El registro de la Liga Armenia de Defensa del Asia Menor cayó en manos de las tropas de ocupación, y en la noche del día 10, una patrulla de soldados de línea recorrió los barrios armenios, con el objetivo de hallar y matar a aquellas personas cuyos nombres aparecían en aquel registro.
Los armenios se resistieron y los turcos se entregaron a una orgía de sangre. La masacre que se produjo a continuación tuvo el sentido de una advertencia. Alentadas por sus oficiales, las tropas turcas, al día siguiente, se arrojaron contra los barrios no turcos de la ciudad y comenzaron a matar de manera sistemática.
Arrastrados fuera de sus casas y de sus escondites, hombres, mujeres y niños fueron degollados en las calles que, muy pronto, se vieron pavimentadas con cadáveres mutilados. Las paredes de madera de los templos, repletos de refugiados, fueron rociadas con gasolina e incendiadas. Los ocupantes que no morían quemados vivos eran recibidos por las puntas de las bayonetas cuando intentaban escapar. En muchos lugares, las casas saqueadas también eran entregadas a las llamas y los incendios comenzaron a extenderse por toda la ciudad.
En su primer momento, se hizo algún esfuerzo para controlar el fuego. Después cambió la dirección del viento, con lo que las llamas se inclinaron en dirección contraria al barrio turco y las tropas recomenzaron, entonces, sus actividades de matanza y saqueo.
Muy pronto toda la ciudad, a excepción del barrio turco y de unas pocas casas cercanas a la estación Kassamba del ferrocarril, fue presa de un incendio voraz.
La masacre, entretanto, continuaba con una ferocidad incontenible. Un cordón de tropas que rodeaba gran parte de la ciudad impedía que los refugiados abandonaran el área incendiada. Las avalanchas de fugitivos aterrorizados eran recibidas con el fuego despiadado de las armas o precipitadas otra vez hacia el infierno de las llamas.
Las estrechas y siniestras callejuelas estaban atascadas por los cadáveres hasta tal punto que, de haber sido las partidas de rescate capaces de soportar el hedor letal que iba en aumento a cada instante, no hubieran podido penetrar siquiera en ellas.
Esmirna, una ciudad llena antes de seres vivos, se había convertido en un matadero. Muchos de los refugiados intentaron llegar hasta los barcos anclados en el puerto. Liquidados a balazos, ahogados, mutilados por feroces enemigos, los cuerpos flotaban ominosamente en las aguas teñidas de sangre.
Pero los muelles seguían hirviendo: una multitud intentaba, en el paroxismo de su frenesí, escapar de los edificios cercanos, que se alzaban envueltos en llamas a escasa distancia, amenazando con el estrago. Se ha dicho que los alaridos de aquellas gentes se podían oír desde el mar, a una milla de distancia de la costa.
Giaur Izmir, la Esmirna infiel, estaba expiando sus pecados.
Al alba del día 15 de setiembre, más de ciento veinte mil personas habían perecido. Sin embargo, en algún lugar, en medio de todo aquel horror, Dimitrios seguía con vida.
Dieciséis años más tarde, cuando su tren entraba en Esmirna, Latimer llegó a la conclusión de que se estaba comportando como un tonto.
No se trataba de una conclusión a la que hubiera llegado de pronto, sin haber llevado a cabo un minucioso examen de todos los elementos de juicio de que disponía. Era una conclusión desagradable que le colmaba de disgusto. Porque había dos hechos que le parecían evidentísimos. En primer lugar, se reprochaba el no haberle pedido al coronel Haki que le facilitara el acceso a los archivos del tribunal militar, para poder conocer la confesión de Dhris Mohammed; pero no había sido capaz de hallar ningún pretexto razonable para apoyar tal petición.
En segundo término, sus conocimientos del idioma turco eran tan pobres que, aun en el caso hipotético de que tuviera acceso a los archivos, sin la ayuda del coronel Haki, sería incapaz de leer aquel documento.
