Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
—¡Bah! Ni ganas de beber me quedan. Ustedes me arruinaron la noche. Ya no podré dormirme ni con un mazazo en la cabeza.
—Nos vamos —dije—. No le puedo describir el tamaño de mi gratitud.
—¿Gratitud? Entonces vuelvan a sentarse. Los condeno a hacerme compañía hasta que me venga el sueño.
Miré a Edith, que estaba pálida, exhausta.
—Ella no da más...
—Tiene tan roto el equilibrio como yo; tampoco se dormiría. Charlemos un rato, nos relajará. Prepararé café con mis propias manos. Sabrán qué es un buen café en esta inmunda cloaca.
Edith no podía contarme lo que acababa de vivir. El paso por los círculos diabólicos del poder quitaba el habla. Sólo atinó a emitir algunos calificativos de repugnancia y desdén. No la dañaron físicamente por la sencilla razón de que no tuvieron tiempo. Estaban por empezar cuando les llegó la orden de liberación.
Víctor trajo una enorme bandeja con el mejor servicio de café que vi en Alemania.
—Y ahora me voy a desquitar —amenazó—. Les contaré mis impresiones sobre Austria anexada.
Tendí mis manos para rogarle que no lo hiciera: excedía lo que podía digerir en una sola noche.
—Al revés, señor consejero: masticando vidrio en polvo nos entrenamos para el vidrio en fragmentos grandes. Porque eso es lo que viene. Hay que prepararse.
Edith aflojó su nuca sobre el respaldo del sofá; Lichtenberg se frotó la rodilla del pantalón, donde quedaban huellas de su caída.
Sorbí el delicioso café mientras French confesaba que él no había estado preparado como había supuesto. Y que ninguno de nosotros lo estaba. Pensé que tenía razón, aunque no era el momento para hablar de eso: me sentía agotado. Pero él necesitaba compartir para no ahogarse. Había confiado en Francia y Gran Bretaña: protegerían a la bella y pequeña Austria. Confió en los tratados.
—¿Saben qué acabo de ver en la paradisíaca Viena anexada al Reich? ¡No pongan esa cara! —vertió más café sobre los pocillos. Edith se enderezó para escucharlo, le estaban volviendo las fuerzas—. Es como aquí, sólo que en otro escenario más, ¿cómo diría?, más rococó. Vi catedráticos con gorros académicos, y mujeres y viejos, que debían fregar las calles con cepillos, en cuatro patas, mientras alegres rondas nazis les hacían burla. Vi mujeres arrastradas por los cabellos y ancianos tironeados por sus barbas. La policía miraba divertida y cómplice. Por las dudas palpé mi pasaporte diplomático y seguí a un grupo de muchachones que forzaba a unos judíos para que entrasen en una sinagoga. Simulé festejar su proeza, por curiosidad. Tanta excitación enardece. Entonces vi cómo los hacían arrodillarse a patadas frente al Arca y gritar
Heil Hitler.
No les alcanzó y ordenaron que gritasen “los judíos somos mierda”, “infectamos el mundo”, “merecemos la hoguera”.
—¿Podríamos cambiar el tema de conversación? —imploró Edith.
French vació su pocillo y vertió coñac en cuatro redondas copas.
—En Berlín tengo amigos. Gente que llamo amigos. ¿Captan la diferencia? Muchas veces miro sin ver. En Austria, en cambio, vi. Vi lo que acá me pasa de largo. Como a ustedes.
—A mí no me pasa de largo.
—¿Pero usted vio cómo se meten en las casas y arrancan los pendientes de las mujeres temblorosas y luego las llevan a los cuarteles para que limpien las letrinas? Bueno; lo vi en Viena. Creo que está llegando lo peor. ¿Saben a qué me refiero? ¿Lo sabe, padre? Me refiero a que ahora los nazis demuestran que por resentimiento se puede violar y profanar todo, todo, todo. El resentimiento autoriza cualquier desmán.
