La mandrágora (25 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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* * *

Al día siguiente Wolf Gontram no fue a la oficina, ni se levantó de su lecho, donde le retenía una fiebre devoradora. Nueve días pasó así; a veces, delirando, pronunciaba el nombre de ella. Pero ya no volvió a recobrar el conocimiento. Al poco murió de una pulmonía.

Y le enterraron en el nuevo cementerio.

La señorita ten Brinken envió una gran corona de oscuras rosas.

CAPÍTULO XI
Que trata del fin que Alraune deparó al consejero

La última noche de febrero de aquel año bisiesto, un huracán azotó el Rin y arrojó los témpanos que por el río corrían contra la vieja Aduana, arrancó el tejado de la iglesia de los jesuitas, desarraigó viejos tilos del jardín de la corte y desvencijó los pontones de la Escuela de Natación, haciéndolos astillas contra los viejos pilares del puente de piedra.

La tempestad rugió también en Lendenich, derribando tres chimeneas del Concejo y convirtiendo en ruinas los viejos graneros del ventero de «El Gallo». Pero fue en la casa ten Brinken donde el viento hizo su mayor estrago. Allí apagó la lámpara perpetua encendida ante San Juan Nepomuceno.

Tal cosa no había ocurrido desde que el solar existía, en muchos centenares de años. Cierto que las gentes piadosas de la aldea volvieron a encender la lámpara a la mañana siguiente, pero diciendo que aquello presagiaba una desgracia y el fin seguro de los Brinken, pues el santo dejaba de su mano aquella morada de luteranos y bien lo indicó así la noche pasada. Ninguna tempestad hubiese podido apagar la lámpara de no permitirlo el santo.

Las gentes aseguraban que todo era un presagio; pero otros decían que no había sido la tormenta, sino la señorita, la que había apagado la lámpara.

Parecía, sin embargo, que las gentes erraban en sus profecías, pues en la casa señorial hubo grandes fiestas, a pesar de la cuaresma. Noche tras noche lucían las ventanas iluminadas y resonaba la música y el claro eco de risas y canciones.

La señorita lo exigía así. Necesitaba distracciones después de la pérdida experimentada. Y el consejero cumplía sus deseos.

Se arrastraba tras ella dondequiera que iba y era como si hubiese heredado el puesto de Wolf Gontram. Ávidamente caía sobre ella la bizca mirada del consejero cuando entraba en el cuarto y ávidamente la perseguía al salir de él. Y cuando ella notaba cómo la sangre ardía en aquellas viejas venas, dejaba caer la cabeza hacia atrás y se reía con una risa clara.

Sus deseos fueron más caprichosos cada vez. Sus caprichos, cada vez más exagerados.

El viejo daba, pero comerciando, exigiendo siempre algo a cambio. Se hacía cosquillear la calva o se hacía pasar los juguetones dedos por el brazo. Exigía que ella se sentara sobre sus rodillas o que le besara; y una vez que otra le mandaba bajar vestida de muchacho. Y ella venía con su traje de montar o con aquel de encajes del baile. Venía como pescador, con una blusa abierta y las piernas desnudas; como botones, con un uniforme rojo muy ceñido que hacía destacar las caderas; como un cazador de Wallenstein; como príncipe Orlowski o como Nerisa en su traje de escribano; como camarero, en un frac negro; como paje del siglo XVIII o como Euphorion, con tricot y una túnica azul.

Entonces el consejero se sentaba en el sofá y la hacía pasear ante él. Y pasaba sus manos húmedas por los pantalones y sus piernas temblaban sobre la alfombra. Y pensaba, con el aliento contenido, cómo debería comenzar.

Y ella se detenía y le miraba como desafiándole. Y él se encogía bajo aquella mirada, y no encontraba palabras, y se esforzaba por encontrar algo que encubriera sus asquerosos deseos.

Y sonriendo burlonamente salía ella de la habitación. Cuando la puerta se cerraba y oía sonar en la escalera la clara risa de Alraune los pensamientos volvían a él. Ahora era fácil, ahora sabía lo que tenía que decir y cómo presentarlo. Y la llamaba entonces y a veces venía.

—¿Y bien? —preguntaba.

Pero no; tampoco esta vez conseguía expresarse.

—Nada, nada —murmuraba.

* * *

Era esto: le faltaba seguridad. Y se lanzó a buscar otras víctimas sólo para convencerse de que aún dominaba sus antiguas artes.

Y encontró una. La hija del hojalatero, que traía a casa una vasija remendada.

—Ven conmigo, María —le dijo—; voy a regalarte algo.

Y la llevó consigo a la biblioteca.

* * *

Silenciosa, como una bestia enferma, volvió a salir la niña después de media hora, deslizándose arrimada a la pared con los ojos muy abiertos y muy fijos.

Triunfante, con una sonrisa de complacencia, atravesó el consejero el patio hacia la casa.

Ya estaba seguro. Ahora no se le escaparía Alraune. Pero cuando él volvió a recobrar la confianza, ella se echó atrás al ver encenderse la mirada del consejero.

—¡Juega, también juega conmigo! —decía éste entre dientes.

