De cuando en cuando la mirada del coronel Haki buscaba los ojos de Latimer y esbozaba una sonrisa de disculpa. «Debo representar el papel de tonto… eso es lo que esperan de mí», venía a decir aquella sonrisa. «Pero no piense que me hace ninguna gracia.»
Más tarde, después de la cena, cuando los huéspedes comenzaban a mostrar menos interés en bailar que en entretenerse con la posibilidad de una partida combinada de póquer descubierto, el coronel cogió a Latimer del brazo y le condujo hacia la terraza.
—Debe perdonarme, mister Latimer —le dijo en francés—, pero tengo gran interés en hablar con usted. Estas mujeres… psé —Haki abrió una cigarrera casi debajo mismo de las narices de Latimer—: ¿Un cigarrillo?
—Gracias.
El coronel Haki echó un vistazo por encima de su hombro.
—En el otro extremo de la terraza se está más tranquilo —dijo y añadió, cuando se dispusieron a dirigirse hacia allí—: Sabe usted, hoy he venido especialmente para verle. Madame me dijo que usted estaba aquí y, en verdad, no he podido resistir la tentación de hablar con el escritor cuya obra tanto admiro.
Latimer murmuró un obligado agradecimiento a aquel cumplido: se encontraba en un aprieto, porque le resultaba imposible saber si el coronel se estaba refiriendo a sus obras de economía política o a sus novelas policíacas. En cierta ocasión ya había asombrado e irritado a un amable rector universitario que se había mostrado interesado por su «último libro»; Latimer le había preguntado al anciano si prefería que el asesino matara a sus víctimas a tiros o a golpes de porra.
Por otra parte, le parecía una pedantería preguntar qué parte de su obra era la preferida.
No obstante, el coronel Haki no aguardó a que hiciera la pregunta.
—He ordenado que me envíen desde París todas las novedades de
romans policiers
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—explicó—. No leo otra cosa que no sean
romans policiers
. Me gustaría que usted viera mi colección. Sobre todo me gustan las novelas inglesas y las americanas. Todas las mejores están traducidas al francés. Los mismos escritores franceses no me parecen demasiado interesantes; la cultura francesa carece de los elementos necesarios para que surja un
roman policier
de primera calidad. Estos días he añadido su
Une Pelle Ensanglantée
a mi biblioteca. ¡Formidable! Pero no he llegado a comprender del todo lo que el título significa.
Le llevó no poco tiempo a Latimer tratar de explicarle en francés el significado de «denominar a una laya, pala ensangrentada», y tratar de traducir el juego de palabras en una expresión que pudiera proporcionar (a los lectores de mente ágil) la clave esencial de la identidad del asesino, a partir del título mismo de la obra.
El coronel Haki escuchaba con interés, asintiendo con movimientos de cabeza; en un par de ocasiones, antes de que Latimer llegara al nudo de la explicación, le interrumpió para exclamar:
—Sí, ya entiendo, ahora lo veo con claridad.
—
Monsieur
—dijo Haki, cuando Latimer ya era presa de una desesperada impotencia—, me pregunto si usted me concedería el honor de comer conmigo algún día de esta semana. Creo —agregó con un aire de misterio— que tal vez pueda proporcionarle una ayuda interesante.
Latimer no comprendía en qué sentido podía ser ayudado por el coronel Haki, pero dijo que se sentiría muy honrado. De modo que acordaron encontrarse en el Pera Palace Hotel tres días después.
Latimer no volvió a pensar en aquella cita hasta la misma noche de la víspera del día fijado. Estaba sentado en un salón de su hotel, junto con el gerente de la sucursal de su banco de Estambul.
«Collinson —pensaba Latimer— es una buena persona, pero un compañero tedioso.» Su conversación consistía, casi de forma exclusiva, en referir las habladurías acerca de lo que hacían los integrantes de las colonias inglesa y americana en Estambul.
—¿Conoce usted a los Fitzwilliam? —podía comenzar la charla—. Es una lástima: le resultarían agradables. Pues bien, hace unos días…
Pero como fuente de información sobre las reformas económicas proyectadas por Kemal Ataturk se había revelado como un verdadero inútil.
—A propósito —dijo Latimer, después de escuchar un minucioso informe acerca de la conducta de aquella mujer turca y de su marido, un vendedor de coches americano—, ¿conoce usted a un hombre que se llama coronel Haki?
—¿Haki? ¿Por qué ha pensado en él?
—Porque mañana comeré con él.
Las cejas de Collinson se arquearon en su frente.
