—Hola —dijo—. Me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
Por su parte, el conde hizo algo verdaderamente asombroso e inesperado: se dio la vuelta y echó a correr. Eran las seis menos veintitrés minutos.
El rey Lotharon y la reina Bella llegaron a la capilla donde se celebraría la boda, justo a tiempo para ver cómo el conde Rugen se lanzaba corredor abajo al frente de los cuatro guardias.
—¿Hemos llegado demasiado temprano? —inquirió la reina Bella al entrar en la capilla y encontrarse con Buttercup, Humperdinck y el archideán.
—Están ocurriendo muchas cosas —dijo el príncipe—. A su debido tiempo todo quedará incomparablemente claro. Pero me temo que existe la gran probabilidad de que, en este mismo instante, los guilderianos estén atacando. Necesito estar a solas en el jardín para trazar los planes de la batalla, ¿podría convenceros para que escoltarais personalmente a Buttercup hasta mi alcoba?
Naturalmente, su petición fue atendida. El príncipe se marchó a toda prisa, y después de un breve alto para abrir un armario y sacar varios pares de botas que habían pertenecido a soldados guilderianos, salió del palacio.
Buttercup, por su parte, caminó lenta y sosegadamente entre los ancianos reyes. No tenía ninguna necesidad de preocuparse, y menos cuando Westley estaba allí para impedir su boda y llevársela para siempre. Pero la realidad de su situación no ejerció su genuino efecto hasta que hubo recorrido la mitad del camino que la separaba de la alcoba de Humperdinck.
Westley no había aparecido.
Su dulce Westley. No le había parecido adecuado ir a buscarla.
Lanzó un tremendo suspiro. No tanto de tristeza como de despedida. Una vez en la alcoba de Humperdinck, todo habría terminado. El príncipe poseía una espléndida colección de espadas y cuchillos.
Hasta aquel momento jamás había considerado seriamente la posibilidad de suicidarse. Claro que había pensado en ello; toda muchacha lo hace de vez en cuando. Pero nunca en serio. Se sorprendió al comprobar que iba a resultarle la cosa más sencilla del mundo. Llegó a la alcoba del príncipe, dio las buenas noches a la familia real, y se dirigió directamente hacia la pared donde estaban expuestas las armas. Eran las seis menos catorce minutos.
A las seis menos veintidós minutos, Íñigo se había quedado tan anonadado por la cobardía del conde que por un momento se quedó ahí de pie. Luego salió en su persecución, claro está; él era más veloz, pero el conde traspuso el umbral, dio un portazo y cerró con llave, e Íñigo no logró derribar la puerta.
—Fezzik —gritó, desesperado—. Fezzik, derríbala.
Pero Fezzik estaba con Westley. Ese era su cometido, quedarse a proteger a Westley, y aunque desde donde se encontraba Íñigo lograba verlos, Fezzik no podía hacer nada; Westley ya había comenzado a andar. Lentamente. Débilmente. Pero estaba caminando por su propio pie.
—Carga contra ella —le respondía Fezzik—. Golpea fuerte con el hombro. Cederá.
Íñigo cargó contra la puerta. Golpeó y golpeó con el hombro, pero él era delgado, y la puerta no.
—Se me escapa —le dijo Íñigo.
—Pero Westley está indefenso —le recordó Fezzik.
—Fezzik, te necesito —gritó Íñigo.
—Sólo tardaré un minuto —dijo Fezzik, porque había ciertas cosas que uno debía hacer fuera como fuese, y cuando un amigo necesitaba ayuda, había que ayudarle.
Westley asintió y siguió andando; lentamente, débilmente, pero seguía siendo capaz de moverse.
—Date prisa —le urgió Íñigo.
Fezzik se dio prisa. Se apoyó contra la puerta cerrada y con todas sus fuerzas cargó contra ella.
La puerta no cedió.
—Por favor —le urgió Íñigo.
—Ya la abriré, ya la abriré —le prometió Fezzik.
Retrocedió unos cuantos pasos, cogió carrerilla y se abalanzó contra la madera.
La puerta cedió un poco. Sólo un poco. Pero no bastaba.
Fezzik se alejó mucho más. Con un rugido, atravesó el corredor y cuando se encontró cerca de la puerta, se elevó por los aires y la puerta quedó reducida a un cúmulo de astillas.
—Gracias, muchas gracias —le dijo Íñigo cuando ya había traspuesto el umbral.
—¿Qué hago ahora? —le gritó Fezzik.
—Regresa junto a Westley —respondió Íñigo atravesando a toda velocidad una serie de habitaciones.
«Estúpido», se recriminó Fezzik. Se dio la vuelta y volvió junto a Westley.
Pero éste ya no estaba allí. Fezzik notó que el pánico comenzaba a crecer dentro de él. Había media docena de pasillos.
«¿Cuál, cuál, cuál? —repitió Fezzik intentando deducirlo; trataba de hacer algo bien por primera vez en su vida—. Conociéndote como te conozco, elegirás el que no es», concluyó en voz alta; enfiló entonces hacia un pasillo y avanzó tan deprisa como pudo.
