—No conozco a ningún fenómeno.
—En esgrima, es el título que está por encima del de maestro —le explicó Yeste— Bastia fue el último en ostentar el título. Murió en alta mar mucho antes de que tú nacieras. Desde su desaparición no ha habido más fenómenos, y tú jamás habrías sido capaz de derrotarlo. Pero te diré una cosa: él jamás te habría derrotado a ti.
Íñigo se quedó callado durante un largo rato.
—Entonces estoy preparado.
—No me gustaría estar en el lugar del hombre de los seis dedos —fue todo lo que Yeste le dijo.
A la mañana siguiente, Íñigo comenzó la búsqueda. Lo había planificado todo con sumo cuidado. Encontraría al hombre de seis dedos. Se le acercaría y le diría sencillamente: «Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, disponte a morir», y entonces, oh, entonces, comenzaría el duelo.
Era un plan muy bonito. Simple, directo. Sin filigranas. Al principio, Íñigo había ideado todo tipo de locas venganzas, pero poco a poco, la sencillez le había parecido lo mejor. Al principio, imaginaba todo tipo de escenas: el enemigo lloraría y suplicaría, el enemigo se rebajaría y lloraría, el enemigo intentaría sobornarlo, utilizaría argumentos sensibleros y actuaría de forma poco caballerosa. Pero con el tiempo, todas estas ideas también cedieron a la sencillez: el enemigo se limitaría a decirle: «Ah, sí, recuerdo haberlo matado; será un placer matarte a ti también».
Íñigo sólo tenía un problema: no encontraba al enemigo.
Jamás se le había ocurrido pensar que tendría la más mínima dificultad. Al fin y al cabo, ¿cuántos nobles podía haber que tuvieran seis dedos en la mano derecha? Sin duda, aquel detalle sería algo conocido por sus allegados. Unas cuantas preguntas como: «Disculpadme, no estoy loco, pero ¿no habréis visto últimamente un noble de seis dedos?». Y, seguramente, tarde o temprano, alguien le contestaría que sí.
Pero aquel sí no llegó temprano.
Y las cosas que ocurren tarde no son ésas por las que se desea contener la respiración.
El primer mes no fue tan desalentador. Íñigo recorrió toda España y Portugal. El segundo mes viajó a Francia y se pasó allí el resto del año. El año siguiente a aquél fue su año italiano, y después siguieron Alemania y Suiza.
Sólo al cabo de cinco años de completo fracaso comenzó a preocuparse. Para entonces, había visto todos los Balcanes y gran parte de Escandinavia y había estado en Florin, y visitado a los nativos de Guilder, y había estado en la madre Rusia y, poco a poco, había recorrido todo el Mediterráneo.
Para entonces, ya sabía lo que había ocurrido: diez años de aprendizaje habían sido demasiados; habían ocurrido demasiadas cosas. Probablemente, el hombre de seis dedos se habría marchado de viaje a Asia.
O se estaría enriqueciendo en América. O se habría convertido en un ermitaño de la Indias Orientales. O… o…
¿Habría muerto?
A los veintisiete años, Íñigo comenzó a tomar por las noches unas cuantas copas más de vino, para ayudarse a conciliar el sueño. A los veintiocho, se tomaba unas cuantas copas más para ayudarse a digerir el almuerzo. A los veintinueve, el vino le resultaba indispensable para despertarse por las mañanas. El mundo se le venía abajo. No sólo vivía en un perpetuo fracaso, sino que además, le estaba ocurriendo algo igual de espantoso:
La esgrima comenzaba a aburrirle.
Era, sencillamente, demasiado bueno. En sus viajes, se ganaba la vida buscando al campeón local del lugar donde se encontraba, y se enfrentaba a duelo; Íñigo lo desarmaba y aceptaba lo que hubiesen apostado. Y con sus victorias, se pagaba la comida, el alojamiento y el vino.
Pero los campeones locales no eran nada. Incluso en las grandes ciudades, los expertos locales no eran nada. Tampoco en las capitales, los maestros locales eran nada. No había competencia, nada que le ayudara a mantener el estímulo. Su vida comenzó a carecer de sentido, igual que su búsqueda, todo, todo carecía de razón.
A los treinta renunció al fantasma. Dejó de buscar, se olvidó de comer, dormía sólo de vez en cuando. El vino era su única compañía y eso le bastaba.
Era una concha. La máquina de esgrima más grande desde el fenómeno corso apenas practicaba con la espada.
En esas condiciones se encontraba cuando el siciliano dio con él.
Al principio, el diminuto jorobado se limitó a suministrarle vino más fuerte. Pero más tarde, a través de una combinación de elogios y llamadas de atención, el siciliano comenzó a alejarlo de la botella. Porque el siciliano tenía un sueño: con su astucia, la fuerza del turco y la espada del español, podrían convertirse en la organización criminal más efectiva del mundo civilizado.
Que es precisamente en lo que se convirtieron.
