Latimer acabó el folio. Echó una mirada a Muishkin. El ruso se había tragado su ajenjo y examinaba la copa. Las miradas de ambos se cruzaron.
—El ajenjo —observó Muishkin— es una bebida excelente. Muy refrescante.
—Tómese otra copa.
—Si no le importa —sonrió Muishkin; señalando los papeles que tenía Latimer preguntó—: ¿Están en orden?
—Oh, sí, creo que sí. Pero las fechas son un tanto vagas, ¿verdad? Y tampoco veo que haya un informe del médico forense ni un intento de fijar la hora del crimen. En cuanto a las pruebas, me parecen terriblemente endebles. En rigor, nada ha sido probado.
Muishkin se mostró sorprendido.
—¿Para qué preocuparse de las pruebas? Ese negro era culpable, sin ninguna duda. Lo mejor era ahorcarle.
—Ya entiendo. Bueno, si no le molesta, seguiré leyendo las notas del juicio.
Muishkin se encogió de hombros, se estiró después en el sillón y llamó al camarero. Latimer volvió el folio para proseguir con la lectura.
DECLARACIÓN HECHA POR EL ASESINO DHRIS MOHAMMED, EN PRESENCIA DEL GUARDIA COMANDANTE DE LA CÁRCEL DE IZMIR Y CON LA COMPARECENCIA DE OTROS TESTIGOS FIDEDIGNOS
Dice el Libro que no debe salvarse aquel que mienta y yo declararé estas cosas con el fin de probar mi inocencia y de salvarme de la horca. He mentido antes, pero ahora diré la verdad. Soy un verdadero creyente. No existe otro dios que el Dios Verdadero.
No he asesinado a Sholem. Le digo a usted que yo no le he asesinado. ¿Para qué habría de mentir, ahora? Sí, lo explicaré todo. No he sido yo, Dimitrios ha sido quien ha asesinado a Sholem.
Le diré quién es Dimitrios y usted me creerá. Dimitrios es un griego. Para los griegos, él es griego; pero para los verdaderos creyentes, él también es creyente y sólo ante las autoridades se muestra como griego, porque tiene algunos papeles que ha firmado su padre adoptivo.
Dimitrios trabajaba con nosotros, empacando higos, y muchos le odiaban por su violencia y el veneno de su lengua. Pero yo soy un hombre que ama a los demás hombres como si fueran sus hermanos y a menudo hablaba con Dimitrios en el trabajo, y le explicaba la religión del Dios Verdadero. Y él siempre me escuchó.
Después, cuando los griegos huían ante los ejércitos victoriosos del Dios Verdadero, Dimitrios fue a mi casa y me pidió que le ocultara para no sufrir el terror de los griegos. Me dijo que era un verdadero creyente. De modo que le escondí. Después, nuestro glorioso ejército llegó para ayudarnos. Pero Dimitrios no podía partir, porque a causa de aquel papel firmado por su padre adoptivo, era un griego y temía por su vida.
De modo que siguió en mi casa y cuando salía a la calle iba vestido con ropas turcas. Así, un día me dijo ciertas cosas. El judío Sholem, me dijo, tenía mucho dinero, billetes griegos y monedas de oro, escondidos debajo del suelo del piso, en su habitación. Ya es hora, me decía, de que nos venguemos aquellos que no han insultado al Dios Verdadero y a su profeta.
Es intolerable, aseguraba, que un cerdo judío tenga todo ese dinero que, por derecho, les pertenece a los verdaderos creyentes. Y me hacía proposiciones para que fuéramos en secreto a casa de Sholem, y para que le amarráramos y cogiésemos el dinero.
Al principio sentí miedo, pero él me dio valor, me hizo reflexionar sobre las palabras del Libro, que dice que quienquiera que luche por la religión de Dios, ya sea vencido o bien obtenga la victoria, siempre encontrará una gran recompensa. Ahora mi recompensa es ésta: seré colgado como un perro.
