Un aspecto más particular del Pantano de Fuego de Florin/Guilder era que lo utilizaban para asustar a los niños. En ninguno de los dos países existía un solo niño que, en un momento u otro de su vida cuando se comportaba mal, no fuese amenazado con ir a parar al Pantano de Fuego. «Si vuelves a hacerme eso, te enviaré al Pantano de Fuego» era tan común como «Cómete todo lo que tienes en el plato que en África se mueren de hambre». Así, a medida que los niños iban creciendo, lo mismo ocurría con el peligro representado por el Pantano de Fuego en sus imaginaciones exuberantes. Claro está que nadie acabó nunca en el Pantano de Fuego, aunque una vez al año o así, algún RAG enfermo solía salir de allí para morir, y su descubrimiento no hacía más que contribuir al engrandecimiento del mito y el horror. El más grande de los pantanos de fuego conocidos se encuentra, por supuesto, a un día de camino de Perth. Es impenetrable y tiene unos sesenta y cinco kilómetros cuadrados de superficie. El que había entre Florin y Guilder apenas alcanzaba un tercio de ese tamaño. Nadie había sido capaz de descubrir si era o no impenetrable.
Buttercup miró fijamente hacia el Pantano de Fuego. De pequeña, se había pasado un año entero con pesadillas, convencida de que moriría allí. En ese preciso momento, fue incapaz de dar un solo paso. Por todas partes surgían las llamas repentinas.
—No puedes pedirme esto —dijo Buttercup.
—Es preciso.
—De pequeña soñé que moriría aquí.
—Yo también, como todos. ¿Tenías entonces ocho años? Yo, sí.
—Ocho. Seis. No me acuerdo.
Westley la tomó de la mano.
Buttercup no podía moverse.
—¿Es preciso?
Westley asintió.
—¿Por qué?
—Éste no es el momento.
Tiró de ella con suavidad. Buttercup seguía sin poder moverse.
Westley la levantó en sus brazos.
—Niña, mi dulce niña. Tengo un cuchillo. Llevo mi espada. No he cruzado el mundo entero para perderte ahora.
Buttercup miró por todas partes para encontrar el valor preciso. Evidentemente, lo encontró en los ojos de Westley.
De todos modos, cogidos de la mano, se internaron en las sombras del Pantano de Fuego.
El príncipe Humperdinck se quedó con la mirada fija en la distancia. Estaba sentado en la montura de su blanco, estudiando las pisadas que había en el fondo del barranco. No quedaba otra conclusión posible: el secuestrador había arrastrado con él a su princesa.
El conde Rugen estaba sentado sobre su caballo.
—¿De veras entraron allí?
El príncipe asintió.
Rogando porque le respondiera que no, el conde Rugen inquirió:
—¿Creéis que deberíamos seguirlos?
El príncipe negó con la cabeza.
—Allí dentro sólo tienen dos alternativas: vivir o morir. Si mueren, no tengo el menor deseo de correr la misma suerte. Si viven, los recibiré del otro lado.
—El otro lado queda muy lejos —le recordó el conde.
—Para mis blancos, no.
—Os seguiremos como podamos —le dijo el conde. Volvió a echar otra mirada al Pantano de Fuego—. O está muy desesperado y asustado, o es muy estúpido o muy valiente.
—Yo diría que mucho de las cuatro cosas —repuso el príncipe…
Westley iba al frente. Buttercup iba un poco más rezagada y, desde la partida, lograron conseguir un buen tiempo. Ella advirtió que lo principal era olvidarse de los sueños de la niñez, porque el Pantano de Fuego era algo malo, aunque no tanto. Al principio, el hedor de los gases que surgían de la tierra parecía un perfecto castigo, pero la familiaridad no tardó en suavizarlo. Las repentinas llamaradas eran fáciles de esquivar, porque justo antes de que surgieran del suelo, se oía una especie de profundo estallido proveniente, a todas luces, de un sitio cercano al lugar por donde surgirían las llamas.
Westley empuñaba la espada con la mano derecha y el cuchillo largo con la izquierda, dispuesto a recibir al primer RAG, pero no apareció ninguno. Había cortado un trozo largo y fuerte de enredadera, se lo había enrollado alrededor de un hombro y a medida que avanzaban iba haciendo una cuerda.
—Cuando haya acabado con esto —le dijo a Buttercup avanzando sin cesar bajo los árboles gigantes—, nos ataremos; de ese modo, por más que oscurezca, estaremos cerca. En realidad, creo que es una precaución excesiva, pues, a decir verdad, estoy un poco desilusionado. Debo admitir que este sitio es malo, pero no tanto como imaginaba. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Buttercup deseaba estar de acuerdo con él, completamente de acuerdo, y lo habría estado si en aquel mismo instante no se la hubieran tragado las Arenas de Nieve.
Westley se dio la vuelta justo a tiempo para verla desaparecer.
