La noche de los tiempos (61 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Empezaron a comer y Víctor no se había presentado. Su plato estaba dispuesto y vacío, en su lado habitual de la mesa, la: servilleta doblada, la cuchara, el tenedor, el vaso para el vino.

—Qué disgusto. Con lo que le gusta a él mi arroz con pollo. Algo le tiene que haber pasado.

—Le exigí que me diera su palabra de hijo y de caballero de que no iba a asistir al entierro de Calvo Sotelo.

—Que Dios tenga en su gloria.

—Y también al pobre teniente de Asalto.

—Más pena me da de su viuda, tan joven, que no tenía culpa de nada.

—Dicen que estaba embarazada.

—Gran mérito para el que cometiera el crimen, dejar huérfano a un niño que no ha nacido todavía.

—Me prometió que hoy sí que vendría. Algo le ha pasado a este chico.

—Le habrá pasado lo que le pasa todos los domingos, mamá, que se distrae en Madrid y siempre llega tarde.

—Igual con tanto jaleo no funcionan los trenes.

—Claro que funcionan. Toda la mañana los he oído pasar a su hora.

—Señal de que no ocurre nada grave y de que no tienes que preocuparte.

—Teníamos que haber esperado un poco más para echar el arroz. No había ninguna prisa.

—Pero, mamá, estábamos todos desfallecidos.

—Ese chico no come bien cuando está solo en Madrid. Por lo menos si lo veo alimentarse bien el domingo me quedo más tranquila.

—Se le guarda un plato tapado y cuando vuelva verás con qué hambre se lo come.

—Pero, Adela, tú sabes que el arroz se pasa y ya no tiene ninguna gracia.

—Tu arroz con pollo es un clásico, mamá. El tiempo lo mejora.

—Papá, qué cosas tienes.

Don Francisco de Asís y doña Cecilia se llamaban papá y mamá el uno al otro. Ignacio Abel escuchaba la conversación y podía predecir infaliblemente cada réplica, casi palabra por palabra, igual que predecía el sabor muy azafranado del guiso de arroz de doña Cecilia y los diversos ruidos de succión de cada uno de los comensales, empezando por el
paterfamilias,
como se llamaba a sí mismo don Francisco de Asís. Tantos domingos, uno tras otro, exactamente iguales, tantos veranos en torno a esta misma mesa, el presente idéntico al pasado y sin duda al porvenir, la persistencia de la monotonía sobreponiéndose a cualquier posibilidad de variación. Llegaría Víctor en el último momento y doña Cecilia urgiría a la criada a que le sirviera su plato de arroz, lamentando que ya se hubiera pasado, que es una lástima pero que el arroz no tiene espera; Víctor lo devoraría desmintiendo con la boca llena los vaticinios tristes de la madre, porque el arroz estaba riquísimo, a él le gustaba así todavía más, un poco pasadito; doña Cecilia diría, ves, está pasado, me lo reconoces, pero quién te manda venir tan tarde de Madrid, qué habrás estado haciendo; don Francisco de Asís apuntaría (con una esperanza que él mismo sabía infundada, y una sospecha que nunca se atrevería a formular) que el chico estaba en edad de interesarse por alguna señorita, era ley de vida, la dulce tiranía del amor. Pero ese domingo terminó la comida y Víctor no había llegado, y doña Cecilia, como tantas veces, le encargó a la criada que guardara bien tapado el plato de arroz del señorito en la alacena, lamentando de nuevo la circunstancia deplorable de que el arroz, si no se comía cuando estaba a punto, se pasaba, quedándose atenta al oír que un automóvil se acercaba por el camino, o que un silbato anunciaba la llegada de un tren.

—Seguro que es él. Con un poco que hubiéramos esperado para echar el arroz habría podido comérselo como Dios manda.

Recuerda la urgencia de la huida, él intocado por el sopor de la digestión, por el estado de catalepsia en que el calor de la siesta de julio y la densidad del guiso de arroz con pollo de doña Cecilia sumían en la sobremesa de cada domingo de verano a los habitantes de la casa. «Si tenemos tanto calor aquí», decía siempre alguien, abanicándose, a punto de sucumbir al sueño, «no quiero imaginarme el que estarán pasando en Madrid». «Hay una diferencia mínima de tres grados centígrados.» Ayer sábado había comprado el periódico antes de tomar el tren y en la información sobre el Consejo de Ministros no se decía nada sobre los rumores de golpe militar. «El mundo entero envidia la noble institución española de la siesta.» «No se me quita de la cabeza el disgusto de que ese chico no haya probado el arroz de hoy.» Después de una privación tan larga no sabía imaginar que en unas pocas horas estaría abrazando a Judith, viendo su boca y sus ojos, escuchando su voz. «Todavía puede venir y se lo toma de merienda.» Llamaría temblando de impaciencia y deseo al timbre de la casa de Madame Mathilde, que difundía un sonido de campanas. «No es lo mismo. El arroz se pasa y ya no tiene gracia.»

