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Authors: Antonio Muñoz Molina
Un día de finales de octubre de 1936 el arquitecto español Ignacio Abel llega a la estación de Pennsylvania, última etapa de un largo viaje desde que escapó de España, vía Francia, dejando atrás a su esposa e hijos, incomunicados tras uno de los múltiples frentes de un país ya quebrado por la guerra. Durante el viaje recuerda la historia de amor clandestino con la mujer de su vida y la crispación social y el desconcierto previo que precedieron al estallido del conflicto fratricida.
Es una gran novela de amor ambientada en el año previo al inicio de la guerra civil española. Por ella transitan personajes reales (Negrín, Moreno Villa, Bergamín…) y personajes de ficción, tejiendo una red colectiva que contextualiza la vivencia personal de un solo individuo y convirtiendo la narración en una sinfonía de asociaciones y sugerencias, en la caja de resonancia de toda una época. Este libro inolvidable es el máximo empeño literario de Antonio Muñoz Molina, y, sin duda alguna, un texto único sobre las raíces de la sociedad en que vivimos: la confrontación entre la desvalida necesidad personal de amor y la feroz carnavalada sangrienta de los fanatismos ideológicos que arrasan el mundo moderno.
La mayor aportación que a la narrativa sobre la guerra civil española haya hecho autor nacido después de la contienda.
Antonio Muñoz Molina
La noche de los tiempos
ePUB v1.0
gercachifo04.08.12
Título original:
La noche de los tiempos
Antonio Muñoz Molina
Primera edición: noviembre 2009
Diseño/retoque portada: gercachifo
Editor original: gercachifo (v1.0)
ePub base v2.0
Para Elvira
Veo en los sucesos de España un insulto, una rebelión contra la inteligencia, un tal desate de lo zoológico y del primitivismo incivil, que las bases de mi racionalidad se estremecen. En este conflicto, mi juicio me llevaría a la repulsa, a volverme de espaldas a todo cuanto la razón condena. No puedo hacerlo. Mi duelo de español se sobrepone a todo. Esta servidumbre voluntaria me ha de acompañar siempre, y nunca podré ser un desarraigado. Siento como propias todas las cosas españolas, y aun las más detestables hay que conllevarlas, como una enfermedad penosa. Pero eso no impide conocer la enfermedad de la que uno se muere, o más exactamente de la que nos hemos muerto; porque todo lo que podamos ahora decir sobre lo pasado suena a cosa de otro mundo.
Manuel Azaña
What I am now I owe to you
(Ford Madox Ford, The Good Soldier).
¿Será verdad que tenemos la patria deshecha,
la vida en suspenso, todo en el aire?
Pedro Salinas
En medio del tumulto de la estación de Pennsylvania Ignacio Abel se ha detenido al oír que alguien lo llamaba por su nombre. Lo veo primero de lejos, entre la multitud de la hora punta, una figura masculina idéntica a las otras, como en una fotografía de entonces, empequeñecidas por la escala inmensa de la arquitectura: abrigos ligeros, gabardinas, sombreros; sombreros de mujer con la visera ladeada y pequeñas plumas laterales; gorras de visera rojas de cargadores de equipajes y empleados del ferrocarril; caras borrosas en la distancia; abrigos abiertos con faldones echados hacia atrás por la energía de las caminatas; corrientes humanas que se entrecruzan sin chocar nunca entre sí, cada hombre y cada mujer una figura muy semejante a las otras y sin embargo dotada de una identidad tan indudable como la trayectoria única que sigue en busca de un destino preciso: flechas de dirección, pizarras con nombres de lugares y horas de salida y llegada, escaleras metálicas que resuenan y tiemblan bajo un galope de pisadas, relojes colgados de los arcos de hierro o coronando indicadores verticales con grandes hojas de calendario que permiten ver desde lejos la fecha del día. Sería preciso saberlo todo exactamente: letras y números de un rojo tan intenso como el de las gorras de los mozos de estación señalan un día casi de finales de octubre de 1936. En la esfera iluminada de cada uno de los relojes suspendidos como globos cautivos a mucha altura sobre las cabezas de la gente son las cuatro menos diez minutos. En ese momento Ignacio Abel avanza por el vestíbulo de la estación, por el gran espacio de mármoles, altos arcos de hierro, bóvedas de cristal sucias de hollín que filtran una luz dorada, en la que flotan el polvo y el clamor de las voces y los pasos.
