Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
Después cayó la desilusión como una avalancha. Se supo cuán incondicional había sido la rendición de Chamberlain y Daladier en Munich ante la intransigencia de Hitler, respaldado por Mussolini. Se supo con cuánta indignidad había servido en el altar de Moloch el impotente cordero de Checoslovaquia.
Los primeros ministros de Francia y Gran Bretaña no imaginaron que, antes de que se secara la firma del tratado, Hitler lo violaría en todas sus cláusulas. La verdad fue proclamada por Goebbels, cuando gritó a la multitud enardecida: “Inglaterra fue aplastada contra la pared”.
Víctor French emitió un largo suspiro.
—Lástima que todavía nadie se anime a asesinar a Hitler.
—¿Puede alguien ser tan loco para intentar semejante cosa?
—El complot es cierto. Han encontrado y ejecutado a varios personajes. Tal vez alguno consiga burlar las barreras.
—Imposible. Eso es imposible.
—En Alemania hay de todo. También infinitos locos.
—¿No podrían enviar las democracias un asesino profesional, un buen espía, un comando? Se juega la paz del mundo.
—No. Las democracias se dejan destruir, no atinan a defenderse. Será alguien de aquí. O nadie. Las democracias tuvieron un rosario de oportunidades para detener a Hitler. No lo hicieron. Bueno, les pesará. Lamento ser pesimista.
Edith continuaba trabajando en Cáritas y San Rafael pese a las advertencias del embajador. Era un torbellino de actividad. Estaba más delgada y casi siempre ojerosa. Hasta se había recortado su rubio cabello para no demorarse en las mañanas. No le oculté mi preocupación. Ella me entendía y lamentaba que así fuera.
—No puedo dejar este trabajo.
—Ruego al cielo que no terminemos en un campo de concentración.
—Debemos luchar, Alberto. Yo no confío en las negociaciones con Hitler ni en sus promesas de paz. ¿Cómo pueden algunos ser tan ingenuos?
—Eligen ser ingenuos.
—Mucha gente de buena voluntad cree de veras que un tratado es un tratado y que el derecho funciona. No se da cuenta de que el nazismo ha inaugurado una nueva inmoralidad.
—Es un monstruo. Y estás luchando contra un monstruo, Edith. ¿Creés posible tu éxito?
—No contra el monstruo. Sí con sus víctimas, aunque parcialmente. Los pocos éxitos que Margarete y yo y sus colaboradores conseguimos, suenan a gloria.
Rodeé su cara con ambas manos y le besé las mejillas.
—Te amo.
—Las víctimas son personas que de la noche a la mañana se convirtieron en portadoras de una plaga absurda. Les quitan todo, las hunden en un campo de concentración o las expulsan sin clemencia. Ah, no olvidar que los generosos nazis les dejan el traje puesto y sólo diez marcos en el bolsillo.
—¿Para qué atormentarnos más?
—Porque no hay visas, Alberto. Te lo recuerdo otra vez. Nuestro cónsul las sigue negando y nuestro gobierno manda decir que no le interesa la gente desvalijada.
—Yo usé esas palabras. He hablado de nuevo con el cónsul y me aseguró que entiende la emergencia, pero no puede transgredir órdenes. Víctor French ya nos ha provisto de una buena cantidad por otra vía.
—¿Las considerás suficientes? Las víctimas de este despojo aceptan irse a cualquier parte, al Polo Norte o al Polo Sur, a China, al Sahara o al Caribe. Y debemos ayudarlos. ¿Te imaginás familias con hijos y hasta nietos que recorren el planeta rumbo a tierras donde se hable cualquier idioma, donde deban someterse a leyes extrañas y trabajos desconocidos? Tendrías que ver el desfile que recorre las oficinas de San Rafael: empresarios, artistas, profesores universitarios, jueces, médicos, músicos.
—No lo repitas: estoy enterado.
—Tengo que hablar, Alberto. Durante el día trago litros de aflicción. ¿A quién puedo recurrir? ¿A tu tío Ricardo?
—Menos mal que ya partió. No lo aguantaba ni a diez metros de distancia.
Volví a besarla y me levanté para buscar un licor. Abrí las ventanillas del bar y extraje el Bayleys que Víctor me había regalado al volver de su breve estadía en Londres. Llené dos copitas y coloqué una en la pálida y tensa mano de Edith.
—Ha empezado un éxodo —dijo ella—. Incontables seres pisoteados han decidido partir. Esperan la ayuda de gobiernos sensibles y de instituciones de beneficencia. Esperan nuestra minúscula ayuda. Requieren visas, permisos y dinero. Ya sé que recito la misma letanía. Disculpame.
—¡Qué podemos hacer!
—Si cada uno hiciera un poco... ¿Sabés qué me impresiona más? Los judíos convertidos. Sus antepasados al menos sabían por qué se los maltrataba: eran los iluminados de una fe, de una elección, de un Libro. Pero esta gente perdió su antigua identidad y ya nada les importa de su pasado, de su tradición. Se sienten alemanes y hermanos de los cristianos, los mismos cristianos que tanto les pedían la conversión y ahora que la han realizado los ignoran.