Haber emprendido aquella fantástica y poco digna caza del ganso salvaje era una equivocación bastante imperdonable. Haberla emprendido sin armas ni municiones adecuadas, por así decirlo, era cosa de un tonto o de un loco.
De no haber logrado instalarse, al cabo de una hora después de su llegada, en un excelente hotel, de no haber tenido en su habitación una buena cama y una vista que abarcaba el golfo y las colinas rojizas, bañadas por el sol, que se alzaban al otro lado de las aguas, y —sobre todo— de no haber sido convidado con un martini seco por el dueño del hotel, un francés de gran cordialidad, Latimer habría abandonado sus sueños de hacer una incursión en el mundo detectivesco y habría regresado a Estambul inmediatamente.
Así las cosas… con o sin la historia de Dimitrios de por medio, bien podía conocer algo de la ciudad de Esmirna ahora que estaba allí. Deshizo, pues, en parte, sus maletas.
La segunda mañana de su estancia en Esmirna, Latimer acudió al dueño del hotel para pedirle que le pusiera en contacto con un buen intérprete.
Fedor Muishkin era un diminuto ruso engreído, que debía frisar en los sesenta, con un labio inferior gordo y pendulante, que hacía ondear y temblar cuando hablaba. Tenía una oficina en la zona portuaria y se ganaba la vida traduciendo documentos de negocios y sirviendo de intérprete a capitanes de barcos y a despachantes de casas extranjeras que llegaban al puerto. Formó parte de los mencheviques que en 1919 se vieron obligados a huir de Odessa; a pesar de ello (como lo señalara con tono sardónico el dueño del hotel), ahora se declaraba simpatizante de los bolcheviques: así y todo, al parecer, no pensaba en la posibilidad de su regreso a Rusia. Un farsante, por cierto. Pero, al mismo tiempo, un buen intérprete. Si quería los servicios de un intérprete, Muishkin era el hombre apropiado.
El propio Fedor Muishkin aseguraba que él era el hombre indicado. Su voz era aguda y áspera; además, se rascaba casi sin cesar. Su inglés era correcto, aunque empañado a veces con frases de argot que no siempre resultaban pertinentes. Decía, en sus presentaciones:
—Si hay algo en que pueda servirle, écheme un cabo, soy un tío baratísimo.
—Quiero seguir la pista —explicó Latimer— de un griego que partió de aquí en setiembre de mil novecientos veintidós.
Las cejas de su interlocutor se alzaron en un gesto de asombro.
—En mil novecientos veintidós, ¿eh? ¿Un griego que partió de aquí? —Muishkin emitió un par de cloqueos—. Muchos griegos se marcharon de aquí en esos días. —Escupió sobre su dedo índice y pasó la yema por su garganta—. ¡Así! Fue terrible lo que aquellos turcos hicieron a aquellos griegos. ¡Una carnicería!
—Este hombre huyó en un barco de refugiados. Su nombre era Dimitrios. Se cree que había planeado, junto con un negro llamado Dhris Mohammed, el asesinato de un prestamista llamado Sholem. El negro fue juzgado por un tribunal militar y ahorcado. Dimitrios pudo escapar. Me interesaría ver, si es posible, la relación de las declaraciones obtenidas durante el juicio, la confesión del negro y los datos que se reunieron sobre Dimitrios.
Muishkin le clavó una firme mirada.
—¿Dimitrios?
—Sí.
—¿Mil novecientos veintidós?
—Sí —el corazón de Latimer dio un brinco—. ¿Por qué? ¿Le conoció usted?
Al parecer, el ruso estaba a punto de decir algo; pero cambió de idea. Al cabo de un instante sacudió la cabeza.
—No. Estaba pensando que ése es un nombre muy común. ¿Tiene usted el permiso para examinar los archivos de la policía?
—No. He pensado que tal vez usted podría aconsejarme acerca del mejor modo de obtener ese permiso. Por supuesto que sé muy bien que sólo se dedica a las traducciones, pero si pudiera echarme una mano en este asunto, le estaría muy agradecido.
Muishkin se pellizcó el labio inferior con aire pensativo.
