La princesa prometida (25 page)

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Authors: William Goldman

Tags: #Aventuras

BOOK: La princesa prometida
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—Pero Roberts no te mató.

—Está claro.

—¿Por qué?

—No sabría decírtelo con exactitud, pero creo que fue porque le pedí por favor que no lo hiciera. Sospecho que fue el «por favor» lo que suscitó su interés. En fin, que detuvo su espada lo suficiente como para preguntarme: «¿Y por qué debería hacer una excepción en tu caso?». Entonces le expliqué mi misión, que debía llegar a América para conseguir el dinero suficiente que me permitiera reunirme con la mujer más hermosa jamás engendrada, o sea, contigo. «Dudo que sea tan hermosa como imaginas», me dijo, y volvió a levantar la espada. «Cabellos del color del otoño —le dije yo—, una piel como la nata helada». «Nata helada, ¿eh?», dijo él. Estaba interesado, aunque fuera un poco, de modo que continué describiéndote y al final, supe que lo había convencido del amor que sentía por ti. «Westley, te diré una cosa, lo lamento de veras, pero si hago una excepción contigo, se propagará la noticia de que el temible pirata Roberts se ha ablandado y eso señalará el comienzo de mi caída, porque cuando empiezan a dejar de temerte, la piratería no se convierte en otra cosa que trabajo, tan sólo trabajo, todo el tiempo trabajo, y soy demasiado viejo para llevar una vida así». Entonces yo le dije: «Juro que jamás se lo contaré a nadie, ni siquiera a mi amada, y, si permites que viva, seré tu ayuda de cámara y trabajaré como un esclavo durante cinco años enteros, y si alguna vez me quejo de algo o provoco tus iras, podrás cortarme la cabeza ahí mismo y sin contemplaciones y moriré alabando tu justicia». Supe que le había dado qué pensar. «Baja —me ordenó—. Lo más probable es que te mate mañana».

Westley hizo una pausa y fingió aclararse la garganta, porque acababa de darse cuenta de que los seguía un RAG. No había necesidad de alertar a Buttercup todavía, de modo que siguió aclarándose la garganta y prosiguió su camino entre las erupciones de fuego.

—¿Y qué ocurrió al día siguiente? —inquirió Buttercup—. Continúa.

—Bien, ya sabes que soy un tipo muy trabajador; te acordarás de cuánto me gustaba aprender y de cómo me había preparado para trabajar veinticuatro horas al día. Decidí aprender lo que pudiera de la piratería en el tiempo que me habían concedido, al menos así evitaría pensar en mi próxima muerte. De modo que ayudé al cocinero, limpié la bodega y, en general, hice lo que se me pedía, esperando que mis energías merecieran la favorable atención del temible pirata Roberts. A la mañana siguiente me dijo: «He venido a matarte». Y yo le contesté: «Gracias por el tiempo extra que me has concedido, ha sido fascinante. He aprendido mucho». Y él me preguntó: «¿De la noche a la mañana? ¿Qué habrás podido aprender en tan poco tiempo?». Yo le contesté: «Que nadie le había enseñado nunca a tu cocinero a distinguir entre la sal de mesa y la pimienta de Cayena». El pirata Roberts tuvo que reconocer que en aquel viaje las cosas habían sido un tanto fogosas. Y entonces me pidió que le contara qué más había aprendido. Yo le contesté que si en la bodega apilaban las cajas de un modo diferente tendrían más espacio; después se dio cuenta de que le había reorganizado toda la carga y, por suerte para mí, había quedado más sitio. Al final me dijo: «Está bien podrás ser mi ayuda de cámara por un día. Nunca he tenido uno; seguramente no me gustará, o sea que te mataré por la mañana». Cada noche, durante el año que siguió, siempre me decía algo parecido: «Gracias por todo, Westley, buenas noches. Es probable que mañana por la mañana te mate».