Repetimos la dosis de Bayleys y nos fuimos a dormir. Lo cual no siempre podíamos hacerlo en forma apacible. De modo alternativo sacudíamos nuestros hombros para arrancarnos las pesadillas. Nos abrazábamos, besábamos e intentábamos conseguir la escurridiza calma.
En la Embajada las conversaciones no eran mejores. Además de comentar la evolución del régimen y sus alternativas con las declinantes potencias de Europa, llegaban noticias sobre purgas en la URSS, el sangriento balance de la Guerra Civil Española y el creciente sometimiento de Mussolini a los caprichos de Hitler.
Otra escapada de Víctor French a Londres me hizo sospechar que Zalazar Lanús era algo más que su amigo. Trajo un perrito pequinés del que no se desprendía ni siquiera en la oficina. Mi secretaria comentó con asco que lo había visto besándole el hocico. Víctor estaba locuaz y usaba en exceso las manos. Su nerviosismo le movía el nudo de la corbata, desprendía los botones del chaleco y desestabilizaba su disimulado peluquín. Cada vez que cruzaba un espejo se detenía a controlar el peluquín y, aparentando mirar sus orejas, lo corría según el desplazamiento sufrido. En una ocasión exclamó horrorizado:
—¡Cielos! ¡Me parezco a Hitler!
A principios de 1939 lo invité a cenar en casa. Apenas se sentó le ofrecí un cocktail. Aceptó con desconfianza porque era un experto en la preparación de bebidas. Apenas vertí el Martini sobre un vaso se levantó y me rogó que no siguiera con el estropicio.
—Un Martini no se sirve como si fuese agua —protestó indignado.
Eligió tres copas con fino pie de cristal y pidió que las enfriase.
Edith encogió los hombros y yo decidí complacerlo. Cuando le devolví los vasos en condiciones, agregó:
—No se trata de whisky, por lo tanto el hielo debe ser puesto después, no antes. Hay que servirlo puro, ¿ve?, y revolver, nunca agitar.
Fui a sentarme mientras lo contemplaba finalizar su tarea.
La indigna reunión cuatripartita de Munich parecía quedar lejos. Hitler, como un tigre cebado, apresó la cercenada Checoslovaquia. Luego ocupó Memel. A continuación la prensa dirigida por Goebbels reclamó Danzig y el corredor polaco. La tensión seguía creciendo. Zalazar Lanús estaba desesperado; llevaba tantos años en Londres como Víctor en Berlín; se consideraba inglés.
—Yo, en cambio, nunca podré considerarme alemán con estos nazis de por medio.
Su amigo le había asegurado que la gente del común detestaba la guerra y se ilusionó con la política apaciguadora de Chamberlain; pero ahora sentía angustia. En la calle, en los pubs, en las entradas de los edificios repetía una y otra vez que el bueno de Chamberlain se había molestado en viajar a las residencias de Hitler sin reciprocidad alguna; que le llevó cordialidad, buena voluntad y comprensión; que efectuó concesiones. Pero ninguna concesión había sido suficiente. Hitler siempre juraba que era su última exigencia, y unos meses después pedía otra. Su voracidad no tenía límites, se incrementaba con cada bocado. La oposición inglesa reclamó entonces una actitud firme y se reanudaron los preparativos para la defensa antiaérea. También volvieron a distribuirse las máscaras antigás porque no se había borrado el recuerdo de la Gran Guerra; además de las nuevas máscaras, se revisaron las que se habían distribuido antes de Munich.
La situación había retrocedido al horrible clima del año anterior, pero con menos esperanzas.
—Mi amigo presiente el bombardeo. Quiere huir de Londres. Todas las semanas da un ansioso paseo por los muelles para ver partir los transatlánticos desbordados. Pero los canallas de Buenos Aires no aceptan cambiar su destino, como tampoco el mío.
Sacó un pañuelo y se secó los ojos.
—Temo que se enferme. Los presentimientos de Zalazar Lanús son más confiables que un cheque suizo. Tiene un incomparable olfato.
Víctor amaba alargar las sobremesas “para recuperar el amor a la noche que reina en Buenos Aires”. Se fue cuando nos vio bostezar. Pero nuestros bostezos no se convirtieron en apacible dormir, sino en insomnio. Coincidíamos con Edith en que los presentimientos de Zalazar Lanús eran correctos.
La tarea encomendada había proseguido incluso durante su arresto, porque la orden de un SS
Untersturmführer
no podía dejarse de cumplir sin una orden en contrario. En consecuencia, durante la ausencia y luego, tras el retorno de Rolf, siguieron amontonándose informes sobre movimientos y actividades de “la joven rubia de ojos negros”.
