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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (28 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
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Latimer se echó a reír, aunque con desgana.

—¿Y usted cree de verdad que Dimitrios aceptara ese plan suyo?

—Si a su muy entrenada mente, mister Latimer, se le puede ocurrir un plan más ingenioso que el mío, le aseguro que me sentiré increíblemente feliz…

—Mi muy entrenada mente, mister Peters —interrumpió el escritor—, está pensando cuál puede ser el mejor modo de hacer llegar a la policía la información que usted acaba de proporcionarme con tanto detalle.

La sonrisa de Peters empalideció.

—¿La policía? ¿Qué información, mister Latimer? —preguntó con un tono suave.

—Pues… les diré que… —Latimer comenzó a hablar con cierta impaciencia, pero se detuvo casi de inmediato, con un gesto de perplejidad en el rostro.

—En efecto; así es —aprobó mister Peters con un movimiento de cabeza—. Usted no posee ninguna información verdadera que pueda transmitir. Si acude a la policía turca, logrará que pidan a la policía francesa fotografías de Manus Visser y que comprueben su identidad.

»¿Qué puede ocurrir después? Sabrán que Dimitrios Makropoulos está vivo. Y eso será todo. Como usted recordará, no le he dicho el nombre que Dimitrios utiliza en la actualidad y tampoco le he dicho las verdaderas iniciales. Sería imposible que usted descubriera su pista en Roma, tal como Visser y yo lo hicimos. Tampoco sabe usted el nombre de madame la Comtesse.

»En cuanto a la policía francesa, no creo que se vayan a mostrar muy interesados por la suerte de un holandés criminal y deportado; y me parece que no les interesará demasiado saber que en algún lugar de Francia vive un griego que usa un nombre falso y que en 1922 mató a un hombre en Esmirna.

»Ya ve, mister Latimer: no puede hacer nada sin mí. Por supuesto que, si Dimitrios se mostrara poco accesible, será prudente poner todo esto en conocimiento de la policía. Pero no creo, por ahora, que Dimitrios crea ningún problema. Es un hombre de elevada inteligencia. Además, mister Latimer, ¿por qué desdeñar tres mil libras?

Latimer observó a Peters durante unos segundos. Después preguntó:

—¿Se le ha ocurrido pensar, mister Peters, que yo podría rechazar esas tres mil libras? Al parecer, amigo mío, su larga relación con criminales le impide seguir ciertas formas de razonamiento…

—Esa rectitud moral… —comenzó a decir Peters con una cierta preocupación, pero se interrumpió y, en apariencia, cambió de idea; tras un seco carraspeo, prosiguió—: Si usted lo prefiere, podríamos informar a la policía
después
de habernos asegurado el dinero —sugirió con aquella deliberada benevolencia que uno pone en su voz cuando ha de hablar con un amigo que se encuentra borracho—. Aun cuando Dimitrios pudiera probar que nos ha pagado el dinero, no podría decir a la policía nuestros nombres ni podría revelar nuestras señas, por muy desagradable que quisiera mostrarse.

»Vera usted, mister Latimer: creo que ésa sería una salida magistral por parte nuestra. Porque estaríamos segurísimos de que Dimitrios dejaría de representar un peligro. Quizá sería conveniente enviar un
dossier
a las autoridades policiales, en forma anónima; tal como lo hizo Dimitrios en 1931. Sería un justo desquite —al instante sus facciones se ensombrecieron—. Ah, no. Me temo que es imposible. Me temo que las sospechas de sus amigos de la policía podrían recaer sobre usted, mister Latimer. ¡No podemos correr ese riesgo, por supuesto!

Pero Latimer no le escuchaba. Comprendía que todo lo que había dicho era una tontería y, sin embargo, buscaba empeñosamente alguna justificación. Peters estaba en lo cierto: no podía hacer nada para llevar a Dimitrios ante la justicia. Sólo le restaba elegir entre dos posibilidades. Por un lado, regresar a Atenas y dejar que Peters hiciera el mejor trato posible con Dimitrios; por otro, permanecer en París y ver el último acto de esa grotesca comedia en la que, de pronto, se había visto representando un papel. En vista de que la primera opción se presentaba como imposible, estaba obligado a adoptar la segunda decisión. En realidad, no podía elegir. Para ganar tiempo había cogido y encendido un cigarrillo. Al cabo de unos instantes, alzó la cabeza.

—Pues bien —dijo con lentitud—, haré lo que usted quiera. Pero bajo ciertas condiciones.

—¿Condiciones? —los labios de Peters dibujaron un fino trazo en su obesa cara—. Creo que compartir la ganancia a medias es más que una generosidad de mi parte, mister Latimer. ¡Vaya, si sólo con mis molestias y los gastos…!