«Transcurrido aquel año, llegamos a ser algo más que ayuda de cámara y amo. Era un hombrecillo regordete, nada fiero, tal como era de esperar del temible pirata Roberts, y me gusta pensar que me tenía tanto aprecio como yo se lo tenía a él. Al cabo de ese año yo ya había aprendido bastante sobre navegación, lucha cuerpo a cuerpo, esgrima y el lanzamiento del cuchillo, y nunca había estado en tan buenas condiciones físicas. Al cabo del primer año, mi capitán me dijo: «Acabemos con este asunto del ayuda de cámara, Westley, a partir de ahora serás mi segundo jefe». Yo le contesté: «Gracias, mi capitán, pero jamás podré ser pirata». Y él me dijo: «Quieres volver con esa criatura de cabellos de otoño, ¿no?». Ni siquiera me molesté en contestarle. «Un año o dos de piratería y te harás rico, y entonces podrás volver». Así que le dije: «Tus hombres llevan años contigo y no por eso son ricos». Él me contestó: «Eso es porque no son el capitán. Pronto voy a retirarme, Westley, y el
Venganza
será tuyo». Amada mía, he de reconocer que cuando me dijo esto me ablandé un poco. Pero no llegamos a una decisión definitiva. Él decidió entonces que me permitiría ayudarlo en las próximas capturas para ver si me gustaba. Y eso hice.

Ya había otro RAG que les seguía el rastro. Avanzaba por un flanco mientras ellos proseguían camino.

Fue entonces cuando Buttercup los vio.

—Westley…

—Chisst. Tranquila. Los estoy vigilando. ¿Quieres que acabe? ¿Te ayudará a no pensar en ellos?

—Le ayudaste en sus siguientes capturas —le recordó Buttercup—, para ver si te gustaba.

Westley esquivó una repentina erupción de fuego, y con su cuerpo escudó a Buttercup del calor.

—No sólo me gustó, sino que resultó ser que tenía talento para ello. Tanto, que una mañana de abril Roberts me propuso que el siguiente barco sería mío para ver qué tal me iba. Esa misma tarde divisamos un enorme buque español, cargado hasta los topes, que iba rumbo a Madrid. Nos acercamos a él. Estaban aterrados. «¿Quién sois?», preguntó a gritos el capitán.

«Westley», le contesté. «Jamás había oído hablar de vos», me contestó, y después abrieron fuego.

»Un desastre. No me temían. Estaba tan nervioso que lo hice todo mal, y el buque no tardó en escapar. No hace falta que aclare que me sentí muy descorazonado. Roberts me llamó a su camarote. Me vine abajo como un muchacho azotado. «Pasa», me ordenó. Cerró la puerta y nos quedamos solos. «Esto que voy a decirte no se lo he contado nunca a nadie y debes guardarlo en el más estricto de los secretos». Por supuesto le dije que sí. «Yo no soy el temible pirata Roberts —me dijo—. Mi nombre es Ryan. Heredé este barco del anterior temible pirata Roberts, igual que tú lo heredarás de mí. El hombre que me lo dejó en herencia tampoco era el verdadero temible pirata Roberts, se llamaba Cummberbund. El temible pirata Roberts auténtico se retiró hace ya quince años y desde entonces ha vivido como un rey en la Patagonia». Le confesé entonces mi confusión. «Es muy sencillo —me explicó Ryan—. Al cabo de unos cuantos años, el Roberts original se hizo tan rico que quiso retirarse. Clooney era su amigo y su segundo oficial, de modo que le dio el barco a Clooney, que tuvo una experiencia idéntica a la tuya. En el primer abordaje que intentó llevar a cabo, estuvo a punto de zozobrar. De modo que cuando Roberts se dio cuenta de que el nombre era lo que inspiraba el temor necesario, condujo al
Venganza
a puerto, enroló otra tripulación, y Clooney le dijo a todo el mundo que él era el temible pirata Roberts, ¿y quién iba a enterarse de que no lo era? Cuando Clooney se hizo rico, se retiró y le pasó el nombre a Cummberbund, y éste me lo pasó a mí, y yo, Félix Raymond Ryan, de Boodle, en las afueras de Liverpool, te impongo a ti, Westley, el nombre de temible pirata Roberts. Ahora sólo nos queda llegar a puerto y enrolar una nueva tripulación de jóvenes marineros. Navegaré junto a ti unos cuantos días, como Ryan, tu segundo oficial, y le hablaré a todo el mundo de los años que pasé al lado del temible pirata Roberts. Luego, cuando todos hayan tragado el anzuelo, me dejarás en algún puerto, y las aguas del mundo te pertenecerán». —Westley le sonrió a Buttercup—. Pues ahora ya lo sabes. E imagino que te habrás dado cuenta también de por qué es una tontería tener miedo.

