Read La máscara de Dimitrios Online

Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (32 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hágala.

—¿Ha pensado… le ruego que me disculpe… ha pensado que yo le entregaría a Dimitrios y por ese motivo ha rechazado su parte del dinero?

—Eso no lo he pensado, no se me había ocurrido.

—Me agrada oírselo decir —declaró solemnemente Peters—. Me sabría muy mal que usted pensara tal cosa de mí. Está en su derecho de no sentir ninguna simpatía hacia mí, pero me sentaría muy mal que me considerara un individuo carente de principios. Y le aseguro que ese pensamiento tampoco se me había ocurrido a mí. ¡Y ya ha visto a Dimitrios! Ya hemos discutido este tema usted yo; los dos hemos desconfiado el uno del otro y hemos tratado de protegernos de cualquier posible traición. Sin embargo, ha sido Dimitrios quien nos ha despertado esa idea. Ah, mister Latimer, he conocido a muchos hombres perversos y violentos, pero le podría probar que Dimitrios es un individuo único. ¿Por qué cree usted que le ha sugerido que yo podría traicionarle, mister Latimer?

—Me figuro que lo ha hecho con la idea de que la mejor manera de combatir contra un par de aliados es lograr que ambos se peleen entre sí.

Peters le obsequió con una de sus sonrisas.

—No, mi querido amigo. Esa argucia es demasiado ineficaz para que Dimitrios la utilice. De modo muy sutil, le ha sugerido que
usted
no necesitaba de mí en esta transacción y que podía eliminarme con facilidad: diciéndole dónde puede encontrarme.

—¿Pretende decir que se me ha ofrecido para asesinarle en mi favor?

—En efecto. Luego, sólo quedaría usted como contrincante. Claro que él ignora que usted desconoce el nombre que utiliza en la actualidad —dijo mister Peters con expresión pensativa; acto seguido se puso en pie y cogió su sombrero—. No, mister Latimer. Dimitrios no me gusta. Pero le ruego que no me interprete mal. Yo no soy una persona moral; sin embargo, reconozco que Dimitrios es una bestia salvaje. Ahora mismo, a pesar de que sé muy bien que he adoptado todas las precauciones necesarias, le temo. Me apoderaré del millón y me iré. Si pudiera autorizarle a usted para que lo entregase a la policía cuando hayamos terminado con él, lo haría de buena gana. Dimitrios no vacilaría ni un segundo, si estuviera en nuestra situación. Pero eso es imposible.

—¿Por qué?

Peters le dirigió al escritor una mirada llena de curiosidad.

—Al parecer, Dimitrios le ha causado un extraño efecto. No, denunciarle a la policía después de cobrar el dinero sería demasiado peligroso. Cuando tuviéramos que justificar la procedencia de ese dinero (porque, desde luego, no podemos esperar que Dimitrios guarde silencio al respecto), nos veríamos en un apuro. Es una lástima. Será mejor que salgamos, ahora. Dejaré el dinero de la habitación sobre la mesa. Y la maleta de
pourboire
[54]
.

Bajaron por la escalera en silencio. Al dejar Peters la llave en el tablero, el conserje, siempre en mangas de camisa, apareció con unas fichas en la mano y le pidió que las rellenara con sus datos. Peters le respondió que lo haría más tarde, a su regreso.

Ya en la calle, el gordo de los ojos acuosos se detuvo y se encaró con Latimer.

—¿Le han seguido alguna vez?

—No, que yo sepa.

—Pues ahora le seguirán. No creo que Dimitrios confíe realmente en que ese hombre pueda descubrir nuestro paradero, pero siempre se ha mostrado precavido —reflexionó mientras miraba por encima del hombro a Latimer—. Ah, sí. Estaba en ese mismo lugar cuando llegamos. No mire hacia atrás, mister Latimer. Es un hombre que lleva una gabardina gris y un sombrero oscuro, de fieltro. Ya le verá, dentro de un minuto.

La sensación de vacío, que había desaparecido después de la partida de Dimitrios, se apoderó una vez más del estómago de Latimer.

