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Authors: Antonio Muñoz Molina

La noche de los tiempos (57 page)

BOOK: La noche de los tiempos
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Apagó las lámparas gemelas de los dos pupitres y salió de la habitación con el sigilo antiguo de cuando esperaba a que se hubieran dormido. De pronto se le volvía irrespirable la densidad de tantas ausencias que llenaban la casa, alzándose en torno a él en los últimos minutos antes de la partida, al mismo tiempo expulsándolo y cerrándole el paso, tan visibles como las formas de los muebles y de las lámparas debajo de las sábanas que las cubrían. Durante los últimos meses la casa había sido un espacio inerte, un escenario abandonado, regido por la soledad y el desorden, dominado poco a poco por la invasión del polvo y el olor a cerrado.Ahora se convertía en un teatro de sombras, agigantadas y móviles como las que proyecta contra las paredes el círculo de claridad de una linterna. Con la cautela de un ladrón se marchaba ahora de ella; con la inquietud de haber olvidado algo de una importancia decisiva; cerrando la puerta despacio y en silencio; no echando la llave; bajando los escalones de mármol casi en la oscuridad, porque hacía mucho que se había fundido la luz de la escalera y nadie la reponía, igual que nadie había venido a reparar el ascensor; temiendo cruzarse con alguien, o ser visto por el portero, que se extrañaría de verlo salir a esas horas con una maleta, que quizás daría el aviso a alguna de las patrullas que de vez en cuando venían a registrar los pisos, en busca de sospechosos y de emboscados, en ese barrio burgués donde la mayor parte de los vecinos habían tenido la suerte de encontrarse de vacaciones cuando estalló la revolución.

Una figura solitaria, caminando muy cerca de las paredes, a la claridad escasa de la noche de luna, en la ciudad con las ventanas cerradas y los faroles apagados, retraída contra el peligro, aguardando en un silencio hosco y cargado de tensión la llegada del frío y tal vez la de los invasores: el sombrero sobre los ojos, la gabardina de viaje, la maleta en la mano, los pasos resueltos y a la vez llenos de cautela, la atención alerta a cualquier ruido alarmante, a las campanadas del reloj de una torre que le indicaban que tenía tiempo de sobra para llegar a la cita junto a la estación de Atocha, donde un salvoconducto firmado por el doctor Juan Negrín le permitiría ocupar un sitio en un camión que partía hacia Valencia llevando una carga no especificada de documentos oficiales, custodiada por hombres de uniforme. Al principio le costó acostumbrarse a la permanente incertidumbre; a la incomodidad de buscar el sueño arrebujándose de cualquier manera contra el frío, apoyando la cabeza en la maleta, el cuerpo entero sujeto a vibraciones y frenazos, o tendido sobre la madera de un banco, o sobre el mármol frío de la sala de espera de una estación a la que no llegaba un tren; a abrir los ojos al amanecer y no saber dónde estaba; a no saber si sus documentos recibirían la aprobación del vigilante o el policía o el gendarme o el guarda fronterizo o el empleado de aduana que los escrutaba durante un tiempo interminable. Cada partida era un alivio, el final de una espera de duración casi siempre imprevisible; cada llegada, cada aproximación a un nuevo punto de destino, una inquietud que poco a poco se convertía en angustia. La paciencia era una pura inercia física acentuada por el cansancio: colas de gente esperando a que se abriera una ventanilla, a que un viajero terminara de ser interrogado, a que un guardia examinara uno por uno cada prenda de ropa y cada objeto de aseo y cada recuerdo trivial contenido en una maleta. En salas de espera, barreras de control y puestos fronterizos Ignacio Abel se iba agregando a una nueva variedad de la especie humana que hasta entonces le había sido ajena, a no ser por su trato con el profesor Rossman, la de los pasajeros en tránsito, la de los portadores de maletas muy rozadas y credenciales dudosas, nómadas con zapatos de tacones torcidos y documentos de identidad con muchos sellos y con un aire evidente de falsificaciones. El tren que lo había traído de Barcelona al segundo o tercer día de su viaje se detuvo en Port-Bou a la caída de la noche y los pasajeros avanzaron en silencio y se pusieron en fila delante de una caseta que estaba junto a la barrera fronteriza. Al otro lado paseaba un gendarme francés que se protegía contra la llovizna con una capa corta de hule. Unos pasos más acá de la bandera francesa no estaba la de la República Española, sino la roja y negra, enorme, con las iniciales anarquistas cosidas en el centro. Qué pensaría Negrín si viera esa usurpación: si tuviera que someter su carnet de diputado y su pasaporte diplomático al examen de los dos milicianos armados con fusiles máuser, con pistolas al cinto, con cananas de munición sobre el pecho, con pañuelos rojos y negros atados al cuello, con patillas de bandoleros de litografía romántica, que interrogaban uno por uno a los pasajeros. Por precaución IgnacioAbel se había quitado la corbata antes de bajar del tren y había guardado el sombrero en la maleta. Aún no se había adiestrado en el nuevo oficio de la espera y la paciencia, de la humillada mansedumbre. Entregó el pasaporte abierto por la página de la fotografía, mirando un momento a los ojos al miliciano, pequeños y muy enrojecidos. Chupaba una colilla, tan aburrido o tan cansado que no se molestaba en volver a encenderla. Sentada en un banco contra la pared lloraba una mujer a la que le habían negado el paso, bajo un cartel en el que un pie calzado con una alpargata campesina aplastaba una serpiente de tres cabezas, la de Hitler, la de Mussolini y la de un obispo. Los otros viajeros la miraban sin decir nada, sin un rastro de simpatía en ninguna de las caras, apartando los ojos cuando la mujer levantaba la cabeza, como para no contaminarse con su desgracia. El miliciano fatigado escupió la colilla y fue pasando las hojas del pasaporte de Ignacio Abel, humedeciéndose el pulgar con la punta de la lengua. No imaginaba cuántas inspecciones semejantes tendría que pasar en las próximas semanas, cuántas veces una mirada inquisidora se levantaría de la foto en el pasaporte para examinar su cara, como si fuera preciso establecer la veracidad de cada rasgo, como si ni siquiera la fotografía más exacta ni la absoluta claridad de los datos inscritos en un documento todavía no desgastado por manos negligentes o sucias eliminaran del todo la posibilidad de la impostura, la conveniencia de una detención, o tal vez tan sólo de una demora, el tiempo suficiente para que el extranjero sospechoso perdiera el próximo tren o se retrasara y se agotara un poco más en su viaje de huida. Con el tiempo fue observando variantes, rasgos comunes: una actitud de cansancio que de algún modo resultaba amenazadora, una complacencia en la lentitud, una violencia seca en el gesto de imprimir un sello, una fecha de entrada o salida, una manera de interrogar en voz baja, para que la dificultad del idioma fuera más grave. En cada paso fronterizo sentía que su cara estaba cambiando, al confrontarse una vez más con la inquisición de los guardias; que también se iba modificando la cara de la fotografía, al volverse cada vez más lejana, la cara de otro tiempo, la de alguien insensatamente ajeno a las tormentas del más cercano porvenir.

