Cuando tuvo edad para asistir al parvulario, ya estaba en condiciones de afeitarse. Era grande como un hombre normal y los demás niños le hacían la vida imposible. Naturalmente, al principio, le tenían un miedo de muerte (incluso por entonces Fezzik tenía un aspecto fiero), pero cuando se enteraron de que era un miedica, pues bien, no iban a dejar escapar un oportunidad así.
—Chulo, chulo —le gritaban a Fezzik, a manera de provocación, durante el recreo que hacían por las mañanas para tomar el yogur.
—No soy chulo —les contestaba Fezzik en voz alta.
(Pero para sí murmuraba: «Nulo, nulo». Jamás se atrevería a considerarse poeta, porque no era nada de eso; sólo le gustaban las rimas. Todo lo que oía lo rimaba para sus adentros. Algunas veces, las rimas tenían sentido, otras, no. Fezzik nunca se preocupó demasiado por el sentido; lo único que le importaba era el sonido.)
—Cobarde.
Aguarde.
—No soy cobarde.
—Entonces, pelea —le decía uno de ellos, y golpeaba a Fezzik en el estómago con todas sus fuerzas, con la confianza de que el gigante se limitaría a lanzar un «uuf» y quedarse ahí parado, porque por más cosas que le hiciesen nunca devolvía los golpes.
—Uuf.
Otro golpe. Y otro. Un buen puñetazo en los riñones, quizá. Tal vez una patada en la rodilla. Aquello continuaba así hasta que Fezzik rompía a llorar y salía corriendo.
Un día, en su casa, el padre de Fezzik le ordenó:
—Ven aquí.
Como de costumbre, Fezzik obedeció.
—Sécate las lágrimas —le dijo su madre.
Dos niños acababan de propinarle una buena paliza. Como pudo, dejó de llorar.
—Fezzik, esto no puede continuar así —le dijo su madre—. Deben dejar de meterse contigo.
Enfurecerse contigo.
—No me importa demasiado —dijo Fezzik.
—Pues debería importarte —le dijo su padre. Era carpintero y tenía unas manos enormes—. Ven aquí fuera. Te enseñaré a pelear.
—Por favor, no, no quiero…
—Obedece a tu padre.
En tropel, salieron al patio trasero.
—Vamos a ver, cierra el puño —le ordenó su padre.
Fezzik lo hizo lo mejor que pudo.
El padre miró a la madre y luego levantó la vista al cielo.
—Ni siquiera sabe cerrar el puño —dijo el padre.
—Pero ya lo intenta, sólo tiene seis años; no seas tan duro con él.
El padre de Fezzik quería mucho a su hijo y trató de no levantar la voz para que Fezzik no volviera a echarse a llorar. Pero no le resultó fácil.
—Cariño —dijo el padre de Fezzik—, mira, cuando cierras el puño, no se coloca el pulgar dentro de los demás dedos, sino que se coloca fuera de los otros dedos, porque si lo colocas dentro y golpeas a alguien, te lo vas a romper, y eso no está bien, porque cuando golpeas a alguien de lo que se trata es de hacerle daño al otro y no a ti mismo.
Abismo.
—No quiero hacerle daño a nadie, papaíto.
—No quiero que le hagas daño a nadie, Fezzik. Pero si sabes cómo cuidarte, y ellos saben que tú sabes, no te molestarán más.
Manifestarán.
—No me importa demasiado.
—A nosotros, sí —dijo su madre—. Fezzik, no deberían meterse contigo, sólo porque debes afeitarte.
—Volvamos a lo del puño —dijo su padre—. ¿Ya lo has aprendido?
Fezzik volvió a cerrar el puño, esta vez con el pulgar hacia afuera.
—Aprende deprisa el niño —dijo su madre.
Quería a su hijo tanto como el padre.
—Y ahora golpéame —le ordenó el padre.
—No pienso hacerlo.
—Golpea a tu padre, Fezzik.
—Quizá no sepa cómo golpear —dijo el padre.