—¿Tal vez podría usted entrevistarse con el vicecónsul británico? Tendría que pedirle que le ayudara a obtener ese permiso… —Se interrumpió—. Perdóneme usted, pero, ¿por qué quiere ver esas declaraciones? No se lo pregunto porque sí, ni porque no sea capaz de meter mis narices sólo en mis propios asuntos, sino porque la policía seguramente le hará esa pregunta. Ahora bien —prosiguió—, si se tratara de un trámite legal, de algo que no deje entrever, ni por asomo, ni una sospecha, yo tengo un amigo influyente que tal vez podría arreglarlo todo a cambio de una pequeña suma.
Latimer sintió que se ruborizaba.
—Ocurre que sí se trata de un trámite legal —dijo con el tono más natural que pudo hallar en su repertorio—. Por supuesto que podría recurrir al cónsul, pero si usted se encargara de todo, me evitaría el ajetreo que es de suponer.
—Oh, será un placer. Hablaré con ese amigo hoy mismo. La policía, como usted comprenderá, es un incordio y si acudiera a ella yo personalmente, el trámite resultaría muy caro. Y, además, me gusta proteger a mis clientes.
—Es usted muy amable.
—No tiene ninguna importancia. —Una mirada ausente revoloteó en los ojos del ruso—. Me caen bien los ingleses, sabe usted. Ustedes saben muy bien cuál es la mejor manera de negociar. No acostumbran a regatear, como estos malditos griegos. Cuando un hombre les dice metálico a la entrega de la mercancía, ustedes pagan metálico contra entrega de la mercancía. ¿Un cheque? Muy bien. Los ingleses juegan limpio. Con ellos hay una mutua confianza entre ambas partes. Y cualquiera puede hacer un trabajo excelente en tales circunstancias. Sientes…
—¿Cuánto? —le interrumpió Latimer.
—¿Quinientas piastras?
Muishkin lo dijo en tono de duda. En sus ojos reinaba el desconsuelo: era un artista que carecía de confianza en sí mismo, una criatura obligada a negociar, un hombre que sólo se sentía feliz con su trabajo.
Latimer reflexionó durante unos segundos. Quinientas piastras equivalían a algo menos de una libra. Bastante barato. Pero entonces detectó un brillo particular en los ojos desconsolados.
—Doscientas cincuenta —replicó, con tono firme.
Muishkin alzó sus manos en un gesto de desamparo. El tenía que vivir. Y también estaba de por medio su amigo, una persona de gran influencia.
Momentos después, tras haber pagado ciento cincuenta piastras como adelanto de un precio total establecido en trescientas piastras (incluidas las cincuenta, para el amigo influyente), Latimer se marchó. Anduvo por el paseo del puerto; se sentía satisfecho de su trabajo de aquella mañana. Sin duda hubiera preferido ver los archivos él mismo, observar mientras le hiciesen la traducción. Se hubiera sentido más acorde con su papel de investigador y no reducido a la posición de mero turista inquisitivo. Pero así se habían presentado las cosas. Siempre existía la posibilidad, claro estaba, de que a Muishkin se le ocurriera embolsarse esas fáciles ciento cincuenta piastras. Pero había algo que no le permitía dar crédito a esa posibilidad. Susceptible como era a las impresiones, descansaba en la idea que le había sugerido el ruso: era un hombre honesto, si no a simple vista, al menos en el fondo.
Además no podían engañarle con documentos falsos. El coronel Haki le había contado lo suficiente sobre el juicio contra Dhris Mohammed; estaba en condiciones de detectar ese tipo de fraude. Lo único que podía suceder era que el amigo no fuera merecedor de aquellas cincuenta piastras.
Al día siguiente llegó Muishkin, sudando copiosamente, poco antes de cenar, mientras Latimer se tomaba un aperitivo. El ruso se acercó agitando los brazos, revolviendo los ojos como un desesperado, y después de arrojarse sobre un sillón, dejó oír un fuerte suspiro de agotamiento.
—¡Qué día! ¡Qué calor! —exclamó.
