—Sus cumplidos son de exquisita delicadeza, monsieur —dijo con voz entrecortada—. ¡Quince años…! ¿Cómo quiere usted que recuerde a un hombre durante tanto tiempo? Santa Madre de Dios, creo que, después de todo, tendrían que pagarme una copa.
Latimer hizo una seña al camarero.
—¿Qué quiere tomar, madame?
—Champagne. Pero no esta porquería. El camarero ya lo sabe. ¡Quince años…! —Aún parecía divertida por esa idea.
—Pensábamos que, tal vez, apenas le recordaría —dijo Marukakis, en un tono frío—. Pero si un nombre significa algo para usted… Dimitrios… se trata de Dimitrios Makropoulos.
Madame Preveza estaba encendiéndose un cigarrillo. Con la cerilla encendida entre los dedos se detuvo. Sus ojos estaban clavados en el extremo del cigarrillo. Durante varios segundos, el único movimiento que Latimer advirtió en aquella cara fue el de las comisuras de los labios, descendiendo con lentitud.
De pronto, parecía que el ruido se hubiera aplacado en torno a ellos; el escritor pensó que tal vez tuviera algodón en los oídos.
Madame Preveza movió con gesto cansado la cerilla y la arrojó al cenicero que tenía ante sí. Sus ojos siguieron inmóviles. Después, con un tono muy suave, dijo:
—No me gusta su presencia aquí. Largo… Largo de aquí, ¡los dos!
—Pero…
—¡Largo de aquí! —repitió sin alzar la voz ni mover la cabeza.
Marukakis echó una mirada a Latimer, se encogió de hombros y se puso de pie. Latimer le imitó. La mujer esbozó un gesto de fastidio.
—Siéntense —ordenó con brusquedad—. No quiero escenas en este lugar.
Los dos hombres se sentaron.
—Madame, si usted nos explica cómo podemos largarnos sin ponernos en pie antes —dijo Marukakis ácidamente—, se lo agradeceríamos.
Los dedos de la mano derecha de Irana Preveza se movieron, veloces, para coger el pie de una copa. Por un momento, Latimer creyó que la mujer estrellaría la copa contra la cara del griego. Pero después sus dedos se abrieron, mientras ella decía algo en griego, con excesiva rapidez para que Latimer lograra comprenderlo.
Marukakis negó con un gesto.
—No, mi amigo no es policía. Es escritor de novelas y busca información.
—¿Por qué?
—Es un hombre curioso. Vio el cadáver de Dimitrios Makropoulos en Estambul, hace un mes o dos, y tiene curiosidad por saber algo más acerca de ese individuo.
Madame Preveza se volvió hacia Latimer y le aferró el brazo con fuerza.
—¿Ha muerto? ¿Está seguro de que ha muerto? ¿Ha visto usted mismo su cadáver?
Latimer asintió con un gesto. La actitud de aquella mujer le hacía sentirse como si fuera un médico que desciende por una escalera para anunciar que todo ha terminado.
—Le han acuchillado y le han arrojado al mar —dijo, pero en seguida se maldijo a sí mismo: había sido demasiado torpe.
En los ojos de la mujer brilló una emoción que Latimer no pudo identificar. Quizá, a su manera, ella le había amado. ¡Una parte de vida! Sin duda seguirían las lágrimas.
Pero no las hubo, sino una pregunta:
—¿Llevaba dinero encima?
Sin comprender, Latimer sacudió la cabeza.
—
Merde
! —exclamó madame, sin demasiada preocupación por el purismo—. Ese hijo de camella enferma me debía mil francos franceses. Y ahora jamás los volveré a ver.
Salop!
[22]
¡Largo de aquí, ustedes dos, antes de que les haga echar a la calle!
Poco faltaba para las tres y media de la madrugada cuando Latimer y Marukakis se marcharon de La Vierge St. Marie.