Eligió el que no era.
Ahora Westley estaba solo.
Íñigo iba recuperando terreno. En la estancia contigua alcanzaba a ver un atisbo del noble en fuga, y cuando llegaba allí, el conde se las arreglaba para pasar al cuarto siguiente. Pero, poco a poco, Íñigo iba sacándole ventaja. A las seis menos veinte, sintió la plena confianza de que después de una persecución de veinticinco años, al fin podría vengarse.
Buttercup tuvo la certeza de que a las seis menos doce minutos estaría muerta. Todavía faltaba un minuto para esa hora, y ella se encontraba con la mirada fija en los cuchillos del príncipe. El más letal parecía ser el más gastado, la daga florinesa. Remataba en punta, entraba fácilmente y adoptaba una forma triangular junto al mango. Para sangrar más deprisa, se decía. Las había en varios tamaños, y la del príncipe parecía la más larga; a la altura del mango era gruesa como la muñeca de un hombre. La cogió y se la posó en el pecho.
—En este mundo siempre son demasiado escasos los pechos perfectos; deja los tuyos en paz —oyó decir.
Ahí estaba Westley, tendido en la cama. Eran las seis menos doce minutos y Buttercup supo que jamás iba a morir.
Por su parte, Westley suponía que le quedaba hasta las seis y cuarto para seguir en pie. Evidentemente, así habría sido si hubiese contado con una hora, pero la cuestión era que no disponía de una hora, sino de cuarenta minutos. Hasta las seis menos cinco. Siete minutos más. Pero, como ya se ha dicho, él no tenía manera de saberlo.
E Íñigo no tenía manera de saber que el conde Rugen llevaba una daga florinesa. Ni que era un experto en su manejo, Íñigo tardó hasta las seis menos diecinueve minutos para abordar al conde. En una sala de billares. «Hola —se disponía a decir—. Me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir». Pero en realidad logró pronunciar sólo unas cuantas palabras: «Hola, me llamo Íñi…».
Y entonces la daga le efectuó una redistribución de las tripas. La fuerza del impacto lo hizo retroceder hasta una pared. El chorro de sangre que fluyó lo debilitó tan deprisa que no logró tenerse en pie.
—Domingo, Domingo —susurró, y a las seis menos dieciocho minutos se encontró perdido y de rodillas…
Buttercup estaba asombrada por el comportamiento de Westley. Corrió hacia él, esperando que la recibiera a mitad de camino con un abrazo fogoso. Pero, en cambio, él se limitó a sonreírle y a permanecer donde estaba, tendido sobre las almohadas del príncipe, con una espada al lado de su cuerpo.
Buttercup continuó avanzando sola y cayó sobre su único, su adorado Westley.
—Con suavidad —le dijo él.
—¿En un momento como éste es todo lo que se te ocurre decirme? ¿Con suavidad?
—Con suavidad —repitió Westley, no tan suavemente.
Ella se apartó de él y le preguntó:
—¿Estás enfadado conmigo por haberme casado?
—No estás casada —dijo él, suavemente. Su voz sonaba extraña—. Al menos no por mi iglesia, ni por ninguna otra.
—Pero ese anciano pronunció…
—Todos los días hay mujeres que enviudan…, ¿no es así, majestad?
Su voz sonó más fuerte cuando se dirigió al príncipe, que entraba en ese momento llevando en la mano unas botas embarradas.
El príncipe Humperdinck buscó sus armas y una espada brilló en sus manos regordetas.
—A muerte —dijo mientras avanzaba.
Westley meneó lentamente la cabeza.
—No —le corrigió—. A sufrimiento.
Era aquélla una frase extraña, que paró en seco al príncipe. Además, ¿por qué estaba aquel hombre allí tendido? ¿Dónde estaba la trampa?
—Me parece que no he comprendido bien.
Westley siguió tendido, sin moverse, pero su sonrisa se hizo más amplia.
—Será un placer explicároslo.
Eran ya las seis menos diez. Quedaban veinticinco minutos de seguridad. (Quedaban cinco. Él no lo sabía. ¿Cómo podía saberlo?) Lenta y cuidadosamente comenzó a hablar…
Íñigo también estaba hablando. Seguían siendo las seis menos dieciocho minutos cuando murmuró:
—Perdón…, padre…
El conde Rugen oyó aquellas palabras, pero no les encontró sentido hasta que vio la espada que la mano de Íñigo aún empuñaba.
—Eres ese mocoso español al que una vez di una lección —dijo, acercándose más y observando las cicatrices—. Es increíble. ¿Te has pasado todos estos años persiguiéndome para fallar en este preciso instante? Creo que es lo peor que he oído en mi vida; qué maravilloso.
Íñigo no pudo decir nada. La sangre le manaba a borbotones del estómago.
El conde Rugen desenvainó la espada.
—… perdón, padre…, lo siento…
«¡No me vengas ahora a pedir perdón! Me llamo Domingo Montoya. Di mi vida por esa espada y a mí no me pidas perdón. Si ibas a fallar, ¿por qué no te moriste hace años y me dejaste descansar en paz?».
