Read La noche de los tiempos Online
Authors: Antonio Muñoz Molina
—Yo te lo dije muchas veces —dijo Judith, apartando los ojos que se habían encontrado sólo un instante con los suyos y que ya no miraban igual, detrás del humo del cigarrillo que no se llevaba a los labios, de la taza de café con leche que no había tocado: separada de él por un muro invisible que había levantado ella misma—. Te dije que rompieras las cartas, o que me dejaras guardarlas a mí. Que no las tuvieras en tu casa. No hacía ninguna falta. No era decente.
De modo que ella también lo acusaba. Hosca frente a él, muy cerca y sin embargo fuera de su alcance, de la casa de tiempo que había edificado imaginariamente para ella, sentada en el mismo rincón del café donde se habían encontrado tantas veces, discreto pero no muy escondido, no tanto que no permitiera ver a quien entraba. Bajo la mesa muchas veces se habían buscado las manos y rozado las rodillas. Habían dejado propinas cuantiosas para que el camarero habitual les reservara ese diván evitando que otros clientes se sentaran cerca, el camarero que les traía sus cafés y no volvía a no ser que lo llamaran, y que tenía ya costumbre de tratar a otras parejas clandestinas o al menos muy dudosas, caballeros maduros con señoritas jóvenes a las que habían encontrado gracias a los anuncios por palabras, parejas de novios rancios o de amantes atrapados en una rutina tan espesa como la del matrimonio que no tenían dinero para alquilar una habitación en una casa de citas. Una mañana el mismo lugar ya es otro; la cara conocida y amada es la misma y es también la de una extraña. Ignacio Abel había visto la suya en el espejo del café y era la cara de la mala noche en el hospital y la de la vergüenza y el remordimiento; la que sus hijos habían mirado la noche anterior antes de reparar en las cartas y las fotografías de alguien que sus ojos no identificaban; la que miró su cuñado en el hospital identificando en ella los estigmas de una deslealtad que por fin se había revelado, al cabo de tantos años en los que él no había cedido en su vigilancia ni se había dejado engañar por un aire de rectitud que todos los demás aceptaban, que su propia hermana reverenciaba sin desconfianza. Adelantó la mano sobre el mármol de la mesa y Judith apartó la suya. Había preferido no levantar los ojos hacia él mientras avanzaba hacia el fondo del café o tal vez no había advertido que venía, ensimismada en su propio remordimiento; no se había levantado para estrecharse contra él como si llevaran mucho tiempo sin verse y ofrecerle su boca, adelantando tentadoramente una pierna que él apresaba entre sus muslos durante un segundo. Un tiempo se había acabado, una especie de inocencia que ahora empezaban a preguntarse cómo había durado tanto, a qué precio: la cara que él había visto durante varios meses, tan limpia de culpa como de toda sombra del mundo exterior a ellos dos, quizás ya no volvería a mirarlo, los ojos tendrían siempre esa nueva expresión. En este mismo lugar donde otras veces se habían refugiado como amantes ahora se veían con el aire receloso y furtivo de cómplices de un delito sórdido: en ese café tan apartado del centro, en ese rincón de penumbra mal iluminada por una lámpara eléctrica débil y amarilla como una llama de gas. Para Judith no era menor la vergüenza: venía de una educación con las más firmes exigencias morales. Ahora caía sobre ella de golpe el estupor ante su propia inconsecuencia, su ceguera voluntaria sostenida durante tanto tiempo sin que pareciera dañarla, sin que se despertara nunca en ella, desbaratando toda la niebla y la embriaguez de palabras y deseos en la que había vivido envuelta en los últimos meses, todo el escándalo de su propia integridad acusadora. En otro país y en otro idioma la realidad habría parecido sujeta a leyes más benévolas; lo que deseaba, lo que se atrevía a hacer, habría tenido una parte entre ensoñada y conjetural de