—Cuéntamelo todo en pocas palabras. Mientras yo estaba aquí con el brandy, ¿dónde estabas tú?
—Bueno, pasé una temporada en una aldea de pescadores y, después, vagué por ahí un tiempo, hasta que hace unas semanas me encontré en Guilder donde no se hablaba de otra cosa que de la inminente boda y quizá de una próxima guerra; entonces me acordé de Buttercup, de cuando cargué con ella para escalar los Acantilados de la Locura. Era tan bonita y delicada, y como nunca había estado tan cerca de una fragancia así, pensé que sería bonito ver los festejos de su boda, por eso vine aquí. Pero se me había acabado el dinero, y como estaban formando una Brigada Brutal y necesitaban gigantes, me ofrecí para el puesto y me azotaron con garrotes para ver si era lo bastante fuerte. Cuando los garrotes se partieron, decidieron que lo era. He sido Bruto de Primera durante esta última semana. El sueldo es muy bueno.
Íñigo asintió y le dijo:
—Está bien. Pero, insisto, por favor, esta vez sé breve y cuéntame desde el principio lo del hombre de negro. ¿Logró derrotarte?
—Sí. Y con justicia. Fuerza contra fuerza. Estuve demasiado lento y me faltaba práctica.
—Entonces, ¿fue él quien mató a Vizzini?
—Eso creo.
—¿Utilizó la espada o la fuerza?
Fezzik intentó recordar, y luego contestó:
—No se le apreciaban heridas de espada y Vizzini no parecía estar fracturado. Sólo encontré dos copas y a Vizzini muerto. Supongo que uso veneno.
—¿Y por qué iba Vizzini a tomar veneno?
Fezzik no tenía la más mínima idea.
—Pero ¿estaba muerto de verdad?
Fezzik afirmó, seguro.
Íñigo comenzó a pasearse por la cocina con movimientos rápidos y breves, tal como solían serlo antes.
—Está bien. Vizzini ha muerto, asunto concluido. Cuéntame brevemente dónde está el tal Rugen de seis dedos para que pueda matarlo.
—Quizá no sea tan sencillo, Íñigo, porque el conde está con el príncipe, y éste permanece en su castillo y ha prometido no abandonarlo hasta después de su boda, porque teme otro ataque encubierto de Guilder. Todas las entradas menos la principal han sido clausuradas para mayor seguridad y las puertas principales están custodiadas por veinte hombres.
—Mmm —dijo Íñigo, paseándose más deprisa—. Si tú lucharas contra cinco y yo me enfrentara con mi espada a otros cinco, quedarían diez menos, pero no nos serviría de nada porque eso significaría que los diez restantes podrían matarnos. Pero —y aquí aceleró aún más la velocidad de su paseo—, si tú te encargaras de seis y yo de ocho, tendríamos catorce derrotados, que no sería tan malo pero seguiría siendo malo, puesto que los seis restantes nos matarían. —En este punto, se volvió veloz hacia Fezzik y preguntó—: ¿Cuál es el máximo del que podrías hacerte cargo?
—Verás, algunos de ellos pertenecen a la Brigada Brutal, de modo que no creo que pudiera con más de ocho.
—O sea, que quedarían doce para mí; no sería imposible, pero no constituye la mejor forma de pasar tu primera noche después de tres meses de vivir sólo a base de brandy.
De repente el cuerpo de Íñigo se vino abajo, y en sus ojos, que poco antes brillaban, había ahora lágrimas.
—¿Qué ha pasado? —gritó Fezzik.
—Oh, amigo mío, amigo mío, necesito a Vizzini. No sirvo para planificar. Me limito a seguir. Dime qué debo hacer y te aseguro que no habrá hombre viviente que lo haga mejor. Pero mi mente es como el buen vino, no soporta los largos viajes. Paso de un pensamiento a otro, pero sin lógica, y me olvido de las cosas. Ayúdame, Fezzik, ¿qué voy a hacer?
Fezzik también tuvo ganas de llorar.