En los lugares más recónditos, sus nombres resultaban más dolorosos que el propio miedo; todo el mundo tenía necesidades difíciles de satisfacer. El tropel siciliano (incluso por aquella época, dos eran compañía y tres, un tropel) se hizo cada vez más famoso y más rico. Podían con todo. El acero de Íñigo volvía a resplandecer más que nunca como un rayo. Con el transcurso de los meses, la fuerza del turco se hizo más prodigiosa.
Pero el jorobado era el jefe. De eso nunca hubo duda. De no ser por él Íñigo aún seguiría en su anterior condición: tendido de espaldas, mendigando un poco de vino a la entrada de algún callejón. La palabra del siciliano no sólo era ley, sino la verdad indiscutible.
De modo que cuando le ordenó que matara al hombre de negro, las demás posibilidades quedaron borradas de un plumazo. El hombre de negro debía morir…
Íñigo se paseó por el borde del acantilado, chasqueando los dedos. Quince metros más abajo, el hombre de negro seguía subiendo. La impaciencia de Íñigo comenzaba a entrar en una ebullición incontrolable. Se asomó para contemplar aquel lento avance. Encontrar una hendidura, meter la mano, encontrar otra hendidura, meter la otra mano; faltaban todavía catorce metros. Íñigo le dio una sonora palmada a la empuñadura de su espada, y comenzó a chasquear los dedos más deprisa. Examinó al escalador encapuchado y deseó que tuviera seis dedos, pero no; aquel hombre tenía el número adecuado de apéndices.
Faltaban ahora trece metros noventa centímetros.
Trece metros ochenta centímetros.
—¡En, el de abajo! —gritó Íñigo cuando ya no pudo esperar más.
El hombre de negro levantó la mirada y lanzó un gruñido.
—Os he estado observando.
El hombre de negro asintió.
—Un poco lento, ¿no?
—No quiero parecer descortés —repuso finalmente el hombre de negro—, pero en estos momentos estoy bastante ocupado, o sea que procurad no distraerme.
—Lo siento —dijo Íñigo.
El hombre de negro lanzó otro gruñido.
—Imagino que no podéis daros prisa —comentó Íñigo.
—Si queréis que me dé prisa —repuso el hombre de negro visiblemente enfadado—, podríais lanzarme una cuerda o alcanzarme una rama o buscar alguna otra cosa útil con que ayudarme.
—Sí, podría —convino Íñigo—. Pero no creo que aceptarais mi ayuda, porque os estoy esperando para mataros.
—Eso constituye un obstáculo en nuestra relación —dijo el hombre de negro—. Me temo que tendréis que esperar.
Faltaban doce metros noventa centímetros.
—Podría daros mi palabra de español —le dijo Íñigo.
—No me sirve de nada —replicó el hombre de negro—. He conocido a demasiados españoles.
—Me estoy volviendo loco aquí arriba —le dijo Íñigo.
—Cuando queráis que cambiemos de sitio, aceptaré encantado.
Once metros setenta centímetros.
Y un descanso.
El hombre de negro colgaba en el vacío, con los pies en el aire, y sostenía todo el peso de su cuerpo con la fuerza de la mano metida en la hendidura.
—Vamos, continuad —le suplicó Íñigo.
—Ha sido muy duro —le explicó el hombre de negro—, y estoy cansado. Dentro de un cuarto de hora más o menos, me encontraré estupendamente.
¡Un cuarto de hora más! Inconcebible.
—Os diré una cosa. Tenemos un trozo de cuerda extra aquí arriba que no utilizamos en nuestra escalada, os la lanzaré para que la cojáis y tiraré de ella para…
—No me sirve de nada —repitió el hombre de negro—. Podríais tirar de la cuerda, pero también podríais limitaros a soltarla, y como tenéis tanta prisa por matarme, sería una forma muy rápida de terminar la faena.
—Jamás os habríais enterado de que iba a mataros si yo no os lo hubiera dicho. ¿Acaso no os indica esto que soy de fiar?
—Espero que no os sintáis ofendido, pero, francamente, no.
—¿No hay manera de que confiéis en mí?
—No se me ocurre nada.
De pronto, Íñigo levantó bien alta su mano derecha y exclamó:
—¡Juro por el alma de Domingo Montoya que llegaréis vivo a la cima!
El hombre de negro permaneció largo rato en silencio. Luego, miró hacia arriba.
—No conozco al tal Domingo, pero algo en vuestro tono me dice que debo creeros. Lanzadme la cuerda.
Íñigo se apresuró a atarla alrededor de una roca y a lanzarla hacia abajo. El hombre de negro la aferró, y colgó suspendido en el vacío. Íñigo tiró de la cuerda. En un instante, el hombre de negro se encontró junto a él.
—Gracias —dijo el hombre de negro, y se dejó caer sobre la roca.
Íñigo se sentó a su lado.
—Esperaremos hasta que estéis dispuesto —le dijo.
El hombre de negro inspiró profundamente.
—Gracias de nuevo.
—¿Por qué nos habéis seguido?
—Porque lleváis un equipaje muy valioso.
—No tenemos intenciones de vender —repuso Íñigo.
—Eso es asunto vuestro.
—¿Y el vuestro?
El hombre de negro no contestó.
