—¿Quieres decir que eso es todo? —inquirió Íñigo, asombrado.
—Es todo —repuso Max, asintiendo orgulloso.
Desde sus épocas gloriosas que no trasnochaba tanto, y se sentía estupendamente. Valerie no cabía en sí de orgullo.
—Hermoso —dijo. Se volvió hacia Íñigo y le comentó—: Pareces muy decepcionado…, ¿qué aspecto creías que iba a tener la píldora de la resurrección?
—Pues no pensaba que se pareciera a un terrón de arcilla del tamaño de una pelota de golf —repuso Íñigo.
(Soy yo otra vez. Es el último inciso de este capítulo: esto tampoco es un anacronismo; hace siete siglos, en Escocia, había pelotas de golf, es más, no olvidéis que Íñigo había estudiado con MacPherson, el escocés. De hecho, todo lo que escribió Morgenstern es históricamente exacto; leed cualquier libro decente sobre la historia de Florin.)
—Normalmente, en el último momento las recubro con una capa de chocolate; les da mucho mejor aspecto —dijo Valerie.
—Han de ser las cuatro —dijo entonces Max—. Será mejor que prepares el chocolate, para que le dé tiempo a endurecerse.
Valerie se llevó consigo el terrón y se dispuso a bajar la escalera hacia la cocina.
—Nunca has hecho un trabajo mejor; sonríe.
—¿Funcionará sin dificultades? —preguntó Íñigo.
Max asintió con mucha convicción. Pero no sonrió. Había algo que le daba vueltas en la cabeza; nunca se olvidaba de nada, al menos no de las cosas importantes, y de ésta tampoco se olvidó.
Pero la cuestión fue que no se acordó a tiempo…
A las cinco menos cuarto, el príncipe Humperdinck requirió la presencia de Yellin en sus aposentos. Yellin acudió de inmediato, aunque temía lo que iba a ocurrir. De hecho, Yellin ya había redactado su carta de renuncia, y la llevaba en un sobre en el bolsillo.
—Alteza —comenzó a decir Yellin.
—Quiero un informe —exigió el príncipe Humperdinck.
Iba brillantemente vestido de blanco, su traje de bodas. Seguía pareciéndose a un enorme barril, pero más reluciente.
—Todos vuestros deseos han sido cumplidos, alteza. Me he encargado personalmente de cada detalle.
Yellin estaba muy cansado, y hacía rato que tenía los nervios destrozados.
—Explícate —le ordenó el príncipe.
Faltaban setenta y cinco minutos para que asesinara una mujer por primera vez en su vida, y se preguntó si sería capaz de rodearle el cuello con las manos antes de que comenzara a gritar. Se había pasado toda la tarde practicando con salchichas gigantes y dominaba bastante bien los movimientos, pero había que admitir que las salchichas gigantes no eran cuellos y que ni aun deseándolo fervientemente podrían convertirse en tales.
—Todas las entradas al castillo han sido cerradas esta misma mañana, excepto la puerta principal. Ésa es ahora la única manera de entrar, y de salir. He cambiado la cerradura del portal principal. La nueva cerradura sólo tiene una llave que llevo conmigo a todas partes. Cuando estoy fuera con los cien hombres, la llave está en la parte exterior de la cerradura y nadie puede abandonar el castillo desde dentro. Cuando estoy con vos, como ocurre ahora, la llave está en la parte interior de la cerradura, y nadie puede entrar desde fuera.
—Sígueme —le ordenó el príncipe, dirigiéndose al amplio ventanal de sus aposentos. Señaló hacia afuera. Debajo del ventanal había un hermoso jardín. Más allá, se encontraban los establos privados del príncipe. Más allá aún, se erguía el muro exterior del castillo—. Por ahí entrarán ellos —dijo—. Escalando el muro, a través de mis establos, atravesarán el jardín, llegarán a mi ventanal, estrangularán a la reina y saldrán por el mismo sitio por donde entraron sin que nos enteremos.
—¿Ellos? —inquirió Yellin, aunque ya conocía la respuesta.
—Los guilderianos, está claro.
—Pero el muro que sugerís es el más alto de todos los que rodean el castillo de Florin. Tiene quince metros de altura en ese punto…, es el sitio menos probable de ataque.
Intentó desesperadamente no perder el control.
—Razón de más para que escojan este lugar; además, el mundo entero sabe que los guilderianos son unos escaladores insuperables.
Yellin jamás había oído ningún comentario al respecto. Siempre había creído que el título de escaladores insuperables correspondía a los suizos.
—Alteza —dijo, en un último intento—. Ninguno, ni uno solo de mis espías, me ha informado aún de que exista una sola conspiración contra la princesa.
—Una autoridad incuestionable me ha hecho saber que se producirá un intento de estrangular a la princesa esta misma noche.
—En ese caso —dijo Yellin, hincándose sobre una rodilla y tendiéndole el sobre— debo renunciar. —Era una decisión difícil… Los Yellin se habían encargado de hacer cumplir la ley durante generaciones, y se tomaban su trabajo mucho más que en serio—. No estoy cumpliendo bien con mi trabajo, sire; os ruego que me perdonéis y que me creáis cuando os digo que mis fallos han sido producto del cuerpo y de la mente, pero no del corazón.