Cruzaría una penumbra caliente con olor a perfume y a desinfectante, empujaría la puerta. «Tu arroz es inconmensurable, mamá.» El sonido de las voces era tan letárgico como el de las chicharras en esa hora de máximo calor. Ignacio Abel entró en el dormitorio, fresco de penumbra; se puso la camisa limpia, la corbata; se frotó bien las manos con jabón de lavanda, las manos que dentro de menos de dos horas estarían acariciando a Judith Biely. Miraba el reloj una y otra vez con un gesto reflejo. Por la ventana entornada entraba el sonido del columpio herrumbroso en el que sus hijos se mecían. ¿Había escuchado, todavía muy lejos, el silbido del tren? No era posible, faltaba más de media hora. Tendría tiempo de esperar, voluptuosamente solo, en un banco del andén. No le importaba nada en ese momento. Sólo sentía la segura expectación del encuentro carnal con Judith, más real según los minutos lo iban haciendo más cercano. Llegaría a Madrid y la tensión agobiante del viernes por la noche se habría disipado, anulada por el calor de julio, por el glaciar invencible de la normalidad. Llegaría a Madrid y tomaría un taxi en la explanada desierta de la estación y viajaría temblando de deseo por la ciudad deshabitada en el domingo de verano hacia el chalet de Madame Mathilde. Alguien había entrado en el dormitorio y se volvió con pesadumbre pensando que encontraría la cara indiferente o agraviada de Adela. Era don Francisco de Asís, con su camisa sin cuello, con sus zapatillas viejas de casa y sus tirantes colgando a los costados. Desconoció su cara tan seria, de viejo desvalido. No era el mismo hombre que un rato antes sorbía tan sonoramente el caldo del arroz y chupaba los huesos más diminutos del pollo.

—Ignacio, no deberías irte esta tarde a Madrid. Esto te lo debería decir mi hija pero te lo digo yo. No te vayas. Espera unos días.

—Tengo trabajo mañana, muy temprano. Usted sabe que no puedo quedarme.

—Cualquiera sabe lo que estará pasando mañana.

Cerró su maletín, que estaba sobre la cama. Guardó la cartera en un bolsillo del pantalón, las llaves del piso de Madrid. Tenía algo de tiempo pero no podía desperdiciar ni un minuto. Tiempo en nuestras manos. Fue a salir y don Francisco de Asís estaba delante de la puerta, desconocido, sin rastro de farsa en los rasgos flojos de su cara, más bajo que él, solicitándole algo. De pronto había desaparecido el personaje que llevaba interpretando tantos años, y en su lugar Ignacio Abel veía a un anciano muerto de miedo, la voz grave convertida en un rumor de súplica.

—Tú sabrás cuidar de ti mismo, pero mi hijo no. Mi hijo se estará buscando una desgracia, si no le ha pasado ya y por eso no ha venido hoy. Tú tienes juicio y él no, tú lo sabes. Prométeme que si le pasa algo vas a ayudarle. Tú eres mi hijo, igual que él. Tú has sido como mi hijo desde la primera vez que entraste en mi casa. Lo que pensemos o lo que no pensemos cada uno a mí no me importa nada. Tú eres un buen hombre. Tú sabes igual que yo que matando a las personas a tiros como si fueran alimañas no se arregla nada. Lo único que te pido es que cuando estés en Madrid si sabes que mi hijo se ha metido en algún disparate le eches una mano. Tú sabrás cómo. ¿Cuándo vuelves?

—El jueves por la noche. El viernes como más tardar.

—Tú eres un buen hombre. Tráelo contigo. Mi hijo tiene cerca de cuarenta años y es peor que un niño. No tiene cabeza. Para qué nos vamos a engañar. No sacará nunca nada en limpio. Pero por lo menos que no le pase nada. Que no me lo maten. O que él no haga ninguna barbaridad. Tú no lo dejes.

