Clarisse?
—pregunté, tan afligida como pude.
—En efecto. —Asintió con solemnidad—. No estarás demasiado decepcionada, ¿verdad?
—No es fácil, pero ya saldré adelante.
—Que tengas mucha suerte con tus asuntos. Lo mismo te digo, Eadric.
—Gracias,
Mandíbula.
Viajar contigo ha sido... toda una experiencia.
Contemplé cómo regresaba al camino y, mientras se alejaba, experimenté sentimientos encontrados en mi corazón: las serpientes siempre me habían dado terror y, además, ahora yo era una rana, de modo que se suponía que
Mandíbula
debía ser uno de mis peores enemigos. Sin embargo, se había convertido en un amigo, en alguien en quien podía confiar cuando estuviera en peligro.
—¿Por qué no parabas de darle las gracias? —preguntó Eadric—. ¡No ha hecho nada por nosotros! ¿Y quién es esa tal
Clarisse?
—¡Luego me acusas a mí de ser poco observadora! Dejémoslo correr, Eadric; ya te lo contaré otro día. Pero acepta que
Mandíbula
ha sido un compañero de viaje mucho mejor de lo que imaginábamos.
—Supongo que sí —dijo Eadric—. Por lo menos no nos ha comido.
S
eguí a Eadric hasta el borde del foso, miré el agua y recordé todas las veces que había pasado por allí sin prestarle atención. Hasta entonces había sido para mí sólo un decorado, una parte integrante de la fortificación, pero nunca había reparado en él ni me había parecido demasiado importante. Y, desde luego, jamás me había planteado cruzarlo a nado.
Un soplo de brisa trajo un olor a basura podrida.
—¡Uuuf! —dije frunciendo la nariz—. ¿Qué huele tan mal? ¿Será el agua?
Eadric olfateó el aire agachando la cabeza y repuso:
—Eso parece.
Retrocedí con el estómago revuelto. Tendría que haber estado acostumbrada a aquel olor, puesto que me había criado en los alrededores del foso. Tal vez ahora, siendo rana, tenía el olfato más fino, o tal vez el propio foso olía peor que cuando me marché. Por el motivo que fuera, el pestazo me resultaba insoportable.
—¡No pienso nadar en esta agua! —exclamé—. ¡Apesta!
—No hay otra alternativa, ¿o sí?
—Podemos esperar hasta que bajen el puente mañana.
—Pero entonces habrá un montón de carretas y peatones. —Eadric movió la cabeza, dudoso—. Será mejor cruzar ahora, así que mantén la boca cerrada y nada tan rápido como puedas.
Miré el reflejo de la luna en el agua y me di cuenta de que la otra orilla parecía muy lejana y muy por encima del nivel del agua.
—No creo que lo consiga.
—¡Sí que lo lograrás! —insistió Eadric—. ¡Confía en ti misma!
—¡Estoy segura de que no podré!
—Vale. Si crees que no podrás, pues no podrás. Pero trata de pensar que serás capaz de atravesar el foso, en vez de decirte que no. Imagínate a ti misma nadando y saliendo al otro lado. Estoy convencido de que lo conseguirás si te lo propones.
Cerré los ojos e intenté imaginar que el agua estaba fresca y limpia: me visualicé nadando a toda prisa y trepando por las piedras, como si lo hubiera hecho mil veces. Sin embargo, el pestazo seguía ahí y la visión era difícil de mantener. Por lo tanto, era mucho más sencillo imaginar a Eadric nadando a mi lado, tapándose la nariz con una mano y braceando con la otra, mientras me decía:
—Piensa que eres una burbuja que flota en el agua...
La voz se desvaneció cuando él se sumergió en la hedionda niebla verde del agua, y yo solté una risita.
—¡Eso sí que me lo puedo imaginar! —dije, tomando aliento, y me sumergí también.
Traté de no respirar, pero era imposible. El agua fría y aceitosa me daba náuseas y casi se me metía en la boca cuando respiraba. Estiré el cuello todo lo que pude para no mojarme la cara, pero tropecé con una especie de tronco blando y pegajoso y me recorrió un escalofrío.
«Gracias al cielo que está oscuro y no puedo ver qué es», pensé.
—¡Date prisa, Emma! —murmuró Eadric—. Creo que no estamos solos.
—Pues claro, hay una pila de basura flotando a nuestro alrededor. ¡Qué asco!