La aspereza desganada y agresiva de los milicianos españoles fue menos hiriente que la frialdad de los gendarmes franceses, pulcramente uniformados, gritando con grosería a las campesinas españolas que les tenían tanto miedo y no comprendían sus órdenes. Más alto que la gente a su alrededor, mejor vestido, capaz de contestar a los gendarmes en francés, Ignacio Abel se sabía incluido en el mismo desprecio, y esa conciencia le daba un sentimiento amargo de fraternidad. También él era un
sale espagnol:
con la única diferencia de que él sí entendía los insultos; el mayor de todos los cuales no necesitaba ser formulado, porque saltaba a la vista nada más cruzar la frontera: la estación limpia, los gendarmes afeitados, con cuellos duros impecables, con un brillo de buena alimentación en las mejillas, los carteles de playas de la Costa Azul y de viajes transatlánticos y no de consignas revolucionarias o guerreras, el ventanal de un restaurante, el letrero luminoso de un hotel. Cruzando la frontera descubría de golpe la pesadumbre de su enfermedad española, de la que podría escaparse pero para la que tal vez no habría cura, aunque a él sí le fuera posible disimular los síntomas: sobre todo si se alejaba cuanto antes de sus compatriotas, los que no podían eludir las miradas hostiles ni esconder los estigmas de su extranjería y su pobreza: las boinas, las caras mal afeitadas, los pañolones negros, los refajos de luto, los grandes líos de ropa sobre las espaldas, los bebés mamando de pechos colgantes, los refugiados españoles saliendo de los vagones de tercera y acampando como zíngaros en los andenes de la estación. Pero él había viajado en primera clase; podría entrar en el restaurante de la plaza y cenar junto a la ventana, bebiendo una botella de vino excelente; tras los visillos del restaurante podía distraer el tiempo que faltaba para que saliera el tren hacia París paladeando una copa de coñac, mirando a sus compatriotas que compartían trozos de tocino, panes oscuros y latas de sardinas agrupados en los escalones de la estación. Porque había perdido a lo largo de los años el instinto de la frugalidad y el miedo al mañana no se acostumbraba aún a medir el dinero; no sabía renunciar a los privilegios que durante tanto tiempo le habían hecho confortable la vida. La distancia social aún lo protegía. Empezó a saberse despojado de ella esa misma noche, en el expreso hacia París, donde no había billetes disponibles de primera clase, donde tuvo que ocupar un asiento de segunda sin reserva del que fue expulsado con brusquedad humillante en la primera parada, cuando entró en el compartimento el viajero irritado que reclamó su derecho ante el revisor y le dedicó una mirada de desdén mientras Ignacio Abel se cruzaba con él para salir al pasillo, despeinado, con su maleta en la mano, el usurpador expulsado a codazos del sueño y del asiento que no le correspondía, que era el derecho intangible de un ciudadano francés con unas greñas escasas aplastadas sobre la calva y con una insignia de algo en la solapa. Aún no había aprendido a que no lo hirieran esos contratiempos; a dormir en cualquier sitio de cualquier manera; a no recibir el trato deferente que había dado por supuesto en su vida anterior. El pasillo del tren también estaba lleno de gente y tardó varias horas en poder sentarse en el suelo, en quedarse medio dormido sobre la maleta. La patada indiferente del gendarme que lo despertó siguió doliéndole en su orgullo muchos días, tal vez la primera lección seria de su aprendizaje: pero aún no había aprendido a aceptar la humillación y a no rebelarse contra ella, a agradecer la benevolencia del que podía hacerle daño en vez de escandalizarse por su mezquina tiranía.

