En la medianoche del 8 de junio todo estaba en calma. A las cuatro de la madrugada del día 9 todos los miembros del Gobierno de Stambulisky, con la sola excepción del mismo Stambulisky, se hallaban en la cárcel y se decretaba la ley marcial. Los caudillos de ese
coup d'état
eran los reaccionarios Zankoff y Rouseff: ninguno de ellos había mantenido jamás relaciones con el Comité macedonio.
Demasiado tarde ya, Stambulisky trató de reunir al campesinado para defenderse. Algunas semanas después fue cercado, junto con algunos de sus seguidores, en una casa de campo, a unos centenares de millas de Sofía. Allí fue capturado. Poco después, en circunstancias que todavía hoy resultan oscuras, fue asesinado de un balazo.
Así fue como Latimer recordaría los hechos que le narrara Marukakis durante la cena. El griego era conciso al hablar, pero se mostraba propenso a pasar el relato de los hechos a la exposición de la teoría revolucionaria, si veía la ocasión de hacerlo. Su narración terminó, cuando Latimer estaba bebiéndose su tercera taza de té.
Permaneció en silencio durante unos segundos. Tras la pausa, dijo:
—¿Sabe usted quiénes proporcionaban dinero al Comité?
Marukakis sonrió.
—Algún tiempo más tarde comenzaron a circular diversos rumores. Y las explicaciones que se barajaron no fueron pocas; pero en mi opinión, la más razonable y, dicho sea de paso, la única que he podido comprobar en parte, ha sido la de que el dinero había sido adelantado por el banco en el que se depositaban los fondos del Comité. Se llama Banco de Crédito Eurasiático.
—¿O sea que ese banco adelantaba el dinero en favor de un tercer partido?
—No. El banco adelantaba el dinero en beneficio propio. He podido descubrir que esa institución había estado a punto de quebrar debido al alza del valor del lev durante la administración de Stambulisky. En los primeros meses del año 1923, antes de que los disturbios se acentuaran, el lev había llegado a duplicar su valor al término de dos meses. De ochocientos por libra esterlina pasó a cuatrocientos por cada libra. Podría averiguar el valor actual si le interesa. Cualquiera que hubiera vendido la moneda búlgara en esos meses, contra pagos a noventa días o más, contando con una baja en el mercado internacional, hubiera tenido que hacer frente a enormes pérdidas. Y el Banco de Crédito Eurasiático no era, y tampoco lo es ahora, de esa clase de entidades bancarias que aceptarían una pérdida como ésa.
—¿Qué tipo de banco es?
—Está registrado en Mónaco. Eso quiere decir que no sólo no paga impuestos en los países en los que opera, sino que no publica sus balances, además, y que no se puede investigar al respecto. Hay otras muchas instituciones bancarias similares en toda Europa. El Eurasiático tiene sus oficinas centrales en París, pero su campo de operaciones está en los países balcánicos. Entre otras cosas, se dedica a financiar la manufactura clandestina de heroína en Bulgaria, para exportar después la droga mediante el contrabando.
—¿Cree usted que ese banco ha financiado el
coup d'état
de Zankoff?
—Puede ser. De cualquier modo, ha financiado las condiciones que ha hecho posible aquel golpe de estado. Era un secreto a voces que el atentado contra Stambulisky y Atanassoff en Haskovo había sido una faena de pistoleros venidos del exterior y pagados por alguien, para que cumplieran con ese específico objetivo. Mucha gente ha dicho también que aunque se hablaba demasiado y las amenazas eran moneda corriente, todo el jaleo se habría aplacado si no hubieran intervenido los
agents provocateurs
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extranjeros.
Eso era más de lo que Latimer había esperado.
—¿Puedo encontrar detalles sobre el atentado de Haskovo, de algún modo? —Marukakis hizo un gesto dubitativo.
—Eso ocurrió hace más de quince años. Tal vez la policía podría decirle algo, pero no me parece fácil. Si supiera lo que a usted le interesa saber…
Latimer tomó una decisión.
—Pues bien, le he dicho que le explicaría por qué necesito esta información y lo haré —comenzó a decir y prosiguió de prisa—: Hace algunas semanas, encontrándome en Estambul, comí con un hombre que resultaría ser el jefe de la policía secreta turca. Una persona interesada en novelas policíacas y empeñado en que yo elabore un argumento planeado por él. Estábamos hablando de lo que diferencia a los asesinos reales de los de ficción cuando me leyó, para ilustrar el tema, el
dossier
de un hombre llamado Dimitrios Makropoulos o Dimitrios Talat. El hombre había sido un bandido y un degollador de la peor ralea. Había asesinado a un hombre en Esmirna disponiéndolo todo para que las autoridades ahorcaran a otro por ese crimen. Ha estado implicado en tres conatos de asesinato, incluido el de Stambulisky. Ha trabajado de espía para los franceses y ha dirigido una banda organizada que se dedicaba a la distribución de droga en París. El día antes de que me hablaran de él, le habían hallado flotando en las aguas del Bósforo. Tenía una profunda cuchillada en el vientre. Por alguna oscura razón, sentí la curiosidad de verle y así convencí al jefe de la policía secreta para que me llevara consigo al depósito de cadáveres. Dimitrios yacía allí, sobre una mesa, con sus ropas apiladas a su lado.
