Latimer había hecho caso omiso de dos hechos evidentes; en primer término, el asesino estaba todavía en libertad (y probablemente vivo); en segundo lugar, tenía que haber existido un móvil para el crimen.
Un asesino y un motivo. El motivo tendría que ser el dinero. ¿Qué dinero? El dinero obtenido con la venta de drogas en París, por supuesto; aquel dinero que había desaparecido de modo tan inexplicable.
El medio millón de francos prometido por Peters con tanta insistencia no parecía algo tan fantástico, cuando uno miraba el asunto desde ese ángulo. Y el asesino… ¿por qué no podía ser Peters?
Latimer frunció en seguida el entrecejo ante la idea. Dimitrios había sido acuchillado. Comenzó a reconstruir mentalmente la imagen de Peters dándole cuchilladas a alguien. La escena no surgía con nitidez. No era fácil imaginar a Peters blandiendo un cuchillo. Y esa dificultad hizo que volviera a reflexionar sobre el tema.
No existía ninguna razón para sospechar de mister Peters y endilgarle el asesinato. Y aun cuando tal causa existiera, que Peters hubiera asesinado a Dimitrios no era un hecho que bastase para explicar la posible conexión (si es que existía una conexión) entre ese dinero y el medio millón de francos (si es que existía ese medio millón). Y fuera como fuese, ¿cuál era esa misteriosa información que, al parecer, poseía?
Latimer se veía enfrentado con un problema de álgebra con muchas incógnitas que despejar, para lo cual sólo disponía de una ecuación de cuarto grado. Claro que ignoraba si sería capaz de despejar las incógnitas…
¿Por qué, pues, se mostraba Peters tan interesado porque fuera a París? Porque era obviamente más sencillo pensar obtener aquellos recursos casi inagotables desde la misma ciudad de Sofía, significara lo que significase aquello de la «fuente de recursos».
¡Maldito Peters! Latimer saltó de la cama para dirigirse hacia el lavabo.
Sentado en el agua caliente y algo amarilla que llenaba casi la bañera, redujo sus conjeturas a lo que le parecía más esencial.
Podía elegir dos caminos a seguir.
Podía regresar a Atenas, dedicarse a trabajar en su nuevo libro y olvidarse de Dimitrios, de Marukakis, de Peters y de aquel Grodek. O bien podía ir a Ginebra, entrevistarse con Grodek (si es que existía una persona con ese apellido) y posponer la decisión sobre lo que le había propuesto Peters.
Sin duda, lo primero era lo más sensato que podía hacer. Después de todo, la búsqueda de datos sobre la vida anterior de Dimitrios estaba justificada por su deseo de llevar a cabo un experimento impersonal como investigador. Ese experimento no debía dejar que se convirtiera en una obsesión. Había descubierto ya algunas cosas interesantes acerca del hombre. Su orgullo quedaba satisfecho y a salvo. Y ya se había retrasado con respecto a la fecha de iniciar su libro. Tenía que trabajar para ganarse la vida y ninguna cantidad, por grande que fuera, de información acerca de Dimitrios y Peters, o cualquier otra persona, podría paliar una cuenta bancaria sin fondos al cabo de seis meses.
Aquello del medio millón de francos era algo que no podía tomarse en serio. Sí, por supuesto, regresaría a Atenas inmediatamente.
Salió de la bañera y comenzó a secarse.
Por otra parte, aquel asunto de Peters tenía que ser aclarado. Nadie iría a imaginar que él fuese a dejar las cosas tal como se encontraban y marcharse a Atenas, a escribir una novela policíaca. Era demasiado pedir a un hombre.
Además, se había producido un verdadero asesinato: no el asesinato limpio y primoroso de los libros, con un cadáver y unos sospechosos y un verdugo. No, éste era un asesinato ante el que un jefe de policía se había encogido de hombros, se había lavado las manos y había metido el maloliente cadáver en un ataúd. Sí, así era. Un hecho auténtico. Dimitrios era o había sido un hombre de carne y hueso. En esa historia no había garbosas figuras reflejadas en un papel, sino hombres y mujeres palpables, cargados de recuerdos, tan reales como Proudhon, Montesquieu y Rosa Luxemburg.
En voz alta, Latimer murmuró:
—¡Cómodo, muy cómodo! Quieres ir a Ginebra. No quieres trabajar. Te estás convirtiendo en un holgazán y se ha despertado tu curiosidad.
Se afeitó, se vistió, recogió sus cosas, las empacó y bajó a la conserjería del hotel para preguntar por el horario de trenes para ir a Atenas. El conserje le entregó un horario, abierto en la página de servicios para Atenas.
Latimer observó aquellos números en silencio durante unos segundos. Después, lentamente, comenzó a decir:
—En el caso de que tuviese que ir a Ginebra desde aquí…
En la segunda tarde de su estancia en Ginebra, Latimer recibió una carta con sello de correos de Chambésy. La había remitido Wladyslaw Grodek, en respuesta a una carta que Latimer le enviara, adjuntando la nota de Peters.