Lo he visto cada vez con más claridad, surgido de ninguna parte, viniendo de la nada, nacido de un fogonazo de la imaginación, con la maleta en la mano, cansado de subir a toda prisa la escalinata de la entrada, cruzada por las sombras oblicuas de las columnas de mármol, aturdido al ingresar en una amplitud desmesurada en la que no está seguro de encontrar a tiempo su camino; lo he distinguido entre otros, con los que casi se confunde, un traje oscuro, una gabardina idéntica, un sombrero, quizás una ropa demasiado formal para esta ciudad y esta época del año, una ropa europea, como la maleta que lleva en la mano, sólida y cara, de piel, pero ya desgastada después de tanto viaje, con etiquetas de hoteles y de compañías de navegación, con restos de marcas de tiza y sellos de aduanas, una maleta que ya pesa mucho para su mano dolorida de apretar el asa pero que parecería insuficiente para un viaje tan largo. Con una precisión de informe policial y de sueño descubro los detalles reales. Los voy viendo surgir ante mí y cristalizar en el momento en que Ignacio Abel se detiene un instante entre las corrientes poderosas de la multitud en movimiento y se vuelve con el gesto de quien ha oído que lo están llamando: alguien que lo hubiera visto entre la gente y dice o grita su nombre para ser oído por encima del tumulto; del clamor amplificado por muros de mármol y bóvedas de hierro, la confusión sonora de pasos, voces, estrépito de trenes, la vibración del suelo, los ecos metálicos de los avisos en los altavoces, los gritos de los vendedores que vocean los periódicos de la tarde. Indago en su conciencia igual que en sus bolsillos o en el interior de la maleta. Ignacio Abel mira siempre las primeras páginas de los periódicos con la expectación y el miedo de ver un titular en el que aparezca la palabra España, la palabra guerra, el nombre de Madrid. También mira las caras de todas las mujeres de una cierta edad y estatura esperando insensatamente que el azar le haga encontrarse con su amante perdida, Judith Biely. Por vestíbulos y andenes de estaciones y hangares de instalaciones portuarias, por las aceras de París y de Nueva York, ha atravesado desde hace semanas bosques enteros de caras de desconocidos que siguen multiplicándose en su imaginación cuando el sueño empieza a cerrarle los ojos. Caras y voces, nombres, frases enteras en inglés escuchadas al azar que se quedan suspendidas en el aire como cintas de palabras. I told you we were late but you never listen to me and now we are gonna miss that goddamn train: también esa voz ha parecido que le hablaba a él, tan lento en sus decisiones prácticas, tan torpe entre la gente, con su maleta en la mano, con su decente traje europeo estropeado por el uso, vagamente fúnebre, como el de su amigo el profesor Rossman cuando apareció por Madrid. En la cartera que abulta en el bolsillo derecho de su gabardina guarda una foto de Judith Biely y otra de sus hijos, Lita y Miguel, sonriendo una mañana de domingo de hace unos meses: las dos mitades rotas de su vida, antes incompatibles, ahora perdidas por igual. Ignacio Abel sabe que si se miran demasiado las fotografías no sirven para invocar una presencia. Las caras se van despojando de su singularidad igual que una prenda de ropa íntima atesorada por un amante pierde pronto el olor tan deseable de quien la llevaba. En las fotos de los archivos policiales de Madrid las caras de los muertos, de los asesinados, han sufrido una transfiguración tan completa que ni siquiera los parientes más cercanos están seguros de reconocerlas. Qué verán sus hijos ahora si buscan en los álbumes familiares tan cuidadosamente catalogados por su madre la cara que no han visto en los últimos tres meses y no saben si volverán a ver, la que ya no es idéntica a la que ellos recuerdan. El padre huido, les aleccionarán, el desertor, el que prefirió irse al otro lado, tomar un tren una tarde de domingo fingiendo que no sucedía nada, que podría volver tranquilamente a la casa de veraneo el sábado próximo (aunque si se hubiera quedado es muy probable que ahora estuviera muerto). Lo veo alto, extranjero, enflaquecido por comparación con la fotografía del pasaporte, que fue tomada tan sólo a principios de junio y sin