ficción (el libro que no llegaba a empezar a escribir, y que sin embargo parecía estar siendo recordado o vivido). Percibía signos, avisos; había preferido no verlos. Había acatado normas humillantes —la simulación, la clandestinidad, la mentira: las había envuelto en literatura para volver aceptable su capitulación. Sin ningún esfuerzo había dejado en suspenso sus principios de mujer emancipada, imaginando puerilmente que vivía un amor de novela, sumergiéndose en una tiniebla tan poblada de fantasmas y ecos como una sala de cine, tan ajena a la realidad como ella. Las luces del techo se encendían de pronto, forzándola a parpadear, incrédula, a salir a la luz desabrida de la calle; a esta mañana de junio en la que después de recibir la noticia por teléfono —desde que descolgó y oyó la voz de él comprendió que le iba a decir algo irreparable— había cruzado Madrid en taxi para acudir a este café despoblado y tétrico donde la esperaba la confirmación de lo ya anticipado; y junto a ella, el descrédito de las mismas cosas que antes la habían acogido, un decorado de teatro en el que se proyectara por error la claridad destructiva del día, revelando arcos falsos, pintados de cualquier manera, tarimas polvorientas, plantas artificiales, cortinas ajadas. En un sanatorio permanecía en estado de coma una mujer a la que ella, Judith, había empujado suavemente hacia el filo del estanque en el que se hundió después sin ofrecer resistencia. Se acordaba muy bien de la única vez que la había visto, fijándose en ella con una atención que tenía algo de anticipadora; observando que parecía mayor que su marido, que ni su figura ni su edad se correspondían con esa hija tan vivaz que había corrido a abrazarse a la cintura del padre al bajar éste de la tarima donde había dado su conferencia. Qué días tan lejanos, principios de octubre, envueltos ahora en gran parte en esa bruma de imprecisión con la que se recuerdan fronteras en el tiempo, cuando se está al filo de algo y aún no se sabe, en el primer paso más allá de un umbral que no se ha advertido mientras se cruzaba. Había algo que no cuadraba entre esa mujer y ese hombre, al que su mirada ávida hacía parecer más joven, su mirada y el cuidado visible que ponía en su apariencia física, su tensión alerta y sin sosiego, la de alguien que no se conforma con lo que ha obtenido, que se resiste sordamente a dar por terminada la forma de su vida. En eso no cuadraban: el fatalismo de ella, endulzado por su complacencia, alimentado por su melancolía; la disposición de expectativa que había en él, su vanagloria no del todo consciente, su aleación tan inestable de inseguridad y arrogancia, un hombre que aún esperaba algo o lo esperaba todo, que se asentaba incómodamente en lo ya logrado y se levantaba muy rápido como un huésped inquieto que espera algo o a alguien y no sabe qué, quién. Y la hija, ya casi una muchacha pero todavía con ademanes infantiles, a medio camino entre una vida y otra, abrazándose a su padre con la desenvoltura de una niña, con una naturalidad y un talento para la seducción que la madre nunca tendría. Acariciando la cabeza de su hija él ya buscaba a Judith con la cautela del que prefiere que otros no sigan la dirección de sus ojos: había en ellos algo muy descarado y muy furtivo, un examen muy rápido y sin embargo completo, del que ella tuvo una conciencia tan física como la habría tenido de una mano o de un aliento que le rozaran la piel. Todo parecía inevitable aun antes de haber sucedido; todo era de algún modo irreal, parte de la vida en suspenso que le regalaba su condición de extranjera, absuelta de la gravitación del propio país, enaltecida por la ebriedad parcial de sumergirse en una lengua extranjera, como en una atmósfera demasiado rica en oxígeno, tan limpia de memoria que todas las cosas brillaban en ella con colores excesivos.Antes de escribir una sola palabra en la reluciente Smith Corona portátil que estaba