—Soy el tipo más tonto que jamás haya existido, ya lo sabes. Ni siquiera pude acordarme que debía volver aquí, y eso que tú me habías compuesto esa rima tan bonita.
—Necesito a Vizzini.
—Pero Vizzini está muerto.
Entonces Íñigo volvió a ponerse en pie y a pasearse furioso por la cocina, y por primera vez chasqueó los dedos lleno de entusiasmo.
—No necesito a Vizzini, sino a su superior: ¡Necesito al hombre de negro! Verás…, me ganó a mí con el acero, superó mi maestría; te ganó a ti en fuerza. Y debió de superar en maestría, planificación y sagacidad a Vizzini; él me dirá ahora cómo entrar en el castillo y matar a la bestia de seis dedos. Si tienes alguna idea de dónde se encuentra el hombre de negro en estos momentos, dame rápidamente la respuesta.
—Navega por los siete mares en compañía del temible pirata Roberts.
—¿Y por qué iba a hacer semejante cosa?
—Porque trabaja como marinero del temible pirata Roberts.
—¿Es marinero? ¿Un marinero corriente? ¿Un marinero corriente y moliente derrota con la espada al gran Íñigo Montoya? In-con-ce-bi-ble. Él tiene que ser el temible pirata Roberts. De lo contrario, no tiene ningún sentido.
—En cualquier caso, está navegando muy lejos de aquí. Lo dice el conde Rugen, y el príncipe mismo fue quien dio la orden. El príncipe no quiere piratas por aquí, porque ya tiene bastantes problemas con Guilder; no olvides que en una ocasión intentaron raptar a la princesa y podrían…
—Fezzik, nosotros raptamos a la princesa en esa ocasión. La memoria nunca fue tu punto fuerte, pero incluso tú deberías recordar que fuimos nosotros quienes dejamos los trozos de uniforme guilderiano debajo de la silla de montar de la princesa. Vizzini lo hizo porque tenía órdenes de hacerlo. Alguien quería que Guilder apareciera como culpable, ¿y quién si no un noble iba a querer semejante cosa? ¿Y qué otro noble podría ser sino el príncipe mismo, que es tan amante de las guerras? Nunca supimos quién contrató a Vizzini. Supongo que fue Humperdinck. En cuanto a eso de que el conde haya dicho dónde está el hombre de negro, dado que el conde es la misma persona que asesinó a mi padre, podemos estar más que seguros de que es, sin duda, un tipo tremendo. —Se dirigió a la puerta y añadió—: Ven. Tenemos mucho que hacer.
Fezzik lo siguió por las lóbregas calles del Barrio de los Ladrones.
—¿Me lo explicarás todo mientras vamos hacia allá? —inquirió Fezzik.
—Te lo explicaré todo ahora mismo… —Su cuerpo, cual hoja de arma blanca, fue abriéndose paso a cuchilladas por las calles silenciosas, mientras Fezzik lo seguía a toda prisa—, a) Necesito llegar hasta el conde Rugen para poder vengar por fin a mi padre; b) No puedo planificar cómo llegar al conde Rugen; c) Vizzini lo habría planificado por mí, pero, c prima) Vizzini no estará disponible; sin embargo, d) el hombre de negro logró superar en sagacidad y pericia a Vizzini, por lo tanto, e) el hombre de negro puede conducirme hasta el conde Rugen.
