Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
El revisor ha entrado anunciando el nombre de la próxima estación con una voz grave y poderosa que retumba por encima del ruido del tren. Otros viajeros se levantan ya, poniéndose sombreros y gabardinas, abrigos ligeros, inclinándose para mirar por las ventanillas, con un aire de fatiga y monotonía, hombres cansados del día entero de trabajo que vuelven a casa a la caída de la tarde, recogiendo carteras, guardando periódicos, mirando un paisaje tan familiar que apenas lo ven aunque lo tengan delante de los ojos, la anchura inmensa del río, la orilla por la que corre el tren, tan cerca del agua que olas débiles golpean contra el talud de las vías, el paisaje opresivo o tranquilizador de la vida diaria que parece no cambiar nunca, o sólo en la medida previsible en que cambian las estaciones, en que se adelanta o se atrasa la hora del anochecer o los ocres y rojos sustituyen a los verdes intensos en las copas de los árboles unas semanas antes de que las ramas se queden desnudas. Hay un final para cada viaje y hasta para cada huida, pero dónde termina una deserción, cuándo. La corriente del río tiene una textura oleosa manchada de rojo en la luz declinante. Se puede ir huyendo de la desgracia y del miedo tan lejos como sea posible pero dónde se esconderá uno del remordimiento. En las colinas de la otra orilla los bosques adquieren un color de óxido más oscuro y más denso, interrumpido por manchas blancas de casas en las que ya se van encendiendo las luces aunque todavía falta para que se haga de noche. Lugares perfectos donde refugiarse; para que dos amantes se encuentren a salvo de cualquier mirada espía; para que alguien vuelva cansado y en paz y ni siquiera cierre la puerta con llave ni tenga miedo de los ruidos nocturnos. Con sus carteras o sus pequeñas maletas en la mano, con las solapas de los abrigos subidas contra el frío húmedo de los bosques y el río, los pasajeros que ahora se disponen a bajar del tren caminarán por senderos de grava al fondo de los cuales brillará una lámpara encendida tras una ventana grande sin cortinas.Él también caminó así otras veces, saliendo de la pequeña estación a la que había llegado al pueblo de la Sierra en el tren de Madrid, alguna tarde perdida de finales de septiembre o principios de octubre, no un recuerdo preciso sino una impresión general y muy poderosa de otoño recién comenzado: el anochecer prematuro, la novedad del olor hondo de la tierra más húmeda y de los pinos, después del verano todavía tan próximo, el gruñido de la verja de hierro y la sensación de frío en las manos al empujar los barrotes, mientras del interior de la casa, al fondo del jardín ya ganado por las sombras, venían las voces atenuadas de sus hijos, como envueltas en el humo de leña de encina que ascendía de la chimenea contra el cielo todavía azul claro, atravesado por bandadas de pájaros migratorios. Habían terminado las vacaciones pero la familia demoraba perezosamente el regreso a Madrid, o tal vez uno de los niños estaba malo y era aconsejable que siguiera respirando el aire de la Sierra o había en Madrid una de aquellas epidemias infantiles más o menos imaginarias e Ignacio Abel había decretado que no era prudente que los niños volvieran a la escuela. Sería la época en la que aún no tenía coche. Habría vuelto en el tren disfrutando del viaje, revisando papeles, o dejando la mirada perdida en los encinares que tenían un brillo de oro polvoriento al sol de la tarde (entre las encinas se distinguía a veces la silueta nerviosa de un ciervo, el relámpago de una liebre). Pisaría hojas recién caídas en el sendero de grava del jardín mientras se acercaba a la casa, a la ventana iluminada contra la que se aplastaba una cara infantil, y luego otra, las dos muy juntas, redondas como melocotones o manzanas, las narices pegadas al cristal, los chicos y Adela alertados de que el padre venía por el silbido del tren, cuyos vagones ya con las luces encendidas verían pasar desde el mirador, tan cerca que el suelo de la casa vibraba.
Se prepara de nuevo, para otra llegada, amedrentado por et uniforme del revisor que grita el nombre de la próxima estación alargando mucho la primera sílaba, como un pregonero o un vendedor ambulante,
Rhineberg
urgiendo con brusquedad afable a los pasajeros para que se preparen y no olviden nada al bajar del tren, un empleado de uniforme y con gorra de plato que por una vez no da órdenes ni exige documentos. La maleta ya dispuesta, la cartera en su sitio, segura en el bolsillo interior, el pasaporte en el otro, su tacto flexible reconocido debajo de la tela, la rodilla izquierda que se mueve en el nerviosismo de la anticipación, la mano derecha que roza la cara, comprobando una aspereza de barba, agudizando en Ignacio Abel la inseguridad acerca de su aspecto, ahora que va a ser examinado por las miradas objetivas de los desconocidos que vendrán a recogerlo: el traje sin lustre, la gabardina arrugada, la camisa en la que no consiguió borrar del todo una mancha de café, los zapatos que debió hacerse lustrar esta mañana, cuando al salir del hotel lo interpeló con una gran sonrisa sarcàstica un limpiabotas negro, diciéndole algo que tardó unos segundos en descifrar,
You should be ashamed of their shoes, man.
