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Authors: Eric Ambler

Tags: #Intriga

La máscara de Dimitrios (34 page)

BOOK: La máscara de Dimitrios
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Sin saber qué estaba haciendo, Latimer se tambaleó hasta llegar a la cortina. Dimitrios estaba muerto; Peters estaba agonizando y lo único que Latimer atinaba a hacer era esforzarse por no desmayarse o vomitar. Luchó para recuperar el dominio de sí mismo. Tenía que hacer algo. Peters necesitaba beber agua. Los heridos siempre necesitan agua. Allí detrás había un fregadero y algunos vasos. Llenó uno y lo llevó hacia donde yacía el herido.

Peters no se había movido. Su boca y sus ojos estaban abiertos. Latimer se arrodilló a su lado y vertió un poco de agua en su boca. El agua manó por las comisuras de los labios. El escritor dejó el vaso en el suelo y buscó el pulso de Peters. Ya no latía.

Se puso en pie rápidamente y observó sus manos. Estaban manchadas de sangre. Fue hasta el fregadero, se lavó y se secó con una pequeña toalla sucia que colgaba de un gancho.

Tenía que llamar a la policía en seguida. Lo sabía muy bien. Dos hombres se habían asesinado el uno al otro. Eso era asunto de la policía. Sin embargo, ¿qué podía decir él a los agentes? ¿Cómo podría explicar su presencia en aquel matadero? ¿Podía decir que había oído los disparos al pasar por la entrada de la impasse?

Pero era posible que alguien le hubiera visto en compañía de Peters. Por ejemplo, el taxista que les había llevado hasta allí esa noche. Y cuando averiguaran que ese mismo día Dimitrios había sacado un millón de francos de su cuenta bancaria… los interrogatorios serían interminables. Porque, sin duda, sospecharían de él.

De pronto lo vio claro: debía largarse de allí al instante, sin dejar ninguna huella de su presencia en aquel lugar. Lo pensó rápidamente. El revólver que llevaba en el bolsillo pertenecía a Dimitrios. Ahora tenía sus huellas dactilares. Latimer se puso los guantes, cogió el revólver, lo limpió cuidadosamente con su pañuelo.

Con los dientes apretados volvió a la habitación, se arrodilló junto al cadáver de Dimitrios, cogió su mano derecha y apretó los dedos muertos contra la empuñadura y sobre el gatillo. Separó los dedos, sostuvo el revólver por el extremo del cañón y lo depositó sobre el piso, junto al cadáver.

Observó los billetes de mil francos, esparcidos sobre la alfombra: una lluvia de papel inútil. ¿A quién pertenecía ese dinero? ¿A Dimitrios? ¿A Peters? Allí estaba el dinero de Sholem, el dinero robado después, en Atenas, en 1922. Y también la suma ofrecida por asesinar a Stambulisky y el dinero arrebatado a madame Irana Preveza. Y había que sumar el precio pagado por el mapa náutico que Bulic había robado y una parte de los beneficios obtenidos con la trata de blancas y con el tráfico de drogas. ¿A quién pertenecía ese dinero?

Sí, la policía tendría que decidirlo. Era mejor dejar todo tal como estaba. De esa manera tendrían algo que los mantendría ocupados, algo en que pensar.

Ah, pero se había olvidado del vaso de agua.

Tendría que vaciarlo, lavarlo, secarlo y ponerlo junto a los otros vasos.

Echó una escrupulosa ojeada a su alrededor. ¿Había algo más? No. ¿Ningún otro detalle? Sí, una cosa: sus huellas dactilares estaban impresas en el cenicero de bronce y en la bandeja. Limpió ambas cosas. ¿Nada más? Sí. Más huellas dactilares en el pomo de la puerta. Lo limpió por dentro y por fuera. ¿Alguna otra cosa? No.

Llevó el vaso a la fregadera. Una vez seco y guardado el vaso; Latimer se volvió, dispuesto a salir de allí. En ese mismo instante, advirtió algo: en un cubo le estaba aguardando la botella de champaña que Peters había comprado para celebrar el éxito. Era Verzy, de 1921: media botella.

Nadie le vio salir de la impasse. Latimer entró en un bar de la rue de Rennes y pidió un coñac.

Había empezado a temblar de la cabeza a los pies. Se había comportado como un estúpido. Debía haber acudido a la policía. Y aún no era tarde para hacerlo.

¿Qué pasaría si los cadáveres no eran descubiertos prontamente? Tal vez yacerían en ese lugar durante semanas… en esa horrible habitación, entre aquellas paredes azules con sus estrellas doradas, con sus alfombras baratas. Y la sangre se coagularía, se secaría y llegaría a mezclarse con el polvo del ambiente y la carne de aquellos cuerpos comenzaría a pudrirse.

Era terrible pensar en eso. Si hallara una manera de comunicárselo a la policía… Una carta anónima podía ser demasiado comprometedora. Las autoridades policiales deducirían de inmediato que una tercera persona había estado complicada en el asunto y no aceptarían la simple explicación de que esos dos hombres se habían asesinado mutuamente.

