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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (14 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
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—¿Qué diablos significa esto? —preguntó con voz ronca y echando, después, un par de maldiciones; en verdad es que no se había propuesto soltar tacos: no era un hombre que acostumbraba a hacerlo; y en ese momento comprendió que la ira le estaba haciendo temblar. Echó una mirada furibunda a los húmedos ojos de Peters.

El obeso intruso bajó la pistola y se sentó en un borde del colchón.

—Esta situación es muy embarazosa —dijo con una expresión de desdicha en la cara—. No esperaba que regresara tan pronto. Su
maison close
[26]
debe haberle resultado poco agradable. Las inevitables muchachas armenias, por supuesto. Están bien para un rato, pero después no son más que unas rústicas. Muy a menudo he dado en pensar que este enorme mundo en el que vivimos quizá sería un lugar mucho más bonito si… —se detuvo—. En fin, de esto podríamos hablar en alguna otra ocasión. —Con un gesto cuidadoso puso los restos del tubo de crema dental sobre la mesa de noche—. Había pensado dejar todo esto un poco mejor arreglado antes de marchar —agregó.

Latimer decidió que debía ganar tiempo.

—¿Libros incluidos, mister Peters?

—¡Oh, sí! ¡Los libros! —sacudió la cabeza con un marcado aire de abatimiento—. Un acto de vandalismo. Un libro es una cosa bonita, un jardín lleno de bellas flores, una alfombra mágica sobre la que puedes volar hacia lugares desconocidos. Lo siento. Pero ha sido necesario.

—¿Qué ha sido necesario? ¿De qué me está hablando usted?

Peters sonrió: era una sonrisa triste, que arrastraba un viejo sufrimiento.

—Un poco de franqueza, mister Latimer,
por favor
. Sólo puede haber una única razón por la que se haya de registrar su habitación y usted la conoce tan bien como yo mismo. Puedo comprender cuál es su problema. Ahora mismo usted se pregunta en qué situación exactamente me encuentro yo. Si le sirve de consuelo, podría asegurarle que mi problema consiste en que me estoy preguntando en qué situación se encuentra precisamente
usted
.

Aquello era fantástico. En medio de su exasperación, Latimer había olvidado su miedo. Llenó de aire sus pulmones.

—Mire usted, mister Peters o cualquiera que sea su nombre. Estoy muy cansado y quiero acostarme. Si no recuerdo mal, hice el viaje con usted en un tren, desde Atenas, hace ya varios días. Según creo recordar, usted se dirigía a Bucarest. Por mi parte, he estado aquí, en Sofía. He salido con un amigo. Y regreso a mi hotel para encontrar mi habitación convertida en un lamentable campo de batalla, mis libros destrozados y usted blandiendo una pistola en su mano, en mis propias narices. He llegado a la conclusión de que es usted un ratero, un ladrón o un borracho. De su pistola que, se lo digo sinceramente, me da miedo, he pensado que me autorizaba a pedir auxilio. Pero también he pensado que los ladrones no tienen por costumbre buscar a sus víctimas en coches-litera de primera clase ni destrozarles los libros. Además, no me parece que esté usted borracho. Como es natural, he comenzado a preguntarme si no estará usted loco. Si lo está, no puedo hacer otra cosa que entretenerle, por supuesto, y esperar que la cosa no pase a mayores. Pero si está usted relativamente cuerdo, debo pedirle una vez más una explicación. Lo repito, mister Peters: ¿qué diablos significa esto?

Los ojos colmados de lágrimas de Peters permanecían entornados.

—¡Perfecto! —dijo el intruso, casi en éxtasis—. ¡Perfecto! No, mister Latimer, manténgase alejado de ese timbre, por favor. Así es mejor. Sabe usted: por un momento casi me ha convencido de su sinceridad. Casi. Pero, desde luego, no del todo. No está bien que trate de engañarme. No, no está bien, y además es una falta de consideración y supone una lamentable pérdida de tiempo.