—Quiero decir que hay algo vivo; acaba de pasar nadando debajo de mí.
Una olita me empujó en dirección a la otra orilla.
—¿Has notado eso, Eadric? —susurré, temerosa de hablar en voz alta—. ¿Qué habrá provocado esa ola?
—¡Pues no habrá sido una rana, precisamente, sino algo más grande! —susurró Eadric—. Ahí viene otra vez. Ya estamos llegando, ¡apresúrate, Emma!
El castillo se alzaba amenazador sobre la orilla, que distaba unos pocos metros de donde nos hallábamos. Siempre me había gustado mi hogar, pero nunca lo había contemplado desde el foso y ahora deseaba no haber tenido que hacerlo nunca. Nadé como una flecha, pataleando con todas mis fuerzas, y estuve a punto de estrellarme contra un pez. Era un pez pequeño, el doble de pequeño que yo, pero me dio un susto tremendo; entre los ojos, lagrimosos, enrojecidos e hinchados, tenía un tercer ojo, deforme y arrugado, que oscilaba en la cuenca. En ese momento algo rozó mis pies pero, cuando miré atrás, el pececillo deforme seguía nadando junto a mí. Evidentemente, no era la única criatura viva que habitaba allí.
Por fin topé con el muro de piedra y lo tanteé con la mano, pero como Eadric ya estaba fuera, me agarró de la muñeca y tiró de ella.
—¡Rápido! —gritó—. ¡Alguna criatura se acerca nadando detrás de ti!
Miré a mis espaldas y, bajo el reflejo de la luna, distinguí un largo lomo plateado que se arqueaba y se me aproximaba. El terror me dio nuevas fuerzas, de tal forma que clavé los dedos de los pies en las resbaladizas piedras de la orilla, salté por los aires y aterricé en brazos de Eadric, pero lo derribé. En éstas, un coletazo golpeó el agua y nos salpicó de agua fétida, por lo que nos apartamos a toda velocidad para ponernos a cubierto.
—¿Y ahora qué? —pregunté secándome la cara con la mano.
Estábamos aún en la estrecha cornisa de piedra, demasiado cerca de la criatura que vivía en el foso.
—Busquemos cómo entrar. Debe de haber alguna rendija en la muralla, o alguna piedra suelta. Tenemos que encontrarla.
—¿Y si no la encontramos?
—Pues esperaremos hasta que abran la puerta por la mañana. Mira, no te preocupes, porque yo también crecí en un castillo, ¿recuerdas? Y un niño no deja ningún rincón sin explorar... En el castillo de mis padres había cientos de grietas demasiado pequeñas para un crío, pero no para un sapo o una rana. Si buscas una rendija para entrar en tu castillo, yo soy la persona indicada para descubrirla.
La luna brillaba ya muy alto en el cielo cuando por fin encontramos la rendija que, a pesar de no ser demasiado ancha, al menos se adentraba hacia el interior de la muralla formando un túnel oscuro y diminuto. Otras criaturas lo habían recorrido, porque en el suelo había esqueletos de escarabajo y cacas de ratón, y olía a humedad y moho, pero era un camino hacia el interior. Yo estaba muy contenta de haberlo hallado.
El túnel desembocó de sopetón en un amplio espacio, y yo atisbé desorientada antes de darme cuenta de que estábamos en el Gran Salón, el aposento más importante del castillo y el corazón de todo el edificio, alrededor del cual partían una colmena de pasillos y antecámaras. Los restos del fuego ardían todavía en la enorme chimenea de piedra, a cuyos pies los perros de mi padre se rebullían entre sueños, después de atiborrarse con las sobras de la cena.
—¡Genial! —le susurré al oído a Eadric—. Estamos muy cerca de la escalera que lleva a la habitación de mi tía, que está al final de ese pasillo.
—¿Qué hacemos con los perros?
—Procurar no despertarlos. —Mi compañero me lanzó una mirada escéptica—. Este es el momento —insistí—. Mañana por la mañana habrá tanta gente que será imposible cruzar por aquí. Si no lo intentamos ahora, más nos vale darnos la vuelta y regresar al pantano.
—Perdona, pero es que no me gustan nada los perros... ¡Y mira qué perrazos! ¿Estás segura de que están dormidos?
—Por supuesto, ¿no los oyes roncar? Vamos, yo iré delante; tú sígueme de cerca y no hagas ningún ruido.