—Quizá no —dijo la madre de Fezzik meneando la cabeza con pena.
—Fíjate, cariño —dijo el padre—. ¿Lo ves? Es fácil. Tienes que cerrar el puño como ya te he enseñado y después, debes llevar el brazo un poquitín hacia atrás, apuntas hacia donde quieres golpear y lanzas el puñetazo.
—Demuéstrale a tu padre que aprendes deprisa —dijo la madre—. Cierra el puño y encájale un buen golpe.
Fezzik lanzó un puñetazo al brazo de su padre.
El padre de Fezzik volvió a mirar al cielo, lleno de frustración.
—Te ha dado cerca del brazo —se apresuró a comentar la madre, antes de que el rostro de su hijo se entristeciera—. No está mal para ser la primera vez, Fezzik; dile que lo ha hecho bien para ser la primera vez —le ordenó a su marido.
—El golpe fue más o menos en la dirección correcta —logró decir el padre—, y si me hubiese encontrado un metro más hacia el oeste habría estado perfecto.
—Estoy muy cansado —protestó Fezzik—. Uno se cansa cuando aprende tanto en tan poco tiempo. Al menos yo. Por favor, ¿puedo marcharme?
—Todavía no —dijo la madre.
—Cariño, por favor, pégame, pégame de verdad, inténtalo. Eres un niño listo; dame un buen puñetazo —suplicó el padre.
—Mañana, papaíto, te lo prometo.
Comenzaban a saltarle las lágrimas.
—Fezzik, llorar no te servirá de nada —estalló el padre—. No te servirá ni conmigo ni con tu madre. Harás lo que yo te ordene, y te ordeno que me golpees, y si para eso tenemos que quedarnos aquí toda la noche o incluso toda la semana, lo hacemos y si…
¡¡¡
P
A
A
A
F!!!
(Todo esto ocurrió antes de que existieran los servicios de urgencia y realmente fue una pena, al menos para el padre de Fezzik, porque después de que Fezzik le lanzara el puñetazo, no pudieron llevarlo a ninguna parte más que a su cama, donde permaneció acostado, con los ojos cerrados durante un día y medio, salvo cuando apareció el lechero para arreglarle la mandíbula fracturada… Esto no ocurrió antes de que existieran los médicos, pero en Turquía todavía no habían logrado ampliar su campo de acción a los huesos; los lecheros seguían siendo los encargados de arreglar los huesos, pues la lógica dictaba que dado que la leche era tan buena para los huesos, ¿quién iba a saber más de huesos rotos que un lechero?)
Cuando el padre de Fezzik logró abrir los ojos, los tres tuvieron una conversación familiar.
—Eres muy fuerte, Fezzik —le dijo su padre.
(En realidad, esto no es del todo cierto. Lo que su padre quiso decirle fue: «Eres muy fuerte, Fezzik». Pero lo que realmente logró expresar fue: «Zzzz zzz zzzzzz, Zzzzzz». Porque desde que el lechero le soldó las mandíbulas con alambre, la única letra que lograba pronunciar era la «z». Pero como tenía un rostro muy expresivo, su esposa lograba entenderle a la perfección.)
—Ha dicho que eres muy fuerte, Fezzik.
—Eso creía yo —repuso Fezzik—. El año pasado, un día que estaba muy enfadado, golpeé un árbol. Y lo derribé. Era un árbol pequeño, pero, de todos modos, me imaginé que aquello debía de tener algún significado.
—Zzzzzz zz zzzzzz zz zzzzzzzzzz, Zzzzzz.
—Ha dicho que dejará el oficio de carpintero, Fezzik.
—Oh, no —dijo Fezzik—. Pronto te pondrás bien, papaíto; el lechero prácticamente me lo ha asegurado.
—Zzzzzz zzzzz zz zzz zzzzzzzzzz, Zzzzzz.
—Ha dicho que quiere dejar de ser carpintero, Fezzik.
—¿Y qué hará?
La madre de Fezzik contestó a la pregunta; tanto ella como su esposo se habían pasado casi toda la noche en vela para tomar una decisión.