—¡Por Júpiter,
comerá
con él! —exclamó mientras se rascaba el mentón—. Pues, sí, he oído muchas cosas
acerca
de él —Collinson se detuvo, como si dudara—. Haki es uno de esos tíos de los que se oye hablar a menudo pero a los que jamás se les puede echar una mirada. De esa clase de personas que siempre está entre bastidores, ¿me comprende usted? En Ankara tiene más influencias que muchos de los hombres que se supone que están en la cúspide. En Anatolia fue uno de los hombres de Gazi; en 1919 desempeñó el cargo de diputado en el gobierno provisional. En esa época eran muchas las historias que me contaban sobre él. Era un demonio sediento de sangre, en todos los sentidos. Se decía algo sobre el modo como torturaba a los prisioneros. Pero después, ambas partes han hecho lo mismo y casi me atrevería a asegurar que han sido los soldados del Sultán quienes dieron peor ejemplo en este aspecto. También he oído decir que es un hombre capaz de beberse un par de botellas de whisky en poco rato y mantenerse tan sobrio como una rosa. De todos modos, esto no me lo creo. ¿Cómo ha sido que se ha topado usted con él?
Latimer se lo explicó.
—¿Cuál es su profesión? —preguntó—. No sé qué quieren decir estos uniformes.
Collinson se encogió de hombros.
—Bueno… he
oído
decir, a personas bien enteradas, que Haki es el jefe de la policía secreta, pero quizá eso no sea más que otro cuento. Esto es lo peor de este lugar: no puedes creer ni una palabra de todo lo que digan en el Club. Mire usted, precisamente el otro día…
Con algo más de entusiasmo que el que había abrigado días antes, Latimer se encaminó al día siguiente hacia la cita. Había juzgado al coronel Haki una especie de rufián y la vaga información de Collinson parecía confirmar ese juicio.
El coronel llegó con veinte minutos de retraso, y deshaciéndose en excusas, remolcó, de inmediato, a su invitado hasta el restaurante.
—Tomémonos un whisky con soda ahora mismo —anunció antes de pedir en voz alta una botella de «Johnnie».
Durante la mayor parte de la comida, Haki habló de las novelas policíacas que había leído, de la impresión que le habían producido, de sus opiniones acerca de los personajes y de su preferencia por los asesinos que mataban a sus víctimas a tiros.
Por último, con una botella de whisky casi vacía pegada a su codo y con un helado de fresas ante sí, Haki se inclinó hacia adelante, por encima de la mesa.
—Mister Latimer —volvió a decir—, creo que puedo ayudarle.
Por un segundo asaltó a Latimer la descabellada idea de que tal vez el coronel estaba a punto de ofrecerle un cargo en el servicio secreto de Turquía. A pesar de todo, consiguió responder:
—Oh, es usted muy amable.
—Ambicioné —prosiguió el coronel Haki— escribir yo mismo una buena novela policíaca. A menudo pienso que podría hacerlo de disponer del tiempo necesario. Este es el problema… el tiempo. Yo lo veo así. Pero… —el coronel hizo una solemne pausa.
Latimer aguardaba. Siempre se había encontrado con personas que estaban convencidas de ser capaces de escribir una novela detectivesca, en el caso de disponer del tiempo necesario.
—Sin embargo —repitió el coronel—, ya tengo planeado el argumento. Y me agradaría regalárselo a usted.
Latimer le aseguró que ese gesto era verdaderamente generoso.
El coronel rechazó con un ademán las palabras de agradecimiento.
—Sus libros me han colmado de placer, mister Latimer. Me hace feliz ofrecerle una idea para otro libro. No tengo tiempo para elaborarla yo mismo, y en cualquier caso —añadió con tono magnánimo—, estoy seguro de que usted la aprovechará mejor de lo que yo podría hacerlo.
Latimer farfulló alguna incoherencia.
—El escenario del relato —prosiguió el coronel, sus ojos grises clavados en el rostro de Latimer— es una casa de campo inglesa que pertenece a lord Robinson, un hombre de gran riqueza. En esa casa se desarrolla una típica reunión inglesa de fin de semana. Una noche, es descubierto el cadáver de lord Robinson, sentado en la biblioteca, ante su escritorio, con un disparo en la sien. La herida tiene los bordes chamuscados. Se ha formado un charco de sangre sobre el escritorio y ha empapado un papel. El papel es el nuevo testamento que lord Robinson estaba a punto de firmar. En el testamento anterior había dividido sus riquezas, en partes iguales, entre las seis personas, parientes y amigos, que están presentes en la casa. El nuevo testamento que no ha sido firmado porque lo ha impedido el disparo, lega todos sus bienes a uno solo de sus familiares. Por lo tanto —Haki apuntó con la cucharilla del helado, con gesto acusador, a su invitado antes de proseguir—, uno de los cinco invitados restantes ha de ser el culpable. Es lo lógico, ¿verdad?
Latimer abrió la boca, volvió a cerrarla y asintió con un movimiento de cabeza.
El coronel Haki abrió sus facciones a una sonrisa de triunfo:
—Allí está la trampa.
—¿La trampa?
—Lord Robinson no ha sido asesinado por ninguno de los sospechosos, sino por el mayordomo, cuya esposa había sido seducida por el lord. ¿Qué le parece? Buena, ¿verdad?