»Quizá ha sido porque he comido bien y me sentía un poco atontado, pero lo cierto es que, de pronto, he sentido el extraño deseo de saber más acerca de Dimitrios. Como usted sabe, soy escritor, escribo novelas policíacas. Me he dicho a mí mismo que si, por una vez siquiera en mi vida, intentara hacer alguna investigación por mí mismo, en lugar de escribir acerca de las pesquisas de otras personas, podría obtener algún resultado interesante. Mi idea ha sido rellenar algunas lagunas del
dossier
.
»Pero ésa ha sido una simple excusa. Y no tengo ningún reparo en confesarle que mi interés no guarda ninguna relación con la tarea de investigador. Es muy difícil explicarlo, pero ahora comprendo que mi curiosidad acerca de Dimitrios es más la del biógrafo que la del detective.
»Y también hay en todo esto un elemento emotivo. Me interesa explicarme a Dimitrios, dar cuenta de sus motivaciones, comprender su mentalidad. Ponerle un simple rótulo de desaprobación no me parece suficiente. No le he visto como a un cadáver en un depósito, sino como una unidad dentro de un sistema social que está en vías de desintegración.
Hubo una pausa.
—¡Así es, Marukakis! Por esto he venido a Sofía y le estoy robando su tiempo con preguntas sobre lo que ocurrió quince años atrás. Me he propuesto reunir el material para una biografía que jamás se escribirá, en un momento en que se supone que debería estar escribiendo una novela policíaca. A mí me parece algo no demasiado sensato. A usted cosa digna de un loco, me imagino. Pero, en fin, ésta es mi explicación.
Se echó hacia atrás en la silla; le parecía estar representando el papel de un tonto. Hubiera sido mejor inventar una mentira con detalles bien pensados.
Marukakis permanecía con los ojos fijos en su té. Al cabo de un instante los alzó.
—¿Cómo se explica usted, personalmente, su interés por este Dimitrios?
—Ya se lo he dicho.
—No. Creo que no. Usted se engaña a sí mismo. En el fondo, usted espera que, al racionalizar los móviles de Dimitrios, al explicar su personalidad también explicará este sistema social en vías de desintegración del que me ha hablado hace unos momentos.
—Oh, eso es muy ingenioso. Pero, si me perdona usted por decirlo, creo que es un planteamiento un tanto esquemático. No me resulta tan fácil aceptarlo.
Marukakis se encogió de hombros.
—Es lo que opino.
—Muy amable de su parte por creer en mis palabras.
—¿Y por qué no habría de creer en ellas? Son demasiado absurdas para despertar dudas. ¿Qué sabe usted de lo que ha hecho Dimitrios en Bulgaria?
—Muy poca cosa. Me han dicho que era uno de los intermediarios en una conspiración para asesinar a Stambulisky. Lo que equivale a decir que no existen pruebas de que él mismo fuera el encargado de disparar.
»Hacia finales de noviembre de 1922 se había marchado de Atenas; le buscaba la policía bajo la acusación de robo e intento de asesinato. Eso lo he descubierto yo. También creo que llegó a Bulgaria por mar. La policía búlgara le conocía. Lo sé porque en 1924 la policía secreta de Turquía pidió informes sobre él, debido a otro caso. Aquí, la policía interrogó, entonces, a una mujer de la que se sabía que había estado relacionada con Dimitrios.
—Si esta mujer vive todavía, creo que puede ser interesante hablar con ella.
—Sí, claro que lo sería. He seguido la pista de Dimitrios en Esmirna y en Atenas, donde adoptó el nombre de Taladis, pero hasta el presente no he hablado con nadie que le haya visto vivo, siquiera una vez. Por desgracia, no sé el nombre de aquella mujer.
—Estará en los archivos de la policía. Si usted quiere, podré hacer alguna indagación.
—No puedo pedirle que se encargue de ello. Si yo quiero malgastar mi tiempo leyendo archivos policiales, nadie podrá impedírmelo, pero no hay ninguna razón para que se lo haga perder también a usted.
—Hay muchas cosas que le impedirán malgastar su tiempo en la lectura de los archivos policiales. En primer término, usted no lee búlgaro y, en segundo lugar, la policía le pondrá ciertas objeciones. Yo soy un periodista acreditado, Dios tenga piedad de mí, que trabajo para una agencia francesa de noticias. Y por lo tanto tengo ciertos privilegios. Además, por absurdo que parezca —una sonrisa entreabrió los labios de Marukakis—, su investigación me ha intrigado mucho. En los asuntos humanos lo intrincado despierta siempre el interés, ¿no cree usted? —Marukakis echó un vistazo a su alrededor. El restaurante estaba vacío; el camarero dormido, sentado en una silla y con los pies encima de una mesa; el periodista suspiró—: Tendremos que despertar al pobre diablo para pagarle.