Latimer dio un paso hacia delante.

—Escúcheme usted…

La Lüger se elevó bruscamente. La sonrisa abandonó la boca de Peters, cuyos fláccidos labios se entreabrieron. Tenía el aspecto de un individuo visceral, peligroso. Latimer volvió a su posición anterior de inmediato. La sonrisa volvió a distender lentamente aquellos labios.

—Vaya, mister Latimer. Sea un poco franco, por favor. No he pensado hacerle ningún daño. No he buscado esta entrevista. Pero, ya que ha regresado a hora tan intempestiva, y en vista de que ya no le podré ver dentro de los esquemas de, digámoslo así, una desinteresada amistad, seamos francos el uno con el otro —Peters se inclinó hacia delante—. ¿Por qué está tan interesado en Dimitrios?

—¡Dimitrios!

—Sí, mi querido mister Latimer, Dimitrios. Usted ha venido desde el Levante. Dimitrios también había llegado desde allí. En Atenas usted ha buscado con empeño los datos de ese hombre en los archivos de la comisión de socorro. Aquí, en Sofía, usted se ha valido de un agente para tener acceso a los antecedentes policiales de ese individuo. ¿Por qué? Espere un poco antes de responder. No siento ningún odio hacia usted; ni le deseo ningún mal. Créame, se lo aseguro. Pero ocurre que yo también estoy interesado en Dimitrios y por ese motivo estoy interesado en usted. Ahora, mister Latimer, dígame con franqueza cuál es su situación. Explíqueme (y le pido excusas por la expresión) cuál es su juego.

Latimer guardó silencio durante unos instantes. Trataba de pensar de prisa, pero era incapaz de hacerlo. Se encontraba confuso. Había llegado a creer que Dimitrios era algo tan exclusivamente suyo, un problema tan académico como el de la autoría de un poema lírico anónimo del siglo dieciséis. Y he aquí que ahora se había presentado aquel odioso Peters, con su dios zaparrastroso y sus sonrisas y su pistola Lüger, reivindicando sus derechos, como si él, Latimer, fuera el intruso, en realidad. Desde luego que no existía motivo alguno para sorprenderse. No cabía duda de que Dimitrios tenía que haber conocido a mucha gente. Sin embargo, de modo instintivo o inconsciente, Latimer había pensado que todos debieron haber muerto junto con Dimitrios. Era una tontería, por cierto, pero…

—Bueno, mister Latimer —la sonrisa del gordo no había perdido ni un ápice de su dulzura, pero en esas palabras su voz ronca había adquirido un timbre que hizo pensar a Latimer en un niño que estuviera arrancando las patas a una mosca.

—Creo que de responder a sus preguntas —dijo— tendría usted que permitirme hacerle unas preguntas, por mi parte. En otras palabras, mister Peters: si usted me dice cuál es su juego, le hablaré del mío. No tengo nada que esconder, por cierto, pero tengo una curiosidad que satisfacer. ¿Le importaría decirme qué esperaba encontrar aquí… en las páginas de mis libros o en el tubo de crema dental?

—He buscado una respuesta a mis preguntas, mister Latimer. Pero lo único que he encontrado ha sido esto —y le alargó un trozo de papel hacia Latimer; era la tabla cronológica que el escritor había hecho en Esmirna, y que, según él creía recordar, había quedado plegado, entre las páginas de un libro que estaba leyendo—. Ya ve usted, mister Latimer, pensé que si escondía ciertos papeles entre las páginas de un libro, bien podría esconder otras cosas más interesantes en las encuadernaciones de las tapas.

—Pero si yo no había escondido ese trozo de papel.

Peters, al parecer, ni siquiera se percató del sentido de aquella frase, sino que alzó el papel, delicadamente cogido entre el pulgar y el índice, tal como lo hubiera hecho un profesor que estuviera a punto de juzgar el trabajo de uno de sus alumnos. Peters sacudió la cabeza.

