—No puedes pedir más que eso; es la verdad.
—La verdad —repuso Westley— es que prefieres vivir con tu príncipe antes que morir con tu amor.
—He de reconocer que prefiero vivir antes que morir.
—Hablábamos de amor, señora.
Se produjo una larga pausa. Finalmente, Buttercup dijo:
—Puedo vivir sin amor.
Dicho esto, se marchó dejando solo a Westley.
El príncipe Humperdinck la observó mientras ella cubría la larga distancia que la separaba de él.
—Cuando nos hayamos alejado —le dijo el príncipe al conde Rugen—, llevaos al hombre de negro y encerradle en el quinto nivel del Zoo de la Muerte.
—Cuando jurasteis —repuso el conde asintiendo—, hubo un momento en que llegué a creeros.
—Dije la verdad, jamás miento —repuso el príncipe—. Dije que yo no le haría daño. Pero en ningún momento dije que ese hombre no padecería. Vos seréis quien lo torturará; yo haré de espectador.
En ese momento, tendió los brazos para recibir a su princesa.
—Pertenece al buque
Venganza
—dijo Buttercup—. Es… —Iba a contar la historia de Westley, pero como no le correspondía a ella repetirla, continuó—: Es un simple marinero y lo conozco desde que era niña. ¿Os encargaréis de ello?
—¿Debo volver a jurar?
—No es preciso —repuso Buttercup, porque sabía, igual que todos, que el príncipe era más franco que cualquier florinés.
—Acompañadme, mi princesa.
La tomó de la mano.
Buttercup se fue con él.
Westley se quedó mirándolos. Se encontraba de pie, en silencio, al borde del Pantano de Fuego. Había oscurecido, pero las erupciones de fuego que se elevaban a sus espaldas delinearon su rostro. Tenía la mirada vidriosa por la fatiga. Su cuerpo estaba lleno de mordeduras y cortes. Había pasado mucho tiempo sin descansar, había escalado los Acantilados de la Locura, había salvado algunas vidas y eliminado otras. Había arriesgado su mundo entero y ahora ese mundo se alejaba de él, de la mano de un príncipe rufián.
Después Buttercup desapareció; se perdió de vista.
Westley inspiró profundamente. Notó que una infinidad de soldados comenzaba a rodearlo, y con toda probabilidad le habría sido posible hacer sudar a unos cuantos para reducirlo.
Pero ¿para qué?
Westley se desmoronó.
—Acompañadme, caballero —le pidió el conde Rugen al acercársele—. Debemos llevaros sano y salvo a vuestro barco.
—Los dos somos hombres de acción —le contestó Westley—. Las mentiras no son propias de nosotros.
—Bien dicho —reconoció el conde y, levantando la mano, golpeó a Westley y lo dejó inconsciente.
Westley cayó como una piedra; su último pensamiento consciente fue para la mano del conde: tenía seis dedos, y Westley no lograba recordar si había visto alguna vez semejante deformidad…
Este es otro de esos capítulos en los cuales, según el profesor Bongiorno, de Columbia, el gurú florinés, el genio satírico de Morgenstern alcanza su pleno florecimiento. (El hombre utiliza siempre expresiones como éstas: «pleno florecimiento», «humorismo delicioso», y así sucesivamente.)
Este capítulo sobre los festejos es, en su mayoría, una descripción detallada de… ¿a que no lo adivináis? ¡Acertasteis! De los festejos. Las nupcias tendrían lugar ochenta y nueve días más tarde, y todos los copetudos de Florin debían agasajar a la pareja; lo que hace Morgenstern es llenar páginas y páginas con detalles sobre cómo atendían a sus invitados los ricachones de la época. Qué clase de fiestas, qué tipo de comidas, quién se encargaba de la decoración, cómo se disponía a los comensales en la mesa, todo ese tipo de cosas.
