La mandrágora (20 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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—Mathieu María —decía ella—, ¿quieres que pasemos el río a nado?

Él ponía objeciones, sabiendo de antemano que de nada iban a servir. La otra orilla era demasiado escarpada, decía, y no sería posible trepar por ella; y la corriente era allí tan rápida y... Se indignaba. ¡Todo lo que la señorita hacía era tan sin sentido!... ¿Por qué atravesar el río a nado? Se mojaba uno y tiritaba, y podía darse por contento si no pescaba un constipado. ¡Y además, que se corría el peligro de ahogarse! Y todo para nada. Absolutamente para nada. Pero él había decidido permanecer allí y dejarla sola con sus locuras. ¿Qué le importaban a él, que tenía mujer e hijos?...

Llegaba hasta aquí con sus pensamientos, pero poco después se encontraba ya cruzando el río, sobre el pesado caballo mecklemburgués; y buscaba, penosamente, un medio de alcanzar la orilla por entre las rocas; se sacudía la ropa maldiciendo, y trotaba tras de su señora, que apenas se dignaba dirigirle una rápida mirada burlona.

—¿Te has mojado, Mathieu Maria?

Él callaba, herido en su amor propio y malhumorado. ¿Por qué le llamaba siempre por su nombre de pila y le hablaba de
tú?
Él era Raspe, era
chauffeur
y no un mozo de mulas. Su cerebro encontraba una docena de buenas respuestas, pero su boca callaba.

O bien, cabalgaba hacia el picadero donde los húsares hacían ejercicios. Esto era peor todavía; muchos oficiales y suboficiales le conocían desde sus tiempos de servicio en el regimiento; y el barbudo sargento del segundo escuadrón solía dirigirle siempre palabras burlonas.

—¿Qué hay, Raspe? ¿Otra vez por aquí, a dar unas vueltecitas?

—Que el diablo se lleve a esa loca —gruñía Raspe.

Pero cabalgaba detrás de ella cada vez que Alraune cargaba hacia algún lado.

Luego venía el conde Geroldingen, el comandante, en su yegua inglesa, y conversaba con la señorita. Raspe se quedaba atrás, pero ella hablaba tan alto, que era posible oírla todo:

—¿Qué le parece a usted mi escudero, conde?

El comandante se echaba a reír.

—Magnífico, digno del joven príncipe.

Raspe hubiese abofeteado a éste, a la señorita, al sargento y a todo el escuadrón, que le miraba con una mueca de burla; y se avergonzaba y se ponía rojo como un chico de la escuela.

Pero aún era peor cuando salía con ella en automóvil, por las tardes. Sentado frente al volante, miraba de reojo hacia la puerta y respiraba, aliviado, si alguien le acompañaba, y reprimía una maldición al verla salir sola. Muchas veces enviaba a su mujer para que se enterara si iba a pasear sola, y si era así, quitaba rápidamente al motor un par de piezas, se echaba de espaldas en el suelo y frotaba y engrasaba como si estuviera reparando algo.

—Hoy no podemos salir, señorita —le decía. Y reía, complacido, cuando la veía salir del garaje.

Pero pronto cambiaron las cosas. Ella se quedaba esperando, sin decirle nada, pero a él le parecía que había comprendido su treta. Y, lentamente, volvía a atornillar sus tuercas.

—¿Listo? —preguntaba ella. Y él asentía.

—¿Ves tú? Todo sale mejor cuando yo estoy aquí, Mathieu Maria.

Muchas veces, de vuelta de aquellos paseos, cuando había guardado el
Opel
en el cobertizo, sentado a la mesa que su mujer había puesto ya, temblaba; estaba pálido y con los ojos fijos mirando al frente. Lisbeth no le preguntaba nada; ya sabía lo que pasaba.

—¡Maldita mujer! —murmuraba el
chauffeur.

Su esposa le traía entonces los niños, rubios y de ojos azules, con sus limpias batas, los sentaba en sus rodillas, y entre ellos su espíritu se aligeraba y volvía a ponerse alegre.

Cuando los niños estaban ya en la cama, cuando él se sentaba fuera, en el banco de piedra, y fumaba su cigarro, o cuando paseaba con su mujer por las calles de la aldea o por el jardín de los Brinken, comentaba con su esposa:

—Esto no puede acabar bien. Me acosa y me acosa, ninguna marcha es bastante rápida para ella. Catorce denuncias en tres semanas...

—No eres tú el que tiene que pagarlas... —le decía su mujer.

—No, pero me estoy desacreditando en todas partes. Los policías, apenas ven el coche blanco y la matrícula I. Z. 937, ya están tirando de cuaderno —y riéndose—. Con el número no se equivocan. Y las denuncias nos las tenemos bien merecidas.

Se callaba, jugueteando con una llave que sacaba del bolsillo. Su mujer le tomaba del brazo y, quitándole la gorra, le pasaba la mano por sus revueltos cabellos.

—¿Sabes qué es lo que quiere? —preguntaba, procurando que al hacerlo su voz sonara indiferente e inofensiva.

Raspe sacudía la cabeza.

—No lo sé, mujer, no lo sé. Es que está loca. Y tiene ese maldito carácter, que le obliga a hacer todo lo que ella quiere, aun cuando uno se resista y sepa que es una barbaridad. Hoy...