—Será tu representante, Fezzik. La lucha es el deporte nacional de Turquía. Nos haremos ricos y seremos famosos.
—Pero, mamaíta, papaíto, a mí no me gusta luchar.
El padre de Fezzik tendió la mano y le dio a su hijo unas suaves palmaditas en la rodilla.
—Zzzzz zzzzzzzzzzz —dijo.
—Será maravilloso —tradujo la madre.
Fezzik se echó a llorar.
El primer encuentro profesional fue en la aldea de Sandiki, un caluroso domingo. A los padres de Fezzik les costó un triunfo lograr que su hijo subiera al cuadrilátero. Estaban absolutamente convencidos de que ganarían, porque habían trabajado muchísimo. Habían entrenado a Fezzik durante tres años enteros antes de acordar que estaba preparado. El padre de Fezzik se encargaba de enseñarle la táctica y la estrategia sobre el cuadrilátero, mientras que la madre se ocupaba de la dieta y el entrenamiento; nunca habían sido tan felices.
Y Fezzik nunca había sido más desdichado. Estaba aterrado, asustado, aterrorizado, todo a la vez. Por más que sus padres le infundieran ánimos, se negaba a entrar en la arena. Porque sabía una cosa: aunque en su aspecto exterior aparentase veinte años, lo cierto era que el bigote ya le crecía de lo más bien, en su interior seguía siendo un niño de nueve años al que le encantaba hacer rimar las palabras.
—No —decía—. No lo haré, no lo haré y no podéis obligarme.
—Después de todo lo que hemos trabajado durante los últimos tres años —le decía el padre.
(A estas alturas tenía la mandíbula como nueva.)
—¡Me hará daño! —exclamaba Fezzik.
—La vida es un puro sufrimiento —le decía su madre—. Y quien te diga lo contrario es porque te quiere vender algo.
—Por favor, no estoy preparado. Se me olvidan las llaves. No tengo gracia y no ceso de caerme. Es la verdad.
Y lo era. Lo único que en realidad temían sus padres era estar apresurando demasiado a su hijo.
—Cuando las circunstancias se ponen duras, los duros se ponen a la altura de las circunstancias —dijo la madre.
—Ponte a la altura de las circunstancias, Fezzik —le ordenó el padre.
Fezzik no se movió.
—Escúchanos bien, no vamos a amenazarte —dijeron los padres de Fezzik más o menos al unísono—. Nos queremos demasiado como para hacer una cosa así. Si no quieres pelear, nadie te obligará. Pero te abandonaremos para siempre.
(Quedar solo para siempre era la imagen que Fezzik tenía del infierno. Se lo había comentado a sus padres cuando tenía cinco años.)
Entonces marcharon hacia la arena para enfrentarse al campeón de Sandiki.
Este llevaba once años ostentando el título, conquistado cuando tenía veinticuatro. Era agraciado, de anchos hombros y medía un metro ochenta, apenas quince centímetros más bajo que Fezzik.
Fezzik no tuvo ni una sola posibilidad.
Era demasiado torpe; no paraba de caerse y de hacer las llaves hacia atrás, de modo que terminaban siendo cualquier cosa menos llaves. El campeón de Sandiki jugó con él. Fezzik era lanzado al suelo, o se caía, o tropezaba o se tambaleaba. Siempre se levantaba y volvía a intentarlo, pero el campeón de Sandiki era demasiado veloz para él, demasiado listo y muy, muy experimentado. El público reía, comía
baklava y
disfrutaba del espectáculo.
Hasta que Fezzik cogió entre sus brazos al campeón de Sandiki.
Entonces, el público enmudeció.
Fezzik lo levantó.
Ni un ruido.
Fezzik apretó.
—Ya basta —dijo el padre de Fezzik.
Fezzik soltó al otro hombre.
—Gracias —le dijo—. Eres un estupendo luchador y he tenido suerte.
El ex campeón de Sandiki lanzó una especie de gruñido.
—Levanta los brazos, eres el vencedor —le recordó la madre.