La única parte interesante, aunque no merece la pena leer cuarenta y cuatro páginas para enterarse, es la que describe cómo el príncipe Humperdinck se interesa cada vez más en Buttercup, llegando incluso a reducir un poco sus actividades de caza. Y, lo más importante, debido al fracasado intento de secuestro, se producen tres cosas: 1) todo el mundo está prácticamente convencido de que la trama fue urdida por Guilder, de modo que las relaciones entre ambos países son algo más que tensas; 2) todo el mundo adora a Buttercup, pues ha corrido la voz de que se comportó con gran valentía y que incluso logró salir con vida del Pantano de Fuego; y 3) el príncipe Humperdinck es, por fin, y en su propia tierra, un héroe. Nunca había sido popular, en parte debido a su fetichismo por la caza y a las prolongadas ausencias en las que permitió que su país se pudriera cuando su padre se volvió senil; pero la forma en que frustró el rapto sirvió para que todos se dieran cuenta de que aquél era un hombre bravío, y que era una suerte que fuese heredero de la corona.
En fin, estas cuarenta y cuatro páginas describen más o menos el primer mes de festejos. Sólo hacia el final, las cosas vuelven a ponerse interesantes. Buttercup está tendida en la cama, exhausta; es tarde, el fin de otra larguísima fiesta, y, mientras espera que el sueño llegue, se pregunta en qué mar navegará Westley y qué habrá sido del español y del gigante. Eventualmente, en tres veloces retrospectivas, Morgenstern regresa a lo que yo creo que es la narración propiamente dicha.
Cuando Íñigo volvió en sí, todavía era de noche en los Acantilados de la Locura. Allá abajo, se agitaban las aguas del Canal de Florin, Íñigo se movió, parpadeó, intentó frotarse los ojos y no pudo.
Tenía los brazos atados alrededor de un árbol.
Íñigo volvió a parpadear para aclararse la vista. Había caído de rodillas ante el hombre de negro, dispuesto a morir. Al parecer, el vencedor había tenido otras ideas. Como pudo, Íñigo echó un vistazo a su alrededor y encontró la espada con empuñadura para seis dedos; brillaba bajo la luna como un trozo de magia perdida, Íñigo estiró al máximo la pierna derecha y logró tocar la empuñadura. Acercó con el pie la espada todo lo posible para poder cogerla con una mano, y luego cortó las ataduras. Cuando se puso en pie sufrió un vahído; se frotó detrás de la oreja, donde le había golpeado el hombre de negro y notó que tenía un chichón; era de tamaño considerable, no cabía duda, pero aquello no constituía un grave problema.
Lo realmente grave era qué iba a hacer.
Las instrucciones de Vizzini para circunstancias como aquélla, cuando un plan fallaba, eran estrictas: Vuelve al principio. Volver al principio, esperando a Vizzini, reagruparse, volver a planear la acción y empezar de nuevo, Íñigo incluso había llegado a componer una rima para que Fezzik no tuviera problemas en recordar qué debía hacer en momentos de apuros:
Bufón, bufón, vuelve al principio sin más dilación
.
Íñigo sabía con exactitud dónde estaba el principio. Habían conseguido el trabajo en la misma ciudad de Florin, en el Barrio de los Ladrones. Como de costumbre, Vizzini se había encargado de las negociaciones. Se había entrevistado con su empleador, había aceptado el trabajo, lo había planeado, todo en el Barrio de los Ladrones. De manera que estaba claro que había que regresar allí.
Pero Íñigo odiaba aquel lugar. Todo el mundo era tan peligroso, tan grande, tan salvaje y musculoso…, ¿qué más daba que fuera el mejor espadachín del inundo?, ¿quién se enteraría con sólo mirarlo? Tenía toda la pinta de un pobre español delgaducho, al que podía ser divertido atracar. Uno no podía ir por el mundo portando un cartel que dijera: «Cuidado, soy el espadachín más grande del mundo desde que desapareciera el fenómeno de Córcega. No me atraquéis».
