La noche de los tiempos (56 page)

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Authors: Antonio Muñoz Molina

BOOK: La noche de los tiempos
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Mientras esperaba a que el director volviera de la caja con su dinero guardado discretamente en un sobre Ignacio Abel pensaba, mirando a su alrededor, en el milenarismo primitivo de las revoluciones españolas: tantas iglesias habían ardido en Madrid y sin embargo a nadie se le había ocurrido quemar o ni siquiera asaltar alguna de aquellas elefantiásicas sedes bancarias de la calle de Alcalá, que a él lo sumían en un pavor arquitectónico. La puerta estaba protegida con sacos terreros y la fachada cubierta por truculentos carteles revolucionarios; por la calle pasaban camiones de milicianos y carros de refugiados que afluían desde los pueblos del sur recién conquistados por las tropas enemigas: pero en el interior del banco perduraba la misma penumbra un poco eclesiástica de siempre, y los empleados se inclinaban sobre sus escritorios o murmuraban entre sí contra un fondo amortiguado de máquinas de escribir. Indiferente al desaliño indumentario que se había vuelto preceptivo en Madrid el director vestía el traje gris y la corbata negra de siempre, el cuello almidonado. «Así que nos deja usted, señor Abel. Otros clientes muy apreciados han tenido también que ausentarse, como usted sabe. Esperemos que esto no dure. Y que su ausencia no tenga que ser por mucho tiempo.» Sonreía y se frotaba las manos pálidas, como bruñidas por el tacto de los billetes de banco.Al decir «como usted sabe» y «esperemos que esto no dure» había mirado a Ignacio Abel con una astucia cautelosa, como tanteando una posible complicidad con ese cliente que había tenido durante años una cuenta cada vez más sólida y que también llevaba corbata. «No durará, ya verá usted»: Ignacio Abel se oyó a sí mismo hablando con una convicción militante de la que carecía, ofendido por la insinuación del director del banco, por su esperanza impúdica de que las tropas de Franco entraran pronto en Madrid. «La República acabará pronto con esos facciosos.» La media sonrisa del director del banco se le quedó helada en la cara de cera, tan eclesiástica como la claridad que se filtraba por los vitrales del techo. «Esperemos que sea así. En cualquier caso ya sabe usted dónde nos tiene.» Lo acompañó a la puerta, ahora desconfiado pero todavía deferente, satisfecho de haberle probado su influencia incluso en los nuevos tiempos al entregarle, con prudente sigilo, una cantidad de dinero muy superior a lo que estaba permitido sacar del país en las circunstancias excepcionales de la guerra.

Se quitó la corbata al salir a la calle. No convenía llamar la atención y arriesgarse a un registro llevando tanto dinero en la cartera; llevando el pasaporte con el visado, la carta de invitación de Burton College; escondiendo en el bolsillo las credenciales frágiles de una huida que se le volvía más irreal según se acercaba. Como una corriente que se acelera al volcarse sobre un plano inclinado la proximidad de la partida hacía más rápido y más sobresaltado el tiempo, sometía su pecho a una presión dolorosa, le debilitaba las rodillas, le hacía mirar más intensamente las cosas comunes que muy pronto ya no vería, las calles de Madrid, el portal de su casa, donde el ascensor ya no funcionaba nunca. El portero había cambiado por un mono azul su antigua librea con botones dorados, aunque seguía inclinándose obsequioso y venal, esperando una propina, estudiando tal vez la posibilidad de denunciar como emboscado o espía a algún vecino contra el que albergara un antiguo rencor. En cada detalle trivial en el que detenía sus ojos Ignacio Abel veía la señal indeleble del tiempo que iba a pasar antes del regreso; de lo que tal vez no volvería a ver nunca. No sentía exaltación ni tristeza, sino una abrumadora congoja física, la presión en el pecho, el peso de los hombros, el hueco en el estómago, la debilidad de las piernas. Andaba por su casa deshabitada como un aparecido, como si estuviera viendo las habitaciones y los muebles no en el momento presente ni en los recuerdos sino en el futuro de su ausencia, que empezaría justo cuando él cerrara la puerta desde fuera y echara la llave por última vez, en la tenaz duración de lo que permanece en penumbra y no mira nadie. Antes de encender las luces había cerrado uno por uno todos los postigos. Desde la ventana de su dormitorio había mirado por última vez el perfil a oscuras de los tejados de Madrid, las calles sumidas en el abismo de sombras donde sólo se escucharían los automóviles veloces de las patrullas de vigilancia y las ráfagas distantes de alguna ejecución; y tal vez, hacia la medianoche, 1os motores de invisibles aviones enemigos, volando omnipotentes sobre una ciudad sin reflectores de búsqueda ni defensas antiaéreas. Había empezado a hacer frío y la calefacción no funcionaba. El suministro eléctrico era tan débil que las bombillas daban una claridad amarillenta que no llegaba a disipar las sombras en los ángulos de las „habitaciones y al fondo del pasillo, de donde ya no venían desde hacía varios meses las voces de las criadas ni su trajín en la cocina mezclado con las canciones y los anuncios de la radio. En su última noche en la casa donde llevaba tanto tiempo solo Ignacio Abel iba aturdidamente de una habitación a otra, escuchando sus propios pasos en el parquet y encontrando su cara en la turbia luz de los espejos. La maleta estaba abierta sobre la cama que en los últimos días ya no se había molestado en hacer (pero nunca antes había hecho una cama, igual que apenas había entrado en la cocina y tenía una idea sumaria de cómo se encendía el fuego en la hornilla de gas). Los trajes suyos y los vestidos de Adela colgados en el hondo armario eran fantasmas o encarnaciones sucesivas de la vida anterior, reconocibles en sus formas pero tan faltos de sustancia y de realidad como ella. Doblaba con torpeza la ropa al guardarla en la maleta. Escogía cuadernos de dibujos, algún libro, una foto de los niños tomada uno o dos veranos atrás; quitó de un marco y guardó en un tubo de cartón su título de arquitecto. Pero le habían aconsejado que no llevara demasiado equipaje: que documentos y salvoconductos podrían no servir de nada y tal vez le sería preciso cruzar a pie la frontera de Francia por algún paso clandestino. Nada era seguro ya. Ni siquiera, aunque decían que temporalmente, salían trenes de la estación de Mediodía (pero los periódicos contaban que las milicias siempre victoriosas habían desbaratado un intento del enemigo de cortar la línea férrea entre Madrid y Levante): tendría que viajar en un camión hasta Alcázar de San Juan, por donde pasaría a alguna hora incierta el expreso de Valencia. Cerró la maleta, apagó la luz, decidió echarse un rato en la cama, aunque sólo fuera para descansar con los ojos cerrados durante unos minutos; por culpa de las alarmas y los bombardeos, por el nerviosismo de la cercanía del viaje, llevaba dos o tres noches sin dormir. Al momento de tenderse sobre la cama revuelta que se quedaría sin hacer cuando él se marchara se hundió en el sueño como una piedra en el agua. Supo que se había dormido porque lo despertaron los golpes en la puerta, la voz que decía su nombre en la oscuridad.