—Espere un momento, mister Peters. Le he dicho que pondré ciertas condiciones. La primera podrá aceptarla y cumplirla con toda facilidad. Simplemente tendrá que quedarse con todo el dinero que sea capaz de sacarle a los bolsillos de Dimitrios. La segunda… —comenzó a decir, pero se detuvo: gozaba del efímero placer de ver desconcertado a su interlocutor. De inmediato advirtió que sus ojos acuosos también se habían convertido en un trazo brillante.

Las palabras de Peters, al resonar en el silencio de la habitación, parecían cargadas de sospecha:

—Creo que no le entiendo bien, mister Latimer. Si esto no es otra cosa que una torpe trampa…

—Oh, no. No hay ninguna trampa, ni torpe ni de ninguna otra clase, mister Peters. «Rectitud moral», ha dicho usted, ¿no es cierto? Pues sí, está bien. Estoy dispuesto como ha visto usted, a colaborar en el chantaje contra una persona, siempre y cuando esa persona sea Dimitrios. Pero no quiero recibir ni un céntimo por ello. O sea que será mejor para usted, desde luego.

Peters asintió, pensativo.

—Sí, ya lo entiendo. Es bastante lógico que usted se comporte de esa manera. O sea que será mejor para mí, como usted ha dicho. ¿Pero cuál es la otra condición?

—Es igualmente inofensiva. Usted ha hecho algunas misteriosas alusiones al hecho de que Dimitrios se ha convertido en una persona importante. Para que yo le ayude a obtener ese millón de francos, le exijo que me diga con exactitud en qué se ha convertido. Peters pareció reflexionar durante unos segundos; después se encogió de hombros.

—Pues bien. No hay ninguna razón para que no se lo pueda decir. Por más que lo piense no veo cómo le ayudaría ese dato a descubrir la actual identidad de Dimitrios. El Banco de Crédito Eurasiático está registrado en Mónaco y los detalles de su constitución no pueden ser conocidos ni inspeccionados. Dimitrios es miembro de la Junta de Directores.

13. «Rendezvous»

Eran ya las dos de la madrugada cuando Latimer abandonó la impasse des Huit Anges y comenzó a caminar, a paso lento, hacia el quai Voltaire.

En la esquina del boulevard St. Germain vio un café abierto. Se metió dentro; un camarero mudo y aburrido le sirvió una cerveza desde detrás de un mostrador de zinc. Latimer bebió unos sorbos de cerveza y dirigió una mirada vacía en torno suyo, como la persona que se ha extraviado y entra en un museo para protegerse de la lluvia.

Al cabo de unos instantes sintió que sólo quería estar en la cama. Pagó la cerveza y cogió un taxi para regresar a su hotel. Estaba fatigado, por supuesto: era la causa de todo.

Una vez en su habitación, Latimer se sentó junto a la ventana y contempló las luces que se reflejaban sobre la superficie negra del río y aquel débil resplandor que empalidecía el cielo, al otro lado del Louvre. Su mente padecía el acoso del pasado: la confesión de Dhris, el negro, y los recuerdos de Irana Preveza; la tragedia de Bulic y el relato de aquellos blancos cristales que viajaban hacia el oeste, hacia París, para rendir beneficios al antiguo empacador de higos de Izmir.

Tres seres humanos habían muerto de una manera horrible y otros, muchísimos otros, habían vivido de una manera horrible para que Dimitrios consiguiera una situación de holgura. Si
existía
algo que pudiera recibir la denominación de Mal, pues entonces, ese hombre…

Pero no tenía sentido el intento de explicar a ese individuo en términos de Mal y Bien. Esos conceptos no eran más que complicadas abstracciones. Buenos Negocios y Malos Negocios eran el fundamento de la nueva teología.

Dimitrios no era el mismo diablo. Sólo lógico y consistente; tan lógico y consistente, dentro de la jungla europea, como el gas venenoso llamado
lewisite
y los cuerpos destrozados de miles de criaturas muertas durante los bombardeos de una ciudad indefensa.

La lógica del
David
de Miguel Ángel, de los cuartetos de Beethoven y de la física de Einstein había sido reemplazada por la del
Anuario Comercial
y del
Mein Kampf
, la obra de Hitler.

Sin embargo, reflexionaba Latimer, aunque no puedas impedir que la gente venda y compre
lewisite
, aunque no puedas hacer otra cosa que no sea «deplorar» la matanza de un gran número de niños, existían por lo menos medios para evitar que un aspecto particular de esta expeditiva actitud llegara a ocasionar daños irreparables. La mayoría de criminales internacionales escapan al alcance de las leyes dictadas por el hombre, pero Dimitrios, precisamente, se hallaba dentro del alcance de la Ley. Había cometido dos asesinatos como mínimo, y por lo tanto, había transgredido la ley como el pobrecito que está famélico y roba un trozo de pan.

Resulta muy fácil, por supuesto, decir que Dimitrios estaba al alcance de la ley; lo que no resultaba nada fácil era determinar cómo podía llegar esa información a oídos de la Ley. Tal como Peters se lo había señalado a las claras, él, Latimer, no poseía ninguna información que le fuera útil a la policía.

