Read La Matriz del Infierno Online
Authors: Marcos Aguinis
El
Obersturmführer
Edward von Lehrhold lo seleccionó para visitar un establecimiento de Munich. También escogió para esa oportunidad a otros cuatro inminentes oficiales. Vistieron los negros uniformes y se distribuyeron en dos vehículos. El
Obersturmführer
no les dio una explicación: se había limitado a decirles que ampliarían sus conocimientos sobre la purificación del Tercer Reich. No olvidarían esa experiencia. Lehrhold no tenía más de cuarenta años, pero cuando se tensionaba le aparecía un tic en el hombro derecho acompañado por una sacudida en la pierna opuesta. Esa mañana se le había incrementado el tic.
Recorrieron los campos de Baviera e ingresaron en la ciudad bulliciosa. Se desplazaron por sus avenidas y volaron hacia el este. Un cuarto de hora más tarde frenaron ante un hospital.
Dos hombres corrieron a recibirlos. Sus piernas se enredaban en los largos delantales blancos mientras gritaban
Heil Hitler!
desde las escalinatas. Se cuadraron frente al pelotón que descendió de los automóviles. Rolf ya se estaba acostumbrando a que lo saludasen con obsecuencia. Uno de los médicos pronunció una bienvenida en el tono más viril que permitían sus cuerdas vocales.
—Los invito cordialmente a pasar.
Herr Direktor
los está esperando.
Subieron diez escalones, cruzaron puertas vidriadas y caminaron hasta el anfiteatro. Un suboficial de la SS hacía guardia de honor con la clásica postura de pies separados y pulgares enganchados al cinto. La sala era pequeña, con un pizarrón al frente y bancos de madera en hemiciclo. Von Lehrhold ordenó que el grupo se sentase en la primera fila.
—
Herr Doktor
Koerner está viniendo —excusó uno de los médicos, a quien le resbalaban gotas desde las patillas.
El director avanzó ruidosamente con el brazo levantado.
—
Heil Hitler
!
—
Heil Hitler!
Desplazó de izquierda a derecha su brazo en alto y luego subió ágilmente a la tarima. Giró hacia el pizarrón como si hubiera alucinado que tuviese alguna inscripción desafortunada, pero estaba limpio y una tenue sonrisa se extendió por su rostro. Tenía la frente ancha, coronada de un corto cabello gris que resplandecía bajo las luces. Se aflojó el cuello de la camisa con su índice y alisó las solapas de su guardapolvo. Manifestó placer por esta visita. Rolf se preguntó qué podía enseñarles en un sitio como ése: ¿primeros auxilios tal vez?
El director empezó con el valor de este hospital para los elevados objetivos del Führer. Lo honraba que esta clase especial y secreta hubiera sido programada por la misma SS, y para distinguidos miembros de la SS; era la tercera del mes y esperaba nuevos grupos en los próximos días. Se aclaró la garganta y declamó algunos dogmas de fe nazis. Eran fórmulas rituales, pero incansables. Luego se explayó sobre la noble tarea del establecimiento.
Veamos de qué se trata, se impacientó Rolf.
Koerner dijo que recibían exclusivamente a niños con perturbaciones neurológicas, psíquicas, dermatológicas y hemáticas, así como a sus madres. ¿Por qué? Porque eran peligrosos para la comunidad: sus padecimientos tenían un carácter hereditario. La revolución nazi no se limitaba a brindar inútil asistencia a estos infelices —como propugnaba la medicina judeo-capitalista-bolchevique—, sino a producir soluciones permanentes. La grandiosa meta era limpiar el país y el mundo de esas taras.
Pero agregó algo desconcertante. En lugar de exterminarlos, les daban la oportunidad de convertirse en héroes.
Rolf se movió en su butaca, excitado por la curiosidad.
El médico se explayó sobre el concepto de limpieza y luego sobre el de raza.
—La limpieza es una virtud de los arios. Basta observar la pulcritud de nuestros hogares, el orden de nuestras oficinas, la claridad de nuestro pensamiento. Está a la vista —su rostro adquirió una científica severidad—. Las demás razas, tanto la negra como la latina, la eslava, la mogólica y, en grado supremo la semítica, viven en un estercolero. Cualquiera puede certificar que son promiscuos, holgazanes y tienen mal olor.
En cuanto al concepto de raza, Koerner dijo que los descubrimientos de los últimos años revelaban en forma indiscutible una ancestral guerra de razas porque la raza formaba una unidad que trascendía al individuo. Por eso no se debían escatimar esfuerzos en mejorar la única que poseía inequívocos rasgos de superioridad. También estaba a la vista que la raza aria era la más bella, inteligente y virtuosa.
Entonces unió limpieza con raza.