—¿Qué haremos ahora?

—Regresaremos en el metro, como ya le dije.

—¿Y con eso qué arreglaremos?

—Dentro de un minuto lo sabrá.

La estación de metro Ledru-Rollin estaba a cien yardas de distancia. Mientras se dirigían allí, Latimer sentía que los músculos de sus piernas se tensaban y sentía unas ridículas ganas de echarse a correr. De pronto comprendió que caminaba con rigidez, aunque apenas lograba darse cuenta de lo que hacía.

—No mire hacia atrás —repitió Peters.

Bajaron por la escalera del metro.

—Ahora no se aparte de mi lado —ordenó Peters.

Compraron dos billetes de segunda clase y comenzaron a andar por el túnel, en dirección a la zona donde paraban los trenes.

Era un túnel muy largo. Cuando pasaron a través de las barreras, Latimer se dijo que en ese momento podía echar un vistazo atrás. Al hacerlo, captó la vaga imagen de un hombre joven y poco pulcro, vestido con una gabardina gris; iba a unos dos metros de distancia. El túnel se bifurcaba en dos; en uno de ellos un letrero que rezaba: «Dirección Pte. de Charenton». El otro, en cambio, anunciaba: «Dirección Balard». Peters se detuvo.

—Lo prudente, ahora, sería aparentar que cada uno va a coger una dirección distinta —explicó el chantajista; con el rabillo del ojo observó al hombre que les seguía—. Sí, se ha detenido. Se está preguntando qué haremos ahora. Hable, mister Latimer, por favor, pero en voz no demasiado fuerte. Quiero oírle.

—¿Oírme?

—Quiero oír el ruido de los trenes. Esta mañana he pasado media hora aquí, escuchándolos.

—¿Pero por qué diablos? No comprendo…

Peters le cogió del brazo y él se interrumpió. A lo lejos se oía el chirrido de un tren.

—Dirección Balard —murmuró Peters de pronto—. Venga, vamos. No se aparte de mi lado y no vaya demasiado de prisa.

Se metieron en el túnel de la derecha. El ruido del tren aumentaba a cada instante. El túnel describía una curva. Frente a ellos había unas puertas verdes automáticas.


Vite!
[55]
—gritó Peters.

En ese momento, el tren se encontraba ya dentro de la estación. La puerta automática comenzó a deslizarse lentamente hacia el centro de la entrada a la plataforma. Cuando Latimer la alcanzó, pudo pasar con cierta holgura; por encima de su cabeza, resonó el silbido de los frenos neumáticos y también pudo oír el ruido de unos pies presurosos.

Latimer miró a su alrededor; a pesar de que la barriga de mister Peters había sufrido cierta compresión, el gordo había logrado deslizarse por entre las hojas de la puerta y se encontraba ya en la plataforma. Pero el hombre de la gabardina gris, a pesar de su rápida carrera en los últimos metros, no la alcanzó a tiempo. Allí estaba, al otro lado de los cristales, roja de ira su cara, sacudiendo sus puños amenazadores.

Subieron al tren casi sin resuello.

—¡Excelente! —suspiró Peters, feliz—. ¿Ha visto, mister Latimer?

—Muy ingenioso.

El ruido del tren hacía imposible la conversación.

Peters tocó el brazo de su acompañante. Habían llegado a Chatelet. Bajaron y cogieron la
correspondance
[56]
Porte d'Orléans, dirección St. Placide. Al llegar, mientras bajaban andando por la rue de Rennes, Peters canturreaba suavemente. Pasaron ante la puerta de un café.

Peters dejó de canturrear.

—¿Quiere tomar un café, mister Latimer?

—No, gracias. ¿Qué hay de esa carta para Dimitrios?

Peters dio unos golpecitos sobre su bolsillo.