¿Pero era exacta esa pintura de la situación? Latimer
poseía
, ciertamente, alguna información. Sabía que Dimitrios estaba vivo, que era uno de los integrantes de la Junta de Directores del Banco de Crédito Eurasiático, que era amigo de una condesa francesa, una dama dueña de una casa señorial en la avenue de Hoche y que, años atrás, había tenido un lujoso Hispano Suiza, que ambos —Dimitrios y la condesa— habían pasado la temporada invernal de ese año en las pistas de esquí de St. Anton y que él había alquilado un yate griego durante el mes de junio, que tenía una villa en Estoril y que, en la actualidad, era ciudadano de una república sudamericana.

Sin lugar a dudas, se podía encontrar a una persona que reuniese todas esas características. Aunque los nombres de los directivos del Banco de Crédito Eurasiático fuesen imposibles de obtener, existía la posibilidad de averiguar los nombres de las personas que hubieran alquilado yates de bandera griega durante el mes de junio, los de los ricos sudamericanos dueños de una villa en Estoril y los de los sudamericanos que habían pasado la temporada invernal, el mes de febrero para ser exactos, en las pistas de esquí de St. Anton. Era cosa de conseguir aquellas listas y, simplemente, ver qué nombres (si había más de uno) aparecían en las tres.

¿Pero cómo conseguir esas listas? Además, aunque pudiera persuadir a la policía turca y lograra que se llevase a cabo la exhumación de Visser, con el fin de constatar la información obtenida, ¿cómo probar que el hombre señalado era realmente Dimitrios? Incluso, en el caso de que Latimer convenciera al coronel Haki sobre la objetiva veracidad de sus afirmaciones, ¿dispondría de las pruebas suficientes para iniciar, ante las autoridades francesas con una razón justificada, el proceso de extradición de un director del poderoso Banco de Crédito Eurasiático?

Si a Dreyfus se le había absuelto al cabo de doce años, bien podría transcurrir un período igualmente largo antes de que se probara la culpabilidad de Dimitrios.

Presa de una oscura preocupación, Latimer se desvistió y se metió en la cama.

Al parecer, estaba amarrado sin remedio al plan de chantaje de Peters. Tendido en aquella blanda cama, con los ojos cerrados, comprendió que, al cabo de pocos días, se habría convertido en uno de los peores y más extraños criminales del mundo, hablando en términos apropiados.

Y del fondo de su mente surgía una incómoda sensación. Cuando comprendió el verdadero motivo de ese sentimiento, Latimer se sobresaltó un poco. La verdad desnuda era que tenía miedo de Dimitrios. Ese hombre era peligroso; ahora mucho más peligroso que en Esmirna, en Atenas y en Sofía: ahora tenía mucho más que perder. Visser le había extorsionado y estaba muerto. Y Latimer estaba a punto de extorsionarle, también. Dimitrios jamás había vacilado, ni por un segundo, en asesinar a un hombre en el caso de juzgarlo necesario. Si lo había juzgado necesario en el caso de un hombre que pretendía descubrirle como traficante de drogas, ¿vacilaría en el caso de dos hombres que le amenazaban con denunciarle como asesino?

Era muy importante tener presente que, vacilara o no vacilara, Dimitrios no dispondría de ninguna oportunidad. Peters había previsto adoptar las debidas precauciones.

El primer contacto con Dimitrios se establecería mediante una carta. Latimer había visto un borrador de la carta y le había parecido para su satisfacción similar, por su tono, a una carta que él mismo había escrito para un chantajista de una de sus novelas.

El comienzo de la carta era de una siniestra cordialidad: era de esperar que, después de tantos años, monsieur C.K. no hubiera olvidado al remitente y los agradables y provechosos momentos que ambos habían pasado juntos. La carta proseguía afirmando que resulta muy grato saber que él era un hombre de tanto éxito; por fin, le invitaba con la mayor cordialidad a reunirse con el remitente en el Hotel XX, a las nueve en punto de la noche del jueves de esa semana. La frase final subrayaba la expresión de la
«plus sincère amitié»
[48]
del remitente. Una breve posdata, muy significativa, advertía que el destinatario tendría la ocasión de departir con alguien que había conocido muy bien a Manus Visser, aquel viejo amigo; además, señalaba que esa persona estaba ansiosa por ser presentada a monsieur K. y que resultaría muy de lamentar para todos que monsieur K. no pudiera acudir a la cita del jueves por la noche.

Dimitrios recibiría la carta el jueves por la mañana. A las ocho y media de la noche del jueves, «mister Petersen» y «mister Smith» llegarían al hotel elegido para la entrevista. «Mister Petersen» pediría una habitación en donde aguardarían la llegada de Dimitrios. Una vez que se le explicara la situación, Dimitrios sabría que debería esperar las instrucciones para el pago del millón de francos, que le serían enviadas a la mañana siguiente. Y se marcharía del hotel. «Mister Petersen» y «mister Smith» harían otro tanto después.

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