—¿Es esto todo lo que usted sabe de Dimitrios, mister Latimer?

—No.

—¡Ah! —el gordo echó una mirada patética a la corbata de Latimer—. Ahora bien, ¿quién es, me pregunto yo, este coronel Haki, que parece estar tan bien informado y ser tan indiscreto? El apellido es turco. Y el pobrecito Dimitrios nos ha sido arrebatado en Estambul, ¿verdad? Y usted ha iniciado este viaje en Estambul, ¿no es cierto?

Con un gesto involuntario, Latimer asintió y en ese mismo instante se hubiera propinado a sí mismo una buena patada: la sonrisa de Peters se había iluminado.

—Gracias, mister Latimer. Ya veo que está preparado para cooperar. Veamos, pues. Usted estaba en Estambul; también estaba allí Dimitrios y otro tanto ocurría con el coronel Haki. Aquí hay una anotación sobre un pasaporte a nombre de Talat. Ese también es un apellido turco. Y aquí dice Adrianópolis y, a su lado, ha sido escrita la frase «atentado contra Kemal». «Atentado…» ¡Ah, sí! Me figuro que usted ha traducido literalmente la palabra francesa
attentat
. ¿No quiere decirme nada? Bueno, bueno. Supongo que es mejor que demos por sentado que es así. ¿Sabe usted?, tengo la impresión de que ha estado leyendo un
dossier
de la policía turca. ¿No es así?

Latimer comenzaba a sentirse como un perfecto idiota. Y sólo atinó a decir:

—No creo que pueda avanzar demasiado por ese camino. Se ha olvidado que por cada pregunta que me haga tendrá que responderme a otra mía. Por ejemplo: me interesaría muchísimo saber si usted alguna vez ha conocido a Dimitrios de verdad.

Peters le echó una mirada y se mantuvo en silencio. Al cabo de algunos segundos, dijo tranquilamente:

—No me parece que esté usted muy seguro de sí mismo, mister Latimer. Tengo la impresión de que yo podría decirle muchas más cosas de las que usted podrá decirme a mí. —La Lüger desapareció dentro de uno de los bolsillos de la chaqueta de Peters mientras él se ponía en pie—. Debo irme —agregó.

Eso no era, de ninguna de las maneras, lo que Latimer había esperado ni tampoco lo que quería que ocurriese, pero logró mantener la calma al decir:

—Buenas noches.

El obeso visitante se encaminó hacia la puerta. Pero se detuvo junto a la jamba.

—Estambul —le oyó murmurar Latimer, con voz que denotaba un activo análisis—. Estambul. Esmirna, 1922. Atenas, en el mismo año. Sofía en 1923. Adrianópolis… no, porque ha venido de Turquía. —Con un movimiento brusco, Peters giró sobre sí mismo—. Me estoy preguntando, ahora mismo… —hizo una pausa y luego, al parecer, decidió proseguir— me estoy preguntando si no será una estupidez de mi parte suponer que usted debe haber pensado ir a Belgrado los próximos días. ¿Lo hará usted, mister Latimer?

Latimer sintió que lo cogía por sorpresa y, aun cuando comenzó a decir con tono firme que no era más que una tontería que Peters supusiera tal cosa, supo por la sonrisa triunfante de su interlocutor que su sorpresa había sido detectada e interpretada con corrección.

—Belgrado le encantará —continuó Peters en un tono exultante—; es una ciudad muy hermosa. Las vistas desde el Terazija y el Kalemegdan son magníficas.

Latimer quitó las sábanas que cubrían la silla y se sentó cara a su interlocutor.

—Mister Peters —dijo—, en Esmirna he podido examinar ciertos
dossiers
policiales de hace quince años. Después de mis pesquisas descubrí que esos mismos papeles habían sido examinados tres meses antes por otra persona. Ahora me pregunto si no le importará decirme si esa persona era usted mismo.