Ignacio, por lo que más quieras, ábreme.

Cuánta distancia cabía en el espacio coloreado y liso de un mapa sobre el que se deslizaba el dedo índice: el frío en la caja del camión, las solapas del abrigo subidas y el sombrero calado, el motor achacoso, caras iluminadas fugazmente por la brasa de un cigarrillo, la llanura sin luces al fondo de la cual a veces se distinguía la vaga mancha blanca de un pueblo. En algún momento se escucharon motores de aviones y el camión avanzó muy despacio con los faros apagados. Pero Ignacio Abel tardó mucho en empezar a darse cuenta de la verdadera escala del espacio, de la extensión del mundo que atravesaría en su viaje, más desmedida aún porque le faltaban los puntos de referencia de Judith Biely y de sus hijos. Lo intuía quizás, no con su inteligencia sino con su miedo anticipado, la víspera de la partida, la última noche, mientras hacía la maleta, mientras se quedaba inmóvil en una habitación o en medio del pasillo sin recordar adonde iba, en la casa demasiado grande que en realidad nunca había sentido como suya, mientras revisaba una y otra vez los documentos y el dinero, sin decidirse a esconder una parte en el forro del abrigo o en el doble fondo de la maleta; clandestino de pronto, amenazado, asustado, desertor de su ciudad y de su país, fugitivo de la guerra en la que otros luchaban y morían por la misma causa que nominalmente era la suya, aunque ya no supiera cómo llamarla sin sentir que las palabras eran un fraude y que él mismo se contagiaba de su mentira al pronunciarlas, con o sin mayúsculas, la República, la democracia, el socialismo, la resistencia antifascista; todo desenfocado a no ser que pensara en los otros, en el enemigo, los que venían avanzando en dirección a Madrid desde el sur, el oeste, el norte, no con banderas y palabras y uniformes desastrados y fantásticos sino con una eficiente determinación de matar, con carniceros mercenarios, con capellanes castrenses de pistola al cinto y crucifijo levantado, con ametralladoras bien engrasadas, con la disciplina sin misericordia de las máquinas; los que cazaban a caballo a los campesinos igual que si exterminaran alimañas; los que después violaban y rapaban las cabezas a las mujeres de los fusilados; los que bombardearon primero y luego asaltaron a la bayoneta los arrabales obreros de Granada y Sevilla; los que ametrallaban desde los aviones las columnas de fugitivos aterrados que lo abandonaban todo para no caer bajo su dominio sanguinario. Los periódicos de Madrid publicaban mentiras triunfales y en las emisoras de radio los locutores declamaban el arrojo de las milicias populares pero la única verdad era que los otros seguían avanzando. El viento traía a veces en las últimas noches el retumbar de los cañones en el frente cada vez más próximo. Con fatalismo, con dolor y vergüenza, con el alivio de escapar y de que sus hijos estuvieran seguramente lejos del peligro, Ignacio Abel hacía la maleta y ya veía en el fervor de su imaginación el tren que lo llevaba a la frontera, el que tomaría para llegar a París, el que lo llevaría hacia la ciudad portuaria en la que el casco reluciente y curvado de un transatlántico surgiría al final de la perspectiva de una calle arbolada, agigantado por comparación con los almacenes y las filas de árboles, con las últimas esquinas en las que se iluminaría de noche el letrero de un café o de un hotel. Su voluntad trastornada ya no intervenía. Mecánicamente guardaba camisas en la maleta, corbatas, ropa interior, calcetines, las cosas en las que nunca hasta ahora había reparado, las que aparecían como por milagro dobladas y planchadas en el interior de sus cajones, en las maletas de sus viajes de otros tiempos. No había cenado, y no tenía hambre. Los platos cocinados ya no aparecían mágicamente en la mesa ante él y no le apetecía bajar a tomar algo en una taberna próxima, en la que de todos modos la comida ya era mucho peor y estaba volviéndose escasa. Bebió con desgana un poco de coñac y en seguida tuvo náuseas y se sintió todavía más aturdido, más acosado de fantasmas en la casa de la que al cabo de unas horas se habría marchado tal vez para siempre, la pesada puerta resonando al cerrarse en las habitaciones clausuradas y a oscuras. Amor mío, hija mía, hijo mío, esposa mía traicionada y humillada, sombras olvidadas de mis padres muertos. El coñac en el estómago vacío exageraba el vértigo. Se echó en la cama y se quedó dormido unos minutos y lo que ocurrió después cuando los golpes en la puerta lo despertaron tuvo una calidad de mal sueño de la que prefería no acordarse, aunque la voz siguiera sonando en su conciencia.