Además, y al pensarlo, Íñigo sintió un profundo dolor. Ya no era un gran espadachín, imposible, ¿acaso no acababa de ser derrotado? Antes sí había sido un titán, pero ahora…, ahora…
A continuación sigue un soliloquio de seis páginas que vosotros no leeréis y que Morgenstern aprovecha para dejar constancia, a través de Íñigo, de las angustias que produce la fugacidad de la gloria. El motivo por el que incluyó aquí este soliloquio radica en que la obra anterior de Morgenstern había sido despedazada por la crítica y no se había vendido ni un solo ejemplar. (Un inciso. ¿Sabíais que del primer libro de poemas de Robert Browning no se vendió ni uno solo? Es la verdad. Ni siquiera su madre compró uno en la librería de su ciudad. ¿Habéis oído alguna vez algo más humillante? Imaginaos por un momento que estáis en el lugar de Browning, que habéis publicado vuestro primer libro y que alimentáis la secreta esperanza de que ahora, ahora, seréis alguien. Establecido, importante. Y dejáis pasar una semana antes de preguntar al editor cómo van las cosas, porque no queréis parecer pesados ni nada por el estilo. Y después pasáis por el despacho del editor como quien no quiere la cosa, y probablemente en esa época todo era muy inglés y flemático, y como sois Browning charláis un poco de esto y de aquello, antes de formular la gran pregunta: «Ah, por cierto, ¿hay alguna idea de cómo marchan mis poemas?». Entonces, el editor, que había temido este momento, probablemente contesta: «En fin, ya sabe usted lo que ocurre hoy en día con la poesía; nada marcha como antes. Hay que dejar pasar el tiempo para que se propague la novedad». Entonces, un buen día, alguien tuvo que contestarle: «Nada, Bob. Lo siento, Bob. No, todavía no hemos logrado efectuar una sola venta. Por un momento creímos que Hatchards tenía un posible comprador en Piccadilly, pero parece ser que se arrepintió. Lo siento, Bob; no te preocupes, te mantendremos al tanto si llegara a producirse algún cambio». Fin del inciso.)
En fin, que Íñigo acaba su monólogo con los Acantilados y se pasa las horas siguientes tratando de encontrar un pescador que lo lleve de regreso a la ciudad de Florin.
El Barrio de los Ladrones era peor de lo que él recordaba. Porque antes Fezzik había estado siempre a su lado, y juntos componían rimas. La sola presencia del gigante bastaba para mantener a los ladrones a prudente distancia.
Impulsado por el pánico, Íñigo avanzó por las oscuras callejuelas. De la noche surgían todo tipo de gritos, y de las tabernas, risas vulgares. Se dio cuenta entonces de que tenía miedo, porque mientras estaba allí sentado, aferrado a su espada con empuñadura para seis dedos para darse valor, volvió a revivir mentalmente la época anterior a su encuentro con Vizzini.
Un fracasado.
Un hombre sin objetivos, sin apego al mañana. Hacía años que Íñigo no probaba el brandy. En ese momento, notó que sus dedos buscaban desmañadamente unas monedas. Oyó sus propios pasos que corrían hacia la taberna más próxima, y vio su dinero sobre el mostrador. Palpó entre sus manos la botella de brandy.
Regresó corriendo al pórtico que acababa de abandonar. Abrió la botella. Olió el brandy barato. Tomó un sorbo. Tosió. Tomó otro sorbo. Volvió a toser. Bebió ávidamente y tosió y volvió a beber ávidamente y esbozó una sonrisa.
Sus temores comenzaban a abandonarlo.
Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que estar atemorizado? Él era Íñigo Montoya (ya se había bebido media botella), hijo del gran Domingo Montoya, ¿había algo en este mundo digno de ser temido? (Se había bebido toda la botella.) ¿Cómo se atrevía el miedo acercarse a un genio como Íñigo Montoya? Pues nunca más. (Iba ya por la segunda botella.) Nunca, nunca, nunca más.
Siguió allí sentado, solo, confiado y fuerte. Su vida era una maravilla. Tenía bastante dinero para comprar brandy y, con eso, se sentía dueño del mundo.
El pórtico era miserable y desolado. Íñigo siguió allí tirado, bastante feliz, aferrando la botella con sus manos otrora temblorosas. La existencia era realmente muy sencilla cuando uno obedecía órdenes. No había nada mejor ni más fácil que lo que le aguardaba.
Lo único que tenía que hacer era esperar y beber hasta que llegase Vizzini…
Fezzik no tenía ni idea de cuánto tiempo había permanecido inconsciente. Al incorporarse, se tambaleó por el sendero de montaña, y sólo supo una cosa: que le dolía mucho el cuello a causa del intento de estrangularle del hombre de negro.
¿Qué hacer?
