—¿Y qué ocurrió con Bulic?
G. hizo una mueca.
—Sí, ha sido lamentable. Siempre me he considerado un tanto responsable por la gente que ha trabajado para mí. Fue arrestado casi de inmediato. No hubo dudas en cuanto a cuál de las copias guardadas en el Ministerio había sido sustraída. Era la única que tenía dobleces. Las impresiones dactilares hicieron lo demás. Bulic demostró su sensatez al decir a las autoridades todo cuanto sabía acerca de Dimitrios. Como resultado le condenaron a cadena perpetua, en lugar de fusilarle. Por cierto que yo esperaba verme complicado en todo aquello, pero no sucedió así. Eso me extrañó un poco, en su momento. Fuera como fuese, yo le había presentado a Dimitrios. En esos días me preguntaba a menudo si lo había hecho porque no quería enfrentarse con el cargo adicional de haber aceptado sobornos o porque sentía agradecimiento hacia mí por haberle prestado los doscientos cincuenta dinares. Tal vez no me había relacionado con el asunto del mapa náutico. En fin, de todas maneras, me sentí complacido. Aún me quedaba algún trabajo que hacer en Belgrado y que la policía me estuviera buscando, aunque con otro nombre, habría representado una complicación en mi vida. Nunca he podido soportar los disfraces.
Le hice una última pregunta. Me respondió lo siguiente:
—Sí, desde luego; conseguí el nuevo mapa tan pronto como lo hicieron. Por un conducto muy distinto, por supuesto. Después de invertir tanto dinero mío en esa misión, no podía regresar con las manos vacías. Siempre ocurre así: por uno u otro motivo, siempre se presentan ese tipo de demoras, esos derroches de esfuerzos y de dinero. Quizá usted piense que fui poco hábil en el modo como manejé a Dimitrios. Sería una apreciación injusta. No fue más que un pequeño error el juicio por mi parte, eso es todo. Supuse que sería como todos los demás tontos que hay en el mundo, demasiado proclive a la codicia. Pensé que esperaría a que yo le pagara los cuarenta mil dinares antes de intentar arrebatarme el negativo. Pero me cogió por sorpresa. Ese error de juicio me costó mucho dinero.
—A Bulic le costó su libertad.
Temo haber dicho esas palabras con un tono de reproche, porque G. frunció el ceño.
—Mi querido monsieur Latimer —me replicó con acritud—, Bulic no era más que un traidor y ha recibido la recompensa que le corresponde. No es posible ponerse sentimental ante un caso como el suyo. En toda guerra se producen, siempre, algunas bajas.
Y Bulic ha tenido suerte, a pesar de todo. Hubiera podido utilizarle una vez más y con eso le habrían fusilado, al final. Tal como se desarrolló todo, ha ido a parar sólo a la cárcel. Y de acuerdo con la información que poseo, todavía está allí.
No quiero mostrarme demasiado duro, pero es preciso admitir que está mejor dentro. ¿Su libertad? ¡Tonterías! No tenía nada que perder. Y en cuanto a su mujer, no me cabe ninguna duda de que ya se las habrá arreglado lo mejor que habrá podido por sí misma. Siempre me dio la impresión de que esa mujer no soportaba a su marido. Y no se lo reprocharía. Era un hombre desagradable, ese pobrecito Bulic. Creo que le caía la baba al comer. Y más aún, representaba un engorro. ¿Se le ocurrió pensar a usted que aquella noche, después de marcharse del hotel de Dimitrios, fuese a ir al casino de juego, para pagarle la deuda a Alessandro? Pues no lo hizo; al día siguiente, cuando la policía le arrestó, todavía llevaba los cincuenta mil dinares en el bolsillo. Otro gasto inútil.
Amigo mío, en momentos como ése resulta imprescindible un poco de sentido del humor.
Pues bien, mi apreciado Marukakis, esto es todo.
Y creo que más que suficiente. Mientras avanzo entre los fantasmas de estas viejas mentiras, me reconforta pensar que tal vez usted me escribirá para decirme que ha merecido la pena descubrir estas cosas. Quizá lo haga, quizá lo vea así. Yo mismo he comenzado a dudar. Es una historia muy mezquina, ¿no es cierto? No hay héroe; tampoco heroína; sólo bandidos y tontos. ¿O tendría que decir tontos, únicamente?
Pero a primeras horas de la tarde, no es momento apropiado para hacerse esta pregunta. Además, tendré que hacer el equipaje.
Dentro de pocos días le enviaré una tarjeta postal con mi nombre y mi nueva dirección. Espero que tenga usted tiempo para escribirme. De todas maneras, me figuro que pronto volveremos a vernos.
Croyez en mes meilleurs souvenirs
[37]
.
C
HARLES
L
ATIMER
Latimer llegó a París en un día gris de noviembre.
Mientras el taxi atravesaba el puente en dirección a la Île de la Cité, observó durante unos momentos el cúmulo de nubes bajas y negras, deslizándose impulsadas por un viento frío y cargado de polvo.
