La Matriz del Infierno (63 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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Rolf echó una mirada a la alcoba, bastante suntuosa para un asilado político. La cama era de bronce, había un ancho guardarropas con luna central, anaqueles llenos de libros, un escritorio con silla giratoria y dos pequeños sillones tapizados en rojo. La ventana estaba cubierta por un grueso cortinado. Del cielo raso colgaba una fuerte araña; el techo estaba cruzado por vigas de madera. Sobre la mesita de noche yacía su reloj de bolsillo con una larga cadena de oro y un portarretratos con la imagen del último Kaiser. Rolf la reconoció: era la misma fotografía que colgaba en la avenida Santa Fe, ante la cual había jurado y a la que había visto noche tras noche durante las sesiones de adoctrinamiento. La nostalgia tenía un agrio regusto.

Sintió olor a encierro o a viejo, parecido al de su maloliente padre.

—Levántese —dijo—. Tenemos que hablar.

Botzen frunció las cejas, tosió y se sentó en la cama con las piernas colgando. Buscó con la punta de sus dedos las pantuflas, se paró con el piyama abultado sobre el pecho y la entrepierna y caminó hacia el guardarropas, de donde extrajo una bata oscura. Luego fue a sentarse en un sillón, frente al que ocupaba ya su discípulo.

—Hace mucho que no tengo noticias tuyas, Rolf —carraspeó hasta arrancar el esputo.

El mayordomo ingresó con la bandeja humeante. Entregó un pocillo a cada uno y esperó que se sirvieran el azúcar.

—Gracias —dijo Rolf—. Puede reiterarse. No precisamos nada más.

El hombre hizo una reverencia y desapareció sin ruido. Cerró la puerta. Rolf lo siguió y echó llave. Ante la mirada absorta del capitán aclaró que no quería ser molestado.

—Tengo que hacerle una pregunta —interpeló sin rodeos—. Usted lo negará. Sólo quiero saber cómo pudo hacerle llegar un mensaje a la Gestapo desde esta residencia.

Botzen había empezado a beber y se atragantó. El café humedecía la boca del marino y salpicó sus solapas.

Mientras, el mayordomo se sentó en la cocina a fumar un cigarrillo; por la estrecha ventana veía un segmento de la calle iluminado en forma tenue por los faroles nocturnos. Podía divisar el guardabarros del auto en que había venido el SS. Vaya hora para discutir sus cuestiones, pensó. Era cierto que el capitán se mostraba amable con el personal de la residencia, pero ya resultaba molesto; no siempre se lo podía incluir en las recepciones del embajador ni en sus cenas íntimas. El capitán insistía no tener inconveniente en permanecer recluido, pero mejor si conseguía un salvoconducto y se mudaba a cualquier otra parte, aunque fuese la luna. Abrió el diario y se puso a leer los avisos comerciales.

Tras quince minutos de un diálogo de sordos Rolf miró la araña y las vigas del techo por cuarta vez. Decidió que ya era tiempo de pasar a la cruda acción. Se frotó las grandes manos y se incorporó lentamente.

—¿Sabe, capitán? He llegado a una conclusión terrible: nunca le he perdonado la vergüenza que infligió a mi padre en su despacho, delante de mí. Nunca.

A Botzen se le cayó la mandíbula. Esto sí que era una sorpresa. Le rodaron hilos de sudor; presintió que la noche acabaría mal. Por primera vez tuvo miedo de este muchacho que se quitaba la chaqueta del uniforme y la acomodaba sobre el respaldo de la silla giratoria.

Rolf se arremangó la camisa como si estuviese por emprender una tarea pesada.

—No entiendo —carraspeó Botzen—. Deberíamos conversarlo, si te duele. Tu padre...