Devoró los datos para entender las razones que la habían traído a Alemania. Estaba casada con el consejero de la Embajada, aquel criollo de mierda, perdido y asustado, que Rolf había guiado cuando el golpe de 1930. Le llamó la atención su apellido, seguro que era un pariente del degenerado Ricardo Lamas Lynch, y tan corrupto como él. Decían los informes que “la joven” salía por las mañanas y regresaba por las tardes, concurría a misa los domingos y a veces otros días más. Pasaba horas en Cáritas y San Rafael; en dos oportunidades había ingresado a la residencia del obispo Preysing por una puerta lateral; efectuaba compras en los negocios que quedaban cerca de su casa; raramente viajaba en automóvil. En su hogar servía una sola mucama de nombre Brunilda. “La joven” no tenía hijos. Desde que empezó su seguimiento visitó en el siguiente orden los consulados de Noruega, China, Grecia, Suecia, Bélgica, México, Suiza, Chile y Egipto; en una ocasión había ido a las oficinas de la Embajada argentina y en tres a cenar con su marido en las residencias de Holanda y Perú.
Rolf se miró al espejo en forma prolongada. Interrogó a sus preocupados ojos azules sobre los pasos a dar. Uno ya lo había decidido el general Dietrich: se entrevistaría de nuevo con el canalla de Botzen esa misma noche porque el embajador Eduardo Labougle y su esposa se encontraban en Leipzig. El segundo empezaría al atardecer.
Llamó a sus subordinados y formuló las órdenes con suficiente claridad para que no se produjese falla alguna. Luego optó por dedicar las horas que faltaban a un trascendente cambio de rutina. Un operativo de semejante magnitud debía ser memorable.
Fue a su habitación, se quitó las botas y colgó el pesado uniforme. Buscó en el dial una excitante música bailable y elevó el volumen para escucharla desde el baño; abrió el grifo de agua caliente hasta llenar la bañera. Se cortó las uñas de las manos y los pies, cuidadosamente; luego se afeitó. Probó con el codo la temperatura del agua y se sumergió despacio. Apoyó la cabeza sobre el toallón enrollado que había dispuesto en un extremo y casi se durmió canturreando bajito. Al cabo de media hora se vistió con ropa limpia. Lustró con su manga la brillante visera de la gorra, sonrió a la calavera y salió a la calle fría rumbo a un buen restaurante.
Debía estar en forma. La venganza es el placer de los dioses, le dijeron desde que era adolescente. Comió con apetito y bebió un litro de cerveza. Dio una vuelta por las calles iluminadas y regresó a su cuarto. Aún faltaban dos horas. Volvió a encender la radio. El noticiario informaba que Chamberlain y su ministro de Relaciones Exteriores habían llegado a Roma para apaciguar a Mussolini. En la estación, el vanidoso premier caminó ida y vuelta con la sombrilla en una mano para saludar a la pequeña multitud de residentes británicos que el Duce había convocado para darle la bienvenida. Al mismo tiempo Von Ribbentropp era recibido en París por su colega Bonnet; los ministros de Francia y Alemania habían firmado una declaración en la que aseguraban solemnemente que no existían entre ellos cuestiones limítrofes pendientes y habían prometido consultarse de inmediato en caso de un eventual desacuerdo.
Levantó su ejemplar de
Mein Kampf y
se puso a releer; le caldeaba el espíritu. A las once destapó una botella de kirsch. El dulce fuego se expandió de la cabeza a los pies. Calzó la gorra y se miró nuevamente en el espejo: la calavera sonreía.
Antes de subir al auto su ayudante le informó que el segundo operativo ya había comenzado sin inconvenientes. Se dirigieron entonces a la residencia del embajador argentino. Un mayordomo soñoliento y con la chaqueta sin abrochar respondió asustado al dedo que parecía haberse pegado al timbre. Reconoció al ayudante de Rolf, quien le comunicó que el SS
Untersturmführer
debía reunirse con el capitán de corbeta Julius Botzen. El tembloroso hombre atinó a informar que el señor embajador se encontraba de viaje y él no tenía autorización para dejar entrar personas ajenas, pero de inmediato entendió que era peligroso resistir y, tras aclarar que el señor capitán de corbeta ya dormía, dijo “sean ustedes bienvenidos, pasen por favor”.
El ayudante bajó por la escalinata de granito y comunicó lo que acababa de escuchar. Rolf le hizo una seña y su ayudante abrió la puerta del auto.
—Iré solo. Espérenme aquí.
El mayordomo le solicitó un minuto para avisar al señor capitán que tenía visita.
—¿Desea tomar un café, señor SS
Untersturmführer?
—Lo haré junto con el capitán.
—Bien —se alejó.
—Un momento. Lo acompaño. No hace falta que el capitán se vista; podremos hablar en su dormitorio.
El mayordomo se sorprendió, pero ya había decidido no efectuar objeciones.
Golpeó la puerta varias veces, con respeto, antes de que sonara la dormida voz de Julius Botzen.
—Lo buscan, señor.
—¿Quién?
Rolf apoyó la mano sobre el picaporte y entró.
—Tráiganos café.
El mayordomo partió rápido hacia la cocina y Botzen manoteó la perilla del velador. Parpadeó ante la sorpresa. Se incorporó en el lecho mientras sus manos buscaban algo sobre la frazada, un revólver tal vez.