El príncipe Humperdinck se encontró, de repente, en un genuino apuro, porque una vez concluida la guerra, necesitaba que alguien se quedase en Guilder como gobernante, y dado que él no podía estar en dos sitios a la vez, y en vista de que los únicos hombres en los que confiaba eran Yellin y el conde, el primero era el más indicado para el cargo, pues el conde jamás iba a aceptar el trabajo, obsesionado como estaba en aquellos días por terminar con su estúpido Detonador del Dolor.
—No acepto tu renuncia porque estás cumpliendo bien con tu trabajo, y no existe ninguna conspiración, sino que yo mismo asesinaré a la reina esta misma noche, y tú gobernarás Guilder en mi nombre cuando acabe la guerra. Y ahora ponte de pie.
Yellin no sabía qué decir. «Gracias», le parecía demasiado inadecuado, pero fue todo lo que se le ocurrió.
—Cuando se haya celebrado la boda, la enviaré aquí para que se prepare; entretanto, con unas botas que he conseguido, dejaré unas huellas que van desde el muro a la alcoba y de vuelta de la alcoba al muro. Como tú eres el encargado de hacer cumplir la ley, espero que no tardes mucho en verificar mis temores de que las huellas sólo pudieron ser hechas por las botas de soldados guilderianos. Una vez aclarado ese punto, será preciso efectuar una o dos proclamas reales; mi padre puede abdicar por no ser apto para la batalla, y muy pronto, tú, mi querido Yellin, vivirás en el castillo de Guilder.
Yellin reconocía un discurso de despedida con sólo oírlo.
—Me marcho sin más sentimiento en mi corazón que el de serviros.
—Gracias —dijo Humperdinck, satisfecho, porque, al fin y al cabo, la lealtad era una cosa que no se compraba. Con esos ánimos, cuando estuvieron junto a la puerta le dijo a Yellin—: Ah, por cierto, si ves al albino, dile que puede presenciar mi boda desde el fondo de la iglesia, que no hay ningún problema.
—A vuestras órdenes, majestad —dijo Yellin, y luego añadió—: Pero no sé dónde está mi primo…, hace menos de una hora fui a buscarlo y no lo encontré por ninguna parte.
El príncipe comprendía la importancia de una noticia en cuanto la oía; no en vano era el más grande cazador del mundo; además, si algo podía decirse del albino era que siempre se lo podía encontrar.
—Dios mío, no supondrás que realmente existe una conspiración, ¿verdad? El momento es perfecto; el país está en fiestas; si Guilder se dispusiera a cumplir quinientos años, sé que yo los atacaría.
—Me marcho a toda prisa al portal y lucharé hasta la muerte si es preciso —dijo Yellin.
—Eres un buen hombre —le gritó el príncipe cuando Yellin se marchaba.
Si se producía un ataque, sería en el momento más ajetreado, durante la boda, de manera que tendría que adelantarla. Las cosas de palacio iban despacio; no obstante, él tenía autoridad. El horario de las seis de la tarde quedaba descartado. Se casaría, a más tardar, antes de la cinco y media.
A las cinco, Max y Valerie estaban en el sótano bebiendo café.
—Será mejor que te vayas directo a la cama —dijo Valerie—, pareces muy preocupado. No puedes pasarte toda la noche en vela como si fueras un mocoso.
—No estoy cansado —dijo Max—. Pero en lo otro sí que tienes razón.
—Cuéntaselo a mamá —le pidió Valerie, se acercó a él y le acarició la calva.
—Es que he estado recordando cosas sobre la píldora.
—Es una píldora preciosa, cariño. Puedes sentirte orgulloso.
—Creo que la he pifiado en las cantidades. ¿No querían una hora? Cuando dupliqué las cantidades indicadas en la receta, creo que me quedé corto. Dudo que funcione durante más de cuarenta minutos.
Valerie se le sentó en las rodillas.
—Seamos sinceros el uno con la otra: está claro que eres un genio, pero hasta los genios pierden práctica. Estuviste tres años sin trabajar. Cuarenta minutos serán más que suficientes.
—Supongo que tienes razón. De todos modos, ¿qué podemos hacer? Lo hecho, hecho está.
—Con todas las presiones a las que has estado sometido, si llega a funcionar, será un milagro.
Max tuvo que darle la razón.
—Una fantasmagoría —dijo, moviendo la cabeza afirmativamente.
El hombre de negro estaba casi tieso del todo cuando Fezzik llegó al muro. Faltaba muy poco para las cinco y Fezzik había cargado con el cadáver durante todo el trayecto desde la casa de Max Milagros, yendo de callejuela en callejuela, de callejón en callejón; aquélla era una de las cosas más difíciles que había hecho nunca, aunque no agotadora. Ni siquiera jadeaba. Pero si la píldora no era nada más que lo que parecía, una porción de chocolate, entonces él, Fezzik, se pasaría el resto de su vida teniendo pesadillas en las que los cuerpos se pondrían tiesos entre sus manos.
Cuando por fin se encontró en la sombra del muro, le preguntó a Íñigo.