—Hemos estado conversando, capitán. Pero es inútil. Usted primero da y luego quita. A mi padre le dio trabajo y después lo echó del trabajo. A mí me hizo ascender y ahora me hunde con denuncias absurdas. A mi padre lo obligó a cagarse delante de su escritorio y a mí me quiere ver muerto en un campo de concentración para salvar su sucio traste. ¡Usted me ha metido en una trampa!

—¡Por Dios! ¿Qué trampa? Te elegí para una misión patriótica. Te ibas a convertir en un héroe nacional.

—En un traidor.

Negó, desesperado. Tenía anudada la garganta. Presentía la incontrolable tempestad.

Rolf se paró frente al tenso capitán como si fuese un obelisco. Antes de que lograra esquivarlo, diez dedos le comprimieron la tráquea y las carótidas, furiosamente. Entre la asfixia y la impotencia el rostro del viejo se ingurgitó. Apenas emitía ahogados sonidos mientras hacía denodados esfuerzos por liberarse. Las mejillas enrojecían y se abultaban cómicamente. El torniquete era implacable. Los ojos de color marrón claro se tornaban más claros por la cianosis que los rodeaba; muy abiertos saltaban implorantes hacia los dientes apretados de Rolf.

Su resistencia no tenía sentido ante la endemoniada fuerza que lo derrumbaba hacia una creciente penumbra. El cuello le dolía menos, ya no sentía el mortal estrangulamiento. Su cerebro ingresaba en una rápida desertización. Se aproximaba el fin.

Botzen se aflojó sobre el sillón como un muñeco de trapo. Colgaban sus manos negras; una pantufla había volado hacia la cama. Inconsciente, aún emitía un ronquido sibilante. Rolf buscó en el guardarropas un cinto largo para acabar su solitaria tarea; tenía que hacerlo con arte. El tirante del techo funcionaría a la perfección.

Luego de colgarlo estiró las mangas de su camisa, se puso la chaqueta y levantó la gorra. Salió del dormitorio y cerró la puerta. Quería que apareciese el mayordomo quien, en efecto, llegó apresurado apenas lo escuchó taconear en el vestíbulo.

—El capitán Botzen está muy afligido. Me pidió que nadie lo molestase. Quiere dormir.

—Entendido, señor SS
Untersturmführer.

—Fue categórico —amenazó con el índice—: que no lo molestasen por nada.

—Así será.


Heil Hitler!

Subió al automóvil y se perdió en la noche. El mayordomo apagó las luces y, obediente, se encerró en su cuarto.

EDITH

Los ayudantes de Rolf eligieron la arbolada Fasanenstrasse para el secuestro. Frenaron junto a la vereda y, antes de que pudiera entender lo que pasaba, un soldado le tapó la boca y otro le levantó las piernas. Edith fue sumergida en la parte posterior del coche. Le anudaron una mordaza, le ataron las manos y apoyaron las botas sobre sus hombros. El auto se escabulló hacia las afueras de Berlín.

Giraba los despavoridos ojos y capturaba fragmentos de sus raptores. Vio las botas negras, sus pantalones negros y muy lejos, en lo alto, las chaquetas negras y los mentones desafiantes. El olor a combustible se mezclaba con el olor a goma, cuero y muerte. La ceñida mordaza le cortaba un labio.

En media hora llegaron al albergue de oficiales. Había pertenecido a una familia judía expulsada luego de una prolija expropiación que incluyó esta casa y su colección de arte. La empujaron hasta el primer piso y la introdujeron en un dormitorio. Le quitaron la mordaza, las ligaduras, y le explicaron que era inútil huir: estaba rodeada por guardias y perros amaestrados. Imploró en vano que le explicasen el motivo de su arresto.

Cerraron con llave y ella se sentó sobre la cama, pálida de miedo. Lo único que deseaba era comunicarse con Alberto y rogarle que no se preocupase, que seguía viva. Otra vez torturaba su amor y su paciencia con una desaparición inexplicable. Al comprobar que no regresaba, se angustiaría con razón; zarandearía el mundo para encontrarla.