En ese momento se le ocurrió una idea. Lo fundamental era hacer que la policía registrara aquella casa. El motivo poco importaba.

Vio un periódico sobre una mesa cercana. Lo llevó a su mesa y comenzó a leerlo con ansiedad. Entre las noticias policiales encontró dos que convenían a sus propósitos. Una era una nota acerca del robo de unas valiosas pieles, cometido en un almacén de la avenue de la République. La otra era el relato de un asalto a una joyería: los ladrones habían roto los cristales del escaparate, cerca de la avenue de Clichy; habían sido dos hombres y habían huido con un muestrario de anillos.

Decidió que el primer robo convenía más a sus necesidades. Llamó al camarero para pedirle otro coñac y algo con que escribir una carta.

Bebió el coñac de un solo trago y se puso los guantes.

Cogió un folio y lo examinó con especial atención. Era papel barato, del que se usaba para pasar los pedidos de los clientes. Convencido de que no había ninguna clase de marca que lo diferenciara de otros papeles, Latimer escribió en el centro del folio, con letras mayúsculas:

FAITES DES ENQUÊTES SUR CAILLE. 3, IMPASSE DES. HUIT ANGES
[59]
.

A continuación recortó la nota referente al robo de las pieles de la página del periódico y puso los dos trozos de papel dentro de un sobre. Lo remitió al comisario de policía del Séptimo Distrito.

Latimer salió del bar, compró un sello en el primer estanco que vio a su paso y echó la carta en un buzón.

Sólo a las cuatro de la madrugada, cuando ya hacía dos horas que estaba echado sobre su cama, sin poder conciliar el sueño, el nudo de nervios que estrangulaba su estómago se distendió por completo.

Dos días después apareció una breve nota en tres de los periódicos parisinos de la mañana. En las notas se decía que el cuerpo de un súbdito sudamericano llamado Frederik Peters, junto con el de otro hombre aún no identificado —pero del que también se pensaba que sería sudamericano— habían sido hallados en un apartamento, cerca de la rue de Rennes. Ambos hombres —continuaba diciendo la nota— habían recibido heridas de bala y se creía que se habían disparado mutuamente durante un tiroteo que habría sido el desenlace de una pelea por asuntos de dinero. Una importante suma había sido hallada en el apartamento.

Esa era la única referencia al caso. La atención pública, en aquellos momentos, estaba dividida entre las circunstancias de una crisis internacional y las andanzas de un asesino que operaba en los suburbios, valiéndose de un hacha.

En realidad, Latimer no leyó aquellas notas hasta varios días después de aquel en que fueron publicadas.

Poco después de las nueve de la mañana del día en que las autoridades policiales recibieron su anónimo, el escritor se había marchado de su hotel, hacia la estación del Este. Allí cogería el Orient Express.

Con el primer correo de la mañana había llegado a su poder una carta. El sello era búlgaro, había sido despachada en Sofía y, sin duda alguna, la había escrito Marukakis.

Sin leerla, Latimer la guardó en uno de sus bolsillos. No volvió a pensar en ella durante toda la mañana.

Horas más tarde, cuando el expreso corría a través de las colinas que se alzan al oeste de Belfort, Latimer recordó que había recibido aquella carta. La buscó, abrió el sobre y comenzó a leerla:

«Mi querido amigo:

Su carta me ha encantado. He sentido un gran placer al recibirla. Y he sentido no poco asombro (le ruego que me disculpe) al enterarme de que ha triunfado en la difícil tarea que se había propuesto. En realidad, no esperaba que usted la llevara a cabo.

Los años consumen tanto de nuestra sensatez que inevitablemente hacen desaparecer al mismo tiempo buena parte de nuestras locuras. Espero saber algún día por usted de qué modo una locura enterrada en Belgrado pudo ser desenterrada en Ginebra.

Me han parecido de interés los datos sobre el Banco de Crédito Eurasiático. En pago le voy a contar algo que tal vez le resulte interesante.

Como quizá ya sepa, hace poco tiempo se produjo una situación diplomática tensa entre este país y Yugoslavia. Como también sabrá, los servios tienen motivos para sentirse molestos. Si Alemania y sus aliados los húngaros, atacaran el territorio servio desde el norte; si Italia atacara desde Albania, por el sur, y por el oeste, desde el mar, y si Bulgaria se lanzara contra Servia desde el este, esa región sería conquistada en poco tiempo.

La única alternativa de salvación que se le presenta al país servio estriba en que los rusos desvíen las fuerzas alemanas y húngaras, lanzando sus tropas a través de Rumania, a lo largo del ferrocarril de la Bukovina.

Pero, ¿qué puede temer Bulgaria frente a Yugoslavia? ¿Pone en peligro este país la soberanía búlgara? La idea, en sí, es absurda. No obstante, durante los tres o cuatro últimos meses se ha esparcido un mar de propaganda en este sentido; se dice que Yugoslavia planea un ataque contra Bulgaria. "La amenaza al otro lado de la frontera" es la frase clave. Si este tipo de cháchara no fuera tan peligroso, cualquiera se echaría a reír. Pero la técnica ha sido siempre la misma.