—Pero ya te he dicho que después de capturarlo, el príncipe Humperdinck dio las órdenes delante de todos para que se enteraran de que el hombre de negro debía ser devuelto sano y salvo a su barco. Todo el mundo en Florin sabe que ha sido así. a) El príncipe Humperdinck tenía algún tipo de plan para matar a su novia y nos contrató a nosotros para llevarlo a cabo; pero b) el hombre de negro arruinó los planes del príncipe Humperdinck; sin embargo, al final, c) el príncipe Humperdinck logró capturar al hombre de negro y, como todos los habitantes de la ciudad de Florin también saben, el príncipe Humperdinck tiene un carácter espantoso; de manera que d) si un hombre tiene un carácter espantoso, ¿qué podría resultarle más divertido que desahogarse justamente con el hombre que le arruinó sus planes para matar a su novia? —A esas alturas ya habían llegado a las murallas del Barrio de los Ladrones. Íñigo saltó sobre los hombros de Fezzik, y éste comenzó a escalar—. Conclusión 1.ª —prosiguió Íñigo sin perder el ritmo—: dado que el príncipe se encuentra en la ciudad de Florin dando rienda suelta a su mal carácter con el hombre de negro, éste también debe de encontrarse en la ciudad de Florin. Conclusión 2.ª: el hombre de negro no debe de sentirse demasiado feliz en su actual situación. Conclusión 3.ª: yo me encuentro en la ciudad de Florin y necesito alguien que planifique cómo puedo vengar a mi padre, mientras que él está en la ciudad de Florin y necesita alguien que lo rescate para poner a salvo su futuro, y cuando las personas se necesitan mutuamente y con la misma intensidad, conclusión 4.ª y última: hacen un pacto.
Fezzik llegó a lo alto de la muralla y comenzó a descender cuidadosamente por el otro lado.
—Lo he entendido todo —dijo.
—No has entendido nada, pero en realidad no importa, puesto que lo que quieres decir es que te alegras de verme, igual que yo me alegro de verte a ti, porque así se acabó la soledad.
—Eso mismo quería decir —replicó Fezzik.
Oscurecía cuando comenzaron a buscar ciegamente por toda la ciudad de Florin. Faltaba un día para la boda. El conde Rugen se disponía a dar inicio a sus experimentos nocturnos: pasó por su alcoba a recoger sus cuadernos de apuntes, repletos con sus comentarios. Cinco niveles bajo tierra, tras las altas murallas del castillo, Westley esperaba junto a la Máquina, encerrado, encadenado y silencioso. En cierto modo, seguía pareciéndose a Westley, con la diferencia de que había sido quebrado. Le habían succionado veinte años de vida. Le quedaban otros veinte. El dolor era expectación. El conde no tardaría en regresar. Pese a los pocos deseos que aún le quedaban. Westley siguió llorando.
Anochecía cuando Buttercup fue a ver al príncipe. Llamó con fuerza a su puerta, esperó, y volvió a llamar. Lo oyó gritar allí dentro, y de no haber sido tan importante, jamás se habría atrevido a llamar por tercera vez; pero lo hizo, y la puerta se abrió de par en par, y la mirada de ira del príncipe se trocó de inmediato por la más dulce de las sonrisas.
—Amada mía —le dijo—, pasad. Sólo necesito un momento más. —Se volvió hacia Yellin y le comentó—: Mírala, Yellin. Mi futura esposa. ¿Acaso existe hombre más afortunado que yo?
Yellin meneó la cabeza.
—Entonces, ¿crees que me equivoco al no escatimar esfuerzos para protegerla?
Yellin volvió a menear la cabeza. El príncipe lo estaba volviendo loco con sus historias sobre la infiltración guilderiana. Yellin había puesto a todos los espías que había utilizado en toda su vida a trabajar día y noche, y ni uno solo de ellos había logrado descubrir nada sobre Guilder. Y, sin embargo, el príncipe insistía. Yellin suspiró para sus adentros. Aquélla era una situación que lo superaba; él no era un príncipe sino tan sólo el Encargado del Cumplimiento de las Leyes. De hecho, las únicas noticias remotamente perturbadoras que había oído desde que clausurara el Barrio de los Ladrones esa misma mañana le habían llegado hacía apenas una hora, cuando alguien le comentó que se rumoreaba que habían visto el barco del temible pirata Roberts entrar en el canal de Florin. Pero, por su prolongada experiencia, Yellin sabía que tales noticias no eran más que rumores.
—Te digo que estos guilderianos están por todas partes —prosiguió el príncipe— Y dado que pareces incapaz de detenerlos, deseo hacer un cambio en mis planes. Todas las puertas de mi castillo han sido clausuradas exceptuando la principal, ¿no es así?
—Sí. Y hay veinte hombres montando guardia.