Di un salto para salir del túnel, pero el eco del choque de mis pies contra el suelo de piedra retumbó en el Gran Salón. Me quedé inmóvil, atenta a los perros. Sin embargo, éstos seguían respirando pausadamente, roncando y gimiendo en sueños; uno de ellos gruñía, mientras que otro movía las patas como si corriera, aunque no se desplazaba ni un centímetro en el suelo. Por su parte,
Bowser,
el mastín preferido de papá, yacía sobre el lomo y agitaba las patas en el aire como si tratara de volar; volvía a ser un perro en lugar de un pato, de modo que tía Grassina debía de haber encontrado el pergamino adecuado para devolverle su condición perruna.
Me puse a brincar deteniéndome de vez en cuando para cerciorarme de que los perros seguían dormidos. Habíamos cruzado ya el Gran Salón y faltaba poco para llegar al pasillo cuando, al saltar, caí en un charquito de pis de perro; el líquido apestoso me salpicó de pies a cabeza.
—¡Qué asco! —exclamé olvidándome de no hacer ruido.
Uno de los perros se movió y me giré con brusquedad: era
Bowser,
el enorme mastín, que se levantó trastabillando y echó a andar hacia nosotros.
—¡Rápido, ahí dentro! —Eadric señaló un cubo de madera.
El cubo me resultaba conocido, pero no recordaba qué solía contener. No había tiempo de ponerse a escoger, con el perrazo en camino...
—¡Un, dos, tres! —dije, y ambos saltamos al cubo de agua tibia.
Enseguida caí en la cuenta de dónde estábamos.
—¡Eadric! —susurré—. ¡Ésta es el agua que beben los perros! ¿Y si se ha despertado porque tenía sed?
—¿Por qué no me lo has dicho antes?
—Acabo de darme cuen...
—¡Chisst! ¡Aquí viene!
Me aplasté contra un lado del cubo al avistar en lo alto la gran cabeza de
Bowser.
«Está medio dormido —pensé—; tal vez no se entere.»
Las orejas se le pusieron rígidas, y comprendí que había percibido nuestra presencia. Sentí una vaharada de aliento maloliente cuando se inclinó sobre el cubo. Eadric se sumergió hasta el fondo y supe que todo dependía de mí.
—¡Cuac! —exclamé tratando de imitar lo mejor que podía a un pato—. ¡Cuac! ¡Cuac! ¡Cuac!
—Qué demonios... —
Bowser
retrocedió, sorprendido.
—¡Cuac! ¡Cuac! ¡Cuac! —repetí chapaleando como un pato.
—¡No! —gimió el perro—. ¡Otra vez no!
Ya no lo veía, pero oí que se escabullía a toda prisa del salón, arañando el suelo de piedra con las pezuñas. Como Eadric seguía sumergido bajo el agua, aunque ya estábamos fuera de peligro, suspiré y lo saqué de un tirón a la superficie.
—Ya podemos salir... El perro se ha ido.
—Tal vez está tan oscuro que no nos ha visto bajo el agua —dijo izándose hasta el borde del cubo.
Me encaramé tras él y me dejé caer en el suelo.
—O tal vez tiene miedo de los patos...
—¿Por qué tenéis patos en el Gran Salón?
—No he dicho que los tengamos.
Eadric echó un vistazo atrás mientras se rascaba la cabeza con una pata.
—Pero creo que has dicho... —murmuró por lo bajo.
Nos dirigimos hacia el pasillo, todavía tratando de no hacer ruido, y respiramos aliviados cuando salimos del Gran Salón.
—¡Apostemos una carrera! —susurré con ganas de estirar los músculos.
—¡Ya has perdido, tortuga! —me contestó también en un susurro Eadric.
Recorrimos el pasillo rebotando de brinco en brinco. A través de las troneras de la torre, la luna iluminaba los escalones cortados en forma de trozo de pastel y los saltamos uno tras otro para ver quién llegaba primero a la cima. Eadric me ganó por diez segundos, aunque todavía llevaba atado al lomo el botellín de aliento de dragón.
Me detuve en el descansillo, agotada y sin aliento, aunque hacía tiempo que no estaba tan contenta.
—Has ganado —dije jadeando—, pero sólo porque tienes las patas más largas.
—No ha sido por eso —respondió también resollando—. He ganado porque soy un saltador excelente y tú eres lenta como una tortuga.