Herr
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Grodek había escrito, en francés, una breve nota:
Villa Acacias, Chambésy
Viernes
Mi estimado Mr. Latimer:
Sería un placer para mí recibirle mañana, a la hora de la comida, en Villa Acacias. A menos que usted me avise de que no podrá venir, mi chófer pasará a recogerle por su hotel a las once y media.
Reciba usted mis más cordiales saludos,
GRODEK
El chófer llegó puntualmente, saludó, escoltó a Latimer con actitud ceremoniosa hasta un imponente
coupé de ville
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de color chocolate y se puso en marcha bajo la lluvia, como si huyera del lugar del crimen.
Con una mirada casi distraída, Latimer examinó el interior del coche. Desde el revestimiento interno de rica madera y las incrustaciones de marfil, hasta el excesivamente confortable tapizado, todo en ese coche denotaba que el dueño era hombre rico.
Riqueza, pensó Latimer, que había sido amasada, si se podía fiar de las palabras de Peters, con el espionaje. Sin ningún fundamento, encontró extraño que en el coche no hubiera nada que delatara la siniestra fuente de esa riqueza.
Se preguntó qué aspecto tendría herr Grodek. Tal vez tenía una barba puntiaguda y blanca. Peters había dicho que era oriundo de Polonia, que amaba a los animales y que era un personaje estupendo, en el fondo. ¿Significaba eso que, en apariencia, demostraba tener un pésimo carácter? Lo del amor por los animales podía no querer decir nada. A menudo los que aman con entusiasmo a los animales resultaban despreciables por su odio hacia la humanidad.
¿Un espía profesional, que no trabajase por motivos patrióticos, podría odiar el mundo en que trabajaba? Esa pregunta era estúpida.
Durante un rato el coche avanzó por la carretera que bordeaba la costa norte del lago; en Pregny giraron hacia la izquierda e iniciaron el ascenso por la ladera de una colina bastante elevada. Después de haber recorrido un kilómetro, poco más o menos, el coche penetró en un estrecho sendero que atravesaba un bosque de pinos.
Se detuvieron ante una puerta de hierro; el chófer bajó para abrirla. Prosiguió después el camino por una senda que giraba en ángulo recto hacia la mitad de su recorrido. Por fin se detuvieron frente a un enorme y feo chalet.
El chófer abrió la puerta; Latimer descendió del coche y caminó hacia la casa. Entretanto, una mujer robusta, de aspecto jovial, que podía ser el ama de llaves, abrió la puerta de entrada. El visitante entró.
Latimer se encontró en un recibidor pequeño, de no más de dos metros de ancho. En una pared había una fila de perchas de las que colgaban sombreros y abrigos, colocados como al desgaire, de hombre y de mujer, una cuerda especial para escalar montañas y un extraño palo de esquí. Contra la pared opuesta estaban apoyados tres pares de esquíes en muy buen estado.
El ama de llaves cogió el abrigo y el sombrero del escritor, que a través del recibidor pasó a un amplio salón.
Parecía el salón de una posada, con escaleras que daban acceso a una especie de corredor que se extendía a ambos lados de la habitación. En un extremo de la sala destacaba una chimenea. Un fuego de leños crepitaba tras la rejilla y el piso de madera de pino lo cubrían gruesas alfombras. La atmósfera era cálida y todo daba la sensación de una gran limpieza.
Con una sonrisa, el ama de llaves anunció que herr Grodek bajaría en seguida y se marchó. Frente al fuego había varios sillones y Latimer se encaminó hacia ellos. Cuando se acercaba a uno de ellos oyó un pequeño ruido: un gato siamés había saltado al asiento de una silla y le observaba con sus ojos azules y hostiles. Otro gato siamés se unió al primero. Latimer se acercó a los animales, que se echaron hacia atrás, arqueando sus lomos. Antes de proseguir su camino hacia un sillón, el escritor se apartó de los gatos, que le escrutaron fijamente. Los leños silbaban y crepitaban sin cesar. Hubo un momento de silencio. Herr Grodek bajaba ya por la escalera.
El primer signo que Latimer advirtió de la llegada de su anfitrión fue la reacción de los gatos: ambos alzaron sus cabezas de pronto, miraron por encima de sus lomos y luego, de un brinco, bajaron al suelo. Entonces él mismo echó un vistazo a su alrededor. Grodek estaba ya al pie de la escalera; se dirigió hacia Latimer, con la mano tendida y algunas palabras de disculpa preparadas.
Era un hombre alto, de anchos hombros, que frisaría los sesenta años, con escaso y fino cabello grisáceo que en parte dejaba entrever su color rubio de otro tiempo; las mejillas afeitadas y los ojos de un gris azulado completaban armónicamente aquel rostro, con forma de pera: una frente amplia, una boca pequeña y firme, un mentón que casi se confundía con el cuello. Cualquiera le habría tomado por un inglés o danés, un hombre de un elevado coeficiente intelectual, quizá un ingeniero consultor retirado. Sus pantuflas, sus gruesos pantalones de
tweed
y sus firmes ademanes hacían pensar en un hombre que estuviera disfrutando de los bien ganados años de descanso después de haber ejercido una profesión irreprochable y digna.
