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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (8 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
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En el cajón número dieciséis, sin embargo, no encontraron nada. El empleado hizo un gesto de impotencia y volvió a buscar, pero sin éxito. En ese instante, Latimer recordó algo:

—Busque por el apellido Talat —pidió, con acento casi desesperado.

—Pero es un apellido turco.

—Lo sé, pero búsquelo.

El empleado se encogió de hombros. Volvió, pues, a consultar el fichero principal.

—Cajón veintisiete —anunció el hombre, con cierta impaciencia—. ¿Está usted seguro de que ese individuo vino a Atenas? En aquellos días muchos desembarcaban en Salónica. ¿Por qué no pudo haberlo hecho este empacador de higos?

Esa era la pregunta que el mismo Latimer se había formulado ya antes. Pero nada dijo y observó los dedos de su acompañante recorriendo otro grupo de tarjetas. De pronto el hombre se detuvo.

—¿Lo ha encontrado? —preguntó Latimer, ansioso.

El empleado extrajo una tarjeta del cajón.

—Aquí hay uno —dijo—. Este hombre era empacador de higos, pero se llamaba Dimitrios Taladis.

—Permítame verlo.

Latimer cogió la tarjeta. ¡Dimitrios Taladis! Allí estaba, y por escrito. Había descubierto ya algo que el coronel Haki ignoraba: Dimitrios había utilizado el apellido Talat antes de 1926. No cabía duda de que
ése era
Dimitrios. Simplemente había agregado un sufijo griego al apellido. Echó una rápida mirada al texto. Allí había otras cosas que el coronel Haki tampoco sabía.

Observó la expresión radiante del empleado.

—¿Puedo copiar esto?

—Claro que sí. Paciencia y organización, ya lo ha visto usted. Mi organización tiene por fin ser útil. Pero no puedo permitir que el registro permanezca fuera de mi vista. Así lo exige el reglamento.

Bajo los ojos un tanto ofuscados del apóstol de la organización y de la paciencia, Latimer comenzó a copiar las frases anotadas en la tarjeta, traduciendo el texto al pasarlo a su libreta de notas. La tarjeta decía así:

NUMERO T. 53462

ORGANIZACIÓN NACIONAL DE SOCORRO

Sector de refugio
: Atenas

Sexo
: masculino.
Nombre
: Dimitrios.
Lugar y fecha de nacimiento
: Salónica, 1889.
Ocupación
: empacador de higos.
Padres
: se cree que han muerto.
Documento de identidad o pasaporte
: carnet de identidad extraviado. Dice haberlo tramitado en Esmirna.
Nacionalidad
: griega.
Llegada
: 1 de octubre de 1922.
Procedencia
: Esmirna.
Resultados del examen médico
: físicamente apto, sin enfermedades.
Observaciones
: sin dinero; asignado al campo de Tabouria; se le ha entregado una tarjeta de identidad provisional.

Nota
: Ha abandonado el campo de Tabouria por propia decisión, el día 29 de noviembre de 1922. Orden de arresto, bajo la acusación de robo e intento de asesinato, librada en Atenas el 30 de noviembre de 1922. Se cree que ha escapado por mar.

Sí, era Dimitrios, sin duda alguna. La fecha de nacimiento concordaba con la que proporcionara la policía griega (que, a su vez, la había obtenido de una información anterior a 1922) al coronel Haki. No obstante, el lugar de nacimiento era distinto. De acuerdo con el
dossier
de los turcos, había nacido en Larissa. ¿Por qué se había preocupado Dimitrios por cambiar de pueblo de origen? Toda vez que se había arriesgado a dar un nombre falso, tenía que haber previsto que las probabilidades de que descubrieran su engaño eran tan grandes en el caso de una investigación de los registros de Salónica como en los de Larissa.

¡Salónica, 1889! ¿Por qué había elegido Salónica? Y entonces Latimer comprendió todo. ¡Por supuesto! Era muy sencillo. En 1889, Salónica pertenecía al territorio turco, integraba el Imperio Otomano. El archivo de los registros de aquellos años, casi con absoluta certeza, no estaría al alcance de las autoridades griegas. Dimitrios no era tonto. ¿Pero por qué no había elegido un nombre griego corriente? ¿Por qué Taladis? Era posible que el apellido turco «Talat» tuviera algún significado especial para él. En cuanto a su carnet de identidad, obtenido en Esmirna, se veía obligado a decir que lo había «extraviado», porque posiblemente hubiera sido expedido a nombre de Makropoulos, bajo cuyo nombre era ya conocido por la policía griega.

La fecha de su llegada concordaba con las vagas alusiones temporales de las declaraciones y la sentencia del tribunal militar. A diferencia de la mayoría de los refugiados, estaba físicamente sano, sin enfermedades, al llegar a Grecia. Con el dinero de Sholem en su bolsillo, había podido comprar un billete en el Pireo, que le permitió viajar con cierta comodidad, sin ser cargado, junto con varios miles más, en un barco de refugiados comunes. Dimitrios había sabido cuidar de sí mismo. El empacador de higos había empacado ya muchos higos. Dimitrios, el Hombre, comenzaba a emerger de su crisálida.