—¿Ha traído la traducción?
Muishkin asintió con un gesto de fatiga, metió una mano en un bolsillo interior y sacó un rollo de papeles.
—¿Quiere beber algo? —preguntó Latimer.
Los ojos del ruso se abrieron con brusquedad mientras dirigían a su alrededor una mirada de hombre que acaba de recobrar el sentido.
—Si no le importa —dijo—. Tomaré ajenjo, por favor;
avec de la glace
[13]
.
El camarero recibió el pedido y Latimer se dispuso a inspeccionar la presa cobrada.
La traducción estaba manuscrita y llenaba doce folios. Latimer hojeó los dos o tres folios iniciales. Sin duda alguna, era la traducción del documento genuino. Entonces inició una lectura cuidadosa.
GOBIERNO NACIONAL DE TURQUÍA
TRIBUNAL DE LA INDEPENDENCIA
Por orden del oficial comandante de la guarnición de Izmir, de acuerdo con las facultades otorgadas por el Decreto Ley promulgado en Ankara en el decimoctavo día del sexto mes de 1922 del nuevo calendario.
Sumario de las declaraciones hechas ante el Comisionado Presidente del Tribunal, mayor de brigada Zia Haki, en el sexto día del décimo mes del año 1922, del nuevo calendario.
Zakari, el judío, denuncia que el asesinato de su primo Sholem ha sido obra de Dhris Mohammed, un empacador de higos oriundo de Buja.
Durante la semana pasada, una patrulla perteneciente al Sexagésimo Regimiento descubrió el cadáver de Sholem, un prestamista
deunme
, en su cuarto situado en un edificio que da a una callejuela sin nombre, en los alrededores de la Antigua Mezquita. Había sido degollado. Aun cuando este hombre no era hijo de verdaderos creyentes ni gozaba de buena reputación, nuestra vigilante policía ha llevado a cabo las investigaciones pertinentes y ha comprobado la desaparición de una considerable suma de dinero.
Varios días más tarde, Zakari, el denunciante, informó al comandante de policía que, mientras estaba en un café, había visto a Dhris exhibiendo puñados de billetes de moneda griega. Zakari sabía que Dhris era un individuo pobre y se extrañó. Más tarde, cuando Dhris se hubo emborrachado, le oyó jactarse de que Sholem, el judío, le hubiera prestado dinero sin pedirle intereses. En ese momento, Zakari no se había enterado aún de la muerte de Sholem, pero cuando se lo comunicó un familiar, recordó lo que había visto y oído en aquel café.
Se ha requerido la declaración de Abdul Hakk, dueño del bar Cristal, quien ha dicho que Dhris había mostrado dinero griego, varios cientos de dracmas, al parecer, y había dicho a gritos que el judío Sholem le había prestado ese dinero sin pedirle intereses. Hakk pensó que eso era raro, porque Sholem era un hombre de duro corazón.
Un jornalero del puerto, llamado Ismail, también ha declarado que había oído esto mismo de boca del prisionero.
Interrogado acerca de la manera como había obtenido el dinero, el asesino en un principio ha negado que estuviera en posesión de dicha suma y ha afirmado que no conocía a Sholem y que, por ser un verdadero creyente, el judío Zakari le odiaba. También ha dicho que Hakk e Ismail habían mentido.
Ante las severas preguntas del Comisionado Presidente del Tribunal, ha admitido posteriormente que estaba en posesión de una suma de dinero, pagada por Sholem a cambio de un servicio que él le había prestado. Pero Dhris Mohammed se ha negado a explicar en qué había consistido ese servicio. Al proseguir el interrogatorio, la actitud del acusado se volvió extraña y desequilibrada. Ha negado su responsabilidad en el asesinato de Sholem y, con blasfemias, ha invocado al Dios Verdadero como testigo de su inocencia.
El Comisionado Presidente, en vista de todo esto, ordena que el reo sea ahorcado, mediando el acuerdo de los otros miembros del Tribunal, por ser ésta la sentencia justa.