Las grandes fachadas de las casas del quai de Corse se escudaban tras su secreto silencio. Uno hubiera dicho que en cada ventana se ocultaba un observador. Poca era la gente que transitaba por las calles. En esa tarde de finales de otoño, París tenía el macabro aspecto de un grabado antiguo.
Se sintió deprimido al subir las escaleras de su hotel en el quai de Voltaire y se arrepintió profundamente por no haber regresado a Atenas.
Su habitación estaba fría. Era demasiado temprano para tomar un aperitivo. En el tren había comido lo suficiente para que no le apeteciera cenar demasiado pronto. Estaba decidido a inspeccionar, desde fuera, el número 3 de la impasse des Huit Anges.
No sin cierta dificultad logró dar con el pasaje, oculto en una calle que cruzaba la rue de Rennes.
El pasaje, amplio, empedrado, describía una L; a cada lado de la entrada había una alta verja de hierro. Ambas estaban sujetas a las paredes, en las que se apoyaban sus goznes, con unos pesados ganchos de hierro que, evidentemente, no habían sido quitados durante años. Una fila continua de hierros rematados en puntas formaba una reja que separaba un lado del pasaje de la alta pared ciega del edificio contiguo. Otra pared ciega, sin estar protegida por las rejas, pero sí amparada por las palabras: «
DÉFENSE D'AFFICHER, LOI DU 10 AVRIL 1929
»
[38]
, escritas con pintura resistente a la intemperie, encaraba a la primera.
Sólo tres casas daban a la impasse agrupadas fuera del alcance de la vista de la calle, al pie de la L y, a través de la estrecha hendidura existente entre el edificio en el que se prohibía fijar carteles y la parte trasera de un hotel en cuyo techo destacaban unos desagües retorcidos como serpientes, aquellas casas miraban hacia un espacio cerrado por muros de cemento.
La vida en la impasse des Huit Anges, pensó Latimer, debía ser como una especie de ensayo para la Eternidad. Otros, antes que él, habían pensado lo mismo: la prueba estaba en que de las tres casas, dos estaban cerradas y vacías, sin duda alguna, y la tercera, el número 3, precisamente, ocupada en el cuarto y en el último piso tan sólo.
Con la impresión de que estaba entrando en una propiedad privada, Latimer caminó por los irregulares adoquines del pasaje hasta llegar a la puerta del número 3.
La puerta estaba abierta; un pasillo embaldosado desembocaba en un pequeño patio trasero, húmedo y oscuro. El cuarto del conserje, a la derecha de la puerta, estaba vacío y no mostraba señales de haber sido utilizado desde hacía cierto tiempo. A su lado, sobre la pared, cuatro cajas de madera cubiertas de polvo, ostentaban cuatro placas de bronce, atornilladas en la parte superior de cada una. Tres de ellas estaban vacías. En la cuarta, un trozo mugriento de papel contenía el nombre «
CAILLE
», escrito con tinta violeta.
Al margen de esto, lo único que cabía pensar era que mister Peters le había dado unas señas reales, cosa de la que Latimer no había dudado en ningún momento. Giró y se encaminó hacia la calle. En la rue de Rennes compró una tarjeta, escribió su nombre, la dirección de su hotel, puso el nombre de Peters y echó el sobre en el buzón.
También envió una tarjeta postal a Marukakis.
Lo que ocurriera a partir de ese momento dependía, en gran medida, de Peters. Pero había algo que podía hacer, entretanto: averiguar qué dijeron los periódicos de París (si es que habían publicado algo al respecto) cuando en diciembre de 1931 había sido capturada la banda de traficantes de drogas.
A la mañana siguiente, a las ocho en punto, sin haber recibido aún noticias de Peters, se decidió a pasar la mañana en los archivos de la hemeroteca.
El periódico que por fin eligió había hecho algunas referencias al caso. La primera con fecha del 29 de noviembre de 1931. El titular decía:
TRAFICANTES DE DROGAS ARRESTADOS
y proseguía:
«Un hombre y una mujer, relacionados con la distribución de droga y adictos, fueron arrestados ayer en el barrio de Alésia. Según se ha podido saber, forman parte de una conocida banda extranjera. La policía espera efectuar nuevos arrestos en los próximos días.»
Eso era todo. Es un texto extraño, pensó Latimer. Esas escuetas oraciones parecían haber sido entresacadas de un informe más extenso. También resultaba curioso que no se mencionara ningún nombre. Censura policial, tal vez.
La siguiente referencia apareció el 4 de diciembre con el siguiente titular:
TRAFICANTES DE DROGAS, TRES NUEVOS ARRESTOS
«Tres miembros de una organización criminal, dedicada a la distribución de droga, fueron arrestados a última hora de la noche de ayer, en un café, cerca de la Porte d'Orléans. Los agentes, al entrar en el café para practicar los arrestos, se vieron obligados a disparar contra uno de los hombres, que iba armado y que resultó herido de poca consideración; el individuo había intentado escapar desesperadamente. Los dos hombres restantes, uno de ellos extranjero, no han ofrecido resistencia.