Los ojos lacrimosos del gordo Peters permanecieron fijos en el vacío. Una arruga apenas visible le atravesaba la frente. Como si quisiera controlar algún posible error de entonación en la voz de Latimer, le rogó:

—¿Sería usted tan amable de repetir esa pregunta?

Latimer la repitió.

Hubo otro silencio. Después Peters sacudió la cabeza con un firme movimiento:

—No, mister Latimer, no era yo.

—Pero usted ha estado haciendo averiguaciones sobre Dimitrios en Atenas, ¿no es cierto? Usted es la persona que llegó a aquella oficina mientras yo preguntaba por Dimitrios, ¿verdad? Creo recordar que salió muy de prisa de allí. Por desgracia, yo no me fije, pero el empleado sí lo hizo y comentó algo al respecto. Y fue por su propia voluntad, no por una casualidad, por lo que hizo el viaje a Sofía en el mismo tren que el mío, ¿no es verdad? También se encargó de sonsacarme (y debo admitir que lo ha hecho con gran astucia) en qué hotel me hospedaría, antes de que yo fuera a parar aquí. ¿Me he equivocado en algo?

Peters había vuelto a desplegar su sonrisa resplandeciente. Hizo un gesto negando.

—No, mister Latimer, no se ha equivocado. Sé todo lo que usted ha hecho a partir del momento en que se marchó de la oficina de Atenas. Ya le he dicho que me interesa cualquier persona interesada por Dimitrios. Supongo que ya habrá averiguado todo lo que había de averiguar acerca de ese hombre que estuvo en Esmirna antes que usted, ¿no es así?

La última frase había sido articulada en un tono tal vez demasiado casual. Latimer respondió:

—No, mister Peters, no lo he averiguado.

—Pero sin duda se habrá interesado por conseguirlo.

—No mucho.

El gordo suspiró.

—Creo que usted no está hablando con franqueza. Todo saldría mejor si…

—¡Oiga! —le interrumpió Latimer con rudeza—, estoy dispuesto a serle franco: usted está haciendo grandes esfuerzos para sonsacarme lo que pueda. No le permitiré que lo logre. Y que esto quede bien claro. Le he hecho un ofrecimiento: si usted responde a mis preguntas, yo responderé a las suyas. Las únicas preguntas que me ha contestado, de momento, son aquellas cuyas respuestas ya había supuesto o intuido yo mismo. Todavía me pregunto por qué le interesa a usted Dimitrios, un hombre que está muerto.

»Usted me ha dicho que podría decirme más de lo que yo podría decirle a usted. Tal vez sea así. Pero yo, mister Peters, creo que le importa más a usted obtener mis respuestas que a mí oír las suyas. Irrumpir en las habitaciones de un hotel y hacer estos destrozos no es una actividad propia de quien lleva a cabo una investigación con espíritu desinteresado. Y, para serle sincero, he de decirle que no logro imaginarme por qué motivo puede estar usted interesado por Dimitrios. Ni se me ha ocurrido pensar que tal vez Dimitrios guardara parte del dinero obtenido en París… Usted estará enterado de todo eso, supongo… —En respuesta a una débil inclinación de cabeza afirmativa, Latimer prosiguió—: Sí, por supuesto, ya se me había ocurrido que lo sabría. Pero, como le he dicho ya, no puedo creer que Dimitrios haya ocultado su tesoro y que usted se esfuerce por encontrarlo. Por desgracia mi información niega esa posibilidad. Las pertenencias de Dimitrios estaban en el depósito de cadáveres, en la mesa en que descansaba el suyo: allí no había ni siquiera un penique; sólo un montón de ropas baratas. En cuanto a…

Peters se había acercado al escritor y le observaba con una peculiar expresión en su rostro. Latimer dejó que la frase que había iniciado se desvaneciera en el aire, en el silencio de la habitación. Al cabo de unos segundos preguntó:

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