Mientras los largos y amarillos dedos de Haki volvían los folios de aquel documento, Latimer recordó las palabras de Collinson: «Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros.»
Y entonces comprendió que sólo en ese momento comenzaba a ver, por primera vez, al verdadero y real coronel Haki. En ese instante, el coronel alzó sus pálidos ojos para posarlos, con una mirada pensativa, sobre el nudo de la corbata de Latimer.
Durante un segundo al ex catedrático le alarmó la sospecha de que aquel hombre sentado tras el escritorio, aun cuando al parecer observaba el nudo de su corbata, pudiera estar leyendo en su mente.
Al cabo de un minuto, los ojos del coronel se apartaron de su objetivo; una débil sonrisa le entreabría los labios y Latimer se sintió como quien ha sido sorprendido mientras comete un robo.
Haki dijo:
—Me pregunto, mister Latimer, si usted sentirá interés o no por
verdaderos
asesinos.
Latimer sintió que se ruborizaba. Su actitud de profesional condescendiente cambió, de pronto, a la de aficionado ridículo. Era algo desconcertante.
—Pues sí —respondió lentamente—. Creo que sí.
El coronel Haki frunció los labios.
—Sabe usted, mister Latimer —dijo—, pienso que el asesino de un
roman policier
es mucho más simpático que un asesino de verdad. En una novela hay un cadáver, numerosos sospechosos, un detective y la horca. Se trata de algo artístico. El asesino real no forma parte de una ficción artística. Yo, que soy una especie de policía, me atrevo a asegurárselo a usted rotundamente. —Golpeó con el sobre en el escritorio—. Aquí hay un asesino de verdad. Estamos enterados de su existencia desde hace unos veinte años. Este es el
dossier
de ese individuo. Sabemos de un asesinato que tal vez haya cometido él. Sin duda tiene que haber otros muchos que desconocemos. Este hombre es un caso típico. Un tipo sucio, vulgar, cobarde, una escoria. Asesinato, espionaje, drogas: ésa es la historia. De la que también forman parte dos casos de asesinato.
—¡Asesinato! Eso implica una cierta dosis de valor, ¿no es verdad?
El coronel dejó oír una risa desagradable.
—Mi querido amigo, Dimitrios jamás hubiera cometido un vulgar asesinato. ¡No! No pertenece a esa clase de individuos que arriesgan su piel por eso. Este tipo permanece entre las sombras. Son los profesionales, los
entrepreneurs
[5]
, los nexos entre los hombres de negocios, los políticos que desean obtener ciertos resultados pero les dan miedo los medios para lograrlos, y los fanáticos, los idealistas que están preparados para morir en aras de sus convicciones. En un asesinato o en un intento, lo importante no es saber quién ha disparado, sino quién ha pagado la bala. Las ratas como Dimitrios son las que mejor podrán decirle a usted esto. Siempre están dispuestos a hablar para ahorrarse los inconvenientes de una celda. Dimitrios ha sido igual a cualquier otro. ¡Valor! —Haki volvió a reír—. Sólo que Dimitrios debe de haber sido un poco más inteligente que algunos de los de su clase. Esto se lo puedo asegurar a usted. De acuerdo con los datos de que dispongo, ningún gobierno le ha podido echar el guante y en su
dossier
no hay fotografías. Pero aquí le conocemos muy bien y también le conocen en Sofía, en Belgrado, en París y en Atenas. Este Dimitrios ha sido un gran viajero.
—Habla usted como si se tratara de un muerto.
—Sí, ha muerto. —El coronel Haki esbozó con sus labios un gesto de evidente desprecio—. Un pescador sacó anoche su cadáver del Bósforo. Se cree que ha sido acuchillado y que su cadáver ha sido arrojado desde un barco. Como basura que ha sido, lo han encontrado flotando.
—Al menos —dijo Latimer— ha muerto de manera violenta. Eso parece ser un arreglo de cuentas.
