La Matriz del Infierno (61 page)

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Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La Matriz del Infierno
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Dio media vuelta sobre la dura superficie; los golpes recibidos le producían puntadas en la cabeza y latidos en una rodilla. Miró hacia la luz que atravesaba la sucia claraboya y volvió a repetir que Botzen fue muy cuidadoso. La correspondencia que mantuvieron durante años no había dejado filtrar la mínima sospecha sobre su desencanto del Führer; la ayuda que desde ultramar brindó a su carrera había estado siempre envuelta en sigilo. Sus pocos encuentros personales en Berlín fueron más discretos que los de la mafia. Ni sus aliados más íntimos sabían —le aseguró— que Rolf dispararía contra Hitler.

Pero alguien más sabía. Claro. Alguien. Volvió a rotar y evocó las facciones del sujeto que le entregó el mensaje de Botzen. Ese individuo sabía que Botzen lo esperaba para algo ilegal. Tal vez había sido arrestado, tal vez lo habían hecho cantar. Habría mencionado a Botzen y a cuantos le parecían involucrados en sus negocios para que cesara la tortura. La tortura estimula la imaginación y produce ocurrencias arbitrarias para que se tranquilice el verdugo. Si el verdugo pide nombres, se le dan nombres y más nombres. No importa si culpables o inocentes, porque llega un momento en que se esfuma la diferencia.

Hasta hacía pocas horas, nadie estaba más libre de sospechas que él, pensó. Incluso lo había convocado el general Sepp Dietrich para encargarle una delicada tarea: sacar a Botzen de su asilo. La Gestapo lo quería interrogar por sus vínculos con los conspiradores. El plan de Dietrich era una trampa: su antiguo, joven y varias veces recomendado discípulo devenido oficial de la SS y guardia del Führer, lo debía convencer de abandonar la residencia porque nada ni nadie lo amenazaba.

En la prisión lo dejaron languidecer. Ni siquiera le trajeron agua. Se cubrió con el borde de la frazada maloliente. Seguro que lo habían arrestado por culpa de aquel mensajero. Debía empeñarse en negar todo vínculo con el complot o acabaría con una bala en el cráneo. Pero debía aceptar que había ido a entrevistarse con Botzen. Esto daría credibilidad a sus palabras. No era un secreto que había sido su mentor de ultramar. Si le preguntaban qué habló con Botzen en la pensión, diría que habló sobre su carrera, sus inolvidables días en Dachau, el honor de servir al Führer. Botzen habría comprendido que estaba frente a un nazi cabal y seguramente había metido violín en bolsa; ni se referiría a los temas que ahora investigaba la Gestapo. Rolf agregaría que, cuando el general Dietrich le encomendó sacarlo de la Embajada, recién advirtió que el viejo andaba en cosas turbias o había perdido el sano juicio.

Lo despertaron dos guardias provistos de látigos. Retrocedió contra la pared.

—Tengo que hablar con un jefe... —rogó encogido.

—¡Camine!

Lo empujaron por lúgubres pasillos hasta una salita de interrogatorios. La reconoció por el austero amoblamiento, un escritorio central, varias sillas y una lámpara de foco móvil. Lo sentaron frente al escritorio. De cada lado lo vigilaba un guardia; había otro en las sombras, todos armados. Un escribiente acomodaba sus útiles cuando de súbito irrumpió un oficial que, tras el
Heil Hitler
de rutina, se ubicó frente a Rolf.

Giró la lámpara hasta que dio contra los ojos del reo, que ya tenía las manos atadas al respaldo de la silla.

Las primeras preguntas fueron formales y calmas: identidad, tareas, vínculos, ideología. Rolf contestó en forma concisa, atento a las inevitables cuestiones de fondo. Pero el interrogatorio no apuntó hacia lo que esperaba, sino a sus ventas de información a países latinoamericanos.

—¿Mis qué?...