—Pero, aun así, tengo miedo.

—Todos seremos felices al final. Piensa un poco. Hace poco más de tres años, tú eras una lechera y yo era un mozo de labranza. Ahora tú casi eres reina y yo gobierno sin oposición alguna en los mares. Está claro que no fuimos creados jamás para morir en un Pantano de Fuego.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Pues porque estamos juntos, enamorados y vamos cogidos de la mano.

—¡Ah, sí! —dijo Buttercup—. Es que a veces se me olvida.

Sus palabras y su tono sonaron un poquitín fríos, algo que Westley habría sin duda notado de no ser porque en ese momento un RAG saltó desde la rama de un árbol, se abalanzó sobre él, le hincó los enormes dientes en el hombro descubierto y lo derribó al suelo provocándole una hemorragia repentina. Los otros dos RAG que los habían estado siguiendo atacaron también; ni se fijaron en Buttercup, sino que se lanzaron directamente con hambrienta fuerza sobre el hombro sangrante de Westley.

(Todo comentario sobre los RAG —Roedores de Aspecto Gigantesco—, debe necesariamente comenzar con la mención del capibara sudamericano que, según se sabe, ha llegado a alcanzar un peso de setenta kilos. Sin embargo, no son más que unos cerdos acuáticos prácticamente inofensivos. La rata de pura raza de mayor tamaño quizá sea la de Tasmania, que ha llegado a pesar unos cuarenta y cinco kilos. Pero carece de agilidad, y al alcanzar el tamaño adulto, tiende a ser lenta y perezosa, por lo cual gran parte de los pastores de Tasmania han aprendido fácilmente a evitarla. Los RAG del Pantano de Fuego pertenecían a una cepa de pura raza, pesaban siempre alrededor de treinta y cinco kilos y eran veloces como un galgo ruso. Además eran carnívoros y con tendencia al desvarío.)

Las ratas lucharon entre sí para llegar a la herida de Westley. Sus enormes incisivos destrozaron la carne desprotegida del hombro izquierdo de Westley, y el pobre no tenía ni idea de si Buttercup había sido ya devorada; sólo sabía que si no hacía algo espectacular en seguida, pronto la devorarían.

Fue entonces cuando echó a rodar intencionalmente hacia una erupción de fuego.

Tal como había esperado, sus ropas comenzaron a arder, pero, lo más importante de todo fue que las ratas salieron corriendo en un instante, espantadas por el calor y las llamas, y eso bastó para que Westley cogiera su cuchillo y lo hundiera en el corazón del animal que tenía más cerca.

Las otras dos se abalanzaron instantáneamente sobre su hermana y comenzaron a devorarla mientras el animal seguía chillando.

Para entonces. Westley había recuperado la espada y con dos rápidas estocadas, dispuso del trío de roedores.

—¡Date prisa! —le gritó a Buttercup, que se había quedado petrificada de miedo en el sitio donde había caído la primera rata—. Vendas, vendas —le gritó Westley—. ¡Haz unas cuantas vendas o moriremos! —Dicho lo cual, echó a rodar por el suelo, se arrancó las ropas quemadas y de inmediato se dispuso a cubrir con barro la profunda herida del hombro—. Son como tiburones, las atrae la sangre; viven de sangre. —Se untó más y más barro sobre la herida—. Debemos parar la hemorragia y cubrir la herida para que no huelan la sangre. Si no logran olerla, sobreviviremos. Si la huelen, estamos acabados; ayúdame, por favor.