Y en las primeras noches del viaje aprendió algo que tampoco habría sabido imaginar: que su amor hacia Judith Biely, aletargado en Madrid por el fatalismo de la pérdida, por la extrañeza acuciante del nuevo mundo traído por la guerra, revivía intacto nada más salir de España. No de golpe: primero en los sueños, luego en la conciencia, en la melancolía de los despertares en los que se encontraba de pronto sin ella, cuando un segundo antes la había abrazado en un sueño, la había visto alta y desnuda frente a él, acercándose, rozándole la piel primero con su pelo rizado, después con los labios. En esos trenes en los que él viajaba ahora Judith había recorrido Europa antes de conocerlo; y por lo que él sabía, o lo que no sabía, no era imposible que se la encontrara en el tumulto de una estación o en una calle de París, o en un café de una ciudad portuaria de la que salieran buques hacia América. Judith Biely saltaba de la tristeza de la memoria a la inminencia del porvenir: el que se desplegaba ahora ante él, y también el otro porvenir fantasma que no había sucedido, el del viaje aAmérica que planearon juntos y no llegó a cumplirse, suspendido ahora entre el recuerdo y la imaginación con el resplandor de un espejismo sin tiempo. El deseo avivado en los sueños alimentaba los celos como un devastador efecto secundario: con qué hombres habría estado antes de encontrarse con él, una mujer joven y libre deslumbrada por Europa, tan olvidadiza de su propio atractivo como ignorante de las ideas que podrían hacerse sobre ella los varones que tomaban su desenvoltura americana por disponibilidad sexual; con qué hombres se habría encontrado ahora, después de marcharse de Madrid, aliviada no sólo del amor, sino también de la culpa y de la indignidad del engaño.
Si tu mujer hubiera muerto yo nunca me lo habría perdonado, si se hubiera ahogado en ese estanque por culpa nuestra.