Ábreme, Ignacio, por lo que más quieras.
A las doce de la noche el camión estaría esperando junto a la estación de Atocha. Sabía que era una insensatez y sin embargo cruzó Madrid a pie por calles secundarias en las que no era probable que aparecieran los automóviles de las patrullas. A punto de salir, la maleta ya cerrada junto a la puerta, el abrigo y el sombrero puestos, recorrió una por una todas las habitaciones, fue apagando todas las luces, asegurándose de que los grifos quedaban cerrados, como si se marchara para unas vacaciones. Lo que parece que viene durando toda la vida y que durará para siempre se interrumpe de un día para otro y no deja ni rastro. En el cuarto de sus hijos, sobre el pupitre de Lita, estaba el atlas que había examinado junto a ellos a finales de mayo o principios de junio, cuando ya hacía calor en Madrid y los balcones se abrían de par en par al fresco del atardecer, dejando entrar los ruidos del tráfico y las voces agudas de los chicos vendedores de periódicos, el silbido de las golondrinas que habían anidado bajo los aleros. En el espejo del armario se vio de pronto como un intruso y se acordó con una vergüenza sin consuelo de la bofetada que le había dado a Miguel. Hijo mío, remordimiento mío. Los cuadernos y los libros de Lita estaban ordenados en una estantería encima del pupitre: en los títulos podía seguirse la secuencia de su aprendizaje de lectora en los últimos años, los libros de Celia, después Verne y Salgan, muy pronto Jane Eyre y
Cumbres borrascosas.
Rozaba los lomos de los libros, la madera de los dos pupitres gemelos. Abría los pequeños cajones percibiendo una exhalación largo tiempo guardada de olores escolares: a tinta, a madera de lápices. En el cajón de Miguel había papeles y cuadernos amontonados de cualquier manera, señales de la prisa de última hora para dejarlo todo recogido antes de salir hacia la casa de la Sierra; al fondo de todo, Ignacio Abel encontró programas de mano de películas y fotografías de actores recortadas de revistas de cine, una de ellas del joven Sabú con el torso desnudo, con un turbante como de Las mil y una noches, ESCÁNDALOS EN LA MECA DEL CINEMA: TODO SOBRE LA MUERTE MISTERIOSA DE THELMA TODD. Recortando fotos de artistas de cine y repasando sus cromos de colores brillantes y sus programas de mano de películas para las que su padre no le había dado permiso habría pasado Miguel muchas de las horas en las que se castigaba inapelablemente a quedarse estudiando en su cuarto, SHIRLEY TEMPLE HA CUMPLIDO SIETE AÑOS Y GANA DOS MILLONES DE PESETAS AL MES. Se acordaba de entrar a él y de ver que el chico guardaba algo rápidamente en el cajón o entre las páginas del libro, la cabeza inclinada en un simulacro poco efectivo de concentración y perseverancia, la pierna derecha moviéndose bajo el pupitre. Con qué inútil aspereza lo había tratado muchas veces, con qué sorda crueldad, más aún por comparación con la niña, hacia la que había disimulado tan poco su favoritismo inaceptable. Pero quizás su hijo, en quien él pensaba tanto, no se acordaría demasiado de él, habituado ya a su ausencia, a la nueva vida familiar y escolar que llevaría al otro lado de la frontera de la guerra, en el otro país enemigo al que era tan difícil que llegaran las cartas y las postales. Quizás a él le seguía doliendo su promesa incumplida y desde el principio falsa del viaje a América mucho más que a sus hijos, los receptores del engaño.

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