La pregunta era precisa: ventas de información. Primero debía confesar a qué países, luego desde cuándo y por último identificar sus contactos.

—No sé de qué me habla, oficial. Yo no vendo...

El primer golpe de la sesión le torció la cara.

—¡Soy leal al Führer! —exclamó con burbujas de saliva sanguinolenta—. No me confunda con un cerdo judío o con un bolchevique. Jamás se me ha ocurrido vender información.

Otro impacto le torció la cara en sentido opuesto.

—No repita las excusas de siempre, señor Keiper —susurró el oficial con lento desdén—. Más vale que no mienta. Le aconsejo que me cuente la verdad cuanto antes, y en el orden que le pedí.

—La verdad... es eso. Nunca he vendido información.

Un latigazo le abrasó el tórax como fuego. Enseguida otro, un tercero, un cuarto. Dejó de respirar. Se tambaleó con las manos atadas al respaldo de la silla y cayó de lado.

—Necesita más ablande —sentenció el oficial.

Rolf fue llevado a otro cuarto, donde cinco guardias lo sometieron a una paliza brutal. Cuando perdió el conocimiento lo depositaron sobre una camilla y lo devolvieron a la dura cama de su celda.

Despertó confuso. Un médico le controlaba la tensión arterial. Dijo algo incomprensible y luego preguntó si quería tomar sopa.

—Aproveche, recién se la trajeron.

Rolf se enderezó apenas y volvió a caer, cruzado por lanzazos de dolor. El médico lo ayudó y pudo acomodar su espalda contra el muro. Le puso en las manos el cuenco humeante. La sopa mojó sus labios resecos. Se atragantó, tosió y escupió.

—¡Beba más lento!

Asintió como un niño, se secó con el extremo de la frazada e intentó de nuevo.

Lo mantuvieron incomunicado otros dos días, pero con provisión de alimentos. Sus heridas fueron desinfectadas y vendadas.

Rolf dejó de pensar en el mensajero que lo había delatado e hizo un esfuerzo sobrehumano para descubrir las verdaderas causas del absurdo interrogatorio. Evocó las preguntas del oficial, palabra por palabra. De ellas se deducía que no había correspondencia entre el complot y su arresto. Lo acusaban de algo sin sentido. Repasó las intrigas que habían llegado a su conocimiento y que en el entorno del Führer abundaban como alimañas en un pantano. Quizás tenían envidia a su carrera, a la confianza que le dispensaba el general Dietrich. Pensó también en círculos más alejados: sus camaradas y superiores en el Instituto de Dachau, el Ministerio de Educación, las giras con el Führer, el rector de la Volksschule. “Venta de información”, carajo... ¿Qué quería decir?

Como la luz que se abre entre frondosas nubes, asomó un nombre. No era el del mensajero ni de ninguna de las figuras que había conocido en Alemania. Lo rechazó: era tan absurdo como el interrogatorio. El nombre volvió a presentarse. ¿Por qué no aceptarlo como posible? Era un hijo de puta, un gran hijo de puta. Se secó la frente con la olorosa frazada. Había acusado a Hans Sehnberg del mismo delito: venta de información. Dijo que vendía información al degenerado de Ricardo Lamas Lynch. Pero, ¿vendía información? Botzen inventó la idea. Porque era el mismo Botzen quien comerciaba en la clandestinidad, ¡información entre otras cosas! Y le pasó el cargo a Sehnberg. La muerte de Hans le había servido para blanquearse, echándole la culpa de todo. Por lo tanto, era Botzen quien había hecho la denuncia contra Rolf. Botzen se dio cuenta de que Rolf servía a dos patrones, era leal al complot y al mismo tiempo era leal al Führer; prometió matarlo, pero jamás lo haría. Rolf había dicho al embajador argentino lo que mandaba decir el general Dietrich para cubrir las apariencias, pero a él le contó que la Gestapo lo arrestaría. Rolf no deseaba que Botzen abandonase la residencia porque estaba seguro de que en la tortura el viejo cantaría y lo complicaría. Botzen comprendió que su discípulo no le tenía confianza. Y que sólo era fiel a sí mismo. Entonces se decepcionó de Rolf como ahora Rolf se decepcionaba de él.