—¡Ah! —exclamó el coronel mientras se inclinaba hacia adelante—. Aquí tenemos al escritor: todo debe ser pulcro, artístico, como en un
roman policier
. ¡Muy bien! —acercó el
dossier
hacia sí, lo abrió—. Escuche, mister Latimer, escuche esto. Después me dirá si encuentra algo artístico aquí.
Al instante comenzó a leer:
—«Dimitrios Makropoulos» —se detuvo para alzar los ojos—. No hemos logrado averiguar nunca si éste era el apellido de la familia que lo adoptó o si se trataba de un alias. Normalmente todos le llaman Dimitrios —Haki le dio la vuelta a otro folio—. «Dimitrios Makropoulos. Nacido en 1881, en Larissa, Grecia. Se le encontró después de haber sido abandonado por sus padres, a quienes se desconoce. Madre rumana, tal vez. Registrado como súbdito griego y adoptado por una familia griega. Antecedentes criminales en poder de la policía griega. Los detalles no se han podido obtener.» —Haki miró a Latimer—. Esto es cuanto se sabe de él, del periodo anterior a lo que conocemos nosotros de ese individuo. Hemos tenido noticias de Dimitrios por primera vez en Izmir
[6]
en 1922, pocos días después de que nuestras tropas ocuparan la ciudad. Un
deunme
[7]
llamado Sholem fue hallado en su habitación, degollado. Este hombre era prestamista y guardaba su dinero bajo la madera del piso. Las tablas aparecieron arrancadas y ya no había dinero debajo. En esos días, en Izmir, la violencia era moneda corriente y muy poco caso hacían de ella las autoridades militares. El asesinato podía haber sido cometido por alguno de nuestros soldados. Pero otro judío, amigo de Sholem, llamó la atención de las autoridades militares respecto a la conducta de un negro llamado Dhris Mohammed, que había ido por los cafés de la ciudad gastando dinero y proclamando que había conseguido que un judío le hiciera un préstamo sin cobrarle intereses. Se llevaron a cabo algunas investigaciones y el individuo llamado Dhris fue arrestado. Sus respuestas ante el tribunal militar fueron consideradas como poco satisfactorias y se le condenó a muerte. Entonces el reo hizo una amplia confesión. Dhris era empacador de higos y declaró que uno de sus compañeros, un hombre al que llamó Dimitrios, le había hablado del dinero que Sholem escondía bajo las tablas del piso de su habitación. Ambos habían planeado el robo y una noche fueron al cuarto de Sholem. Fue Dimitrios quien, según declaró el acusado, asesinó al judío. Dhris creía que Dimitrios, por poseer papeles de nacionalidad griega, había escapado después de comprar un pasaje en uno de los barcos para refugiados que partían desde lugares secretos de la costa.
Antes de proseguir con la lectura, el coronel Haki se encogió de hombros.
—Las autoridades no dieron fe a esta declaración. En aquel entonces Turquía estaba en guerra con Grecia y el relato parecía ser uno de esos que un individuo culpable inventa para no ser condenado. No obstante, se ha comprobado que existía un empacador de higos llamado Dimitrios, al que sus compañeros habían repudiado y que desapareció —Haki sonrió—. Muchos griegos llamados Dimitrios desaparecieron en ese tiempo. Cualquiera podía tropezarse con sus cuerpos en las calles o verlos flotando en las aguas del puerto. El relato del negro no pudo ser comprobado. Y se le ahorcó.
El coronel hizo una pausa. En realidad, durante toda esa exposición no había mirado casi los folios del
dossier
.
—Tiene usted muy buena memoria para los hechos —comentó Latimer.
Haki volvió a sonreír.
—Yo era el presidente de aquel tribunal militar. Gracias a eso, más tarde, pude seguir los pasos de Dimitrios. Un año después de aquellos hechos, me trasladaron al servicio de la policía secreta. En 1924 un complot para asesinar al Gazi fue descubierto por nuestros agentes. Eso ocurrió el año en que fue abolido el califato y la conspiración era, evidentemente, obra de un grupo de fanáticos religiosos. Por cierto que los hombres que se encontraban tras la conjura eran agentes de personas que mantenían excelentes relaciones con funcionarios del gobierno de un vecino país amigo. Todos ellos tenían buenos motivos para desear que el Gazi desapareciera de su camino. La conjura fue descubierta. Los detalles carecen de importancia. Pero uno de los agentes que logró escapar era un hombre conocido como Dimitrios. —El coronel le ofreció la cigarrera a Latimer—: Fume usted, por favor.