Buttercup había dejado que su atención vagara un solo instante; el suelo parecía bastante sólido. De todas maneras, desconocía qué aspecto tenían las Arenas de Nieve; pero cuando uno de sus pies comenzó a hundirse, no pudo retirarlo, e incluso antes de que lograra lanzar un grito, había desaparecido. Fue como caer a través de una nube. Las arenas eran las más finas del mundo, casi imperceptibles, y al principio no parecían desagradables. Buttercup caía suavemente a través de aquella masa blanda y polvorienta, alejándose cada vez más de todo lo que fuera vida, pero no debía asustarse. Westley le había enseñado cómo comportarse en caso de que aquello le ocurriera, y siguió sus instrucciones: abrió los brazos y los dedos y se obligó a adoptar la postura del muerto en natación; hizo todo esto porque Westley le había dicho que cuanto más abriera brazos y piernas, más retardaría su hundimiento. Y cuanto más lentamente se hundiera, más deprisa podría zambullirse él para rescatarla.
Buttercup ya tenía las orejas y la nariz llenas de Arenas de Nieve, y sabía que si abría los ojos, un millón de diminutas partículas de esta arena se le meterían bajo los párpados, y ya comenzaba a sentir un miedo atroz. ¿Cuánto tiempo llevaba hundiéndose? Parecían horas; contener la respiración comenzaba a hacerle daño. «Has de contener la respiración hasta que yo te encuentre —le había dicho él—, has de adoptar la postura del muerto en natación, cerrar los ojos, contener la respiración y yo acudiré en tu ayuda y los dos tendremos una preciosa anécdota para contarle a nuestros nietos». Buttercup siguió hundiéndose. El peso de la arena comenzaba a aplastarle los hombros. Empezaba a dolerle la zona lumbar. Mantener los brazos y los dedos abiertos le resultaba una agonía cuando todo era tan inútil. Las Arenas de Nieve le pesaban más y más, y ella continuaba hundiéndose. ¿No tendrían fondo, como creían de niños? ¿Se hundía uno en ellas para siempre hasta que las arenas te carcomían y luego seguirían los pobres huesos su eterno viaje descendente? No. Seguramente en alguna parte tendría que existir un lugar de descanso. Un lugar de descanso, pensó Buttercup. Qué cosa tan maravillosa. Estoy tan, tan cansada, y quiero descansar y… «¡Westley, ven a salvarme!», gritó, o empezó a hacerlo. Porque para poder gritar había que abrir la boca, de modo que lo único que logró proferir fue la primera sílaba de la primera palabra: «We». Después, las Arenas de Nieve le bajaron por la garganta y fue su fin.
Westley había realizado una estupenda salida. Antes de que Buttercup desapareciera por completo, él se había desprendido de la espada y del cuchillo largo y se había quitado la enredadera que llevaba enrollada al hombro. No tardó casi nada en anudar un extremo a un árbol gigantesco y, aferrándose con fuerza del extremo libre, se zambulló de cabeza en las Arenas de Nieve, pataleando a medida que se hundía para descender a mayor velocidad. No se había planteado la posibilidad del fracaso. Sabía que la encontraría, sabía que ella estaría molesta e histérica, incluso un poco trastornada. Pero viva. Y eso era, en definitiva, el único hecho de importancia duradera. Las Arenas de Nieve le habían bloqueado las orejas y la nariz, y rogaba porque ella no se hubiera asustado, y se hubiera acordado de abrir brazos y piernas como un águila para que él pudiera aferrarla rápidamente con su zambullida de cabeza. Si ella había seguido sus instrucciones, no sería tan difícil… En realidad era como rescatar a un nadador que se ahoga en aguas lóbregas. Bajaban lentamente flotando, uno se zambullía directo al fondo, pataleaba, estiraba los brazos al frente, les daba alcance, los aferraba, los conducía a la superficie, y el único problema grave en adelante sería convencer a los nietos de que esas cosas habían ocurrido de verdad y no era simplemente una fábula familiar más.
Su mente estaba todavía ocupada con los niños nonatos, cuando ocurrió algo con lo que no había contado: la enredadera no era lo suficientemente larga. Quedó suspendido en las arenas por un momento, aferrado al extremo que recorría toda la distancia que llevaba a la superficie hasta llegar a la seguridad del árbol gigantesco. Soltar la enredadera era una verdadera locura. No había modo de obligar al cuerpo a subir aquella distancia hasta la superficie. Se podía subir unos metros a fuerza de patalear con toda el alma, pero nada más. De manera que si soltaba la enredadera y no encontraba a Buttercup en un abrir y cerrar de ojos, los dos estarían acabados. Westley soltó la enredadera sin un solo remordimiento, porque había llegado demasiado lejos como para fracasar; el fracaso no constituía siquiera un problema digno de consideración. Y se hundió, y en un abrir y cerrar de ojos, su mano encontró la muñeca de Buttercup. Entonces fue Westley quien gritó, sorprendido y aterrado, y las Arenas de Nieve se le filtraron por la garganta, porque lo que había aferrado era la muñeca de un esqueleto, un puro hueso, sin nada de carne.