—Ya está escrita. La hora, las once en punto. En avenue de la Reine, esquina boulevard Jean Jaurès: allí se hará la entrega. ¿Querrá ir usted también o se marchará de París mañana? —Antes de que Latimer tuviera tiempo para responder, Peters prosiguió—: Lamento profundamente tener que decirle adiós, mister Latimer. Me ha encantado conocerle; en general, nuestra alianza ha sido muy agradable. Y también me ha dado buenos frutos. Sí —suspiró el chantajista—, me siento algo culpable, mister Latimer. Ha sido tan paciente y tan servicial conmigo que eso de marcharse sin ninguna compensación… ¿No aceptaría mil francos? —preguntó con un tono en el que vibraba la ansiedad—. Podría cubrir parte de sus gastos con ese dinero.

—No, gracias.

—No, desde luego que no. Pero, al menos, aceptará un vaso de vino, mister Latimer. ¡Sí, eso es! Vamos a celebrarlo. Venga, mister Latimer. Hay que saber disfrutar los pequeños placeres de la vida. Mañana por la noche recibiremos el dinero juntos. Usted tendrá la satisfacción de ver unas gotas de sangre de ese cerdo de Dimitrios. Y después lo celebraremos con un vaso de vino. ¿Qué le parece a usted?

Se habían detenido en la esquina de la manzana que contenía la impasse. Latimer miró con fijeza los ojos acuosos de mister Latimer.

—Me atrevería a asegurar —comenzó a decir subrayando cada una de sus palabras con especial énfasis— que usted se ha dicho que existe la posibilidad de que Dimitrios se decida a desafiar sus amenazas y que lo más sensato sería tenerme aquí, en París, hasta que el dinero esté en su bolsillo.

Los párpados se deslizaron lentamente sobre los ojos de Peters.

—Mister Latimer, no creo que… —empezó a decir el gordo, con amargura en la voz—. Jamás hubiera creído que usted fuera capaz de pensar semejante cosa de mí…

—Bueno, me quedaré en París —le interrumpió Latimer, irritado: había malgastado tantos días que uno más poco importaba—. Mañana iré con usted. Pero quiero ponerle ciertas condiciones: en vez de vino, champaña, y francés, no de Meknes; y tendrá que ser de las cosechas de los años mil novecientos diecinueve, veinte o veintiuno. Una botella —añadió vengativamente— le costará no menos de cien francos.

Peters abrió los ojos: encaraba la adversidad con valentía.

—Tendrá su champaña, mister Latimer.

15. La extraña ciudad

Peters y Latimer ocuparon sus posiciones en la esquina de avenue de la Reine y del boulevard Jean Jaurès a las diez y media de la noche. A esa misma hora, el coche alquilado debía recoger al mensajero de Dimitrios, junto al cementerio de Neuilly.

La noche era fría y poco después de la llegada de ambos hombres al lugar de la cita comenzó a llover. Se refugiaron en el ampli o portal de un edificio que se alzaba sobre la avenue, a pocos metros de la esquina, en dirección al Pont St. Cloud.

—¿Cuánto tiempo tardarán? —preguntó Latimer.

—Le he dicho que les espero hacia las once. Tienen media hora para recorrer el trayecto desde Neuilly. Podrían llegar en menos tiempo, pero les he pedido que se aseguren muy bien de que nadie les sigue y que, si sospechan algo al respecto, regresen de inmediato a Neuilly. No correrán ningún riesgo. El coche es un Renault, de dos puertas. Tendremos que tener paciencia.

Aguardaron en silencio. Cada vez que un coche se acercaba, proveniente de la parte del río, Peters se asomaba desde el portal para comprobar si se trataba del Renault alquilado.

El agua de lluvia que bajaba por la pendiente de la calle, entre los desniveles de las piedras de la calzada, formaba charcos junto a los pies de ambos hombres.

De pronto, Peters emitió un gruñido:


Attention!
[57]
.

—¿Ya vienen?

—Sí.

Por encima del hombro de Peters, Latimer observaba la calle. Desde la izquierda se acercaba a ellos un Renault. A medida que se aproximaban al lugar, el coche disminuía su velocidad, como si el conductor desconociera el camino a seguir. El automóvil pasó junto a ellos; en los haces de luz de sus faros brillaron las gotas de la lluvia; el coche se detuvo a unos pocos metros de distancia. En medio de la oscuridad podía verse el contorno de la cabeza y los hombros del conductor; los cristales posteriores estaban velados por sendas cortinillas. Peters metió su mano en el bolsillo de la gabardina.