En los sueños luminosos y frágiles de las noches del viaje Ignacio Abel volvía a encontrarse con ella en la inocencia adánica de las primeras veces, cuando les parecía que el mundo, aparte de ellos, estaba tan deshabitado de otras presencias humanas como el paraíso terrenal. A medida que iba perdiéndolo todo, que se le acababa el dinero, que se le deterioraba la ropa y hasta iba perdiendo las costumbres más exigentes de la higiene; a medida que se acostumbraba o se resignaba a la idea de que el viaje no terminaría nunca, Ignacio Abel recobraba más nítida la presencia fantasma de Judith Biely; despertaba de unos minutos de sueño agitado en una estación o en el camarote del barco con el trofeo valioso de su voz recién escuchada o de la sensación exacta del roce de sus pezones sonrosados; durante unos segundos la veía viniendo hacia él en dos tiempos simultáneos, en el recuerdo superpuesto al presente como una doble placa fotográfica. Despertó una noche y no sabía dónde estaba. Mecido en la oscuridad, muy suavemente, en el silencio, con la certeza de haber estado a punto de eyacular, con el recuerdo de uno de aquellos intercambios de palabras en inglés y en español que eran tan gustosos como la mezcla de sudores, de salivas y flujos:
«I'm coming,
córrete, cómo lo dices tú,
I'm coming tiow.»
La luminosidad tenue en el ojo de buey sobre su litera lo situó en el espacio, pero no en el tiempo. Podía haber despertado al cabo de varias horas de sueño o llevar dormido unos pocos minutos. No tenía sueño y no estaba cansado. Por primera vez las planchas metálicas no vibraban, no llegaba a sus oídos el ritmo pesado de las máquinas. Se puso la gabardina sobre el pijama y subió a la cubierta, siguiendo pasillos estrechos y poco iluminados en los que no había nadie. Una sensación de lucidez aguda y ligereza física era tan intensa como el aire de sueño que el silencio y la soledad otorgaban a las cosas. Se apoyó en una barandilla y no vio nada, salvo las guirnaldas de luces suspendidas sobre la cubierta, difuminadas en una niebla espesa, aunque nada fría, inmóvil en la noche sin viento. De vez en cuando se escuchaba al fondo el chapoteo débil del agua contra el casco, y llegaba de lejos la sirena grave de otro buque, revelando acústicamente la anchura del espacio invisible. También oía cerca un sonido idéntico al de una campana de iglesia, una campana que repetía monótonamente una cierta cadencia, como la de la llamada a misa o al rezo del rosario en los atardeceres de una capital de provincia española. El oído se iba ajustando a las lejanas impresiones sonoras como la pupila a la llegada muy lenta de la claridad. Oyó voces muy cerca pero aún no distinguía a nadie. Sólo un poco después empezó a distinguir formas acodadas en la barandilla que la niebla y la oscuridad le habían ocultado hasta entonces. Abrigos echados sobre camisones y pijamas; manos que se extendían en una dirección en la que él no distinguía nada. Poco a poco fue consciente de un sonido ronco y continuo que parecía venir de las bodegas más profundas del barco. Pero se apagaba, y volvía el silencio, y con él las voces más claras y los golpes del agua contra el casco; las voces haciéndose más precisas, como las caras iluminadas por mecheros que se encendían un instante, por brasas de cigarrillos, caras familiares después de una semana de travesía. Hacia un lado se veía una línea larga de luces que parpadeaban; hacia el otro, una sombra alta y compacta, como un acantilado basáltico, destacando apenas en la niebla, casi negro contra el gris muy oscuro en el que se disolvía, punteado ahora de constelaciones, al mismo tiempo que el rumor se volvía más poderoso, poco a poco discordante. El oído y no la vista le reveló primero que al fondo de la niebla estaba Nueva York; que había notas agudas de cláxones en el zumbido formidable; tableteos súbitos de trenes sobre puentes de hierro; sirenas de barcos y de fábricas. En la niebla cada vez más clara descubría los perfiles verticales de la ciudad como si estuviera viendo definirse los rasgos de una presencia deseada. Estar llegando a Nueva York era, insensatamente, sentir otra vez el estremecimiento de la cercanía física de Judith Biely; imaginar contra toda expectativa racional que ella estaría esperándolo a la salida del muelle; que aparecería en el vestíbulo del hotel, o al fondo de una calle, o en el sendero de un parque, como había aparecido tantas veces en Madrid. La ciudad estaba tan asociada a ella que no era posible llegar a Nueva York y no encontrarse con Judith Biely. Y junto al deseo regresaba el miedo ante aquel abismo poderoso en el que sería tan fácil perderse, ante la escala de un mundo que se hacía más desmedido según la niebla se aclaraba. La campana de iglesia era la de una boya que oscilaba con las olas y el viento, una alarma en la bruma. Esos acantilados de torres surgiendo de las aguas eran una ciudad: ese mar de aguas color de acero y orillas perdidas en la distancia era un río. Habría que revisar de nuevo los documentos, que prepararse para el nuevo escrutinio, para las miradas desdeñosas y hostiles y los posibles gestos groseros, para la paciencia y la indignidad. En las caras estragadas por la noche tan breve que ahora llenaban la cubierta Ignacio Abel reconocía a los que ya eran sus semejantes: los fugitivos de Europa, los mal afeitados, los que llevaban maletas sujetas con cuerdas, los que manoseaban nerviosamente carteras de documentos. Cómo los distinguía de los otros, los viajeros por gusto y los hombres de negocios, los que tenían un pasaporte sólido, una credencial indiscutible. Quizás cuando uno pasaba al otro lado de la frontera entre los unos y los otros ya no había la posibilidad del regreso. Quizás él mismo, cuando sometiera sus papeles al escrutinio de los aduaneros americanos, descubriría que en el tiempo de su viaje la República Española había sido ya derrotada y por lo tanto él era ciudadano de un país inexistente. Bajó al camarote a vestirse y a preparar una vez más la maleta y cuando subió con ella a la cubierta la niebla se había disipado: con estupor descubrió los colores todavía débiles que cobraban las cosas, los bronces de las cornisas, los azules del cielo, los verdes sombríos del agua en los muelles, los rojos y ocres del ladrillo, punteados a la primera luz del día por resplandores de azulejos en las terrazas de los edificios más altos, en los que a veces también se distinguían manchas verdes de árboles, oros y burdeos de enredaderas otoñales. Judith Biely no le había advertido y él no había sabido imaginar que Nueva York no era una ciudad en blanco y negro como en las películas.

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