Latimer hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Era el mismo Dimitrios?
—Sí, lo era. Ahora, mister Latimer, respóndame con sinceridad: ¿tiene algún valor literario todo esto? ¿Podría sacar de aquí un buen
roman policier
? Y en todo lo que le he contado, ¿hay algo que pueda tener siquiera un mínimo interés para un escritor?
—El trabajo de la policía me interesa muchísimo… naturalmente. Pero, ¿qué ha sucedido con Dimitrios? ¿Cómo ha terminado esta historia?
El coronel Haki hizo castañetear sus dedos.
—Esperaba que me hiciera esta pregunta. Sabía que me lo preguntaría. Y mi respuesta es: no
hubo
final.
—¿Qué ocurrió, pues?
—Ya se lo diré. El primer problema consistía en esclarecer la identidad del Dimitrios de Izmir con respecto a la del Dimitrios de Edirné
[8]
. De modo que volvimos a revisar el caso de Sholem, las autoridades dictaron una orden de arresto contra un mercader griego llamado Dimitrios, bajo la acusación de asesinato, y con ese pretexto, pedimos la colaboración de las autoridades de la policía extranjera. No hemos conseguido demasiadas pistas, pero sí las suficientes. Dimitrios había estado implicado en el intento de asesinato a Stambulisky en Bulgaria, que había precedido al
putsch
[9]
de los oficiales macedónicos en 1923. La policía de Sofía no poseía muchos datos pero, de todas maneras, a Dimitrios se le conocía allí como un griego que había llegado desde Izmir. Una mujer a quien se había unido fue interrogada en Sofía. Por sus declaraciones se supo que Dimitrios le había escrito poco tiempo antes, sin darle su dirección. La mujer tenía importantes y graves motivos para desear ponerse en contacto con él, de modo que reparó en el sello de correos: era de Edirné. La policía de Sofía obtuvo una somera descripción del individuo, acorde con la que había dado aquel negro de Izmir. La policía griega confirmó que tenía antecedentes criminales de ese hombre anteriores a 1922 y puso a nuestra disposición un detallado informe de esos antecedentes. Es posible que la orden de arresto exista todavía, pero con ella no hemos logrado cazar a Dimitrios.
»Hace apenas dos años volví a tener noticias de él. En aquella ocasión el Gobierno yugoslavo nos consultó acerca de un súbdito turco llamado Dimitrios Talat. Se le acusaba, según nos dijeron, de robo. Pero uno de nuestros agentes en Belgrado informó que el móvil del robo había sido la obtención de ciertos documentos secretos de la marina y que el cargo que el Gobierno yugoslavo esperaba esgrimir contra Dimitrios era el de espionaje a favor de Francia. Por el nombre de pila y por la descripción que nos hizo la policía de Belgrado, supusimos que ese Talat era, quizá, Dimitrios de Izmir. Por aquel entonces nuestro cónsul en Suiza había renovado el pasaporte, al parecer expedido en Ankara, de un hombre llamado Talat. Se trata de un apellido turco bastante corriente, pero cuando se buscó en los archivos el comprobante de la renovación, se averiguó que jamás se había expedido un pasaporte con ese número. Era un pasaporte falso. —El coronel Haki abrió sus manos a modo de conclusión—. Ya lo ve usted, mister Latimer. Esta es su historia: incompleta, sin valor artístico, sin investigaciones, sin sospechosos ni móviles ocultos; pura sordidez.
—Pero interesante, a pesar de todo —objetó Latimer—. ¿Qué ha sucedido con el descubrimiento de aquel pasaporte de Talat?