Durante el tercer día de su estancia en Sofía, Latimer recibió una carta de Marukakis.
Estimado Mr. Latimer: (Escribía en francés)
Tal como le he prometido, aquí le adjunto un resumen de toda la información acerca de Dimitrios Makropoulos que he podido obtener de la policía. Como podrá comprobar, no está completa. Aun así, es interesante, ¿verdad? Si es posible o no encontrar a esa mujer, sólo podré decirlo cuando haya hecho algunos amigos más entre los oficiales de la policía. Tal vez nos veamos mañana.
Con la mayor cordialidad, saludo a usted,
N. MARUKAKIS
Adjunto a esa carta, iba el resumen:
ARCHIVOS POLICIALES, SOFÍA
1922-1924
Dimitrios Makropoulos.
Nacionalidad
: griega.
Lugar de nacimiento
: Salónica.
Fecha
: 1889.
Profesión
: se dice que empacador de higos.
Entrada
: Varna, 22 de diciembre de 1922, en el barco de bandera italiana
Isola Bella
.
Pasaporte o carnet de identidad
: tarjeta de identificación de la Comisión de Socorro, número T. 53462.
Durante una inspección de papeles en el café Spetzi, de la calle Perotska, el día 6 de junio de 1923, en Sofía, iba acompañado por una mujer llamada Irana Preveza, búlgara de origen griego. Se sabe que D.M. está relacionado con criminales extranjeros. Se ha dictado orden de extradición contra él el 7 de junio del año 1923. Se le ha exonerado de ella a petición de A. Vazoff, quien ha depositado la fianza correspondiente, el 7 de junio de 1923.
En setiembre de 1924 se recibió del Gobierno turco un pedido de información acerca de un empacador de higos llamado «Dimitrios», buscado bajo la acusación de asesinato. Se ha enviado la información precedente, al cabo de un mes. En el interrogatorio, Irana Preveza ha declarado haber recibido una carta de Makropoulos, enviada desde Adrianópolis. La mujer ha dado la siguiente descripción del individuo:
Estatura
: 182 centímetros.
Ojos
: castaños.
Piel
: morena (afeitado).
Cabello
: oscuro y liso.
Marcas de identificación
: ninguna.
Al pie de este resumen, Marukakis había agregado una nota manuscrita:
N.B.: Esto es sólo el resumen de un
dossier
policial corriente. Se hacen algunas referencias a un segundo
dossier
del archivo secreto, pero no es posible obtener un permiso para consultarlo.
Latimer emitió un suspiro: sin duda el segundo
dossier
contenía los detalles de la actuación de Dimitrios en los sucesos del año 1923. Las autoridades búlgaras, era evidente, habían reunido más datos que los que enviaran a la policía turca. Y le resultaba verdaderamente irritante saber que existía aquella información, pero que era imposible tener acceso a ella.
Sin embargo, en la información de que disponía había sustento abundante para sus pensamientos.
La incongruencia más evidente era que, a bordo del barco de bandera italiana
Isola Bella
, en diciembre de 1922, durante el trayecto entre el Pireo y Varna a través del mar Negro, la tarjeta de identificación expedida por la Comisión de Socorro, n° T. 53462, hubiera sufrido una alteración. «Dimitrios Taladis» se había convertido en «Dimitrios Makropoulos». O bien Dimitrios había descubierto su talento de falsificador, o bien había conocido a alguien que lo poseyera y que lo había puesto a su servicio.
¡Irana Preveza! Una verdadera clave, que debía seguir y estudiar con especial cuidado. Si esa mujer vivía aún, sin duda le resultaría posible hallarla. Sin embargo, de momento, esa tarea quedaba encomendada a Marukakis. También era curioso el hecho de que se tratara de una persona de origen griego: quizá Dimitrios no hablara búlgaro.
«Se sabe que D.M. está relacionado con criminales extranjeros», le parecía, con todo, una frase vaga. ¿Qué clase de criminales? ¿De qué nacionalidad? ¿Hasta dónde había llegado aquella asociación? ¿Y por qué se había intentado deportarlo precisamente dos días antes del
coup d'état
de Zankoff? ¿Habría sido Dimitrios uno de los asesinos de cuya presencia sospechaba la policía de la capital y a los que había buscado durante aquella crítica semana? El coronel Haki había desdeñado la idea de que Dimitrios fuera un asesino. «No es de esa clase de individuos dispuestos a arriesgar su pellejo por eso.» Pero el coronel Haki no lo sabía todo acerca de Dimitrios. ¿Y qué motivos habrían movido a A. Vazoff? ¿Por qué había intervenido con tanta presteza y eficacia en favor de Dimitrios? Las respuestas a estas preguntas estarían, sin duda, en aquel segundo
dossier
, el de los archivos de la policía secreta. ¡Qué fastidio!