—Una idea muy ingeniosa.
Haki se echó hacia atrás en la silla y estiró los pliegues de su guerrera.
—Oh, no es más que una pequeña trampa, pero me alegra que le guste. Por supuesto, he elaborado cada una de las partes de la trama con el mayor detalle posible. El poli es un importante inspector de Scotland Yard, que se enamora de una de las sospechosas, una mujer guapísima, y para ahuyentar de ella las sospechas se decide a esclarecer el caso. Tiene gran valor literario. En fin, de todos modos, como ya le he dicho, tengo todo el argumento y los detalles escritos.
—Me interesaría muchísimo —dijo Latimer sinceramente— leer sus apuntes.
—Esperaba que me dijera eso. ¿Tiene prisa?
—No, ninguna.
—Pues entonces iremos a mi despacho y le enseñaré lo que tengo hecho. Lo he escrito en francés.
Latimer dudó tan sólo durante una fracción de segundo. En realidad no tenía ninguna otra cosa más interesante que hacer y podía ser una excelente experiencia ver el despacho del coronel Haki.
—Me encantará acompañarle —dijo, por último.
El despacho del coronel estaba situado en la parte superior de lo que quizá alguna vez fuera un hotel de segunda o tercera categoría; pero el edificio, por dentro, era una inconfundible oficina pública de Gálata. La puerta del despacho —una habitación grande— se abría en el extremo de un pasillo. Cuando entraron, un hombre vestido de uniforme se hallaba sentado ante el escritorio. Al ver al coronel, se puso en pie, hizo resonar sus tacones y dijo algo en turco. Haki le respondió y con un gesto le ordenó salir.
El coronel le señaló una silla a Latimer, le ofreció un cigarrillo y comenzó a rebuscar dentro de un cajón. Por fin, extrajo un par de folios mecanografiados y se los alargó a su visitante.
—Aquí está, mister Latimer.
La clave del testamento ensangrentado
. Este es el título que le he puesto, aunque aún no estoy seguro de que sea el mejor. Todos los títulos más sugerentes ya han sido utilizados, según creo haber descubierto. Pero ya pensaré en otras posibilidades. Léalo y no vacile en decirme con toda franqueza qué opina del tema y de la trama. Si estima necesario modificar algunos detalles, lo haré.
Latimer cogió los folios y empezó a leer, mientras el coronel, sentado en una esquina del escritorio, balanceaba una de sus piernas, larga y reluciente.
Latimer leyó los folios dos veces antes de dejarlos a un lado. No podía evitar un sentimiento de vergüenza: varias veces, durante la lectura, había sentido unas enormes ganas de echarse a reír. Pensó que había cometido un error al ir al despacho de Haki; pero ya que estaba allí, lo mejor sería marcharse lo antes posible.
—De momento no puedo sugerirle ningún cambio —dijo pausadamente—. Por supuesto que habrá que pensarlo todo con calma; es muy fácil cometer errores en este tipo de problemas. Hay mucho material que requiere cierta investigación. Las cuestiones que plantea el procedimiento legal británico, por ejemplo…
—Sí, sí, comprendo. —El coronel Haki se escabulló del escritorio y ocupó su silla—. Pero, ¿cree usted que podrá servirle esta historia?
—De veras le estoy profundamente agradecido por su generosidad —afirmó Latimer, con intención evasiva.
—Oh, de nada. Ya me enviará un ejemplar de la novela cuando la publiquen. —Hizo girar su silla y cogió el teléfono—. Haré que le preparen una copia para usted.
Latimer se arrellanó en una silla. ¡Muy bien! No llevaría mucho tiempo hacer una copia de ese texto. Oyó que el coronel hablaba con alguien por teléfono y le vio arrugar el ceño. Haki depositó el auricular en su sitio y se volvió hacia su huésped.
—¿Me permite que me ocupe un instante de un asunto, ahora mismo?
—Por supuesto.
El coronel cogió un grueso sobre de papel manila y comenzó a sacar de él algunos documentos en los que se detenía atentamente. Por fin, eligió uno de aquellos documentos y se entregó a una lectura atenta. El silencio en la habitación se había hecho profundo.
Latimer, fingiendo un interés, que no sentía, por su cigarrillo, observó al hombre sentado detrás del escritorio.
El coronel Haki pasaba con lentitud los folios del documento y en su rostro se advertía una expresión que Latimer no había visto antes. Era el aire de un experto que examina un asunto que conoce a fondo. En sus facciones se dibujaba una especie de reposo expectante que le hizo pensar a Latimer en un viejo y experimentado gato que estuviera observando a un joven e inexperto ratón.
En ese instante el escritor volvió a reconsiderar sus opiniones sobre el coronel Haki. Momentos antes había sentido una vaga compasión hacia él, tal como uno se compadece de una persona que, de manera inconsciente, hace el papel de tonto. Pero ahora comprendía que el coronel de ningún modo necesitaba esa compasión.