—Añade ochenta más. Quiero cien hombres. ¿Está claro?
—Serán cien. Todos los Brutos que estén disponibles.
—Dentro del castillo estoy bastante seguro. Tengo mis propios suministros, alimentos, establos, lo necesario. Mientras no puedan llegar hasta mí sobreviviré. Éstos son, pues, los nuevos planes. Todos los festejos para celebrar el quingentésimo aniversario quedan suspendidos hasta después de la boda, que tendrá lugar mañana, al ponerse el sol. Mi prometida y yo cabalgaremos en mis blancos hasta el canal de Florin, rodeados por todos tus hombres. Allí, subiremos a bordo de un buque y comenzaremos nuestra tan ansiada luna de miel, rodeados por todos los buques de la Armada florinesa…
—Todos menos cuatro —le corrigió Buttercup.
La miró, parpadeando durante un instante, sin decir palabra. Luego, lanzándole un beso, aunque discretamente, para que Yellin no lo viera, le dijo:
—Sí, sí, qué olvidadizo soy, todos los buques menos cuatro.
Y se volvió hacia Yellin.
Pero en ese parpadeo y en el silencio que siguió, Buttercup lo había comprendido todo.
—Esos buques seguirán con nosotros hasta que yo considere que estamos a salvo como para enviarlos de vuelta. Es evidente que Guilder podría atacar entonces, pero ése es un riesgo que debemos correr. Déjame ver si hay algo más. —Al príncipe le encantaba dar órdenes, sobre todo aquellas que él sabía que jamás haría falta cumplir. Además, Yellin era muy lento apuntando, con lo cual todo resultaba mucho más divertido—. Puedes retirarte —dijo finalmente el príncipe.
Yellin hizo una reverencia y se marchó.
—Los cuatro buques jamás fueron enviados —dijo Buttercup cuando estuvieron a solas—. No os molestéis en seguir mintiendo.
—Todo lo que se ha hecho, ha sido por vuestro propio bien, alma mía.
—No sé por qué, pero dudo que sea así.
—Estáis nerviosa, y yo también lo estoy; vamos a casarnos mañana, tenemos derecho a ponernos nerviosos.
—Nunca habéis estado más equivocado, porque yo me siento muy tranquila. —Y en realidad lo parecía—. No importa si habéis enviado o no esos barcos. Westley vendrá a buscarme. Como que existe Dios y el amor, sé que Westley me salvará.
—Sois una muchachita tonta. Volved a vuestra alcoba.
—Sí, soy una muchachita tonta, y desde luego, me iré a mi alcoba. Pero vos sois un cobarde con el corazón lleno de miedo.
El príncipe se echó a reír.
—Soy el mejor cazador del mundo, ¿y me tacháis de cobarde?
—Efectivamente. A medida que me hago mayor me vuelvo más lista. Digo que sois un cobarde y así es; creo que cazáis sólo para no admitir lo que en realidad sois: el ser más débil que jamás haya hollado la tierra. Él vendrá a buscarme y nos marcharemos, y ni con todos vuestros conocimientos de cacería podréis hacer nada, porque Westley y yo estamos unidos por el lazo del amor y eso es algo a lo que no podréis seguirle el rastro ni con mil sabuesos, algo que no podéis romper ni con mil espadas.
Entonces Humperdinck le gritó, se abalanzó sobre ella y le tiró de los cabellos color del otoño, la levantó en volandas y la condujo a lo largo del curvo corredor hasta su alcoba, donde abrió la puerta de una patada y la arrojó dentro. Luego la encerró con llave y echó a correr hacia la entrada subterránea del Zoo de la Muerte…
Mi padre dejó de leer.
«Continúa», le pedí yo.