Íñigo se puso en pie y se alejó para estudiar el terreno sobre el que lucharían. Era una espléndida meseta, llena de árboles, alrededor de los cuales se podían esquivar los lances, y de raíces en las que dar traspiés, y de pequeñas piedras en las cuales perder el equilibrio, y de peñascos de los cuales saltar si se era lo bastante veloz para subirse a ellos; y, bañando todo el paraje, la luz de la luna, Íñigo decidió que no se podía pedir un terreno de prueba para un duelo más adecuado que aquél. Lo tenía todo, hasta los maravillosos Acantilados en un extremo, más allá de los cuales se encontraba la estupenda caída de trescientos metros, algo a tener en cuenta siempre al planificar la táctica. Era perfecto. Realmente un lugar perfecto.
Siempre y cuando el hombre de negro conociera el manejo de la espada.
Y lo conociera muy bien.
Íñigo hizo entonces lo que hacía siempre antes de un duelo: sacó de su vaina la enorme espada y se pasó la hoja dos veces por el rostro, una vez a lo largo de una cicatriz, y otra vez a lo largo de la otra cicatriz.
Después, estudió al hombre de negro. Un estupendo marinero, no cabía duda; un fantástico escalador, estaba claro; sin duda, valiente.
Pero ¿sabría manejar la espada?
¿Sabría manejarla muy bien?
Por favor, ojalá que sí, pensó Íñigo. Hace tanto tiempo que no me ponen a prueba, ojalá que este hombre pueda hacerlo. Ojalá que sea un espadachín maravilloso. Ojalá que sea veloz y ligero, fuerte e inteligente. Ojalá que tenga una mente hecha para la táctica, y una formación igual a la mía. Ojalá, ojalá… ¡Hace tanto tiempo! ¡Ojalá sea un maestro!
—Ya he recuperado el aliento —dijo el hombre de negro desde la roca donde se había sentado—. Gracias por haberme dejado descansar.
—Será mejor que acabemos de una vez —sentenció Íñigo.
El hombre de negro se incorporó.
—Parecéis una persona decente —dijo Íñigo—. Detesto mataros.
—Parecéis una persona decente —repuso el hombre de negro—. Detesto morir.
—Pero uno de los dos debe hacerlo —dijo Íñigo—. Comenzad.
Al decir eso, desenvainó la espada con empuñadura para seis dedos y se la cogió con la mano izquierda.
En los últimos tiempos había comenzado todos sus duelos con la mano izquierda. Constituía una buena práctica, y aunque era el número uno luchando con la mano derecha, la que normalmente utilizaba, con la izquierda resultaba algo más aceptable. Cuando luchaba con ésta, estaba entre los treinta mejores. Quizá esa cifra alcanzara los cincuenta, o tal vez apenas llegase a diez.
El hombre de negro también era zurdo y eso entusiasmó a Íñigo, porque todo resultaba más justo. Su debilidad se enfrentaba a la fuerza del otro hombre. Mejor que mejor.
Se pusieron en guardia y el hombre de negro comenzó de inmediato la defensa de Agrippa, cosa que Íñigo consideró acertada, si tenía en cuenta el terreno rocoso, pues la defensa de Agrippa permitía mantener los pies firmes al principio y reducían al mínimo las posibilidades de resbalar. Naturalmente, él respondió con un Capo Ferro que sorprendió al hombre de negro, pero se defendió bien, abandonó raudo la defensa de Agrippa y pasó al ataque, utilizando los principios de Thibault.
Íñigo no tuvo más remedio que sonreír. ¡Hacía tiempo que nadie usaba contra él la ofensiva, que le resultó emocionante! Dejó que el hombre de negro avanzara, que se envalentonase, para lo cual se retiró con gracia entre dos árboles, y para evitar daños utilizó la defensa Bonetti.
Entonces, sus piernas reaccionaron y se colocó detrás del árbol más cercano; el hombre de negro no esperaba esa rapidez y tardó en recuperarse. Íñigo salió como un rayo de detrás del árbol y pasó al ataque, el hombre de negro se retiró, tropezó, recuperó el equilibrio y continuó luchando.
Íñigo quedó impresionado por la rapidez con que había recuperado el equilibrio. La mayoría de los hombres con la misma constitución que su contrincante habrían caído, o al menos, se habrían aguantado con una mano. Pero el hombre de negro, no; se limitó a dar un rápido paso, a erguir el cuerpo con un esfuerzo y a continuar luchando.
En esos momentos se acercaban al borde de los Acantilados, y gran parte de los árboles se encontraba detrás de ellos. Lentamente el hombre de negro se vio obligado a dirigirse hacia un grupo de enormes peñascos, porque Íñigo ansiaba comprobar cómo se movía cuando el terreno era escaso, cuando no se podía avanzar ni quitar con total libertad. Íñigo siguió avanzando y al instante, ambos estuvieron rodeados de peñascos. De repente, Íñigo se abalanzó contra una roca cercana, rebotó en ella con una fuerza increíble y salió despedido a una velocidad sorprendente.
Recibió la primera herida.