Sí, ya seguiré adelante. Aquella noche, después del toque de queda, marchamos hacia la casa de Sholem y subimos a tientas por las escaleras, hasta la habitación del judío. La puerta estaba cerrada. Dimitrios llamó, mientras decía a gritos que era una patrulla que quería registrar la casa. Sholem, entonces, abrió la puerta.
Ya se había acostado y gruñó de mala manera porque le habíamos obligado a levantarse. Al vernos, invocó la protección de Dios e intentó cerrarnos el paso. Pero Dimitrios le cogió y le impidió moverse mientras yo, como habíamos planeado, entraba en el cuarto y lo registraba para encontrar aquella tabla del piso bajo la que el viejo guardaba su dinero.
Dimitrios, entretanto, había arrastrado a Sholem hasta la cama, lo había arrojado sobre el colchón e inmovilizado con una rodilla.
Muy pronto encontré la madera suelta y, lleno de alegría, me di la vuelta para decírselo a Dimitrios. Le vi de espaldas a mí; con una sábana mantenía cubierta la cara de Sholem, para ahogar sus gritos. Antes me había dicho que amarraría a Sholem con una cuerda que llevaba consigo. Pero en ese momento le vi desenfundar su cuchillo. Pensé que iba a cortar la cuerda, o algo así, y no le dije nada. Pero después, antes de que pudiera yo decir una palabra, Dimitrios hundió el cuchillo en la garganta del viejo judío y le degolló.
Vi que la sangre salía a borbotones de la herida, como si de una fuente se tratara, y vi también a Sholem. Dimitrios se había apartado y observaba al viejo; al cabo de unos segundos, se volvió para mirarme. Le pregunté entonces por qué lo había hecho y me contestó que había que matar a Sholem para que no nos denunciara a la policía. Sholem se revolcaba todavía sobre la cama, brotándole la sangre de la garganta, pero Dimitrios me dijo que estaba bien muerto. Luego, nos apoderamos del dinero.
Dimitrios, acto seguido, me dijo que era mejor que no saliéramos juntos, que cada uno cogiera su parte y que nos marcháramos por separado. Y así lo hicimos. Sentí miedo, porque Dimitrios tenía un cuchillo y yo no y pensé que tal vez estaba decidido a matarme.
Me había dicho que necesitaba un compañero que buscara el dinero mientras él aguantaba a Sholem. Pero ya me di cuenta en seguida de que Dimitrios había pensado matar al judío, desde el primer momento. ¿Por qué me pidió que lo acompañara, entonces? Hubiera podido encontrar fácilmente el dinero después de degollar al judío. Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.
Abandonamos el lugar por separado. Dimitrios me había dicho el día anterior que, cerca de la costa de Esmirna, había algunos barcos anclados griegos y que sabía que los capitanes de aquellos barcos aceptaban llevar refugiados que pudieran pagar la travesía. Creo que ha huido en alguno de aquellos barcos.
Ahora comprendo lo tonto que he sido y también que Dimitrios llevaba razón al sonreírme: él sabía muy bien que cuando mi bolsillo se llena, mi cabeza queda vacía. El sabía, y que las maldiciones de Dios caigan sobre él, que cuando peco emborrachándome soy incapaz de evitar que mi lengua se desmande. Yo no he asesinado a Sholem. Ha sido el griego Dimitrios quien le ha asesinado. Dimitrios…
(aquí el reo ha proferido numerosas obscenidades irrepetibles)
. En todo lo que he dicho no hay ni un ápice de mentira.
Como que Dios es Dios y Mahoma su Profeta, juro que he dicho la verdad. Por el amor de Dios, tened misericordia.