Pasaron lentas horas. Le dolían el estómago y el pecho; la brutalidad del operativo y su rabiosa impotencia le provocaban puntadas erráticas. Un doble cortinado cubría la ventana. Vacilante, fue a investigar. Las hojas estaban soldadas y en el exterior había rejas. A lo lejos brillaban débiles luces de granjas. Caminó a lo ancho y a lo largo del dormitorio pensando cómo liberarse. Le habían quitado la cartera, donde estaba su pasaporte. Sus secuestradores debían haberse dado cuenta de que era la mujer de un diplomático y que este atropello provocaría un conflicto.

Tocó las paredes suntuosamente empapeladas y observó los cinco cuadros al óleo que las adornaban. Había un tocador bien provisto y un ancho guardarropas. La vitrina contenía botellas de whisky, kirsch, ron y vodka. Era una prisión de lujo. ¿Por qué la habían traído? No la secuestraron a la salida de San Rafael, sino a varias cuadras de distancia. ¿La habían estado siguiendo? La SS y la Gestapo cazaban sus víctimas donde fuera, incluso en los teatros o en una cervecería. ¿Por qué la capturaron en la calle, lejos de los testigos? ¿Por qué sólo a ella?

—Alberto... —lo nombraba y la fuerza de su amor le brindaba un tenue alivio.

Ya habrían revisado su cartera y visto el pasaporte. ¿Por eso la habían encerrado aquí y no en una sucia mazmorra? Por más que forzaba conjeturas, el enigma no prometía resolverse.

Un suboficial ingresó con una bandeja y la depositó sobre la mesita, sin mirarla. Otro permaneció vigilando. Edith le rogó hablar por teléfono, simplemente para anunciar que estaba bien, delante de ellos incluso. El suboficial dio media vuelta, taconeó y cerró.

—¡Dios mío!

Volvió a caminar junto a las cuatro paredes, palpándolas como si pudiera encontrar una puerta secreta. Al rato hizo una inspección de la comida: demasiada calidad para una prisionera desprovista de derechos. ¿Qué deseaban obtener de ella?

Las largas y vacías horas tenían un seguro efecto desestabilizador. Edith probó un bocado y se tendió en la cama con la luz encendida.

Pasada la medianoche el silencio fue desgarrado por la brusca frenada de un automóvil. El sueño la había cubierto apenas, como un tul. Se incorporó asustada. Escuchó ruidos de pisadas y voces. Los tacos incrementaron su intensidad: venían hacia ella. Bajó de la cama y se quedó frente a la puerta. Dieron vuelta a la llave, giró el picaporte e ingresó un corpulento SS, cuya gorra parecía llegar al cielo raso.

Edith retrocedió, atónita. Rolf cerró y, con una sonrisa próxima a la mueca, dijo con desdén:

—Lamento haberte hecho esperar.

Ella apretó los puños; el alud le oscurecía la vista. ¿No había llegado a la Gestapo su delación anónima? ¿La habrían desestimado por absurda? Rolf debería estar en un calabozo o en un campo de concentración, purgando sus maldades. Pero seguía ostentando poder, como si nada hubiese ocurrido. La venganza había fracasado.

Rolf se quitó la gorra y la chaqueta con parsimonia. Abrió la vitrina y reflexionó ante las etiquetas variadas.

—Seguro que preferís whisky, pero yo elegiría kirsch. ¿Qué te parece?

—¡Debo irme ya! Este secuestro provocará un escándalo. Saldrás perjudicado, Rolf —su voz era una conmovedora mezcla de terror y súplica.

—Tranquila. ¿Por qué no tomás asiento?

—Debo partir ahora mismo. Estoy retenida desde la tarde. Mi Embajada ya debe estar moviendo cielo y tierra —sus cuerdas vocales se encogían.

—No lo creo —destapó el kirsch y llenó dos copitas.

—Mi marido es el consejero. Tiene rango diplomático reconocido por el Reich. Este secuestro es inadmisible. Y muy grave.