Por otra parte, era indudable que al llegar debía poseer aún una buena cantidad de dinero, el resto de lo que había robado a Sholem; a pesar de ello, para las autoridades encargadas de socorrer a los refugiados, Dimitrios carecía de dinero. Era lo único que se podía esperar de él. En caso contrario, se habría visto forzado a comprar comida y ropas con su dinero, para aquellos idiotas que, a diferencia de él, no habían sabido hacer reservas para el futuro.

También era presumible que sus gastos hubieran sido muy elevados y que por eso se viera en la necesidad de buscar un nuevo Sholem. Con toda certeza podía afirmarse que Dimitrios había echado en falta la mitad que se llevara consigo Dhris Mohammed.

«Se cree que ha escapado por mar.» Lo obtenido en el segundo robo, sumado al dinero que le quedaba del primero, le había bastado para pagar su billete a Burgas. Era evidente que el viaje por tierra significaba un peligro para Dimitrios. Sólo poseía papeles de identidad provisionales y podía ser detenido en la frontera. En cambio, en Burgas, los mismos papeles, expedidos por una entidad internacional de mucho prestigio, debían de haberle servido para pasar el registro aduanero.

La muy encomiada paciencia del empleado municipal comenzaba a dar señales de momentáneo debilitamiento. Latimer le devolvió la tarjeta, le expresó su agradecimiento con la mayor cortesía y regresó a su hotel, abrumado por diversas reflexiones.

Empezaba a sentirse satisfecho de sí mismo. Había descubierto algunos datos acerca de Dimitrios y los había descubierto por su propio esfuerzo. Sin duda se trataba de una cuestión rutinaria de toda investigación; pero, de acuerdo con la mejor tradición de Scotland Yard, se había exigido paciencia y persistencia.

Además, si no se le hubiera ocurrido buscar el apellido Talat… ¡Cuánto le agradaría enviarle un informe de sus pesquisas al coronel Haki! Pero ni pensarlo, siquiera. Probablemente el coronel no comprendería el espíritu con el que había emprendido aquella pesquisa experimental.

En fin, de todas maneras, el mismo Dimitrios se pudría ahora bajo tierra, su
dossier
había sido lacrado y olvidado en los archivos de la policía secreta de Turquía. Lo fundamental, a continuación, era abordar los sucesos de Sofía.

Latimer trató de recordar lo que había llegado a saber sobre los políticos búlgaros del periodo de posguerra y bien pronto llegó a la conclusión de que había sido bien pobre su conocimiento del tema.

Sabía que en 1923 Stambulisky había encabezado un gobierno de tendencias liberales, pero ignoraba cuán liberales habían sido esas tendencias. Se había producido un conato de asesinato y, más tarde, un
coup d'état
[17]
militar instigado (y tal vez directamente dirigido) por la OMRI, la Organización Macedónica Revolucionaria Internacional. Stambulisky había huido de Sofía, había tratado de armar un grupo contrarrevolucionario y había sido asesinado.

Eso era lo esencial de aquel caso, según recordaba Latimer. Pero las razones y sinrazones (si es que se podía establecer tal distinción) de las fuerzas políticas en juego en aquella coyuntura las desconocía.

Tendría que buscar elementos de juicio; y el lugar para hallarlos era Sofía.

Esa noche invitó a Siantos a cenar. Latimer conocía su espíritu ligero y generoso, que gustaba de discutir los problemas de sus amigos y que se sentía halagado cuando, haciendo un uso razonable de su posición política oficial, podía echarles una mano.

Después de darle las gracias por la ayuda que le había brindado en la consulta del registro municipal, Latimer abordó el tema de Sofía.

—Mi querido amigo Siantos, me temo que voy a abusar de su amabilidad.

—Hágalo usted.

—¿Conoce a alguna persona en Sofía? Quisiera una carta de presentación para algún periodista inteligente, que me pueda proporcionar lo esencial y una interpretación de la política de Bulgaria en 1923; me refiero sobre todo a los políticos.

Siantos pasó una mano por sus blancos cabellos y sonrió con una expresión divertida:

—Ustedes los escritores siempre se interesan por casos raros. Algo podré hacer. ¿Prefiere que sea griego o búlgaro?

—Mejor si es griego. No hablo búlgaro.

Durante unos minutos, Siantos permaneció ensimismado.

—Hay un hombre en Sofía… se llama Marukakis —comenzó a decir por último—. Es el corresponsal en Sofía de una agencia de noticias francesa. No le conozco personalmente, pero podría conseguir una carta de presentación, por un amigo mío. —Estaban sentados en un restaurante y Siantos echó una mirada furtiva a su alrededor y bajó el tono de su voz antes de proseguir—: Desde su punto de vista británico, existe un pequeño problema con este hombre. Me he enterado de que… —Siantos bajó un poco la voz; Latimer se preparaba para oír que Marukakis tendría, por lo menos, la lepra— es de… tendencia comunista —concluyó Siantos, en un susurro.