Las dos horas precedentes las habían pasado en el despacho privado de madame Preveza, una habitación con doble nivel en el piso, llena de muebles: un piano de cola, de madera de nogal cubierto con un chal de seda blanca, con flecos y pájaros pintados en los extremos, algunas mesillas con miniaturas y fruslerías, varias sillas, una palmera que languidecía en un tiesto revestido con cañas de bambú, un sofá y un escritorio muy grande, con una tapa plegable, de roble español. Conducidos por la dueña del club nocturno, Marukakis y Latimer habían llegado al despacho después de haber atravesado la cortina de terciopelo azul y de haber recorrido un tramo de escalera y un pasillo apenas iluminado, que tenía a ambos lados puertas numeradas; allí, el olor hizo pensar a Latimer en una clínica particular, muy cara, durante las horas de visita a los enfermos.
Por cierto que aquella invitación a subir al despacho había sido lo último que Latimer se esperaba. Había seguido muy de cerca la última exhortación para que se largaran. Pero madame se había mostrado apenada: les había pedido disculpas. Mil francos eran mil francos. Ahora podía estar bien segura de que no los volvería a ver jamás. Sus ojos se habían llenado de lágrimas. Latimer pensaba que aquella mujer era fantástica. La deuda databa del año 1923. No resultaba creíble que hubiera estado esperando la devolución del dinero, después de quince años. Tal vez en algún rincón de su cerebro había mantenido intacta la romántica ilusión de que algún día Dimitrios habría de llegar para cubrirla con una lluvia de francos. ¡El gesto clásico de los cuentos de hadas! Las noticias traídas por Latimer habían hecho añicos aquella ilusión y cuando se hubo disipado su ira, madame Preveza sintió que necesitaba un poco de simpatía a su lado. Quedaba olvidada aquella petición de información sobre Dimitrios. Los portadores de las malas noticias debían saber hasta qué punto habían sido malas aquellas nuevas. Irana Preveza estaba diciéndole adiós a una leyenda. Necesitaba, pues, una audiencia: una audiencia que fuera capaz de comprender hasta qué punto era ella una mujer tonta y generosa.
Y así, echando sal a la herida, había anunciado con cierta unción que la casa pagaba los tragos.
Marukakis y Latimer se sentaron en el sofá, en tanto que La Preveza prefería apoyarse en el escritorio. De uno de los innumerables casilleros del mueble, había sacado una libreta pequeña, con los ángulos superior e inferior derechos doblados por el uso. Después de pasar varias páginas, leyó:
—15 de febrero de 1923 —cerró la libreta con un golpe seco y levantó los ojos, poniendo a los cielos por testigos de la absoluta veracidad de aquella fecha—. Fue ese día; ese día le presté el dinero. Mil francos que Dimitrios me prometió con insistencia devolverme. Era un dinero que me debían a mí y que recibió el. Antes que hacer una escena (porque yo detesto las escenas), preferí decirle que le prestaba ese dinero. Y Dimitrios me aseguró que me lo pagaría, que al cabo de unas semanas recibiría mucho dinero. El recibió el dinero, pero jamás me ha pagado mis mil francos. ¡Y después de todo lo que he hecho por él!
»Yo había recogido a ese hombre en el arroyo, messieurs. Eso fue en diciembre. ¡Jesús, qué frío hacía! En las provincias del oriente la gente moría más de prisa que si les hubieran ametrallado… y yo he visto morir gente ametrallada. En aquella época yo no tenía un lugar como esta casa, ya me comprenderán ustedes. Desde luego que era una niña, entonces. A menudo recibía propuestas para posar para alguna fotografía. Una de esas fotografías era mi favorita. Llevaba una sencilla túnica de terciopelo blanco, ceñida a la cintura por un lazo, y una corona de pequeñas flores blancas. En mi mano derecha, que descansaba… así… sobre una bonita columna blanca sostenía una rosa roja… La han utilizado para una tarjeta postal,
pour les amoureux
[23]
, y el fotógrafo había pintado la rosa y también había hecho imprimir unos versos muy bonitos al pie de la fotografía.