«Es que me he perdido», dijo él mientras yo esperaba, débil aún por los efectos de la pulmonía y sudando de miedo hasta que él siguió leyendo. «Íñigo permitió que Fezzik abriera la puerta…». «Oye —dije yo—, para, que así no es, te has saltado algo». Entonces me callé en seguida porque hacía poco que habíamos discutido, pues yo me disgusté mucho cuando mi padre me contó que Buttercup se había casado con Humperdinck, y le acusé de haberse saltado algo, y claro, no quería que se repitiera la escena. «Papá —le dije—, verás, no lo digo por nada, pero ¿no estaba el príncipe corriendo hacia el Zoo y después, tú vas y me lees lo de Íñigo? No sé, ¿no crees que a lo mejor hay una página o algo así en medio?».
Mi padre comenzó a cerrar el libro.
«No estoy discutiendo, por favor, no lo cierres».
«No es por eso —me contestó mi padre. Después se me quedó mirando durante un largo rato y añadió—: Billy —me dijo (casi nunca me llamaba así; me encantaba cuando lo hacía; detestaba que otros me llamaran de otra manera, pero cuando el barbero lo hacía, no sé, pues que me derretía)—, Billy, ¿confías en mí?».
«¿Por qué lo preguntas? Claro que sí».
«Billy, tienes pulmonía; sé que te estás tomando este libro muy en serio, porque ya hemos discutido una vez por esto».
«Pero yo no estoy discutiendo ahora…».
«Escúchame…, hasta ahora nunca te he mentido, ¿verdad? Bien. Confía en mí. No quiero leerte el resto de este capítulo y quiero que me digas que está bien».
«¿Por qué? ¿Qué pasa en el resto de este capítulo?».
«Si te lo digo es lo mismo que si te lo leyera. Dime simplemente que está bien así».
«Pero no puedo decirte que está bien hasta que no sepa qué pasa».
«Pero…».
«Dime qué pasa y entonces te diré si está bien. Te prometo que si no quiero oírlo, podrás seguir leyéndome lo de Íñigo».
«¿No vas a hacerme este favor?».
«Me levantaré de la cama cuando estés durmiendo; no importa dónde escondas el libro, lo encontraré y me leeré el resto del capítulo yo solo, de manera que ya puedes empezar a leérmelo».
«Por favor, Billy».
«Te he cogido, o sea que más te vale reconocerlo».
Mi padre lanzó un tremendo suspiro. Sabía que lo había derrotado.
«Westley se muere», me dijo mi padre.
«¿Qué quieres decir con eso de que Westley se muere? ¿Que se muere de verdad?».
Mi padre asintió. «El príncipe Humperdinck lo mata».
«Pero es de mentira, ¿no?».
Mi padre meneó la cabeza, y cerró el libro por completo.
«Jo, mierda», dije yo, y me eché a llorar.
«Lo siento —dijo mi padre—. Te dejaré solo», y se marchó.
«¿Quién se carga a Humperdinck?», grité yo cuando él se hubo marchado.
Se detuvo en el pasillo y me dijo: «No comprendo».
«¿Quién mata al príncipe Humperdinck? Al final alguien tiene que cargárselo. ¿Es Fezzik? ¿Quién?».
«No lo mata nadie. Sigue viviendo».
«¿Quieres decir que él gana, papá? Jo, ¿para qué me lo has leído?», inquirí.
Seguidamente sepulté la cabeza en la almohada y hasta el día de hoy no he vuelto a llorar como aquella vez, ni siquiera en una sola ocasión. Fue como si se me hubiese vaciado el corazón en la almohada. Pienso que lo más asombroso de llorar es que cuando empiezas, crees que no pararás nunca, pero en realidad no dura ni siquiera la mitad de lo que habías creído. Al menos no en términos de tiempo real. En términos de emociones reales es peor de lo que uno piensa, pero medido por el reloj, no lo es. Cuando mi padre regresó, no había pasado siquiera una hora.
«Bien —me dijo—, ¿continuamos esta noche o no?».
«Adelante —le contesté. Los ojos secos. La voz segura—. Dispara cuando estés listo».
«¿Sigo con Íñigo?».
«Quiero oír lo del asesinato», repuse. Sabía que no volvería a llorar como una Magdalena. Mi corazón, al igual que el de Buttercup era ya un jardín secreto y sus muros eran muy altos.