—Y yo qué puedo hacer.

—Puedes darme tu palabra, Ignacio. No te pido más que eso. Dame tu palabra y yo me quedaré tranquilo y seré capaz de tranquilizar a su madre.

—Le doy mi palabra.

Ignacio Abel, impaciente, hacía ademán de salir de la habitación con el maletín en una mano y el sombrero en la otra y don Francisco de Asís no se movía del hueco de la puerta. Le agarró el cuello con las dos manos y se abrazó a él, transmitiéndole su olor a vejez y a linimento aceitoso, le dio dos besos húmedos en la cara. Camino de la estación Ignacio Abel aún se limpiaba instintivamente las mejillas, apresurándose porque había oído el silbato del tren ya mucho más cerca.

25

No volvería a verla nunca. Lo supo con la certeza física de un pinchazo o una contracción en el estómago; con la sensación de vértigo de no encontrar un peldaño en la oscuridad: como el sobresalto de esas veces en que a punto de dormirse el corazón parecía pararse durante un segundo o saltar un latido. Lo supo según la expectación segura del deseo se fue convirtiendo en incertidumbre cuando el tren ya entraba en Madrid; cuando bajó del vagón apenas chirriaron los frenos y apresuró el paso entre el gentío del andén buscando la salida más cercana y la parada de taxis. Judith le había prometido un encuentro que él no sabía si era una despedida o una reconciliación y hasta unos minutos antes de la hora no se le ocurrió pensar que ella pudiera no presentarse. La deseaba tanto que no aceptaba la idea intolerable de no verla, después de tantos días separado de ella, de llamadas de teléfono en vano y cartas sin respuesta. Chocaba con la gente por el vestíbulo en el que los grandes ventiladores del techo no disipaban la densidad caliente del aire. La bullanga de los excursionistas de cada domingo por la tarde tenía un ingrediente bronco de insolencia y motín: pañuelos rojos al cuello, camisas vagamente marciales con grandes cercos de sudor en los sobacos, hombres y mujeres muy jóvenes mezclados en un descaro de fraternidad entre sexual y revolucionaria, coreando consignas, enardecidos por su condición de multitud. Notaba miradas de desafío dirigidas a su corbata o a sus zapatos, a su visible condición de burgués. Hasta su edad lo volvería sospechoso para ellos. Qué lejos estaba de aquella gente tan joven que había ido invadiendo el tren en cada una de las paradas de la Sierra: lejos no de su jactancia o de su extremismo político sino de su misma juventud. Oía gritos de vendedores, silbidos de trenes, himnos, fragmentos de conversaciones al pasar. Todo era mucho más borroso que el pinchazo en el estómago y en el costado, la presión en las sienes, el sudor que le empapaba la camisa, el filo interior del sombrero oprimiendo la frente, el nudo de la corbata apretándole el cuello. Niños con gorras y harapos de mendigos voceaban los periódicos de la tarde, agitando las anchas hojas recién impresas, tinta negra corrida en titulares enormes. En los altavoces resonaban las llamadas para las salidas de los trenes. Veía borrosamente grupos de guardias en los vestíbulos de la estación y paisanos armados. Si lo hacían detenerse para pedirle la documentación o para preguntarle algo perdería la oportunidad de encontrar un taxi. Los taxis son lo primero que desaparece cuando hay un tumulto. Tantos hombres armados y muy pocos de ellos vestían uniforme. Hombres con fusiles, con alpargatas, gritando órdenes sin quitarse los cigarros de la boca. Hombres jóvenes con fusiles en las manos y pistolas terciadas en la correa del pantalón, con pañuelos rojos o rojos y negros al cuello. El tren había venido tan despacio que ya eran más de las siete y Judith estaría empezando a impacientarse. Con suerte, si encontraba un taxi, podría llegar a casa de Madame Mathilde antes de las siete y media. Quizás debería llamar desde una cabina o desde el teléfono del café de la estación para avisar de que iba a retrasarse pero estaba en camino. Palpaba la cartera, buscaba monedas sueltas por los bolsillos mientras seguía avanzando hacia la salida. Pero si se paraba a llamar y el teléfono estaba ocupado o no funcionaba perdería en vano un tiempo decisivo. A un hombre gordo y bien vestido que caminaba delante de él y que había venido en su mismo vagón lo habían hecho detenerse y lo zarandeaban registrándole la ropa. Una cartera y un puñado de monedas y llaves se le cayeron ruidosamente