Una vez, cuando Alraune se levantó de la mesa, él la cogió de la mano. Sabía lo que tenía que decir palabra por palabra. Y sin embargo, en aquel momento lo había olvidado. Y se irritó ante la altiva mirada de la muchacha, y, de un salto, la estrechó entre sus brazos y la arrojó sobre un diván.

La muchacha cayó; pero antes de que él se acercara estaba otra vez en pie, riendo con una risa tan larga y estridente que le destrozó los oídos, y, sin decir una palabra, salió fuera.

Desde entonces permaneció en sus habitaciones y no bajó a tomar el té ni a cenar. No se dejaba ver en todo el día.

Junto a su puerta mendigaba el consejero. La rogaba, imploraba, dándole buenas palabras. Pero no salió. Le envió cartitas en las que le juraba y le prometía cada vez más y para las que ella no tuvo una respuesta. Por fin, después de gemir horas enteras ante la puerta, abrió.

—Cállate —dijo Alraune—; me molestas. ¿Qué es lo que quieres?

Él le pedía perdón, asegurándole que había sido un ataque que le había hecho perder el dominio sobre sus sentidos.

—Mientes —dijo ella con tranquilidad.

Él se quitó la máscara. Le dijo cuánto la deseaba; que su presencia le tenía sin aliento, que la amaba.

Alraune se rio de él; pero se avino a negociar y puso sus condiciones.

El consejero continuaba todavía regateando aquí y allá un poquitín más. Una vez a la semana, sólo una vez, debería vestirse de hombre.

—No —gritó ella—. Todos los días si quiero, y ninguno si no quiero.

Y con eso tuvo que conformarse. Y desde aquel día fue un esclavo sin voluntad, un perro obediente que la seguía siempre y comía las migajas que ella, altiva y descarada, dejaba caer de su mesa. Alraune le dejó correr dentro de su propia casa como a un viejo y sarnoso animal, a quien se deja vivir sólo por indiferencia y porque no vale la pena matarlo.

Y le daba sus órdenes.

—Tráeme flores. Compra una motora.

Invita hoy a estos señores y mañana a aquéllos. Tráeme un pañuelo.

Y él obedecía, sintiéndose ricamente recompensado cuando de pronto bajaba ella vestida como un escolar inglés, con su alto sombrero y su cuello redondo, y tendía hacia él la pierna para que le desatara el zapato de charol.

Muchas veces, cuando estaba solo, se despertaba el consejero. E irguiendo con un lento balanceo su fea cabeza, cavilaba sobre todo lo ocurrido. ¿No estaba acostumbrado a mandar, no lo había hecho durante generaciones, no era su voluntad la que dominaba en el solar de los ten Brinken?

Era como si un tumor en medio del cerebro oprimiera al hincharse todos sus pensamientos. Un insecto venenoso se había introducido allí, penetrando por la nariz o por el oído, y le había picado. Y ahora revoloteaba en torno a su rostro y zumbaba burlonamente ante sus ojos. ¿Por qué no pisoteaba a la sabandija? Y se erguía luchando por una decisión. «Esto tiene que acabar» —murmuraba.

Pero tan pronto como la veía se olvidaba de todo. Entonces su mirada se abría y su oído se aguzaba, percibiendo los más ligeros rumores de las sedas que envolvían a Alraune. Su poderosa nariz olfateaba el aire, sorbía con avidez el perfume de sus carnes y sus viejos dedos temblaban, y la lengua lamía la saliva de sus labios. Y le perseguían todos sus sentidos, voraces, lascivos, venenosamente llenos de asquerosos deseos. Y éste era el lazo más fuerte con que Alraune le tenía sujeto.

* * *

El señor Sebastian Gontram vino a Lendenich y encontró al consejero en la biblioteca.

—Tenga cuidado —le dijo—; nos costará mucho trabajo poner todo esto en orden. Su Excelencia debería ocuparse un poco más de estos asuntos.

—No tengo tiempo —respondió el consejero.

Y a mí qué me importa —dijo con tranquilidad el señor Gontram—. Es preciso que tenga tiempo. Usted no se ocupa ya de nada desde hace semanas y deja que todo siga su curso. Tenga mucho cuidado, pueden cogerle por el cuello.

—¡Ah sí! —dijo el consejero con tono burlón—, pues ¿qué pasa?

—Ya se lo dije por escrito. Pero parece que ni siquiera lee usted mis cartas. El antiguo director del Museo de Wiesbaden ha escrito un folleto en el que afirma todas las cosas posibles; esto le costó comparecer ante un tribunal, donde pidió el parecer de una comisión de peritos que ha examinado las piezas, declarándolas en su mayoría falsas. Todos los periódicos hablan de esto, y el acusado será seguramente puesto en libertad.

—¡Psa! Déjele usted —dijo el consejero.