En una nota agregada al texto, se ponía de manifiesto que la confesión estaba firmada con la impresión de un pulgar y refrendada por las firmas de los testigos. El documento proseguía:
Se ha pedido al asesino una descripción del individuo llamado Dimitrios, a lo que ha respondido:
«Tiene el aspecto de un griego, pero no creo que lo sea, porque odia a sus propios compatriotas. Es más bajo que yo y su pelo es largo y liso. Su rostro muy inexpresivo y habla muy poco. Sus ojos son castaños y dan la impresión de cansancio. Muchos son los que le temen, pero no me lo explico, porque no es un hombre fuerte y yo podría partirle en dos sólo con mis propias manos.»
N.B.: su estatura es de 185 centímetros.
Se ha realizado una investigación acerca del sujeto llamado Dimitrios en la tienda donde se empacan los higos. Es conocido y mal visto. Nadie ha sabido nada de él durante las últimas semanas y se presume que ha muerto durante el incendio. Al parecer, esto es posible.
El asesino fue ejecutado en el noveno día del décimo mes del año 1922 del nuevo calendario.
Latimer volvió al texto de la confesión y la examinó con expresión pensativa… Parecía verdadera: respecto a esto, no cabía ninguna duda. Era cuestión de un sentimiento que surgía fuera de control. El negro Dhris había sido, obviamente, un hombre muy estúpido. ¿Cómo pudo haber inventado todos aquellos detalles de la escena en el cuarto de Sholem? Un individuo culpable que hubiera inventado su historia armaría seguramente su relato de una manera muy distinta. Y allí hacía alusión al miedo de que Dimitrios le asesinara también a él. De haber sido responsable de la muerte del judío, no se le habría pasado por la cabeza semejante idea. El coronel Haki había dicho que aquélla era una de esas historias que un hombre sólo es capaz de inventar con el solo fin de salvar su pellejo. El miedo excita increíblemente la imaginación, pero, ¿puede excitarla en ese sentido? Era evidente que las autoridades no se habían preocupado mucho por comprobar si la confesión era verdadera o no. Las pesquisas habían sido de una lamentable mezquindad y, a pesar de todo, cuanto se averiguó tendía a confirmar la confesión del negro.
Se suponía que Dimitrios había muerto durante el incendio. Pero no había ninguna prueba que apoyara tal suposición. No cabía ninguna duda de que colgar a Dhris Mohammed había resultado mucho más fácil que intentar, en medio de la terrible confusión de aquellos días de octubre, encontrar a un griego desconocido llamado Dimitrios. Por supuesto que Dimitrios había contado con esa posibilidad. Pero debido al fortuito traslado del coronel Haki al servicio de la policía secreta, se había visto finalmente implicado en aquel caso.
En cierta ocasión, Latimer había visto cómo un zoólogo amigo suyo iba reconstruyendo el esqueleto entero de un animal prehistórico, a partir de un trozo de hueso fosilizado. El trabajo le llevó unos dos años, y Latimer, el economista, se quedó maravillado ante el inagotable entusiasmo con que su amigo había llevado a cabo la tarea. Ahora, por primera vez, comprendía aquel entusiasmo. Después de haber desenterrado un pequeñísimo e informe fragmento de la personalidad de Dimitrios, anhelaba completar la estructura. El fragmento era muy pequeño, sin duda, pero era esencial.
El cuitado de Dhris jamás había tenido la más mínima oportunidad. Dimitrios se había servido de la obtusa mentalidad del negro, había jugado con su fanatismo religioso, con su simpleza, con su ansia de dinero, echando mano de una astucia que tenía algo de aterrador. «Pero dividimos el dinero en partes iguales y Dimitrios me sonrió, sin intentar matarme.» Dimitrios había sonreído. Y el negro había sentido tanto miedo ante aquel hombre al que podía haber partido en dos sólo con sus manos, que se había preguntado qué significaba aquella sonrisa cuando ya era demasiado tarde.
Aquellos ojos castaños, que reflejaban un gran cansancio, habían observado a Dhris Mohammed y le habían penetrado de manera perfecta.