al suelo y una nube de golfos empezó a pelearse para recogerlas mientras los hombres armados reían a carcajadas. Los guardias, muy cerca, miraban sin hacer nada. «Esto es un atropello», repetía el hombre, congestionado, cuando Ignacio Abel pasó junto a él, procurando no encontrar la mirada de nadie. «Un atropello incalificable.» Apretó el paso, las mandíbulas, el corazón golpeando en la oquedad del pecho. Si lo hacían pararse perdería para siempre a Judith-Biely, si no encontraba un taxi. La vida entera puede depender de un minuto. De una furgoneta que había frenado bruscamente vendedores veloces y ansiosos descargaban grandes paquetes de periódicos. Logró comprar uno y lo miró por encima mientras salía a toda prisa. El gobierno de la República domina la situación y afirma que no tardará muchas horas en dar cuenta al país de estar dominada la situación. Por lo pronto no parecía que dominaran la sintaxis. Pero quizás Judith tampoco había podido llegar a tiempo. Andaría perdida como él en otro extremo de la ciudad, sin tranvías ni taxis, interrumpida en su caminata por uno de aquellos grupos armados, asustada tal vez.
Las Fuerzas de Seguridad y de la Guardia Civil Ovacionadas en las Calles de Madrid.
Pero no tenía miedo de nada y además era extranjera. Querría verlo todo y escribir una crónica de lo que estaba pasando. O quizás se había marchado de Madrid. Sus amigos de la embajada le habían dicho que durante un tiempo iba a ser peligroso seguir en España. Philip Van Doren la había invitado a unirse a él en Biarritz a finales de julio.
Lo que yo habría querido era irme contigo pero ya no puedo seguir deseando cosas imposibles.
Van Doren sonreía, con un gesto despectivo y no del todo masculino de la mano que descartaba cualquier peligro serio como si apartara una nube de humo de tabaco. «Mientras se maten uno a uno y por turnos no pasará nada. Un comunista, un falangista; una obrera, un patrono; en los países católicos hay un talento para los entierros elocuentes; hasta los anarquistas imitan la pompa católica cuando van a dar sepultura a uno de los suyos; ¿y no hablan todos de mártires, profesor Abel? Un derramamiento de sangre bien administrado garantiza la paz social.» Recordaba la sangre derramada del falangista o comunista que vendía periódicos una tarde de mayo en la acera de la calle de Alcalá: el charco escarlata, brillante al sol, pegajoso, manchándolo todo, brotando de un agujero negro. La sangre de los mártires. Hasta la última gota de sangre. La sangre que lavará las injurias. Salió de la estación sin que lo detuviera nadie, los ojos bajos, la cartera apretada bajo el brazo, el periódico entre las manos sudadas. El general Queipo de Llano ha decretado facciosamente el estado de guerra en Sevilla. Pero no había ningún taxi en la parada. Al amanecer se emprenderá una acción enérgica sobre aquellos lugares en que existan núcleos rebeldes. El tiempo huyendo, minuto a minuto, Judith sentada en el sillón del dormitorio, no en la cama, no desnuda como otras veces en que para aprovechar cada minuto ya se había quitado la ropa cuando él entraba en la habitación, desconcertado por la penumbra. Nunca más volvería a verla desnuda. La idea tenía la consistencia seca de un golpe, la materialidad de un espasmo de dolor. La Unión General de Trabajadores ordena huelga general en todos aquellos sitios donde se haya declarado el estado de guerra. La imaginación lo atormentaba ofreciéndole los pormenores visuales de lo que no iba a encontrar. La melena rubia de Judith en el contraluz de la ventana con los postigos entornados, su figura en el gran espejo que hay delante de la cama, las piernas cruzadas, un hilo de humo subiendo del cigarrillo que ha encendido mecánicamente pero que no fuma, malhumorada por el calor, cansada de la espera. Se incendia un yate y para evitar que el fuego se propague tratan de hundirlo con un submarino. Estará mirando el reloj, con su impaciencia americana, arrepintiéndose de haber accedido a este encuentro que tal vez no deseaba. En la explanada batida por el sol de la tarde de julio sonó un estrépito como de petardos y alguien le gritó algo a Ignacio Abel haciéndole un gesto desde el quicio de una puerta. Se tiró al suelo sin darse mucha cuenta de lo que hacía, sin soltar la cartera, el cuerpo aplastado contra las aristas candentes de los adoquines. Delante de él un hombre