—Es lo que dijo el rabino Baeck —lo interrumpió Lichtenberg—. Y agregó al resentimiento el odio, la agresividad y la envidia. Las cuatro patas de la esvástica —abrió los dedos y dobló el pulgar.
—Es una elocuente imagen. Siempre la esvástica me pareció una araña —bebió—. Hitler debe mantener la movilización continua. Después de un triunfo tiene que venir otro. Si la máquina para, el régimen se derrumba.
La cabeza de Edith cayó sobre mi hombro.
—Nos vamos, querida.
—Mi amigo Zalazar Lanús, de nuestra embajada en Londres, sufre tanta vergüenza por la debilidad del gobierno de Su Graciosa Majestad ante la inescrupulosidad de Hitler como si fuese un ciudadano inglés.
Víctor la ayudó a ponerse el abrigo y nos despidió en la puerta con un abrazo. Al girar el picaporte agregó un párrafo asombroso:
—Nos queda una remota esperanza: hay rumores de complot militar.
Resonaban soeces consignas anti-checoslovacas en el impresionante Congreso partidario de Nuremberg. El planeta, encogido, aguardaba la definición del Führer.
El 10 de septiembre Rolf escuchó a través de su radio el denodado esfuerzo del presidente Benes de Checoslovaquia por calmar la tormenta. Habló desde la estación central de Praga. Sorprendía su voz apacible, porque era inminente el ataque alemán. Dijo: “Creo firmemente que lo único que se necesita es fuerza moral, buena voluntad y confianza mutua... En paz deberíamos resolver nuestras diferencias nacionales... Nuestro país será uno de los más hermosos, mejor administrados y más equitativos de la Tierra... No hablo con miedo al futuro; nunca tuve miedo. Siempre he sido optimista y mi optimismo es más fuerte ahora que en cualquier otra circunstancia. Preservemos la tranquilidad. Y, sobre todo, no olvidemos que la fe y la buena voluntad mueven montañas”.
Goering respondió con otro discurso: “Un insignificante segmento europeo acosa a los seres humanos. Esa miserable raza de pigmeos, los checos, gente sin cultura, que nadie sabe de dónde provienen, oprimen a un pueblo con cultura; y detrás de ellos está Moscú y la eterna máscara del demonio judío.”
El 12 de septiembre habló por fin Hitler. Desde el imperial estrado de Nuremberg rugió insultos y amenazas. Pero no exigió la inmediata entrega de los Sudetes. Tampoco exigió el plebiscito, que había sido su caballo de batalla. Insistió en la autodeterminación. Era una simple táctica, porque entre las agresivas frases recordaba al mundo que había fijado un ultimátum para que se estableciera dicha autodeterminación.
Sus frases produjeron un inevitable crecimiento de la hostilidad. Los nazis de Alemania y los Sudetes salieron a las calles, hicieron flamear las esvásticas y gritaron “¡muerte a los checos y los judíos!”. Atacaron comercios y apalearon a sus propietarios. Las nubes de borrasca se extendían como el ala de un cuervo.
Chamberlain se ofreció a volar hasta la residencia de Berchstegaden para entrevistar al Führer: el altivo Imperio Británico se doblaba. Hitler y su entorno, en cambio, consolidaban su apostura. La prensa del Reich alimentaba el fuego de las masas. Algunos titulares helaban la sangre: “Mujeres y niños son masacrados por tanques checos”, “Régimen sanguinario: nuevos asesinatos de alemanes a manos checas”, “¿Ataque con gas venenoso en Aussig?” “El terror checo en los Sudetes empeora de día en día”.