Los párpados oscuros y húmedos de madame Preveza habían caído sobre sus ojos mientras ella recitaba con voz suave:
Je veux que mon coeur vous serve d'oreiller,
Et à votre bonheur je saurai veiller.
[24]
—Muy bonito, ¿verdad? —la sombra de una sonrisa le iluminaba los labios—. Oh, quemé todas mis fotografías hace años. A veces me he lamentado por ello, pero creo que he hecho bien. No es bueno estar recordando siempre el pasado. Por eso, messieurs, me he enfadado esta noche, cuando ustedes me hablaron de Dimitrios: porque él es el pasado. Y tienes que pensar en el presente y en el futuro.
»Pero Dimitrios no era un hombre al que se pueda olvidar con facilidad. He conocido a muchos hombres pero sólo he temido a dos en toda mi vida. Uno fue el hombre con quien me casé. El otro, Dimitrios. A veces te engañas a ti misma, ya me entienden ustedes. A veces piensas que quieres ser comprendida, cuando lo que quieres es que te comprendan a medias. Y si una persona te comprende de verdad, le temes. Mi marido me comprendía, porque me amaba y yo le temía por eso. Pero en cuanto él se cansó de amarme, me pude reír de él y dejé de temerle. Pero Dimitrios era distinto. Dimitrios me comprendió mejor que yo misma. Pero no me amaba. No creo que haya amado a nadie en ninguna ocasión.
»También pensé que un día yo sería capaz de reírme de el… pero ese día no llegó… jamás. Nadie podía reírse de Dimitrios. Lo he comprendido. Le odiaba y me he dicho a mí misma que era porque me debía aquellos mil francos. Y por eso lo he anotado en mi libreta. Pero me estaba mintiendo a mí misma. Me debía más de mil francos, mucho más. Siempre me había estafado con el dinero. Le odiaba porque le temía y no era capaz de comprenderle como él me comprendía a mí.
»En ese tiempo yo vivía en un hotel. Un lugar repugnante, lleno de escombros. El patrón era un gigantón asqueroso, pero mantenía buenas relaciones con la policía. Y mientras pagaras tu habitación estabas a salvo: aunque tus papeles no estuvieran en regla.
»Una tarde, mientras descansaba, oí que el patrón insultaba a alguien en el cuarto contiguo. Las paredes eran muy delgadas, de modo que pude oírlo todo. En un primer momento no presté atención, porque ese tío siempre le estaba gritando a alguien, pero al cabo de unos minutos escuché lo que decían, porque hablaban en griego y yo sé hablarlo. El patrón amenazaba con llamar a la policía si no recibía el pago de la habitación. No podía oír las respuestas, porque el otro hombre hablaba con una voz muy baja. Por último, el patrón se fue y se hizo el silencio. Ya me había adormilado cuando de pronto oí que el pomo de la puerta se movía. La puerta estaba cerrada con llave. Observé que el pomo giraba con lentitud hasta volver a su posición. Entonces alguien golpeó a la puerta.
»Pregunté quién era, pero no hubo respuesta. En ese instante pensé que tal vez se tratara de alguno de mis amigos y que quizá no había oído mi pregunta, de modo que fui hasta la puerta y la abrí. Fuera estaba Dimitrios.
»Me preguntó en griego si le permitía pasar. Le pregunté qué quería y me respondió que quería hablar conmigo. Le pregunté cómo sabía que yo hablaba griego, pero permaneció sin contestar. Y comprendí que ese hombre era mi vecino de habitación. Le había visto una o dos veces en la escalera y siempre me había parecido muy correcto y un tanto nervioso cuando me cedía el paso. Pero en ese instante no se le veía nervioso. Le dije que estaba descansando, que pasara más tarde si quería hablar conmigo. Pero Dimitrios sonrió, empujó la puerta para entrar, una vez dentro del cuarto, se apoyó contra la pared.