Algunos pasajeros ya se han levantado y van hacia la salida al fondo del vagón, pero otros permanecen sentados, como si aún quedara tiempo de sobra, aunque tal vez no bajarán aquí, de modo que lo más seguro es ir levantándose también, porque las paradas han sido muy breves. La desgana, de pronto, el cansancio en los hombros y en la nuca, en los dedos que deberán otra vez asir la maleta, en los pies que después de más de dos horas de inmovilidad se han hinchado dentro de los zapatos cuarteados (irreconocibles, y sin embargo hechos a mano y a medida, en la existencia anterior), el desánimo en el filo mismo de una llegada que se ha postergado tanto, que es el final transitorio del viaje pero tal vez no de la huida y desde luego no de la deserción. Tanto empeño para llegar aquí y ahora lo que desearía es que durara un poco más el viaje, unas horas, tal vez la noche entera, para evitarse así todo movimiento, la necesidad de hablar, de restablecer el contacto humano cancelado y convertirse de nuevo en quien casi ha dejado de ser en las últimas semanas, en los últimos meses, el suplicio de contestar preguntas, qué tal su viaje, estará muy cansado, cómo era vivir en Madrid, es la primera vez que visita los Estados Unidos. Daría cualquier cosa para que ésta no fuera todavía su estación; para quedarse sentado un poco más, la nuca en el respaldo, la cara cerca del cristal, viendo pasar los bosques otoñales y el río, sólo eso, distinguiendo de vez en cuando una luz en un embarcadero, en la ventana de una casa solitaria, protegida del mundo a pesar de sus grandes ventanas sin rejas y ni siquiera cortinas, una casa donde los amantes pueden esconderse o donde una mujer y sus hijos han escuchado el silbido del tren y saben que el padre llegará dentro de unos minutos por la vereda entre los árboles.
Puede calcular los días que ha durado el viaje, la huida. Pero él sabe que la deserción no empezó hace tres semanas, en Madrid, cuando cerró la puerta de su casa sin molestarse en echar la llave —la llave que tintinea ahora en uno de los bolsillos de su pantalón junto a algunas monedas españolas, francesas y americanas, el mismo bolsillo en el que guarda el billete del tren y el recibo de la cafetería donde tomó esta mañana una taza de café y una porción de tarta—, sino mucho antes, más de dos meses atrás, exactamente el domingo 19 de julio, unos minutos antes de las cinco de la tarde, en el momento preciso en el que su mano derecha asió el metal ardiente de uno de los barrotes de la verja, en la casa de la Sierra, para asegurarse de que quedaba cerrada, justo cuando se oyó ya muy cerca el silbido del tren. Débil, casi un silbato, con arreglo a la escala, a la penuria española de las cosas, no con la honda vibración de sirena de barco con que este tren americano advierte de su cercanía, retumbando en el río y en los bosques, los bosques que a un paso de las vías tienen ya una espesura ingobernable de jungla. Miró el reloj; las cinco menos dos minutos; por una vez el tren iba a ser puntual; echó a andar deprisa por el camino de tierra, a lo largo de las tapias de otras casas de veraneantes, bajo el sol vertical de la siesta de julio, aunque tenía tiempo de sobra, ya que la estación estaba muy cerca, la pequeña estación a la que Adela había llegado hacia esa misma hora en el tren de Madrid, dos o tres semanas antes, cuando los hombres que jugaban a las cartas en la cantina se extrañaron de verla aparecer en el andén, sola, vestida de calle, con zapatos de tacón y un sombrero de visera corta ladeado sobre la cara. Los mismos hombres se fijarían en él cuando llegara al andén, casi desierto todavía, en el letargo de la siesta, porque aún no empezaban a volver los excursionistas que pasaban el domingo en el campo, este domingo igual que cualquier otro, a pesar de las noticias sobre la sublevación militar que no habían dejado de sucederse en la radio a lo largo del sábado, de los titulares que voceaban los vendedores de periódicos. Pero en el pueblo había muy pocos receptores y la radio apenas podía escucharse: ráfagas de voces o de músicas distorsionadas entre la confusión de los pitidos y los ruidos estáticos. Una pareja de guardias civiles recorría desganadamente el andén, los uniformes viejos, los rudos mosquetones al hombro, las oscuras facciones campesinas contrayéndose por el calor bajo los tricornios charolados. Uno de ellos le pidió aIgnacio Abel la cédula y le preguntó si iba a Madrid. Él quiso indagar si sabían alguna noticia reciente pero eludieron contestarle y cuando ya se había apartado de ellos y les daba la espalda se dijeron algo señalando hacia él. Bajo la marquesina el reloj de la estación estaba parado y tenía un cristal roto. En la lista de horarios de