Gracias a Botzen, Rolf sabía que algunos generales se oponían al intento de engullir un pedazo de Checoslovaquia y luego el resto. El general Ludwig Beck, cuyo sombrío rostro había visto en la residencia de Berlín, era uno de los más firmes cuestionadores de la política consensuada por Hitler, Goering, Himmler y Goebbels. Sostenía que Alemania aún no estaba en condiciones de soportar una conflagración en alta escala y tampoco le parecía bien que la
Wehrmacht
se lanzase a la conquista de nuevos territorios. Sus palabras le costaron la jefatura del Estado Mayor, aunque no se lo marginó de sus funciones militares por su prestigio en la alta oficialidad. Botzen suponía que Beck podría ser el José Félix Uriburu de Alemania.
La inminencia de grandes acontecimientos deterioró la nerviosa cara de Hitler. Rolf continuaba muy cerca de él, pero en su espíritu no fluía el agua pura de su recta lealtad, sino punzantes ambivalencias. Lo miraba ordenar, hablar, caminar, sentarse y levantarse más bruscamente de lo acostumbrado, y esto disminuía la fascinación que lo había hechizado al principio. Hitler era bajo, de espalda redonda, manos débiles, mejillas fláccidas y ojos glaciales. Hasta su bigote, que antes parecía erizado, ahora caía como lluvia sobre sus labios tensos.
Era difícil que lo hiciera; pero también probable. Un tiro en la nuca y de inmediato se instalaría el nuevo gobierno; Rolf sería lanzado a la cumbre de la gloria. Su miserable infancia, sus sufrimientos, su preparación y su carrera cobrarían una dimensión inusitada. Estas quemantes ideas lo obligaban a mantenerse atento e insomne.
—No te resultará difícil —dijo Botzen finalmente—: en un tiempo creíste que lo importante era ser leal a Sehnberg. ¿Acaso te arrepientes de haberlo eliminado?
No, no se arrepentía. Por lo menos en forma clara. Pero Hitler no era Sehnberg. Las consecuencias también serían diferentes. Con Hans había bastado frenar la investigación, con Hitler explotaría el universo.
Lo decisivo era resolver cuándo, dónde y cómo. Debía fijarse mejor en las rutinas del Führer y el resto de la guardia; anotarlas, hacer cálculos.
El lunes 26 de septiembre Adolf Hitler quemó las últimas naves en el Palacio de los Deportes de Berlín. Gritó como una fiera herida y hambrienta. Amenazó tomar posesión de los Sudetes el sábado siguiente. Ya no quería autodeterminación ni plebiscito ni ningún otro recurso dilatorio. Si el cerdo de Benes no entregaba los Sudetes en cinco días, iría a la guerra, como se merecían él y su asqueroso pueblo. Millares de fanáticos hicieron retumbar el salón. Desde una punta del estrado Rolf percibió que eran los aplausos de siempre, pero que no pensaban seriamente en la guerra. Hitler conseguía resultados a puro ladrido, pero Botzen aseguraba que el final sería una guerra desastrosa para el Reich.
El Führer agregó más insultos personales al presidente de Checoslovaquia y prometió dos veces que ésa era su última demanda territorial. También se refirió a sus conversaciones con el primer ministro inglés. “Le aseguré que cuando los checos se reconcilien con las otras minorías, el Estado checo no me interesará más; y, si prefiere, estoy dispuesto a darle otra garantía: ¡no quiero un solo checo bajo mi gobierno!” Hacia el final Hitler repitió sin pudor que el único responsable por el mantenimiento de la paz era el presidente Benes.
Rolf decidió que estaba en un buen lugar para dispararle. Lo cubrían banderas, gallardetes y oriflamas como excelente parapeto. Los miles de ojos estaban capturados por la boca ululante. Nadie lo vería apretar el gatillo. Era un guardia personal y resultaría obvio que mantuviese en alto su arma, incluso humeante. Tras el tiro correría hacia la víctima simulando afán por protegerla; la multitud funcionaría como óptimo caos. El crimen sería perfecto.