Los planes habían fallado. Fezzik cerró los ojos e intentó pensar… Había un sitio adonde uno debía ir cuando los planes fallaban, pero no lograba recordarlo, Íñigo le había incluso compuesto una rima para que no se le olvidara, y ahora, ni siquiera con eso… Era tan estúpido que no se acordaba. ¿Cómo decía? ¿Acaso «Fornido, fornido, vete a esperar a Vizzini con Cupido»? Rimaba, pero ¿dónde estaba Cupido? «Idiota, idiota, vete ahora mismo a jugar a la pelota». Eso también rimaba, pero ¿qué clase de instrucciones eran ésas?
¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
«¿Pedazo de animal, usa el cerebro y no lo hagas mal?». Nada. Nada lograba ayudarle. En su vida había hecho algo bien, hasta que encontró a Vizzini y, sin pensárselo más, Fezzik se internó en la noche en busca del siciliano.
Vizzini dormía la siesta cuando el gigante lo encontró. Después de beber vino se había quedado dormido. Fezzik cayó de rodillas y juntó las manos en actitud de súplica.
—Vizzini, lo siento —dijo.
Vizzini siguió durmiendo.
Fezzik lo sacudió suavemente.
Vizzini no se despertó.
Lo sacudió no tan suavemente.
Nada.
—Ah, ya sé, estás muerto —dijo Fezzik. Se puso de pie—. Está muerto, Vizzini ha muerto —repitió en voz baja. Entonces, sin que su cerebro interviniese para nada, de su garganta surgió un grito de pánico—: ¡Íñigo!
Se dio media vuelta y bajó por el sendero de montaña, porque si Íñigo seguía con vida, todo estaba bien; no sería lo mismo, no, nunca volvería a ser lo mismo sin que Vizzini les diera órdenes y los insultara como sólo él sabía hacerlo, pero al menos tendrían tiempo para dedicarse a la poesía. Cuando Fezzik llegó a los Acantilados de la Locura les gritó a las rocas: «Íñigo, Íñigo, estoy aquí», y a los árboles: «Íñigo, Íñigo, soy yo, tu Fezzik», y por todas partes: «Íñigo, Íñigo, ¡contéstame, por favor!», hasta que no le quedó más remedio que llegar a la conclusión de que no sólo no había más Vizzini, sino que tampoco había más Íñigo, y que aquello era muy difícil de resistir.
En realidad, era demasiado difícil para Fezzik, de modo que echó a correr gritando: «Me reuniré contigo en seguida, Íñigo», y «Ahora mismo voy, Íñigo» y «Eh, Íñigo, espera» (espera, desespera…, corría como un desesperado, y cómo iban a divertirse componiendo rimas cuando Íñigo y él volvieran a reunirse), pero después de pasarse una hora gritando, la garganta ya no le respondió porque, al fin y al cabo, había estado a punto de morir estrangulado. Corrió y corrió hasta que finalmente llegó a una pequeñísima aldea en cuyas afueras encontró unas bonitas rocas que formaban una cueva lo bastante grande como para que pudiera tenderse en su interior. Se sentó con la espalda apoyada sobre el muro de piedra, los brazos alrededor de las rodillas y el cuello dolorido, hasta que los niños de la aldea dieron con él. Conteniendo el aliento se acercaron hasta donde se atrevieron. Fezzik deseaba que se fueran, de modo que permaneció inmóvil imaginando que estaba en compañía de Íñigo y que éste le decía «barril»; entonces Fezzik respondía veloz «alguacil», y después cantaban un poco hasta que Íñigo decía «serenata», y no había manera de ganarle a Fezzik con algo tan fácil como «sonata», entonces Íñigo se inventaba algo sobre el tiempo y Fezzik le encontraba una rima, y las cosas siguieron así hasta que los niños de la aldea dejaron de tenerle miedo. Fezzik se dio cuenta porque se le acercaron mucho y de pronto comenzaron a chillar a voz en grito y a hacerle todo tipo de muecas. No los culpaba; al fin y al cabo, tenía todo el aspecto de quien se merece que se mofen de él. Llevaba las ropas hechas jirones, había enmudecido y su mirada estaba perdida: probablemente, si hubiera tenido la misma edad que esos niños, él también se habría puesto a gritar.