—¿Aún busca usted un final para su historia, mister Latimer? Pues bien: no se ha sabido nada acerca de aquel Talat; no ha sido más que un nombre. Jamás hemos vuelto a saber nada de él. Si ha utilizado ese pasaporte, lo ignoramos. Y no importa. Tenemos a Dimitrios. Es un cadáver, por cierto, pero lo tenemos. La policía regular hará sus investigaciones, sin duda, y nos informará que no hay modo de descubrir al asesino. Este
dossier
irá a parar a nuestros archivos. Entre tantos otros similares, éste no es más que un caso más.
—Usted ha dicho algo acerca de tráfico de drogas.
En el rostro del coronel Haki comenzaba a dibujarse una expresión de aburrimiento.
—Oh, sí. Dimitrios, según creo, hizo una sustanciosa suma de dinero con las drogas, tiempo atrás. Es otra historia sin final. Unos tres años después de aquel asunto de Belgrado hemos tenido de nuevo noticias de este individuo. No se trataba de nada relacionado con nuestro país, pero la información que obtuvimos fue agregada al
dossier
, una mera cuestión de rutina —Haki buscó algo entre los folios y comenzó a leer—: «En 1929 el Comité Asesor de la Liga de las Naciones sobre el tráfico ilícito de drogas recibió un informe del Gobierno francés referido a la captura de un cargamento importante de heroína en la frontera suiza. La droga había sido escondida en el colchón de un coche litera de un tren proveniente de Sofía. A uno de los camareros del coche se le consideró responsable del contrabando, pero cuanto ha podido o querido decir a la policía ha sido que la droga debía ser retirada por un hombre que trabajaba en la estación de término del ferrocarril. El camarero declaró que ignoraba el nombre del individuo y aseguró que jamás había hablado con él, pero facilitó una descripción del sujeto. Más adelante dicho hombre fue detenido. Durante el interrogatorio subsiguiente, admitió su culpabilidad pero juró desconocer el destino de la droga. Este hombre recibía un cargamento cada mes, que era recogido por un tercer sujeto. La policía le tendió una trampa y arrestó a este individuo, descubriendo que existía un cuarto intermediario. Fueron arrestados en total seis hombres, relacionados con el caso, llegándose a obtener un único dato fidedigno: a la cabeza de la organización que distribuía la droga estaba un hombre llamado Dimitrios. A través del Comité, el Gobierno de Bulgaria reveló entonces que se había hallado un laboratorio clandestino de heroína en Radomir y que se habían incautado doscientos treinta kilos de heroína lista para ser enviada al exterior. El nombre del destinatario era Dimitrios. A lo largo del año siguiente, los policías franceses lograron descubrir uno o dos importantes cargamentos consignados a nombre de Dimitrios. Pero no pudieron llegar mucho más cerca del mismo Dimitrios. Surgieron dificultades. La mercancía jamás arribaba, al parecer, dos veces por la misma vía, y a finales de aquel año, 1930, todo cuanto habían obtenido se reducía al arresto de un buen número de contrabandistas y de algunos mercachifles insignificantes. A juzgar por las cantidades de heroína incautadas en esa ocasión, se dedujo que Dimitrios tuvo que haber amasado importantes sumas de dinero. Luego, de pronto, al cabo de un año de aquellos hechos, Dimitrios desapareció del mundo del tráfico de estupefacientes. Las primeras noticias que la policía tuvo al respecto llegaron por medio de una carta anónima que refería los nombres de los principales miembros de la banda, la historia de sus vidas y los detalles de cómo se podrían obtener las pruebas en contra de cada uno de ellos. En aquel tiempo, la policía francesa había elaborado una tesis: aseguraban que el propio Dimitrios se había convertido en adicto a la heroína. Ya fuera cierto o no, el hecho es que en diciembre se procedió a la detención de esa banda. Una de esas personas, una mujer, había sido denunciada ya por fraude. Algunos de los arrestados juraron que asesinarían a Dimitrios en cuanto salieran de la cárcel, pero lo más que dijeron a la policía fue que su apellido era Makropoulos y que era dueño de un piso en el decimoséptimo
arrondissement
[10]
. La policía jamás pudo hallar el piso y jamás pudo hallar a Dimitrios.»