—Debemos mantenernos limpios de razas ajenas y también limpiarnos en forma incansable de los estigmas inyectados por contaminación. Nos enseña el Führer que “Todo animal se acopla solamente con un congénere de la misma especie. Jamás encontraremos un zorro que se comporte con filosofía frente a un ganso o que un gato sienta inclinación por los ratones”. Los humanos han cometido la transgresión de la que se mantiene alejado el universo de la zoología. Y tenemos a la vista las consecuencias: taras, carencias, deformaciones, disfunciones. Esto debe ser resuelto. Un portador de las repugnantes patologías no tiene derecho a transmitirnos su morbo.
Rolf se preguntó cómo resolvía tamaño problema convirtiendo a esa resaca en héroes. Koerner volvió a pasar el índice por su almidonado cuello y aseguró que ya se había empezado la grandiosa tarea. La degenerada sensibilidad judeo-bolchevique llamaba “asesinato” a un imprescindible esfuerzo por liberar a la humanidad de enfermedades hereditarias (ah, entonces se trataba de matarlos, nomás).
—Asesinato es lo que realiza esa sensibilidad —se defendió Koerner— porque legitima la perpetuación de patologías abominables. El nacionalsocialismo, en cambio, aspira a una meta superior. No mata: limpia. No enferma: cura. No derrama lágrimas cómplices: impone la salud. ¿Cómo? Haciendo que los enfermos mueran activamente. Ellos piden el sacrificio y, de ese modo, contribuyen heroicamente al perfeccionamiento de la raza. ¿Alguna vez se hizo algo más impresionante?
Abrió sus manos en cruz.
—¡Son muertes bellas! Las últimas palabras de cada pequeño héroe exaltan y agradecen al Führer. Equivalen al martirio de los santos.
Koerner destinó la última parte de su exposición a comunicar datos administrativos sobre los recursos que se destinaban a este esfuerzo nacional sin precedentes, incluyendo los costos de ataúdes y entierros. Cerró su exposición con énfasis y los invitó a hacer una recorrida.
En la puerta seguía haciendo guardia el mismo suboficial, quien respondió entusiasta a los taconeos y el rugiente saludo. Pasaron por el borde de la sección quirúrgica, sin entrar.
—La veremos después.
Un reloj de pared marcó el mediodía. Ingresaron en otra ala y desde el marfileño corredor empezaron a escuchar un extraño rebumbio. El ayudante abrió una puerta y entraron en el segundo corredor, también marfileño pero más breve, donde el rebumbio subió de volumen. El ayudante abrió la última puerta.
Apareció una sala demasiado grande para lo que se estilaba en un hospital. La iluminación se derramaba desde ventanales asegurados con barrotes negros. El ruido ensordecía. Unos doscientos adolescentes almorzaban ante largos tablones de madera, sin mantel. Delante de cada uno se veía un sucio plato de latón. Vestían anchos piyamas azules con manchas de comida. Entre ellos circulaban musculosos enfermeros con palmetas en la mano. Rolf vio cómo uno de ellos pegaba en la nuca a un muchacho que intentaba levantarse.
Koerner, parado en el umbral, tendió su brazo y aulló
Heil Hitler!
con tanta bravura que se le deformó la voz. Pero la asamblea alcanzó a escucharlo: se produjo un instante de silencio y le devolvieron el saludo con chirriantes disonancias.
Los enfermeros se pusieron rígidos y chistaban a diestra y siniestra para imponer silencio. No era fácil porque el conjunto reunía enfermos con movimientos anormales, otros con perturbaciones psíquicas y otros completamente inadaptables a la disciplina. Era un aquelarre de seres cuyo común denominador fue sintetizado por Koerner en la clase: escoria humana.
En Von Lehrhold se aceleró el tic del hombro. Ingresó tras el director, seguido por los cinco suboficiales. El médico se internó entre los largos tablones. Olor a vómito, excrementos y comida impregnaba el aire. Koerner sorprendía por el afecto que deparaba a las criaturas. Von Lehrhold miró a sus discípulos; uno de ellos se tapó la nariz con un pañuelo y Rolf pensó que estaba exagerando, que no llegaría lejos en su carrera militar.
Pero todos se aliviaron al terminar la recorrida. El
Obersturmführer
caminó por el desinfectado corredor dando sacudidas a su pie izquierdo.
—¿No es una colección increíble? —preguntó Koerner, orgulloso.
—¡Horrorosa! —replicó Von Lehrhold.
—Somos generosos. Tenemos la generosidad de los grandes. A cada uno se los excita con el heroísmo que van a protagonizar. Y a los que sufren retardos profundos se les enseña, por lo menos, a exclamar
Heil Hitler!
Koerner solicitó al
Obersturmführer
que le concediera un aparte y le susurró una pregunta al oído. Edward von Lehrhold señaló a Rolf Keiper sin hesitar.
El médico pasó el índice por su estrecho cuello.
—Sígame —pidió a Rolf.
El
Obersturmführer
expresó su acuerdo con un leve movimiento. Ambos se separaron del grupo y caminaron hacia el fondo de otro largo pasillo. Rolf se inquietó ante la incógnita que acababa de surgir. Koerner avanzaba con rapidez, fastidiado por la pérdida de tiempo que imponían las distancias. Bruscamente se detuvo y Rolf casi chocó contra su espalda. Antes de abrir la puerta, le advirtió:
—Es un caso elocuente. Pase conmigo; limítese a observar.