embargo en otra época, antes del verano sanguinario y alucinado de Madrid y del comienzo de este viaje que tal vez terminará dentro de unas horas; se mueve inseguro, asustado, furtivo, entre toda esa gente que sabe su destino exacto y avanza hacia él con una energía áspera, con una poderosa determinación de hombros fornidos, mentones levantados, rodillas flexibles. Ha escuchado una voz improbable que decía su nombre y se ha detenido y se ha vuelto y en el momento en que lo hace ya sabe que nadie lo ha llamado y sin embargo mira con la misma esperanza automática, encontrando sólo las caras irritadas de quienes por culpa suya se ven entorpecidos en su avance en línea recta, hombres enormes de ojos claros y caras encendidas que mastican cigarros. Don't you have eyes on your face you moron? Pero en la hostilidad de los desconocidos nunca interviene la mirada. En Madrid, ahora mismo, apartar los ojos a tiempo de una mirada fija es una de las nuevas astucias para sobrevivir. Que no parezca que tienes miedo porque te volverás automáticamente sospechoso. La voz oída de verdad o sólo imaginada en virtud de un espejismo acústico le ha producido ese sobresalto de quien estaba a punto de dormirse y cree que tropieza con un escalón, y se despierta de golpe o se sumerge del todo en el sueño. Pero ha oído su nombre con toda claridad, no gritado por alguien que quiere llamar la atención entre el ruido de una multitud sino dicho casi en voz baja, casi murmurado, Ignacio, Ignacio Abel, dicho por una voz familiar que sin embargo no identifica, que ha estado a punto de reconocer. Ni siquiera sabe si es una voz de hombre o de mujer, si es la voz de un muerto o la de un vivo. Al otro lado de la puerta cerrada de su casa en Madrid oyó una voz que repetía su nombre con un acento ronco de súplica y él se quedó en silencio conteniendo la respiración y sin moverse en la oscuridad y no abrió la puerta.
Desde hace meses uno ya no puede estar seguro de ciertas cosas: uno no sabe si alguien que recuerda bien o a quien vio hace unos días o sólo unas horas está vivo aún. Antes la muerte y la vida tenían fronteras más nítidas, menos movedizas. Otras personas no sabrán si él está vivo o está muerto. Se envían cartas y postales y no se sabe si llegarán a su destino, y si cuando lleguen estará vivo el que debía recibirlas, o seguirá viviendo en esa misma dirección. Se marcan números de teléfono y nadie contesta al otro lado, o la voz en el auricular es la de un desconocido. Se levanta un auricular con la urgencia de decir o de saber algo y no hay línea. Se abre un grifo y el agua puede no salir. Los antiguos actos automáticos quedan cancelados por la incertidumbre. Calles usuales de Madrid terminan de pronto en una barricada o en una trinchera o en el alud de escombros que ha dejado la explosión de una bomba. En una acera, al doblar una esquina, se puede ver con la primera luz del día el cuerpo ya rígido de alguien a quien empujaron contra la pared la noche anterior, convirtiéndola por impaciencia en paredón de fusilamiento, los ojos entornados en la cara amarilla, el labio superior contraído en una especie de sonrisa, mostrando los dientes, la mitad superior de la cabeza volada por un disparo demasiado próximo. Estalla el timbre del teléfono en mitad de la noche y a uno le da miedo levantar el auricular. Suena el motor del ascensor o el timbre de la puerta en mitad de un sueño y no se sabe si es una amenaza verdadera o sólo una pesadilla. Tan lejos de Madrid y de las noches de insomnio y miedo de los últimos meses Ignacio Abel aún recuerda en presente. El tiempo verbal del miedo no lo cancela la distancia. En la habitación del hotel donde ha pasado cuatro noches lo despertaba el estruendo de los aviones enemigos; abría los ojos y era el fragor de un tren elevado. Las voces siguen alcanzándolo: quién ha dicho su nombre, ahora mismo, cuando yo lo he visto quedarse inmóvil con su gabardina abierta y su maleta en la mano, con la expresión ansiosa de quien mira relojes e indicadores temiendo perder un tren, qué voz ausente se ha impuesto por encima del estruendo de la vida real, llamándolo, no sabe si urgiéndolo a que huya más rápido aún o a que se detenga y dé media vuelta y regrese, Ignacio, Ignacio Abel.