llegada y salida de trenes escrita a mano con tiza en una pizarra había dos o tres faltas de ortografía. El calor de julio abatía la voluntad y desfibraba las cosas, anestesiando la conciencia bajo la luz excesiva y el clamor de las chicharras. Llegó el tren y la locomotora de carbón inundó el aire de humo negro y de un olor a hollín que a los pocos minutos ya se había adherido a la ropa. Temblaba por dentro de impaciencia, de deseo, de incredulidad, miraba el reloj al acomodarse en el duro asiento de madera y le costaba prestar atención a las conversaciones excitadas de la gente, a los rumores y las noticias fantásticas que se contaban los unos a los otros, como niños que se atropellan contando películas. Por primera vez al cabo de muchos días iba a encontrarse con Judith Biely, no en un café, no en el rincón furtivo de un parque, sino en casa de Madame Mathilde, en el dormitorio alquilado donde estarían echadas las cortinas para permitirles que se escondieran de la luz del día, donde la vería desnuda viniendo hacia él, inclinándose en la penumbra, Judith recobrada, ofrecida de nuevo, resistiéndose a cumplir su propia decisión, atada a él por una necesidad más poderosa que el remordimiento o la decencia. A pesar de todo lo que estaba pasando te morías de ganas de volver a Madrid sin que te importara qué pudiera ser de tus hijos y menos todavía de mí y mira qué suerte tuviste porque ése fue ya el último tren que pasó hacia Madrid. Qué raro se nos hace no escucharlos nunca yendo y viniendo seguro que no te acuerdas de cómo les gustaba a los chicos verlos pasar cuando eran más pequeños aunque ahora al menos como no los oyen no piensan que tú puedas venir en uno de ellos. Aunque mal que me pese sé que si no te hubieras ido te habría pasado algo muy malo y tú me entenderás sin que yo tenga que explicártelo.
Se había alejado por el sendero del jardín, rozando las hojas grasientas de la jara, el sombrero sobre los ojos, el maletín en la mano, resistiendo la tentación de mirar otra vez el reloj, de apresurar el paso cuando todavía estaba a la vista de todos, el grupo familiar que reanudaría el zumbido de la conversación a la sombra de la parra en cuanto él se hubiera marchado, el transeúnte o el huésped que raramente aparecía en las fotos, conteniendo su impaciencia y su prisa hasta llegar a la verja y cerrarla por fuera, cuando sonara una vez más el silbido del tren, el silbato escuálido de su locomotora. Antes de salir, ya con la mano en la cancela abierta, se volvió hacia la casa, y por un momento los vio a todos como si ya se hubieran olvidado de su existencia, como si nada más irse se hubiera borrado su presencia entre ellos. La escena familiar no habría sido más lejana, más cerrada sobre sí misma, si la estuviera viendo en una foto, la foto de un veraneo indeterminado, de varios años atrás, el veraneo intemporal de una familia de desconocidos en una casa de la Sierra. Como en una foto de otros tiempos cada personaje permanecía inmóvil en una actitud casual pero significativa que lo aislaba de los otros al mismo tiempo que sugería sus vínculos con ellos: el hombre mayor en camiseta de tirantes que en cualquier momento, cuando deje de hablar, se quedará dormitando en una mecedora, con un sombrero de paja o un pañuelo caído sobre los ojos; la mujer de pelo blanco y mandil oscuro, visiblemente la matriarca de la casa, sentada en una silla baja, cosiendo o bordando algo o sosteniendo en las manos algo que podría ser un rosario; el cura corpulento con las piernas muy separadas y el cuello de la sotana desabrochado; las quebradizas señoritas solteras, peinadas melancólicamente a la moda de muchos años atrás; la otra mujer, más joven pero ya entrada en años, carnal todavía, a pesar de los mechones entreverados de pelo gris, de las gafas demasiado serias para su cara ancha y plácida que se ha puesto no para coser sino para leer un libro; para fingir que se ha sumergido en su lectura y que no mira al hombre de traje claro que se aleja ahora mismo por el sendero, de espaldas a ella, intentando no apresurar el paso de una manera demasiado visible, demasiado impúdica; yendo hacia dónde, hacia quién, a pesar de sus promesas tan torpemente formuladas, de su contrición que es falsa no porque él finja sino porque no hay remedio, porque lo irreparable ya ha sucedido. Lo ha mirado irse, y como lo conoce bien y puede predecir cada uno de sus gestos ha sabido que iba a volverse al llegar a la cancela y ha sido entonces cuando ella ha bajado los ojos hacia el libro. Entre la sombra y la luz, una figura de espaldas, con una bandeja en las manos: para quien vea la foto al cabo de los años esa cara permanecerá siempre oculta; la criada joven, con el mandil blanco sobre el