Eso ocurría en las Arenas de Nieve. Una vez que el esqueleto quedaba limpio hasta el hueso, comenzaba a flotar como las algas arrastradas por la corriente, yendo de aquí para allá; a veces salían a la superficie, pero con más frecuencia viajaban a través de las Arenas de Nieve por toda la eternidad. Westley arrojó lejos de sí la muñeca huesuda y extendió ciegamente ambas manos, arañando las arenas como un loco en busca de una parte de su amada, porque el fracaso no constituía un problema; el fracaso no constituye un problema, se dijo; no es un problema digno de consideración, o sea que olvídate del fracaso; muévete y encuéntrala, y la encontró. Para ser más exactos, encontró su pie, y tiró de él; entonces, con un brazo, le rodeó la cintura perfecta y se puso a patalear, tomando impulso con todas las fuerzas que le quedaban, pues debía subir unos cuantos metros hasta llegar al extremo de la enredadera. La idea de que podía resultar difícil encontrar un trozo de enredadera en un pequeño mar de Arenas de Nieve jamás le pasó por la cabeza. El fracaso no constituía un problema; no tendría más que patalear, y cuando lo hubiera hecho con la fuerza suficiente, ascendería, y cuando hubiera ascendido lo preciso, tendería la mano y encontraría la enredadera, y cuando hubiera tendido la mano, la enredadera estaría allí, y cuando estuviera allí, él la ataría alrededor de Buttercup y con su último aliento tiraría y tiraría hasta que los dos estuvieran a salvo, en la superficie.
Que es exactamente lo que ocurrió.
Buttercup permaneció inconsciente durante mucho tiempo. Westley puso manos a la obra y, como pudo, le quitó las Arenas de Nieve de las orejas, de la nariz y de la boca y, lo más delicado de todo, de debajo de los párpados. Se sintió vagamente preocupado por la prolongada quietud de Buttercup; era como si ella supiese que había muerto y temiera enterarse de que era verdad. La aferró entre sus brazos y la acunó suavemente. Al cabo de un rato, Buttercup parpadeó.
Durante largos instantes no paró de mirar a su alrededor.
—¿Hemos sobrevivido, pues? —logró preguntar finalmente.
—Somos de raza fuerte.
—Qué maravillosa sorpresa.
—No es preciso…
Iba a decir: «No es preciso que te preocupes», pero el terror de Buttercup fue veloz y repentino. Era una reacción perfectamente normal, y Westley no intentó frenarla, sino que se limitó a aferrarla con fuerza y a dejar que la histeria siguiera su curso. Buttercup se echó a temblar de tal manera que pareció a punto de emprender vuelo. Pero eso fue lo peor. A partir de allí, el llanto tranquilo y acompasado no tardó en aparecer. Después, volvió a ser la Buttercup de siempre.
Westley se incorporó, volvió a colocarse la espada y a envainar el cuchillo largo.
—Ven —le ordenó—. Tenemos mucho camino por recorrer.
—No, hasta que me expliques —repuso—. ¿Por qué debemos pasar por todo esto?
—Ahora no es el momento —le contestó Westley tendiéndole la mano.
—Sí que es el momento.
Buttercup no se movió de donde estaba.
Westley suspiró. La muchacha hablaba en serio.
—Está bien. Te lo explicaré. Pero debemos seguir andando.
Buttercup esperó.
—Debemos atravesar el Pantano de Fuego —le explicó Westley—, por una razón muy buena y simple. —En cuanto comenzó a hablar, Buttercup se puso en pie, y lo siguió de cerca—. Siempre tuve la intención de llegar al otro extremo; aunque debo reconocer que no esperaba tener que hacerlo pasando a través de él. Mi intención era rodearlo, pero el barranco me obligó a cambiar de planes.
—¿Y la razón buena y simple? —le recordó Buttercup.
—En el otro extremo del Pantano de Fuego se encuentra la salida de la Bahía de la Anguila Gigante. Y anclado en las aguas más profundas de esa bahía se encuentra el gran buque
Venganza
. El
Venganza
es propiedad exclusiva del temible pirata Roberts.
—¿El hombre que intentó darte muerte? —preguntó Buttercup—. ¿Ese hombre? ¿El que me destrozó el corazón? El temible pirata Roberts que quiso quitarte la vida, eso es lo que me han contado.
—Efectivamente —repuso Westley—. Y a ese buque nos dirigimos.
—¿Conoces al temible pirata Roberts? ¿Eres amigo de un hombre así?
—Pues algo más que eso —respondió Westley—. No espero que lo comprendas en seguida; sólo deseo que creas que es la verdad. Verás… yo soy el temible pirata Roberts.
—No logro entender cómo es posible, puesto que él lleva veinte años navegando y tú me dejaste hace apenas tres.
—Hasta yo mismo me sorprendo a veces de las pequeñas peculiaridades de la vida —admitió Westley.
—Entonces, ¿de verdad te capturó cuando navegabas rumbo a las Carolinas?
—Pues sí. Su buque
Venganza
capturó al
Orgullo de la Reina
, el buque en el que yo viajaba, y nos iban a ejecutar a todos.