—¿Y ahora qué?
—Hemos de comprobar si sigue siendo seguro. Quizá nos hayan tendido una trampa.
Era la misma parte del muro que conducía hacia el Zoo, ubicado en el extremo más alejado de los terrenos del castillo. Pero si habían descubierto el cuerpo del albino, cualquiera sabía qué podía esperarles.
—¿Subo yo entonces? —preguntó Fezzik.
—Subiremos los dos —contestó Íñigo—. Apóyalo contra el muro y ayúdame.
Fezzik inclinó al hombre de negro para que no corriera el peligro de caer y esperó a que Íñigo subiera sobre sus hombros.
Entonces comenzó a escalar. La más mínima hendidura del muro le bastaba para meter los dedos; la imperfección más ínfima era todo lo que necesitaba. Escaló rápidamente, pues ya estaba familiarizado con el muro, y al cabo de un momento, Íñigo logró sujetarse de la parte superior y decirle:
—Todo en orden; vuelve a bajar.
Y Fezzik volvió junto al hombre de negro y esperó.
Íñigo se arrastró por lo alto del muro en medio de un silencio mortal. A lo lejos, vio la entrada del castillo y los soldados armados que la flanqueaban… Más cerca se hallaba el Zoo. Y un poco más allá, entre los frondosos matorrales, en el extremo más alejado del muro, logró distinguir el cuerpo inerte del albino. Todo seguía igual. Estaban seguros, al menos por el momento. Le hizo una seña a Fezzik y éste sujetó al hombre de negro entre las piernas; en silencio, comenzó a escalar valiéndose de sus brazos.
Cuando se reunieron todos en lo alto del muro, Íñigo tendió al muerto y a toda prisa se dirigió al sitio desde donde se podía ver bien la entrada principal. El sendero que iba desde el muro exterior al portal principal del castillo se inclinaba ligeramente hacia abajo, no era una pendiente demasiado pronunciada, pero era uniforme. Debía de haber por lo menos unos…, Íñigo los contó rápidamente…, unos cien hombres aprestados. Y calculó que serían las cinco y cinco, quizá las cinco y diez. Faltaban cincuenta minutos para la boda, Íñigo se dio la vuelta y regresó junto a Fezzik.
—Creo que deberíamos darle la píldora —le dijo—. Deben de faltar unos cuarenta y cinco minutos para la ceremonia.
—Eso significa que apenas le sobrará un cuarto de hora para huir —calculó Fezzik—. Creo que deberíamos esperar por lo menos hasta las cinco y media. Media hora antes, media hora después.
—No —dijo Íñigo—. Impediremos la boda antes de que tenga lugar…, es la mejor manera, al menos en mi opinión. Para cogerles desprevenidos debemos atacar en la conmoción que precede al acontecimiento.
Fezzik se quedó sin argumentos.
—De todos modos —prosiguió Íñigo—, ignoramos cuánto se tarda en tragar algo así.
—Yo sería incapaz de tragármela. Estoy seguro.
—Tendremos que obligarlo —dijo Íñigo desenvolviendo el terrón color chocolate—. Como a una oca. Le pondremos las manos alrededor del cuello, la haremos bajar y que sea lo que Dios quiera.
—Estoy de acuerdo contigo, Íñigo —dijo Fezzik—. Dime qué debo hacer.
—Creo que será mejor que lo sentemos, ¿no te parece? A mí me resulta más fácil tragar cuando estoy sentado que cuando estoy acostado.
—Nos va a costar trabajo —dijo Fezzik—. Ya está completamente frío. Me parece que no se doblará así como así.
—Puedes obligarlo —sugirió Íñigo—. Siempre he tenido confianza en ti, Fezzik.
—Gracias —repuso Fezzik—. Pero, por favor, nunca me dejes solo. —Colocó el cadáver entre los dos, e intentó que se doblara por la mitad, pero el hombre de negro estaba tan tieso que Fezzik tuvo que sudar la gota gorda para ponerlo en ángulo recto—. ¿Cuánto crees que deberemos esperar para saber si el milagro ha funcionado o no?
—Sé tanto como tú —respondió Íñigo—. Ábrele la boca lo más que puedas e inclínale la cabeza un poco hacia atrás, se la meteremos y veremos qué pasa.
Fezzik estuvo maniobrando un rato con la boca del hombre de negro, disponiéndola tal como Íñigo le había dicho, logró poner bien el cuello al primer intento; Íñigo se arrodilló, se inclinó sobre la cavidad y echó la píldora dentro; cuando la píldora rozó la garganta, oyó decir:
—No pudisteis derrotarme solos, mal paridos; pues bien, os he derrotado a cada uno por separado y os derrotaré a los dos juntos.
—¡Estás vivo! —exclamó Fezzik.
El hombre de negro permaneció sentado e inmóvil, y como el muñeco de un ventrílocuo, sólo movía la boca.
—Es tal vez la observación más infantil y obvia que jamás he oído en mi vida, pero de un estrangulador no se puede esperar otra cosa. ¿Por qué no puedo mover los brazos?
—Has estado muerto —le explicó Íñigo.