—Espere aquí, por favor —dijo a Latimer antes de encaminarse al coche.

El escritor oyó que su compañero preguntaba en francés al conductor:
Ça va?
[58]
. La respuesta fue un
oui
apagado. Peters abrió la puerta y se inclinó hacia dentro del coche.

Casi de inmediato retrocedió un paso y cerró la puerta. En su mano izquierda sostenía un paquete.


Attendez
—ordenó Peters al conductor antes de dirigirse hacia el lugar donde Latimer le estaba esperando.

—¿Todo en orden? —preguntó el escritor.

—Eso creo. ¿Puede encender una cerilla, por favor?

Latimer lo hizo. El paquete tenía el tamaño de un libro grande y un espesor de unos cinco centímetros; por fuera se veía un papel azul y un cordel. Peters rompió el papel en uno de los extremos del paquete; quedaron a la vista los apretados billetes de mil. El chantajista suspiró:

—¡Estupendo!

—¿No los contará?

—Ese placer lo reservaré para la paz de mi hogar —respondió Peters con grave expresión.

El satisfecho gordo bajó a la calzada y alzó una mano, después de guardar el paquete en un bolsillo de la gabardina.

El Renault se puso en marcha de un brinco, describió un amplio círculo y emprendió el regreso a toda velocidad, bajo la lluvia. Peters lo veía alejarse con una sonrisa suave entre los labios.

—Una mujer muy bonita —dijo—. Me gustaría saber quién es. En fin, en realidad prefiero el millón de francos. Ahora cogeremos un taxi, mister Latimer. El champaña que usted me ha pedido nos está esperando. Y creo que nos lo hemos ganado.

Encontraron un taxi cerca de la Porte St. Cloud. Peters sólo quería hablar de su éxito.

—Con una persona como Dimitrios hay que ser firme y circunspecto. Nada más. Le hemos planteado la cuestión como había que hacerlo. Le hemos hecho ver que no tenía más alternativa que la de aceptar nuestras condiciones y ya está todo solucionado. Un millón de francos. ¡Estupendo! Casi me sentí tentado a pedirle dos millones. Pero hubiera sido una insensatez mostrarse codicioso. Tal como están las cosas, él cree que le seguiremos pidiendo dinero, que tendrá tiempo para disponer de nuestras vidas, como lo ha hecho con la de Visser. Ya comprobará que se ha equivocado.

»Todo esto me produce una enorme satisfacción, mister Latimer: una satisfacción enorme para mi orgullo y para mi bolsillo. En cierto sentido, creo que he vengado al pobre Visser. También yo he sufrido mucho. Ahora he conseguido mi recompensa —sentenció mientras acariciaba su bolsillo—. Sería divertido ver a Dimitrios cuando comprenda que ha sido engañado. Es una verdadera lástima que no podamos.

—¿Se irá de París en seguida?

—Eso tengo pensado. Quiero satisfacer un capricho: ver algo de Sudamérica. No iré a ese país de adopción, desde luego. Una de las condiciones que me impusieron para concederme la nacionalidad fue ésta: no pisar jamás esa tierra. Es una condición muy triste, porque por razones sentimentales me gustaría conocer mi país adoptivo. Pero no se puede hacer nada. Soy un ciudadano del mundo y seguiré siéndolo.

BOOK: La máscara de Dimitrios
4.65Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Green Red Green by Red Green
The Last Empire by Plokhy, Serhii
The Murderer is a Fox by Ellery Queen
Dark of Night - Flesh and Fire by Jonathan Maberry, Rachael Lavin, Lucas Mangum
The Book of the Damned by Charles Fort
Desolation Island by Patrick O'Brian
Big Easy Temptation by Shayla Black Lexi Blake
LunarReunion by Shona Husk
The Shop on Blossom Street by Debbie Macomber