Todo comienza con palabras que muy pronto se convierten en realidades concretas. Cuando no existen hechos que puedan servir de base a las mentiras, todo es cuestión de crear esos hechos: de la nada.

Hace dos semanas se produjo el inevitable incidente fronterizo. Unos campesinos búlgaros han sido tiroteados por algunos súbditos yugoslavos (se dice que eran soldados) y uno de los campesinos ha muerto.

La indignación popular ha sido enorme; ha habido manifestaciones callejeras contra los demoníacos servios. Las redacciones de los periódicos se han visto con una sobrecarga de trabajo.

Una semana después de esos hechos, el gobierno anunció nuevas compras de cañones antiaéreos, destinados a reforzar las defensas de las provincias del Oeste. Estas compras han sido hechas a una firma belga, mediante un préstamo negociado en el Banco de Crédito Eurasiático.

Y ayer mismo ha llegado a esta oficina una noticia sumamente extraña.

Como resultado de una investigación especial abierta por el gobierno de Yugoslavia, se ha podido comprobar que los cuatro hombres que han disparado contra los campesinos búlgaros no eran soldados yugoslavos, y lo que es más, tampoco eran súbditos yugoslavos. Provienen de distintos países y dos de ellos han cumplido, en Polonia, diversas penas por actividades de índole terrorista.

Estos hombres habían sido pagados para ocasionar el incidente. Al parecer, el dinero les fue entregado por un individuo al que ninguno de ellos conocía y del que no saben nada, excepto que había viajado desde París para contratarles.

Y todavía más. Esa noticia fue transmitida a París. Al cabo de una hora, el jefe de mi periódico me dio instrucciones precisas: había que eliminar la noticia y enviar un
démenti
[60]
a todos los suscriptores.

Divertido, ¿verdad? Pocas personas serían capaces de figurarse que una organización tan poderosa como el Banco de Crédito Eurasiático puede llegar a demostrar que posee una sensibilidad tan exquisita.

¿Qué decir de su Dimitrios?

Un escritor de teatro dijo una vez que hay cierto tipo de situaciones que no pueden ser llevadas a escena. Son situaciones frente a las cuales el público no puede sentir ni aprobación ni desaprobación, simpatía o antipatía: situaciones de las que sólo se puede salir avergonzado o sumido en la zozobra y de las que no se puede sacar ninguna lección moral, por muy amarga que sea.

Creo que sería posible definir a ese escritor como una persona perteneciente a ese grupo de hombres desdichados que, con gran confusión, no distinguen las diferencias entre las estúpidas vulgaridades de la vida real y la existencia ideal de la imaginación. Es posible.

A pesar de todo, me he sorprendido a mí mismo preguntándome si no simpatizo con él. ¿Sería posible hallar una explicación que defina a Dimitrios o debemos abandonar esa idea, disgustados y vencidos?

Me resulta tentadora la idea de considerar razonable y justo el hecho de que haya muerto tan violenta y desagradablemente como ha vivido. Pero también éste es un camino demasiado ingenuo para huir del problema. Así no lograremos explicar el porqué de la conducta de Dimitrios: sólo encontraremos una disculpa para no hacerlo.

Es necesario que se den ciertas condiciones especiales para que se produzca un cierto tipo de criminales que esas mismas condiciones tipifican. He intentado definir esas condiciones… pero no lo he logrado con éxito.

Cuanto sé es que mientras la fuerza ejerza sus derechos, mientras el caos y la anarquía, enmascarados bajo el lema del orden y la sensatez, se impongan, aquellas condiciones existirán.

¿Cómo remediarlo? En fin, voy a dejarle: creo verle bostezando y me digo que, si le aburro, jamás volverá a escribirme y nunca sabré si está disfrutando de su estadía en Paris, si ha encontrado allí nuevos Bulic, otras madame Preveza y si nos volveremos a ver pronto por Sofía.

De acuerdo con mis últimas informaciones, la guerra no estallará hasta la primavera; o sea que aún nos queda un tiempo para dedicarnos a esquiar. Aquí, estos últimos días de enero son propicios para hacerlo. Las carreteras están en pésimo estado, pero las pistas (si logras llegar hasta ellas) son magníficas. Esperaré con ansiedad sus noticias y su promesa de venir a visitarme.

Me despido con mis más sinceros recuerdos.

N. MARUKAKIS.»

Latimer dobló la carta y la guardó en uno de sus bolsillos. ¡Excelente persona ese Marukakis! Ya le escribiría en cualquier momento, en cuanto tuviera algo de tiempo libre. Porque, de momento, debía dedicarse a solucionar varios problemas de gran importancia. Necesitaba, con mucha urgencia, un método perfecto para cometer un crimen y una multitud de sospechosos que sirvieran como cortina de humo y como entretenimiento.

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