Latimer dobló los folios, los guardó en su bolsillo y se volvió hacia Muishkin.
—Ciento cincuenta piastras es lo que le debo.
—Exacto —dijo Muishkin con su boca metida casi dentro de la copa. Había pedido otra al camarero: estaba a punto de terminarse su tercer ajenjo. Después de depositar la copa sobre la mesa, cogió el dinero que le ofrecía Latimer—. Usted me cae bien —aseguró con tono serio—; usted no tiene nada de esnob. Ahora se tomará un trago conmigo, ¿verdad?
Latimer echó una ojeada a su reloj.
—¿Por qué no cena usted conmigo, antes?
—¡Estupendo! —exclamó Muishkin al tiempo que se ponía en pie, con gran esfuerzo—. Estupendo —repitió; Latimer había advertido que en los ojos del traductor había un brillo distinto del habitual.
El ruso sugirió que fueran a un restaurante: era un lugar de luces tenues, lleno de espejos con marcos de terciopelo encarnado y volutas doradas, con manchas indelebles en los cristales; allí servían comida francesa. El local estaba abarrotado de clientes y el aire se había cargado con el humo de los cigarrillos.
Se sentaron en unas sillas tapizadas que desprendían un olor casi fétido.
—
Ton
[14]
—dijo Muishkin mientras echaba un vistazo a su alrededor; cogió el menú y después de algunas deliberaciones, eligió el plato más caro que había.
Acompañaron la comida con un vino resinoso, un jarabe casi, típico de Esmirna. Muishkin empezó a contar su vida. Odessa, 1918. Estambul, 1919. Esmirna, 1921. Los bolcheviques. El ejército de Wrangel. Kiev. Una mujer a la que llamaban El Carnicero. Utilizaban el matadero como prisión, porque la cárcel se había convertido en un matadero. Terribles, espantosas atrocidades. Un ejército aliado de ocupación. El sentido deportivo de los ingleses. La ayuda de los americanos. Chinches en las camas. Tifus. Los cañones Vickers. Los griegos… ¡oh, Dios, aquellos griegos! Verdaderas fortunas a la espera de que alguien las cogiera. Los kemalistas. La voz de Muishkin continuó oyéndose mientras fuera, más allá del humo de los cigarrillos, más allá del terciopelo encarnado, de las volutas doradas, de los manteles blancos, la penumbra de color amatista se había convertido en una noche profunda.
Otra botella de aquel vino parecido a un jarabe había sido depositada en la mesa. Latimer comenzaba a sentir que lo invadía el sueño.
—Y después de tanta locura, ¿dónde estamos ahora? —preguntaba él ruso; su inglés se había ido deteriorando de manera gradual; en esos momentos su labio inferior estaba húmedo y tembloroso por la emoción y Muishkin clavó en su anfitrión aquella fija mirada propia del borracho que está a punto de convertirse en filósofo—. ¿Dónde estamos ahora? —repitió la pregunta acompañándola con un golpe sobre la mesa.
—En Esmirna —respondió Latimer y, al punto, comprendió que había bebido demasiado vino.
Muishkin negó, sacudiendo la cabeza con un movimiento que revelaba su enfado.
—Estamos descendiendo velozmente hacia el maldito infierno —declaró—. ¿Es usted marxista?
—No.
Muishkin se inclinó hacia delante, como quien está a punto de hacer una confidencia.
—Yo tampoco —y comenzó a tironear de la manga de Latimer; el labio inferior le temblaba con violencia—. Soy un timador.
—¿De veras?
—Sí. —Rebuscó dentro de sus bolsillos—. Usted no es un esnob. Debo devolverle sus cincuenta piastras.
—¿Por qué?
—Cójalas —ordenó; las lágrimas se deslizaban por sus mejillas para ir a mezclarse con el sudor y todo convergía en la punta del mentón—. Le he estafado, señor. No tengo ningún amigo a quien pagarle ese dinero, ningún permiso, nada.