se tapaba la cabeza con las dos manos. Notaba en el pecho la vibración de un tren subterráneo. Un poco más allá, a la sombra del toldo de un café, varias personas se protegían detrás de un hombre en camiseta que apuntaba un fusil hacia las terrazas de enfrente. Miraban como si se hubieran refugiado de un chaparrón repentino y buscaran en el cielo los signos de que iba a escampar. Los disparos aislados se convirtieron en ráfagas, luego se hizo el silencio. Como obedeciendo una consigna Ignacio Abel y el hombre que se había tendido en el suelo delante de él se levantaron, limpiándose la ropa, y la gente protegida bajo el toldo del café se dispersó, dejando solo al que seguía apuntando el fusil, ahora en otra dirección. Volvían a circular coches. Una mujer no se levantaba. No estaba tendida boca abajo, sino de costado, como si se hubiera echado un momento a dormir en medio de la explanada frente a la estación. El otro hombre se acercó a ella, con una curiosidad sin alarma. Era el gordo al que había estado cacheando la patrulla en la estación. Parado junto a la mujer sacó un pañuelo blanco: absurdamente Ignacio Abel pensó que iba a limpiarse el sudor de la papada. Agitó el pañuelo pidiendo ayuda, sin lograr que se detuviera ninguno de los automóviles que pasaban cerca del cuerpo caído. Sus ojos encontraron los de Ignacio Abel: reconociéndolo del tren, imaginando que sería uno de los suyos, porque llevaba traje y corbata, porque tenía más o menos su edad; que podía contar con su ayuda. Pero Ignacio Abel apartó la mirada, deteniendo a un taxi que venía, súbitamente aparecido, urgiendo al conductor para que acelerara. Vio los ojos observándolo en el retrovisor. Se palpó la cara y tenía un poco de sangre en los dedos, el escozor de un arañazo en un pómulo. Se lo había desollado al aplastar la cara contra los adoquines. Si no tenía cuidado se mancharía la camisa, el lino claro de la chaqueta de verano. Llevaba consigo la cartera de mano pero había perdido el sombrero y el periódico. El hombre gordo lo había visto tomar el taxi y alejarse con un gesto de decepción en los brazos caídos, el pañuelo colgando inútil de su mano derecha. «Si no se me pone usted delante no le habría parado. Le hago a usted el servicio y me quito de en medio. Tal como están las cosas o me pegan un tiro o me roban el coche, que no sabe uno qué es peor. Pero he visto que usted es una persona de orden y me ha dado apuro, y tampoco era cosa de llevárselo por delante...» A Ignacio Abel se le desvanecían en el aire las palabras del taxista, igual que las imágenes al otro lado de la ventanilla, o la impresión del tiroteo y de yacer tirado y vulnerable en un gran espacio abierto. «... lo mismo que en el 32, con Sanjurjo, y que en el 34, cuando lo de Asturias. Se ve que toca cirio cada dos años...» El taxista no claudicaba, buscando en el retrovisor la cara del pasajero obstinadamente silencioso, tan bien vestido que probablemente simpatizaría con los sublevados, y por eso callaba. «... por la parte de O'Donnell la cosa estará más tranquila, pero nunca se sabe. Yo por si acaso me voy para casita y mañana Dios dirá, a lo mejor mañana ya se ha pasado todo, aunque yo esto lo veo más negro que un nublado, ¿no le parece a usted?...» Palabras deshaciéndose, grumos de sensaciones desapareciendo mientras miraba una y otra vez el reloj y lo dominaba la alarma cada vez que el taxi daba un frenazo y parecía a punto de quedar atrapado: lo rodeaban grupos confusos de gente; el taxista hacía sonar la bocina y retumbaban golpes furiosos contra las chapas; una camioneta descubierta llena de hombres que agitaban banderas les impedía el paso (hacían ademanes fatigados, como en los tiempos muertos de un desfile de carnaval); no iba a salir nunca de las calles del centro hacia las amplitudes despejadas del barrio de Salamanca, más allá del Retiro, de los hotelitos con jardines de la calle O'Donnell, que habían sido siempre, desde el otoño pasado, la anticipación de sus encuentros con Judith Biely, el territorio fronterizo y escasamente edificado del final de Madrid donde no era probable que alguien pudiera sorprenderlos cuando entraban a casa de Madame Mathilde o salían de ella, furtivos, por separado, impacientes de deseo o desconcertados por la luz del día después de una o dos horas de penumbra.

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