Se eleva ya a cinco el número de integrantes de la banda que se encuentran detenidos.
Se cree que los tres individuos detenidos anoche también formaban parte de la banda que integraban el hombre y la mujer arrestados en el barrio de Alésia, la semana pasada.
La policía estima que aún se producirán más detenciones, ya que la Brigada Superior de Estupefacientes tiene en su poder pruebas que comprometen a los actuales organizadores de esta pandilla.
El señor Auguste Lafon, director de la Brigada, ha declarado: "Tuvimos conocimiento de la existencia de esta banda hace algún tiempo y hemos llevado a cabo laboriosas investigaciones para determinar sus actividades. Pudimos haber realizado con anterioridad otras detenciones, pero no lo creímos prudente. Perseguíamos a los jefes, a los criminales más destacados. Sin sus jefes y sin la fuente de suministro, el ejército de pequeños traficantes que infestan las calles de París se verá incapaz de sacar adelante su nefasto negocio. Nos proponemos desarticular a esta banda e, incluso, a otras similares."»
Además, el 11 de diciembre, el periódico publicaba otra noticia:
UNA BANDA DE TRAFICANTES DE DROGAS HA SIDO DESARTICULADA
«Los hemos cogido a todos», dice Lafon
EL CONSEJO DE LOS SIETE
«Seis hombres y una mujer se encuentran detenidos como resultado de la operación organizada por monsieur Lafon, director de la Brigada Superior de Estupefacientes, contra una conocida banda extranjera de traficantes de droga, que actuaba en París y en Marsella.
La operación había comenzado dos semanas atrás, con el arresto de una mujer y un hombre, cómplices ambos, en el barrio de Alésia. Alcanzó su punto álgido ayer, con el arresto, en Marsella, de dos hombres que, al parecer, son los dos miembros restantes del Consejo de los Siete, responsable de la organización de esta banda criminal y de su tráfico.
A petición de la policía, no mencionamos los nombres de las personas arrestadas, con el fin de no poner en guardia a los demás implicados. Ahora, esa prohibición ya ha sido retirada.
La mujer, Lydia Prokofievna, de origen ruso, llegó a Francia, según se cree, desde Turquía, con pasaporte Nansen, expedido en 1924. En el mundo del hampa se la conoce con el sobrenombre de La Gran Duquesa. El hombre detenido con ella se llama Manus Visser, y como socio de la Prokofievna, es conocido con el apodo de El Señor Duque.
Los nombres de los otros cinco individuos detenidos son: Luis Galindo, súbdito mexicano nacionalizado francés, internado en la actualidad en un hospital con una herida de bala en el muslo; Jean-Baptiste Lenôtre, francés, vecino de Burdeos; Jacob Werner, belga, que fue detenido juntamente con Galindo; Pierre Lamare o
Jo-jo
, nizardo, y Frederik Petersen, súbdito danés, que fueron arrestados en Marsella. En unas declaraciones hechas anoche a la prensa, monsieur Lafon dijo: "Los hemos cogido ya a todos; la banda ha sido desarticulada; hemos decapitado a la organización que ha quedado, pues, sin su cerebro. El cuerpo morirá de una muerte rápida: todo ha terminado."
Lamare y Petersen serán interrogados hoy por el juez instructor. Se espera que se celebre un juicio común de todos estos detenidos.»
En Inglaterra, pensaba Latimer, monsieur Lafon se hubiera encontrado en un serio apuro. De acuerdo con lo publicado por el periódico, parecía ocioso celebrar un juicio, ya que la policía y la prensa ya habían pronunciado su propio veredicto.
Pero, por esos años, el acusado era siempre culpable a los ojos de los jueces. De hecho, el que se les concediera un juicio no servía de otra cosa que para preguntarles si tenían algo que alegar antes de oír la sentencia.
Al parecer, con el arresto del Consejo de los Siete el interés por ese caso había desaparecido. La Gran Duquesa había sido enviada a Niza para ser juzgada allí por un fraude cometido tres años antes; tal vez eso explicara el silencio que siguió. El resto de los procesados fueron juzgados rápidamente. Todos ellos fueron declarados culpables. A Galindo, Lenôtre y Werner se les condenó a pagar una multa de cinco mil francos y a tres meses de cárcel; Lamare, Petersen y Visser, a sendas multas de dos mil francos y a un mes de prisión.
Latimer se quedó perplejo ante lo atenuado de aquellas sentencias. Lafon se había sentido ultrajado, pero sin asombrarse en lo más mínimo había hecho tronar en público su indignación: «De no haber sido por un código de leyes anacrónicas y ridículas, aquellos seis hombres tendrían que haber sido condenados a cadena perpetua».
El periódico no mencionaba que la policía no había dado con el paradero de Dimitrios. No era nada extraño. La policía, sin duda, no se había sentido inclinada a comunicar a la prensa que las detenciones se habían podido llevar a cabo sólo gracias a una concisa información, generosamente proporcionada por algún anónimo bien intencionado, del que se sospechaba que debía ser el jefe de la banda.