Entonces MacPherson también comenzó a perseguirlo:
—¡Españoles! Jamás debí tratar de enseñarle a un español; son tontos, se olvidan de las cosas, ¿qué haces con una herida? ¿Cuántas veces te he enseñado lo que se ha de hacer con una herida?
—Cubrirla… —respondió Íñigo, y se arrancó el cuchillo del cuerpo y hundió el puño izquierdo en la herida.
Los ojos de Íñigo comenzaron a enfocar un poco mejor, no muy bien, no perfectamente, pero lo preciso como para ver que la espada del conde se le acercaba al corazón; Íñigo no logró hacer mucho con aquel ataque, desviarlo levemente, empujar la punta de la hoja hacia su hombro izquierdo, donde no le produjo un daño insoportable.
El conde Rugen se quedó un tanto sorprendido de que hubiesen desviado su acero, pero no estaba nada mal aquello de traspasar el hombro de un indefenso. No había prisa cuando se lo tenía acorralado.
—¡Españoles! —volvió a gritarle a MacPherson—. Dame un polaco cuando quieras, al menos los polacos se acuerdan de usar la pared cuando tienen una a mano; sólo a los españoles se les olvida utilizarla…
Lentamente, centímetro a centímetro, Íñigo se valió de la pared para incorporarse; utilizó las piernas para empujar, y dejó que el muro se encargara de proporcionarle todo el apoyo necesario.
El conde Rugen volvió a atacar, pero, por un cierto número de motivos, lo más probable porque no había esperado que su contrincante se moviera, no lo alcanzó en el corazón y tuvo que conformarse con hundir la hoja de su acero en el brazo izquierdo del español.
A Íñigo no le importó. Ni siquiera lo notó. Lo único que le interesaba era su brazo derecho; apretó la empuñadura y notó que conservaba la fuerza en la mano, suficiente como para atacar al enemigo, y el conde Rugen tampoco se había esperado aquello, de modo que lanzó un gritito involuntario y retrocedió un paso para volver a analizar la situación.
La fuerza fluía del corazón de Íñigo hacia su hombro derecho, bajaba por éste hasta los dedos y luego a la gran espada con empuñadura para seis dedos; se apartó de la pared y murmuró:
—Hola…, me llamo… Íñigo Montoya; tú mataste… a mi padre; disponte a morir.
Se pusieron en guardia.
El conde fue a buscar la muerte rápida, empleando el movimiento inverso de Bonetti.
Inútil.
—Hola…, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre…, disponte a morir….
Volvieron a ponerse en guardia, y el conde pasó a la defensa Morozzo, porque la sangre seguía manando.
Íñigo se hundió más el puño en la herida.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
El conde se parapetó detrás de la mesa de billar.
Íñigo resbaló en su propia sangre.
El conde siguió retrocediendo, y esperó y esperó.
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
Se hundió más el puño y no quiso ni pensar en qué era lo que estaba tocando y aguantando en su sitio; por primera vez se sintió capaz de intentar un lance: la enorme espada describió un brillante movimiento…
… en el costado de una de las mejillas del conde Rugen apareció un corte vertical…
… otro brillante movimiento…
… otro corte, paralelo, sangrante…
—Hola, me llamo Íñigo Montoya; tú mataste a mi padre; disponte a morir.
—¡Deja de repetir eso!
El conde comenzaba a experimentar una cierta merma en el temple.
Íñigo hundió su espada en el hombro izquierdo del conde, tal como él le había herido el suyo. Luego siguió con el brazo izquierdo del conde, en el mismo sitio donde éste le había penetrado el suyo.
—Hola —pronunció con más fuerza ahora—. ¡Hola! Me llamo Íñigo Montoya. Tú mataste a mi padre. Disponte a morir.
—No…
—Ofréceme dinero…
—Todo —dijo el conde.
—Y poder. Prométeme eso.
—Todo lo que tengo y más. Por favor.
—Ofréceme lo que yo te pida.
—Sí. Sí. Habla.
—Quiero que me devuelvas a Domingo Montoya, hijo de perra —y la espada con empuñadura para seis dedos volvió a describir un brillante movimiento en el aire.
El conde gritó.
—Fue justo a la izquierda del corazón —volvió a atacar Íñigo.
Otro grito.
—Ésa fue justo debajo del corazón. ¿Adivinas acaso lo que estoy haciendo?
—Arrancarme el corazón.
—Tú me lo arrancaste a mí cuando tenía diez años; ahora quiero el tuyo. Tú y yo somos amantes de la justicia…, ¿hay algo más justo que eso?
El conde lanzó un último grito y luego cayó al suelo, fulminado por el terror.
Íñigo lo miró desde su altura. El rostro crispado y frío del conde aparecía petrificado y ceniciento, y la sangre seguía manando de los cortes paralelos. Sus ojos desmesuradamente abiertos aparecían llenos de horror y dolor. Era glorioso. Si a uno le gustan ese tipo de cosas.