siempre sobre su mesa en el cuarto de la pensión ya había vivido como si soñara con todo detalle una novela: la del viaje europeo de una heroína de Henry James que era ella misma; quien ella había imaginado que sería leyendo esas novelas en la biblioteca pública, cerca de una ventana por la que entraban todos los ruidos y las voces de su barrio, aunque ella dejaba de oírlos, los gritos en yiddish y en ruso y en italiano de los vendedores callejeros, los relinchos de los caballos, las bocinas de los coches. Pero a diferencia de las mujeres inteligentes y generosas de James ella podría viajar sola sin rendir cuentas a nadie, ganarse activamente la vida, sentarse sola en un café sin que la señalara nadie, sin que nadie estuviera autorizado a ponerle límites. Pero qué había hecho con su libertad tan duramente conquistada, con la fantasía delegada en ella por su madre, con su novela europea: las veía disolverse esta mañana en un café grande y triste del extrarradio de Madrid, con el suelo sucio de serrín y colillas y un olor vago a urinario y a leche rancia, con divanes de peluche gastado y espejos turbios, delante de un hombre casado y mayor que ella con el que había mantenido no un amor de heroína intrépida de Henry James sino un mezquino adulterio. Desde niña se había forjado una idea de libertad que era el reverso de la amargura apática de su madre: durante los últimos meses había participado sin remordimiento en el engaño a una mujer en la que su madre se habría reconocido. Quizás fue esa semejanza lo que notó de manera inconsciente la única vez que vio a Adela, detrás de sus modales de señora culta y burguesa de Madrid, entrada en años, más de lo que le hubiera correspondido según la edad de su hija, según la disposición mundana de un marido con el que el tiempo estaba siendo menos cruel que con ella.
Había escuchado el temblor de los cristales mal ajustados de la puerta del café y sabido que era él quien entraba pero prefirió no levantar todavía la cabeza, imaginando que cuando lo mirara encontraría en sus ojos el remordimiento y la fatiga de la mala noche, y sobre todo el descrédito de un fervor que en el fondo ya había empezado a abandonarlos en los últimos tiempos, aunque ninguno de los dos lo aceptara. Su mutua entrega sexual había tenido un reverso de sacrificio humano. £1 tiempo se había acabado, se había desmoronado para ellos como una torre o un acantilado de arena desde la última noche que pasaron en la casa junto al mar. Huyendo de la angustia al deseo revivido, del deseo al insomnio, a la espera del amanecer de un lunes en el que la despedida sería más cruel que otras precisamente porque habían estado más tiempo juntos. Era necesario pagar pero no sabían cuánto; el amor se erigía sobre la destrucción de alguien. Sentada en el café, los ojos fijos en el mármol del velador, el humo del cigarrillo subiendo a un lado de su cara, Judith imaginaba el dolor de la otra mujer como un cuchillo que ella le hincaba con tosca obstinación en el vientre. Ignacio Abel estaba delante de ella, con la corbata torcida, con el sombrero en la mano, como si no se atreviera a sentarse, como dudando que aún le perteneciera ese derecho. Lo que se ganó en un solo minuto de deslumbramiento se pierde igual de fácil. El brillo del deseo en unos ojos se apaga igual que los iluminó. Después de pasar lanocheen velaenel sanatoriode la SierraIgnacioAbel habíavueltoconduciendoaMadridy nohabíatenidotiempode ducharse ni de cambiarse de ropa. Tenía el pelo sucio, pegado al cráneo, las mejillas sombrías de barba, la papada floja bajo el mentón, la marca del sombrero en mitad de la frente, reblandecida por el calor.
—¿Llevabas mucho tiempo esperando?
—Ni me acuerdo. No he mirado el reloj
—No pude venir antes.
—¿No deberías haberte quedado con ella?
—Está fuera de peligro. Volveré esta tarde. Todavía estaba inconsciente.
—Casi la hemos matado nosotros, tú y yo. La empujamos para que se ahogara.