Siguió lucubrando. Botzen no quería pudrirse en la residencia y entonces decidió usar a Rolf como había usado a Sehnberg. Negoció un salvoconducto a cambio de entregar nada menos que a un guardia del Führer. Para hacer más creíble su maliciosa ofrenda inventó la especie de que vendía información a países latinoamericanos. Ahí está: países latinoamericanos, los que él conocía; vivió en Buenos Aires, pidió asilo en la Embajada argentina y aguardaba emigrar a la República Dominicana. ¿A quién si no a Botzen se le podía haber ocurrido eso de vender información a países latinoamericanos?

Debía manejar con astucia este descubrimiento atroz.

El oficial le preguntó en el siguiente interrogatorio sobre los cambios de ministros en Agricultura y Relaciones Exteriores.

—¿Cambios? —Rolf se acomodó el vendaje de la cara; algunos rumores habían llegado a sus oídos mientras hacía guardia—. No sé a qué se refiere.

—Cambio de ministros —repitió.

—Hace tiempo que Von Ribbentropp suena como ministro de Relaciones Exteriores y se dice que habría un relevo en el Ministerio de Agricultura —explicó Rolf extrañado.

El oficial hizo una seña a su ayudante y partió. Rolf fue devuelto a la celda sin nuevas palizas.

Horas más tarde abrieron la gruesa puerta metálica y lo condujeron por el espectral corredor hacia otro piso. Había luz y olor a desinfectante; en vez de cárcel le pareció un hospital. Temió que lo sometiesen a una cirugía castradora. Le adjudicaron un cuarto provisto de cama, colchón, sábanas y un pequeño escritorio. El contraste abrumaba: era casi un palacio. No alcanzó a sentir el placer del nuevo lecho e ingresó el mismo médico con un carrito de curaciones. Lo saludó amablemente.

—¿Qué significa esto?

—Su situación ha mejorado. Tengo órdenes de conseguir su plena recuperación.

Una semana después le comunicaron que estaba libre. Le entregaron el uniforme y le comunicaron que un auto militar lo esperaba para llevarlo de regreso.

No había más explicaciones; tampoco las tenía que pedir. Conocía el método: en casos como el suyo seguirían vigilándolo para confirmar las sospechas. No debía considerarse invicto, aún.

Retornó al puesto de siempre como si nada hubiese pasado, pero con la ansiedad de resolver en forma definitiva la amenaza que oscurecía su horizonte: si Botzen había podido inventar una calumnia tan grande para lograr un salvoconducto, una demora en su obtención podría inducirlo a confesar que Rolf había sido comisionado por los conspiradores para eliminar al Führer. Por un dato como ése no sólo le entregarían un salvoconducto, sino que le pondrían una guardia de honor en el puerto.

El general Sepp Dietrich lo recibió sin formular preguntas. Un mes más tarde le dijo:

—Ese señor Julius Botzen sigue enterrado en la residencia del embajador argentino. La Gestapo arde de impaciencia porque ese hombre conoce al resto de los conspiradores. Me han vuelto a pedir que usted lo convenza de salir a la calle, aunque sea por un corto paseo.

—No es fácil, no se atreverá a dejar la cueva sin un salvoconducto.

—No habrá salvoconducto, ni siquiera para que se mude de embajada, si antes no escupe los nombres que guarda su sucio cerebro. Convénzalo para que regrese a su pensión, o salga a tomar una cerveza. Asegúrele que nadie lo va a molestar.