Buttercup rasgó sus vestidos e hizo vendas, y entre los dos cubrieron la herida; el barro del Pantano de Fuego les sirvió para detener la hemorragia, y luego colocaron capas y más capas de vendas sobre la herida.

—Pronto sabremos si ha funcionado —dijo Westley al ver que otras dos ratas le observaban. Westley esperó, empuñando la espada—. Si cargan contra nosotros, es que la huelen —susurró.

Las ratas gigantescas se quedaron allí, mirándole.

—Ven —le susurró Westley.

Otras dos ratas gigantescas se unieron al primer dúo.

Sin previo aviso, Westley lanzó una estocada con su espada y la rata que estaba más cerca de ellos empezó a sangrar. Las otras tres se contentaron momentáneamente con ese festín.

Westley cogió a Buttercup de la mano y emprendieron otra vez la marcha.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó ella.

—Muy cerca de la agonía, pero podemos hablar de eso más tarde. Ahora date prisa.

Se dieron prisa. Llevaban una hora en el Pantano de Fuego, que resultó ser la más tranquila de las seis que tardaron en cruzarlo por entero. Pero lo hicieron. Vivos y juntos. Cogidos fuertemente de la mano.

Estaba a punto de oscurecer cuando por fin vieron al enorme buque
Venganza
anclado en la parte más honda de la bahía. Westley, que aún se encontraba en los confines del Pantano de Fuego, cayó de rodillas, derrotado.

Pues entre él y su barco había algo más que unos cuantos inconvenientes. Desde el norte se aproximaba la mitad de la Armada. Desde el sur, la otra mitad. Cien caballeros con armas y armaduras. Delante de ellos, el conde. Y frente a todos, solo, los cuatro blancos con el príncipe montando el corcel guía. Westley se puso de pie.

—Tardamos demasiado en cruzar. La culpa es mía.

—Acepto vuestra rendición —le dijo el príncipe.

Sin soltar la mano de Buttercup. Westley le contestó:

—Nadie se ha rendido.

—Os comportáis tontamente —replicó el príncipe—. Reconozco vuestra valentía. No hagáis el ridículo.

—¿Qué hay de ridículo en ganar? —quiso saber Westley—. Opino que para que podáis capturarnos, debéis entrar en el Pantano de Fuego. Llevamos muchas horas aquí dentro: sabemos dónde están las Arenas de Nieve. Dudo que vos y vuestros hombres estéis ansiosos por seguirnos. Y llegada la mañana habremos huido.

—No estaría tan seguro —dijo el príncipe señalando hacia el mar. La mitad de la Armada había comenzado a perseguir al gran buque
Venganza
. Y el
Venganza
, al estar solo, hizo lo que debía hacer: alejarse—. Rendíos —le conminó el príncipe.

—Ni lo soñéis.

—¡Rendíos! —gritó el príncipe.

—¡Antes la muerte! —rugió Westley.

—¿Prometéis que no le haréis daño…? —susurró Buttercup.

—¿Qué habéis dicho? —inquirió el príncipe.

—¿Qué has dicho? —preguntó Westley.

Buttercup dio un paso al frente y respondió:

—Si nos rendimos voluntariamente y sin ofrecer resistencia, si la vida vuelve a ser la misma que era ayer al anochecer, ¿juráis que no le haréis daño a este hombre?

El príncipe Humperdinck levantó la mano derecha y repuso:

—Juro sobre la tumba de mi padre, que pronto ha de morir, y por el alma de mi ya difunta madre, que no le haré daño a este hombre, y si lo hago, que Dios me impida volver a cazar otra vez aunque viva mil años.

Dirigiéndose a Westley, Buttercup dijo:

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