El centro de la habitación en penumbras estaba ocupado por una cama donde yacía un niño macilento. A los lados, sobre sillas de metal, dormitaban sus padres, que se incorporaron de golpe.
—
Heil Hitler
!
—exclamó Koerner.
—
Heil Hitler
!
Se acercó al niño, cuyo rostro evidenciaba una enfermedad grave; sus mejillas ardían. Buscó la manecita izquierda entre las sábanas y el niño se la tendió como una ofrenda. Koerner le tomó el pulso. Pero el niño también levantó la otra, débil y oscilante; apuntó al cielo raso con desesperada energía y de su garganta brotó un grito desafinado, torpe:
—
Heil Hitler!
Rolf se estremeció ante la escena. Nunca había visto una combinación tan ríspida de dolor y entereza. La joven madre retorcía un pañuelo con sus dedos. El padre se mantenía en posición de firmes. Cuando el médico lo tocó con su mirada, espetó sin vueltas:
—Mi hijo quiere morir por Hitler, doctor. Por eso lo trajimos aquí.
—Así me han informado. Y así será.
—Le estuve haciendo recordar la ceremonia en la que los niños juran morir por nuestro Führer. Si va a morir, que lo haga valientemente.
—¡Quiero morir... por Hitler! —confirmó el niño con voz entrecortada; sus cabellos húmedos estaban pegoteados sobre la frente.
Su madre trataba de contener el llanto.
—Es sólo neumonía, doctor; la semana pasada estaba rozagante... Le ordenaron concurrir a la marcha, aunque ya tenía fiebre.
—Serás un héroe —sentenció Koerner sin escucharla—. Tendrás la gloria.
La madre se acercó al médico, le tomó el brazo y preguntó, suplicante:
—¿No existe alguna esperanza? Es tan pequeño. Tal vez podría curarse. ¿No tendríamos que esperar?
—Ninguna esperanza —replicó—. Morirá. Es una neumonía irreversible.
—Entonces no perdamos tiempo, señor director —manifestó el padre con los ojos muy abiertos.
La madre apretó el pañuelo contra sus órbitas y empezó a sacudirse. El padre la miró con desdén.
Koerner y Rolf salieron al pasillo. El médico tenía la cara iluminada.
—¿Capta usted —dijo emocionado— la inmensa energía que circula por el bravo pueblo alemán? ¿Imagina algo parecido entre los negros, o los latinos, o los judíos? Esas razas son cobardes. En cambio el niño ario y su buen padre ario, pese al dolor, revelan una integridad propia de los dioses. El padre es un abnegado dirigente del Partido en una aldea cercana; fue aspirante a oficial de la SS, como usted ahora. Sabía lo que hacemos en este hospital. Cuando enfermó su hijito tras la marcha de las Juventudes Hitlerianas, le advirtieron que era una neumonía grave; entonces solicitó que lo internasen aquí, para que no muriera en vano.
—Morirá de todas formas.
—Pero lo hará como un héroe. Sin el nacionalsocialismo esas muertes eran tristes, desoladas. ¡En cambio ahora!
—¿Cuánto le resta de vida?
—Días. Pero lo sacrificaremos hoy mismo, antes de que la fiebre lo consuma. Aprovecharemos para probar la eficacia de un nuevo veneno: nada merece desperdiciarse en estos años de esplendor.
Se reunieron con Von Lehrhold y los restantes camaradas. El doctor Koerner susurró su informe al
Obersturmführer
y los acompañó hasta los automóviles. Se despidieron con resonantes saludos. En el viaje conversaron animadamente sobre la lección aprendida y el coraje del Nuevo Orden.
Esa noche el
Obersturmführer
marcó un número telefónico y comunicó a su superior en Berlín el nombre que le había solicitado. Luego redactó un informe y lo despachó por correo directo. Rolf ignoraba la misión que acababan de asignarle.
Tropecé con el borde de la alfombra al ingresar en el despacho del embajador Eduardo Labougle, quien tuvo la cortesía de acercarse presto y tomarme del brazo para evitar mi caída.
—No es nada, gracias —me sentí ridículo: vaya forma de empezar mi desempeño en el exterior.
Labougle le quitó importancia.
—El borde está levantado desde hace días; ya pedí que lo corrigiesen. No es usted el primero en quedar enganchado —se dirigió a su secretario que lo miraba con ojos de vaca:— Hoy mismo, ¿me entiende? Hoy mismo arreglan ese maldito borde o cambian la alfombra entera. Déjeme solo con Lamas Lynch.
El embajador era un hombre de mediana estatura y normal complexión. Tenía piel mate y frente alta; su cabello corto, a la moda, era marrón oscuro y recién mostraba un incipiente gris en las sienes. Calzaba anteojos de fino marco que de cuando en cuando necesitaba reacomodar sobre su nariz. Nos sentamos frente a frente.