—Si es usted de esa opinión, por mí... —prosiguió Gontram—. Pero ese señor ha presentado en nuestra fiscalía una nueva denuncia, que será escuchada. Y esto no es todo, ni mucho menos. En el concurso de acreedores de la mina de hierro de Gerstenberg el árbitro ha presentado una denuncia contra usted por balance amañado y quiebra fraudulenta, basándose en algunos documentos. Ya sabe usted que se ha presentado una denuncia semejante en el asunto de los tejares de Karpen. En fin, el abogado Kramer, que representa al hojalatero Hamecher, ha conseguido de la Fiscalía orden de reconocer facultativamente a la niña.

—Esa niña miente —gritó el profesor—. Es un monigote histérico.

—Tanto mejor —asintió el consejero—. Así se pondrá en claro su inocencia de usted. Además, tenemos una querella del comerciante Matthiessen, que pide daños y perjuicios y devolución de los cincuenta mil marcos de su participación, y al mismo tiempo presenta una denuncia por estafa. En un nuevo escrito sobre el pleito de la Sociedad Limitada Plutus, el abogado contrario le acusa de haber falsificado documentos y anuncia que procederá en consecuencia para conseguir el procesamiento. Los casos, pues, se multiplican, como ve usted, si falta usted tanto tiempo de la oficina. Apenas pasa día sin que nos encontremos con algo nuevo.

—¿Ha acabado usted? —preguntó el consejero.

—No —dijo Gontram con indiferencia—. Esto no ha sido más que unas flores selectas del hermoso ramillete que le espera a usted en la ciudad. Yo le aconsejo insistentemente que acuda a ella y que no se tome estas cosas con demasiada ligereza.

Pero el consejero contestó:

—Ya le he dicho a usted que no tengo tiempo. Debería usted dejarme en paz con todas esas pequeñeces.

El señor Gontram se levantó, metió unos papeles en la cartera y la cerró con un aire preocupado.

—Como usted quiera. ¡Ah! Otra cosa. ¿Sabe usted que corre el rumor de que el Banco de Crédito de Mühlheim va a suspender pagos uno de estos días?

—Tonterías. Además, apenas tengo dinero en él.

—¿Que no? —preguntó el señor Gontram un poco sorprendido—. Hace medio año que lo saneó usted con once millones para tener a mano el control sobre las sales potásicas. Yo mismo tuve que venderle a la princesa Wolkonski con ese fin las Obligaciones mineras.

El señor ten Brinken asintió:

—Bueno, sí; la princesa. ¿Pero, acaso soy yo la princesa?

El señor Gontram hizo un gesto dubitativo con la cabeza.

—¡Pero va a perder su dinero!...

—¿Y a mí qué me importa? Con todo, veremos lo que puede salvarse.

Y levantándose tamborileó sobre la mesa.

—Tiene usted razón. Debiera ocuparme más de mis asuntos. Espéreme mañana a las ocho en la oficina. Muchas gracias.

Y le tendió la mano y le condujo hasta la puerta.

Pero no fue a la ciudad aquella tarde. Dos oficiales vinieron a tomar el té y él anduvo dando vueltas por todos los cuartos y entraba a recoger algo y no se sentaban, de la alfombra que pisaban sus pies, los que hablaban con Alraune, de la silla en que se sentaba, de la alfombra que pisaban sus pies.

Y tampoco fue al día siguiente, ni al otro. El señor Gontram le enviaba emisario tras emisario y él los despedía sin darles respuesta. Y para que no le llamaran descolgó el teléfono.

El señor Gontram se dirigió entonces a la señorita, diciéndole que era necesario que el consejero fuera a la oficina.

Alraune mandó preparar el coche y envió a su doncella a la biblioteca para decir al consejero que se preparara a ir a la ciudad con ella.

El consejero se estremeció de alegría. Era la primera vez que salían juntos desde hacía muchas semanas. El consejero se dejó poner el gabán, atravesó el patio y abrió la portezuela para que Alraune subiera al coche.

Ella no hablaba. Pero el poder estar sentado junto a ella le hacía feliz. Alraune se encaminó primeramente a la oficina y le mandó bajar.

—¿Y tú a dónde vas?

—Voy a hacer algunas compras.

Y el consejero, con voz implorante:

—¿Vendrás a recogerme?

Ella sonrió:

—No sé. Quizá.

Y él escuchó aquel
quizá
con agradecimiento.

Y subió la escalera y abrió la puerta de la izquierda que daba al despacho del consejero Gontram.

—Aquí estoy —dijo.

El consejero Gontram le puso delante un abultado montón de documentos.

—Ahí tiene usted una bonita colección. Entre ellos hay también cosas que parecían despachadas y han vuelto a presentarse. Y tres asuntos nuevos... desde anteayer.

El consejero suspiró.

—Parece demasiado. ¿Quiere usted informarme? Gontram sacudió la cabeza.

—Espere usted a que venga Manasse, que está más enterado. Estará aquí en seguida. Le he hecho llamar. Ha ido a ver al juez que instruye el asunto Hamecher.

—¿Hamecher? —preguntó el profesor—. ¿Quién es ese?

—El hojalatero —le recordó el señor Gontram—. El informe de los médicos es bastante abrumador. La Fiscalía ha ordenado instruir el proceso. Aquí está la invitación. Este asunto me parece por ahora el más importante.

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