»Le dije que si no se iba llamaría al patrón; él sonrió apenas y siguió sin moverse. Me preguntó después si había oído lo que el patrón había hablado con él; le respondí que no. En uno de los cajones de mi mesa guardaba una pistola y me acerqué para cogerla. Tal vez Dimitrios adivinó mi intención: con disimulo se acercó hasta la mesa y se apoyó en ella, como si fuera el dueño del cuarto. Entonces me pidió que le prestara dinero.
»Nunca he sido tonta. Tenía un billete de mil
leva
cosido a la cortina, muy cerca del techo y sólo unas pocas monedas en mi bolso. Y le dije que no tenía dinero. No hizo ningún caso de mis palabras y comenzó a decirme que no había comido nada desde el día anterior, que no tenía ni un céntimo y que se encontraba mal. Pero mientras hablaba, durante todo ese tiempo, sus ojos no dejaron de moverse, mirando cada una de las cosas que había en el cuarto. Como si ahora mismo estuviera viéndole… Su cara era suave y ovalada, de piel pálida y ojos muy castaños, ansiosos, que te recordaban los ojos de un doctor cuando te está haciendo algo que ha de dolerte. Ese hombre me daba miedo. Le dije otra vez que no tenía dinero, pero que podía darle un trozo de pan, si él quería. Y me respondió: "Dame el pan."
»Saqué un trozo de pan de un cajón y se lo di. Se lo comió lentamente, apoyado siempre contra la mesa. Cuando hubo terminado con el pan, me pidió un cigarrillo. Se lo di. Entonces me aseguró que yo necesitaba un protector. Me pidió que escribiera una nota que él mismo me dictaría. Estaba dirigida a un hombre cuyo apellido yo jamás había oído y sencillamente le pedía cinco mil
leva
.
»Pensé que Dimitrios estaba loco y escribí la nota; firmé "Irana", nada más. Antes de irse me dijo que nos veríamos esa noche, en un café.
»Por supuesto, no acudí a la cita. A la mañana siguiente, Dimitrios volvió a golpear a mi puerta. Esta vez no quise abrirle. Se enfadó muchísimo y me gritó que tenía dos mil quinientos
leva
para mí. Desde luego que no le creí. Pero vi que por debajo de la puerta se deslizaba un billete de mil y oí la voz de Dimitrios advirtiéndome que tendría el resto cuando le abriese la puerta. O sea que le dejé pasar. En seguida me entregó los mil quinientos
leva
restantes. Le pregunté de dónde había sacado ese dinero y me respondió que había entregado, él en persona, la nota que yo había escrito a aquel hombre, quien le había dado el dinero sin rechistar.
»Siempre he sido una mujer discreta. Nunca me he interesado por conocer los verdaderos nombres de mis amigos. Dimitrios había seguido a uno de ellos hasta su casa, había averiguado cómo se llamaba y qué hacía (resultó ser un hombre importante) y días después, con mi nota en la mano le había amenazado con revelar nuestras relaciones a la mujer y a las hijas de aquel hombre, a menos que él le entregara esa suma de dinero.
»Me sentí llena de ira; le dije que por dos mil quinientos
leva
acababa de perder a uno de mis buenos amigos.
»Dimitrios me aseguró que él me conseguiría amigos más ricos que ése. Y también me hizo advertir que me había dado el dinero para demostrarme su seriedad, porque bien hubiera podido escribir él mismo la nota y ver después a mi amigo sin decírmelo.
»Comprendí que eso era verdad. Y también me di cuenta de que podía acudir a otros amigos míos y molestarles a menos que yo aceptara el trato. De modo que Dimitrios se convirtió en mi protector y verdaderamente me presentó hombres muy ricos. Al mismo tiempo, él se compraba ropas muy elegantes y a veces iba a los mejores cafés.