Durante su discurso el Führer parecía grandioso y pequeño a la vez. Su voz tronaba, pero su hombro reproducía el tic de Lehrhold con más frecuencia que nunca. Estaba nerviosísimo. No todos lo podían advertir con nitidez. Incluso podía ver los pequeños golpes que su pie derecho daba contra el atril. Transpiraba copiosamente. Sus puños subían y bajaban, su pelo se agitaba sobre la frente, su boca se abría y cerraba como las fauces de un lobo desesperado, su cabeza saltaba.
Cuando terminó, cayó sobre una silla. Mientras atronaban los aplausos, Goebbels subió a la tribuna y remató:
—Una cosa es segura: ¡jamás se repetirá 1918!
Hitler lo miró con una expresión salvaje, como si ésas fueran las palabras que hubiera querido pronunciar y no habían venido a su mente. Se incorporó con brusquedad, con fuego en las órbitas, extendió su brazo derecho y golpeó sobre el estrado.
—
Jaaaaaa
!!
De nuevo cayó exhausto.
Edith concurrió a las ceremonias de Iom Kipur en la gran sinagoga del rabino Leo Baeck, pese a la ominosa experiencia vivida aquel sábado. Era un indeclinable homenaje a Alexander y yo no tuve coraje ni convicción para oponerme. Había pasado en varias ocasiones por la Fasanenstrasse y admirado la belleza arquitectónica del templo, que reunía la sobriedad románica con el estilo de la región. Lo habían inaugurado a principios de este siglo en presencia del Kaiser, sus ministros y delegaciones de todo el Reich.
No quiso que la acompañase: Labougle no vería con buenos ojos semejante provocación. Al despedirla le pedí que comprobase si en su cartera llevaba el pasaporte y le rogué que lo esgrimiera y proclamara si fuese necesario. La besé tiernamente.
No me moví de casa ni del teléfono, ansioso por verla regresar. Temí una repetición de la peripecia.
En ese Iom Kipur de 1938 Edith comprobó que los judíos llenaron la sinagoga de la Fasanenstrasse. Todas las sinagogas de Alemania marcaron un récord de asistencia: invocaban a Dios, escuchaban palabras de consuelo y exteriorizaban un inverosímil desafío. Esto fue prolijamente registrado por la SD y causó irritación en los altos círculos del régimen: los judíos respiraban. Era necesario aplicarles otra medida, mucho más destructiva que las anteriores.
A esa altura de los acontecimientos, como había dicho Víctor, nada se oponía a la acción despiadada. Los nazis gozaban de absoluta impunidad. Neville Chamberlain y su colega francés entregaron Checoslovaquia y, en forma indirecta, se entregaron a sí mismos. El mundo había encendido luz verde para los nazis.
Un objetivo tentador era deportar a los judíos de origen polaco: cincuenta mil personas. Ni lerdos ni perezosos, en la noche del 27 de octubre empezaron el higiénico operativo de arrojar al otro lado de la frontera, con eficiente maquinaria, dieciocho mil niños, hombres y mujeres. Semejante barbarie obtuvo un premio sorpresa: el gobierno polaco se negó a dejarlos ingresar en su territorio, y de esta forma aportó su respaldo a la política racista de Berlín. Los expulsados debieron permanecer en tierra de nadie, vigilados por los cancerberos de ambos países que mostraban al mundo su coincidente aversión.
Un muchacho de 17 años llamado Herschel Grynszpan se enteró en París de que su familia era víctima de semejante abuso y, enloquecido, corrió a desquitarse. Obtuvo un arma y disparó contra un funcionario de la embajada alemana en París: el secretario de tercera Ernst von Rath. La noticia cubrió la primera página de los diarios, especialmente de Alemania, y produjo una histérica resonancia en los noticieros de radio y cinematográficos sobre “los criminales judíos”.
El embajador Labougle convocó a una reunión para advertirnos que se había producido un brusco aumento de la tensión y estábamos en vísperas de algo inusual.