ALBERTO

Los imbéciles de Chamberlain y Daladier no se daban cuenta de sus errores. Creían posible impedir la guerra ofreciendo más víctimas al vientre de Moloch. Le dieron sin adecuada resistencia el Sarre, Renania, Austria y Checoslovaquia, le dieron a los judíos que sus mandíbulas trituraban felices. ¿Qué vendría después? La política de apaciguamiento fracasaba; para regímenes como éste no había transacción posible porque quería y necesitaba algo más que la derrota ajena: quería y necesitaba su denigración. Algunos ingleses parecían darse cuenta.

Víctor French me contó que su amigo Zalazar Lanús, de nuestra Embajada en Londres, había visto a obreros excavando refugios antiaéreos en Hyde Park y Regent’s Park. Le dijo que se movilizó la Armada y que varios altos oficiales iban y venían de París, dispuestos a proclamar “basta”.

Zalazar Lanús le contó aquello que no podíamos leer en Berlín: cómo había sido la sesión del Parlamento británico cuando Chamberlain informó que no renunciaba a lograr un acuerdo con Hitler y propuso, pese a las ofensas, visitarlo por tercera vez, donde él determinase, para salvar la paz. La respuesta de Alemania no llegaba y algunos diputados pensaban que no llegaría nunca. Pero en plena sesión, como si un dramaturgo hubiera ideado el libreto, fue depositado ante el presidente de la Cámara un cable con el asentimiento de Hitler y Mussolini para celebrar una conferencia cuatripartita en Munich. Por un instante —Zalazar Lanús aseguraba que había sido un caso único en la historia de Inglaterra— el viejo Parlamento perdió el dominio de sus nervios. Los diputados se pusieron de pie, aplaudieron y gritaron; las galerías retumbaron de alegría. Nunca se había producido semejante explosión de júbilo en el adusto recinto. A él lo había hecho lagrimear tanto anhelo por preservar la paz. Los militares más precavidos, en cambio, olfatearon una trampa.

El embajador alemán informó a Berlín hasta qué punto Gran Bretaña estaba dispuesta a cualquier sacrificio para impedir la conflagración. Chamberlain no viajó a Munich para negociar la paz, sino para implorarla. Nadie quería imaginar el tipo de capitulación que le habían preparado. Los militares ingleses, empero, continuaron excavando en los parques, exigían la multiplicación de las fábricas de armas, instalaban cañones antiaéreos y distribuían máscaras antigás. Pero la mayoría de la gente soñaba con la habilidad del primer ministro y confiaba en la picardía de su rostro de pájaro. Viraban el dial de la radio para escuchar los noticiarios y enterarse sobre el curso de la negociación. Pasaron jornadas insoportables de ansiedad, incluso para los miembros de nuestra Embajada. Hasta que de pronto se abrieron las nubes y estalló una insólita esperanza: Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier habían llegado a un acuerdo óptimo. Más aún: el primer ministro Neville Chamberlain había conseguido firmar con Hitler un tratado para la solución pacífica de todos los conflictos entre ambas naciones. La radio de Londres repitió hasta el cansancio el mensaje acuñado por el premier:
Peace for our time.

Al regresar, el ministro agitó desde la escalerilla del avión un papel que aseguraba la paz para nuestro tiempo. La gente lloraba de alivio. Zalazar Lanús lloró en nuestra Embajada con los demás funcionarios; era un momento histórico. En seguida los diarios de Gran Bretaña reprodujeron la cabeza de pájaro con impecable traje de tweed y la inolvidable fotografía. Por la noche la gente se ponía de pie en los cines y se abrazaba cuando el noticiero mostraba la escena. Al día siguiente los obreros suspendieron las excavaciones y muchos fueron a devolver las espantosas máscaras antigás. Chamberlain era el héroe de una hazaña sin precedentes; los comentaristas aseguraban que, con su firmeza política y su pesado estilo, había logrado frenar la rapacidad de Alemania. En París se propuso erigirle un monumento: algo nunca visto ni sospechado en la conflictiva historia de las relaciones anglofrancesas.

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