Las cejas de Latimer se arquearon.

—No creo que sea un inconveniente. Todos los comunistas que he conocido hasta el momento han resultado poseer una notable inteligencia.

Siantos parecía sorprendido y atemorizado a la vez.

—¿Qué dice usted? Es peligroso declarar eso en público, amigo. El pensamiento marxista está prohibido en Grecia.

—¿Cuándo podrá conseguirse esa carta?

Siantos suspiró.

—¡Extraños intereses! —comentó—. La tendrá usted mañana mismo. ¡Ustedes los escritores…!

Antes de una semana, Latimer había obtenido ya la carta de presentación y, después de hacer los preparativos para salir de Grecia y de pedir el visado de entrada en Bulgaria, abordaba un tren nocturno que le conduciría a la capital búlgara.

El tren no llevaba demasiados viajeros y Latimer había abrigado la esperanza de disponer para él solo todo un compartimiento de un coche de literas. Pero cinco minutos antes de la hora fijada para la partida del tren, un mozo de cordel depositó un par de maletas en el compartimiento. El dueño del equipaje llegó al cabo de unos instantes.

—Discúlpeme por entrar de esta manera como un intruso —dijo a Latimer en inglés.

Era un hombre gordo, de aspecto poco saludable, que parecía haber cumplido ya los cincuenta y cinco años. Se había dado la vuelta para darle una propina al mozo, antes de hablar con Latimer, y lo primero que el escritor pudo advertir en él fue la anchura absurda de sus pantalones: cuando se movía, hacía pensar en el trasero fláccido de un elefante. Luego, al ver su cara, Latimer olvidó la comparación con el paquidermo. En sus facciones se advertía la pálida deformidad que ocasiona el exceso de comida, y también la falta de sueño. Por encima de dos pesadas bolsas de carne, se asomaban unos ojos inyectados de sangre, de un pálido azul, que parecían continuamente llorosos. Su nariz parecía de caucho y amorfa. La boca era el rasgo más expresivo de aquel rostro. Los labios, pálidos e informes, sin ser gruesos, lo parecían; apretados por encima de una dentadura blanca y regular, postiza, mostraban una continua sonrisa azucarada. En conjunto, con los ojos llorosos, aquella boca daba la impresión de una dulce resignación ante la adversidad; la hondura de ese gesto llamaba la atención del observador.

Aquí, parecía decir el mensaje de aquel rostro, hay un hombre que ha sufrido, que ha sido abofeteado por perversos Hados vengativos, tanto como ningún otro hombre haya podido serlo, y no obstante, ha mantenido viva su humilde fe en la esencial bondad del Hombre; aquí hay un mártir que ha sonreído en medio de las llamas y ha sonreído aunque no hubiera podido hacer otra cosa que llorar, mientras mostraba aquella sonrisa.

Latimer recordó al sacerdote de una iglesia, que conoció en Inglaterra, al que se había despojado de sus hábitos por haberse apropiado del dinero de su parroquia.

—Oh, el maletero estaba libre —señaló Latimer—; no se puede hablar de intrusión.

Mientras suspiraba sólo mentalmente, el escritor anotó que aquel hombre respiraba con pesadez y de manera ruidosa por su congestionada nariz: roncaría, sin duda.

El nuevo viajero se sentó en su puesto y sacudió la cabeza con lentitud:

—¡Cuánta amabilidad la suya! ¡Qué poca gente buena se encuentra hoy en día por el mundo! ¡Qué poca consideración se tiene hacia el prójimo! —Los ojos inyectados de sangre se encontraron con la mirada de Latimer—, ¿no le importaría decirme adónde va?

—A Sofía.

—A Sofía, ¿eh? Una hermosa ciudad, muy hermosa. Yo seguiré hasta Bucarest. Espero que juntos disfrutemos de un viaje agradable.

Latimer le aseguró que él mismo abrigaba idéntica esperanza. El inglés de aquel obeso viajero era muy elaborado, pero su acento atroz, de procedencia imposible de establecer. Era un acento pesado, poco gutural, como si hablara con la boca llena de pastel. En algunos momentos, en mitad de una oración de complejísima sintaxis, aquel elaborado inglés cedía el paso a un fluido francés o a un alemán muy correcto, con lo que Latimer se afirmó en su primera impresión: ese hombre había aprendido inglés en los libros.

El viajero gordo se dio la vuelta y comenzó a desempacar; de un pequeño maletín sacó un pijama de lana, algunos calcetines de dormir, y un libro de bolsillo, cuyas páginas mostraban, en los ángulos externos, unos dobleces lamentables.

Latimer se esforzó por ver el título del libro:
Joyas de la sabiduría cotidiana
; estaba escrito en francés.

El hombre acomodó todas sus cosas con gran cuidado sobre la red del maletero. Acto seguido se sacó del bolsillo un paquete de finos y largos cigarrillos griegos.

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