—Todavía no es seguro que no fuera un accidente. Nadie la vio tirarse al agua. Iba con tacones y la piedra del filo estaba mojada. Se resbalaría.
—¿De verdad quieres pensar eso? —Ahora sí que Judith lo miraba, sus claros ojos muy dilatados, sin un parpadeo, joven y extraña a él, sin ninguna paciencia para aceptar la mentira, la atenuación de la justa vergüenza—. ¿Puedes convencerte a ti mismo o sólo lo haces para convencerme a mí?
Esa voz también era nueva: más aguda, con un filo de estridencia o sarcasmo, tan frío como el brillo extranjero de sus ojos, como su nueva rigidez física, que excluía toda proximidad. Pero ya había escuchado él ese tono otras veces, pasajeramente, cuando ella se irritaba, había visto esa mirada: la ausencia repentina de familiaridad de una mujer de otro país y de otra lengua que se repliega en ellos como cerrando una puerta con llave. Quizás no era justo ahora cuando ocurría lo que había temido tanto, cuando empezaba a perderla a causa de su culpa por la desgracia de Adela: quizás habían empezado a perderse el uno al otro algún tiempo atrás, gastados por la clandestinidad y la simulación, por el simple curso y el roce de las cosas, indignos de un amor que los abandonaba tan sin motivo como un pájaro que de repente levanta el vuelo en una tarde en calma, el mismo amor que unos meses atrás se posó en ellos sin que lo hubieran buscado ni hubieran hecho nada para merecerlo. De pronto era intolerable seguir viviendo: salir al cabo de un rato del café, como dos desconocidos, enfrentarse a la mañana inhóspita de Madrid, doblar una esquina y tal vez no verse nunca más.
—Tú no tienes la culpa de nada.
—Claro que la tengo, tanta como tú. Más que tú porque soy una mujer. Ella no me ha hecho nada y yo he estado a punto de matarla.
—Fue ella la que eligió tomar ese tren y tirarse a la presa. No fue un arrebato. Tuvo tiempo de pensarlo muy bien. Se cambió de ropa. Se puso sus guantes y su collar de perlas. Se pintó los labios.
—¿Habría sido menos grave que se tirara por el balcón vestida con su bata de casa?
—Podía haber pensado en sus hijos.
—¿Pensaste tú en ellos?
—Yo no he hecho nada para dejarlos sin padre.
—¿Saben algo?
—Sus abuelos vinieron anoche a quedarse con ellos. Les hemos dicho que su madre tuvo un desmayo en medio de la calle y que ahora mismo no la pueden visitar porque los médicos todavía la tienen en observación.
—Son muy despiertos. Sospecharán algo. ¿Qué hiciste con las cartas?
—No hay peligro. Las guardé bajo llave.
—Lo mismo decías antes.
—No volverá a ocurrir.
—Quiero que las quemes. Quiero que me prometas que las vas a quemar. Las cartas y las fotos.
—Y entonces qué me quedaría de ti.
Oyó su propia voz: estaba hablando como si ya la hubiera perdido. Adelantó la mano y la mano de Judith retrocedió contrayéndose con un gesto automático. Si la dejaba irse no volvería a verla nunca. Si se levantaba en ese momento del diván y él no la sujetaba la perdería para siempre. La vio mirar de soslayo su reloj de pulsera, midiendo el tiempo que aún le concedía, calculando la huida.
Time on our hands.
En la próxima media hora él tenía que ir a su casa, llamar a la oficina, hablar con sus hijos, someterse a la mirada de interrogatorio y agravio de sus suegros, darse una ducha, ponerse ropa limpia, conducir de regreso a la Sierra, al sanatorio donde Adela tal vez ya se habría despertado, donde el hermano montaba guardia, insomne, los pulmones débiles bajo la musculatura gimnástica, armado de rencor, mirando él también de vez en cuando su reloj de pulsera para medir el agravio añadido.