Grodek se excusó:
—Perdón, monsieur, no había oído el ruido del coche.
Aunque de deficiente dicción, el francés de Grodek era correcto y a Latimer le pareció algo incongruente. Aquella boca pequeña parecía más adecuada para la fonética inglesa.
—Ha sido muy amable al recibirme de forma tan hospitalaria, monsieur Grodek. No sé qué le diría a usted Peters en su carta, porque…
—Porque usted, con gran sensatez, jamás se ha molestado por aprender el polaco —le interrumpió Grodek con un tono cordial—. Le comprendo muy bien: es una lengua horrible. Ya ha tenido ocasión de conocer a «Anton» y a «Simone» —dijo, mientras señalaba a los gatos—. Estoy convencido de que ambos lamentan que yo no hable siamés. ¿Le gustan los gatos? «Anton» y «Simone» tienen inteligencia crítica, estoy seguro de ello. No son gatos como los demás, ¿verdad,
mes enfants
?
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—cogió a uno de los gatos y lo tendió hacia delante, para que Latimer lo examinara—.
Ah, «Simone», cherie, comme tu es mignonne! Comme tu es bête!
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—mantuvo a la gata sobre las palmas de sus manos—.
Allez vite! Va a promener avec ton vrai amant, ton cher «Anton»!
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—La gata saltó al suelo y se alejó con aire de indignación. Grodek se restregó las manos—. Son bonitos, ¿verdad? Y tan humanos. Se vuelven irritables con el mal tiempo. Me hubiera gustado que su visita hubiera coincidido con un buen día, monsieur. Cuando brilla el sol, la vista desde aquí es estupenda.
Latimer le aseguró que, por lo que había podido ver, estaba convencido de la belleza del lugar. En realidad, se debatía en medio de una absoluta perplejidad. Tanto su anfitrión como el recibimiento que le brindaba no eran lo que él había esperado.
Aunque Grodek tuviera el aspecto de un ingeniero consultor retirado, había algo en su persona que hacía absurda tal comparación. Era una cualidad que, de alguna manera, nacía del contraste entre su apariencia y sus ademanes rápidos y netos, la urgencia del movimiento de sus finos labios. Era muy fácil imaginarlo en el papel de un amante; cosa que puedes decir (reflexionó Latimer) de muy pocos hombres de sesenta años y pocos por debajo de los sesenta. Se preguntó cómo sería aquella mujer cuyas ropas había visto en el recibidor.
Con un tono convencional, Latimer comentó:
—Debe ser agradable este lugar en verano.
Grodek asintió con un movimiento de cabeza, mientras abría una vitrina que había junto a la chimenea.
—Sí, muy agradable. ¿Qué quiere tomar? ¿Whisky inglés?
—Sí, gracias.
—Ah, muy bien, también yo lo prefiero como aperitivo.
Sirvió whisky en dos esbeltos vasos.
—Durante el verano trabajo fuera de casa. Eso no me va muy bien a mí, pero sí a mi trabajo, me imagino. ¿Usted puede trabajar al aire libre?
—No, no puedo. Las moscas…
—¡En efecto! Las moscas. Estoy escribiendo un libro, sabe usted.
—Oh, ¿sus memorias?
Grodek apartó sus ojos de la botella de agua mineral con gas que estaba abriendo y Latimer advirtió una chispa divertida en los ojos de su anfitrión, que sacudía la cabeza en señal de negación.
—No, monsieur. Una vida de San Francisco. Ahora, sinceramente le digo que espero vivir tanto como para acabarlo.
—Sin duda, será un estudio muy extenso.
—Oh, sí —respondió Grodek mientras le alargaba la copa—. Verá usted, desde mi punto de vista, la ventaja que ofrece la vida de San Francisco es la de que se ha escrito tanto acerca de él y tan extensamente que no necesito acudir a las fuentes para buscar el material. No tengo por qué realizar ninguna investigación original. Y por esto, es un trabajo que se adapta de manera extraordinaria a mis propósitos: me permite vivir aquí sumergido en una holgazanería casi absoluta, pero con la conciencia tranquila —Grodek alzó su copa—.
À votre santé
—
À la vôtre
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Latimer comenzaba a preguntarse si aquel hombre, después de todo, no sería más que un borrico sofisticado. Tomó un sorbo de su whisky e inquirió:
—Me pregunto si Peters le mencionaría el motivo de mi visita en la carta que traje desde Sofía.
—No, monsieur, no lo ha hecho. Pero ayer recibí una carta suya en la que me habla de ello. —Grodek había depositado su copa sobre una mesa y miró a Latimer con el rabillo del ojo mientras añadía—: Todo esto me parece muy interesante. ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Peters?