vestido oscuro, con la cofia que la señora se empeña en que lleve aunque están en la Sierra, trayendo una gran jarra de limonada fresca y unos vasos: al moverse entre las zonas de sombra y de luz que proyecta el emparrado el sol hiere durante unos segundos el líquido amarillo y verdoso, volviéndolo dorado, un poco antes de que al llegar a otra sombra parezca turbio y translúcido. Hubiera debido beber un vaso de limonada antes de marcharse: se lo ofreció Adela, mirándolo de soslayo, diciéndole que la limonada estaría dispuesta en un momento, pero él no podía arriesgarse, ya había escuchado el pitido del tren, ya tenía preparada la cartera y guardadas las llaves del piso de Madrid. Ahora le dio sed (pero no había tiempo de beber esa limonada) y al volverse desde la cancela sintió que le apretaba la piel el cuello flexible de la camisa de verano (olería a sudor cuando se abrazara a Judith; olería al hollín de la locomotora). En la foto tal vez aparecerá movida, como una ráfaga blanca, la figura de la hija que después de acompañar al padre hasta la mitad del jardín y darle dos besos y decirle que tenga cuidado y vuelva pronto se habrá sentado en el columpio y empezado a mecerse dándose impulso ella misma, más infantil en la casa de la Sierra que en Madrid, porque aquí está más cerca de sus recuerdos de niña, de la memoria atesorada de tantos veraneos idénticos, el mismo jardín y el mismo columpio de goznes oxidados, su padre alejándose por el sendero con la cartera en la mano y el paso decidido porque ya ha sonado el pitido del tren, las voces adormecidas de la tertulia familiar a su espalda, mientras empieza a mecerse, la voz grave del abuelo, las risitas de pájaro de las tías solteras. Llamará a su hermano para que venga a empujarla, aunque ahora ya no se pelearán como hace sólo unos años por ocupar el columpio, no contarán en voz alta las veces que cada uno empuja al otro ni será necesario que la madre o el padre vengan a imponer turnos rigurosos. En la foto, en el recuerdo, el niño es una figura apartada de las otras, situada en el peldaño más alto de la entrada a la casa, junto a una de las chatas columnas de granito que sostienen la terraza del piso superior, delante de la zona de sombra más densa del zaguán en el que zumban las moscas. El hijo no hace nada, sólo mira hacia su padre que se va, hacia el espectador futuro de la fotografía; crecido de pronto, taciturno, con una sombra de bozo en el labio superior, ingresado en una edad más oscura que la infancia; muy serio, como cada vez que ve irse a su padre, agraviado porque se marche hacia una vida que él no conoce y que ni su madre ni su hermana comparten; viéndolo irse con la antigua mezcla enconada de alivio y de resentimiento, y de anticipada añoranza; el hijo que no ha dejado de observar a su madre desde que la trajeron del hospital donde había pasado una semana por culpa de un accidente que nadie explicó; y del que él sólo sabe, imagina, que tiene que ver con su padre, con la cara desconocida y aterrada que tenía su padre aquella noche en que lo vio de pie en el centro de su despacho, delante del cajón volcado, en medio de los papeles y fotos en desorden que cubrían el suelo. Hay cosas que él ve con toda claridad y los demás parece que no advierten, y eso lo desconcierta y le da ese aire de ensimismamiento contrariado que no está en las fotos de los veraneos anteriores, tan parecidas sin embargo a ésta que en realidad sólo existe indeleble en la conciencia de Ignacio Abel, fijada en ella por la culpa. Un niño cambia tan rápido a esa edad, habrán empezado a salirle granos, se le estará oscureciendo la voz y si su padre la escuchara ahora tal vez no la reconocería, al cabo tan sólo de tres meses. Pero dónde habrá empezado este curso, si es que hay escuelas o institutos abiertos en el otro lado, en la zona enemiga, su hijo perezoso y demasiado aficionado a las fantasías del cine y de las revistas que suspendió en junio la mitad de las asignaturas, aunque ni el padre ni la madre prestaron demasiada atención a ese contratiempo que en otras circunstancias los habría disgustado tanto, la madre en aquel hospital y luego convaleciente de algo que no se sabía lo que era en el dormitorio donde las cortinas estaban siempre echadas para que no entrara la luz del día, el padre tan agitado por su trabajo en la Ciudad Universitaria, saliendo de casa casi al amanecer y volviendo a veces de madrugada, recogido en el portal del edificio por un automóvil en el que viajaba junto a él un hombre de su confianza del que Miguel y Lita sabían que llevaba una pistola, un guardaespaldas como los de las películas, aunque con una gorra de albañil y no un sombrero de gángster, con una colilla en un ángulo de la boca.