—Depende —le tendió una copita—. Lo que decís no es novedad. Estoy informado de tu vida y actividades.

—¿Qué hice?

—¡Salud!

—¿Qué pretendés? No quiero vueltas, por favor. ¿Qué pretendés? —el cinismo de Rolf le hizo explotar la iracundia—. Rápido, porque debo regresar a casa antes de que tu ministro de Relaciones Exteriores te pida una explicación.

—Muy exaltada, Edith; muy exaltada —su sonrisa parecía burlona, pero contenía odio—. En primer lugar, te ruego que apacigües tu insolencia; estás frente a un oficial de la SS. En segundo lugar, lo que pretendo es algo lindo.

—¿Lindo? Yo no tengo información para darte si es eso lo que estás buscando; mi vida es legal.

—No hablemos como sordos. Tu información no me interesa en absoluto; en todo caso, tal vez le resulte útil a la Gestapo.

Llenó de nuevo su copita.

La Gestapo, pensó Edith. La Gestapo debió haber leído con más atención el anónimo que le había mandado con el mayor de los esmeros. Cientos de alemanes acabaron con un tiro en la nuca por delaciones menores. La Gestapo no exigía pruebas irrefutables, no era prolija para matar.

—Como estás muy ansiosa, te diré que mi intención consiste en proseguir nuestro viejo y frustrado vínculo. Pero ahora lo haremos desde una posición más... simétrica.

—No te entiendo —presintió lo peor.

—Sí que me entendés, no te hagás la despistada, no repitas la maldita técnica de engañarme.

Edith se sentó en una silla y Rolf empezó a deambular. Por momentos se quedaba delante y por momentos detrás de ella. Edith le escuchaba la respiración, le escuchaba los latidos de su sangre. Era un animal peligroso.

Mientras caminaba, Rolf bebía una copita tras otra y monologaba. Evocó aquel remoto viaje a Bariloche, un verdadero viaje de mierda. Evocó a los tíos de Edith, que recordaba como si los hubiese visto ayer: Salomón tenía anchos bigotes entrecanos cuyas puntas retorcía sin cesar y Raquel lucía pómulos altos, ojos azules y hermosas piernas que mostraba como una refinada puta. Nunca tuvo la oportunidad de hablarle tan claro como ahora. Raquel era una puta regalada, ¿no?

Arrojó la copita contra la pared y miró sus restos oscilantes sobre los dibujos de la alfombra. El capitán Botzen se había interesado por su padre y, durante años, se ocupó de que no le faltara dinero a su madre. Susurró que Botzen era un canalla bueno —se le entrecortó la voz—. Ahora le tenía un poquito de lástima.

Edith calculó que ya había ingerido más de media botella de kirsch.

Siguió hablando. ¿Por qué decía estas cosas? Porque necesitaba volcar sobre Edith las toneladas de rabia que juntó durante años. Ella se había burlado y abusado desde el primer día que lo vio, impunemente. Era falsa y ruin: lo había dibujado en secreto. ¿Por qué? ¿Por qué nunca le mostró el retrato? Para clavarle agujas, para eso.

No escuchaba las asombradas protestas de Edith y dijo que las agujas le habían emponzoñado la vida, aumentado el alcoholismo de su padre y la decadencia de su pobre madre. Después, en el tranvía, Edith le había preguntado sin rodeos qué eran los
Landesgruppen,
con quienes Rolf andaba relacionado, si simpatizaba con los fascistas. ¿Por qué le había formulado esas preguntas? ¿Qué perjuicio adicional quería infligirle?

Tapó la botella de kirsch y la reinstaló en la vitrina. Ella sintió un corto alivio. En realidad había llegado el momento culminante. Rolf le miró la cabellera en cascada y, con un temblor fino, le acercó sus manos a los hombros; las mantuvo quietas a poca distancia. Edith las miró con aprensión; emitían electricidad.

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