Fezzik se quedó de pie, en el centro del cuadrilátero, con los brazos levantados.
—¡Uuuuuu! —lo abucheó el público.
—Animal.
—¡Simio!
—¡Gorila!
—¡¡Uuuuuuuuu!!
No se quedaron mucho tiempo en Sandiki. En realidad, a partir de entonces, para ellos no era nada seguro quedarse demasiado tiempo en ninguna parte. Se enfrentaron al campeón de Ispir. «¡¡Uuuuuuu!!». Al campeón de Simal. «¡¡Uuuuuu!!». Pelearon en Bolu. Y en Zile.
«¡¡Uuuuuuu!!».
—No me importa lo que digan —le comentó la madre a Fezzik una tarde de invierno—. Eres mi hijo y eres maravilloso.
Hacía un día gris y oscuro y habían tenido que salir precipitadamente de Constantinopla porque Fezzik había derribado al campeón local antes de que se hubieran sentado todos los espectadores.
—No soy maravilloso —dijo Fezzik—. Hacen bien en insultarme. Soy demasiado grande. Cuando lucho, da la impresión de que estoy atormentando a alguien.
—Tal vez —comentó el padre de Fezzik algo vacilante—, Fezzik, tal vez, si pudieras perder unas cuantas peleas, a lo mejor no nos abuchearían tanto.
Hecha una furia, la mujer se volvió hacia el marido:
—El niño apenas tiene once años, ¿y tú ya quieres que vaya por ahí regalando peleas?
—No se trata de eso, no te pongas nerviosa, pero si al menos fingiera que sufre un poco, tal vez nos dejarían en paz.
—Pero si yo sufro —decía Fezzik.
(Y tanto que sufría.)
—Pues deja que se te note un poco más.
—Lo intentaré, papaíto.
—Así se hace, muchacho.
—No puedo evitar ser fuerte; yo no tengo la culpa. Si ni siquiera hago gimnasia.
—Creo que es hora de que vayamos hacia Grecia —dijo entonces el padre de Fezzik—. En Turquía ya hemos derrotado a todos los que han querido enfrentarse a nosotros, y Grecia es la cuna del atletismo. No hay como los griegos para valorar el talento.
—Detesto que me griten «¡¡Uuuuuu!!» —comentó Fezzik.
(Y era la verdad. Quedarse solo mientras todo el mundo le gritaba «¡¡Uuuuuuu!!» por los siglos de los siglos, era la imagen que tenía entonces del infierno.)
—En Grecia te adorarán —dijo la madre de Fezzik.
Y lucharon en Grecia.
—«¡¡Aarrrggggh!!».
(«¡¡Aarrrggggh!!» era la traducción griega de «¡¡Uuuuuuu!!»)
Bulgaria.
Yugoslavia.
Checoslovaquia. Rumanía.
«¡¡Uuuuuuu!!».
Probaron en Oriente. Con el campeón coreano de jiu-jitsu. Con el campeón de karate de Siam. Con el campeón de kung fu de toda la India.
«¡¡Ssssssssss!!». (Véase la nota sobre «¡¡Aarrrggggh!!»).
En Mongolia perdió a sus padres.
—Fezzik, hemos hecho por ti todo lo que hemos podido. Buena suerte —le dijeron, y se murieron.
Fue algo terrible, una plaga que lo asoló todo a su paso. Fezzik también habría muerto, pero, como era natural en él, jamás enfermaba. Continuó el viaje solo a través del desierto de Gobi y, de vez en cuando, pedía a las caravanas que pasaban que lo llevaran. Fue entonces cuando aprendió qué debía hacer para que dejasen de gritarle «¡¡Uuuuuuu!!».
Luchando contra grupos.
Todo comenzó en una caravana en el desierto de Gobi cuando el jefe le dijo:
—Apuesto a que mis conductores de camellos pueden contigo.
Sólo eran tres, de modo que Fezzik aceptó. Lo intentaría. Y cuando lo intentó, como era de esperar, ganó.