—¿Qué ha hecho hoy?

—¡Oh, lo de costumbre, nada más! No puede ver que otro automóvil vaya delante de nosotros; tiene que alcanzarlo en seguida, aun cuando tenga treinta caballos más que el nuestro. «¡Cázalo, Mathieu Maria!», me dice, y si vacilo, pone la mano sobre mi brazo, y salimos disparados como si el diablo mismo llevara el volante.

Y sacudiéndose la ceniza que había caído en su pantalón, suspiraba.

—Siempre se sienta junto a mí; esto sólo me pone nervioso. Me pongo a pensar qué locura me va a mandar que haga. Pasar obstáculos es lo que más le divierte: tablas, montones de arena y cosas así. Yo no soy un cobarde, pero algún motivo ha de tener uno para arriesgar así la vida, un día tras otro. «Andando», me dijo el otro día, «a mí nunca me pasa nada.» Y se queda tan tranquila cuando a ciento por hora saltamos una cuneta. Bueno, a ella no le pasará nada, pero yo me voy a romper la crisma mañana o pasado.

Su mujer le oprimía la mano:

—Tienes que procurar no obedecerla. Cuando quiera alguna tontería, dile que no. No puede exponer así tu vida; hazlo por mí y por tus hijos.

Y él, mirándola sosegadamente, decía:

—Sí, ya lo sé, mujer. Por vosotros y, a fin de cuentas, también por mí. Pero lo que sucede es que no puedo decirle que no a la señorita. Nadie puede. El señor Gontram corre detrás de ella como un perrito y todos están contentos si pueden satisfacerle sus caprichos más locos. Nadie en la casa puede sufrirla y, sin embargo, todos hacen lo que ella quiere, aun cuando sea la tontería y la locura mayor del mundo.

—No es verdad... Froitsheim, el cochero, no lo hace.

Dio un silbido y contestó:

—Froitsheim... sí, tienes razón. Apenas la ve da media vuelta y se va. Pero tiene noventa años y casi no le queda sangre en el cuerpo.

Su mujer le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Se debe a la sangre eso de que tengas que hacer siempre su voluntad?

Esquivando su mirada ante aquella pregunta, clavó los ojos en el suelo. Pero ella tomó su mano y se lo quedó mirando frente a frente.

—No o sé, Lisbeth. He pensado en ello tantas veces. Podría ahogarla: cuando la veo me irrito, y cuando no, ando por ahí dando vueltas de puro miedo a que vuelva a llamarme —y escupía en el suelo—. ¡Maldita sea! Ojalá pudiera dejar esta colocación, ojalá no la hubiera aceptado nunca.

Y meditaron, dando mil vueltas al asunto, sopesando cada vez los pros y los contras, hasta llegar a la conclusión de que él, Raspe, debía despedirse. Antes tendría que buscarse otra colocación. Mañana mismo iría a la ciudad con ese objeto.

Por primera vez desde hacía meses la mujer de Mathieu Maria durmió tranquila aquella noche; éste, en cambio, no durmió nada.

A la mañana siguiente, pidió permiso y fue a la ciudad a una agencia de colocaciones. Tuvo suerte. El agente le llevó en seguida a casa del consejero de comercio Soenneken, que buscaba un
chauffeur,
y le presentó. Raspe fue aceptado, recibiendo mejor salario que hasta entonces, y con menos trabajo. Ni siquiera tenía que cuidar de caballos.

Al salir de la casa, el agente le felicitó y Raspe le dio las gracias, con el sentimiento de que no tenía porque darlas; algo así como si sintiera que nunca iba a ocupar aquel puesto.

Pero se alegró al ver los ojos de su mujer resplandeciendo de alegría, mientras él le contaba el caso.

—De manera que dentro de catorce días... —terminó—. ¡Ojalá hubiera pasado ya ese tiempo!

Ella sacudió la cabeza.

—No —dijo con resolución— nada de catorce días. Mañana mismo. Tienen que darte permiso. Habla con el consejero.

—No servirá de nada. Me enviará a la señorita y...

Su mujer le asió de la mano.

—Déjame a mí. Yo misma hablaré con la señorita.

Le dejó y, atravesando el patio, se hizo anunciar. Y mientras esperaba, meditó cuidadosamente todo lo que iba a decir para obtener lo que pedía: marcharse mañana mismo.

Pero nada tuvo que decir. La señorita se limitó a oír que quería marcharse en seguida, asintió y dijo que estaba bien.

Lisbeth volvió corriendo donde estaba su marido y le besó y le abrazó. Sólo una noche y la pesadilla habría pasado. Tenían que hacer rápidamente los baúles y telefonear al nuevo amo de que Raspe podía ocupar su puesto de inmediato. La mujer sacó el viejo cofre de debajo de la cama y comenzó a meter en él cosas a toda prisa.

El marido sacó su caja de herramientas, limpió el polvo y ayudó a la mujer en su tarea, alargándole las prendas. En una pausa fue a la aldea a encargar un carro con el que transportar su ajuar. Y reía contento, por primera vez desde que estaba en casa de los ten Brinken.

Tomaba del hogar un cacharro e iba a envolverlo en un periódico, cuando llegó Aloys, el criado, anunciándole:

—La señorita quiere salir.

Raspe se le quedó mirando, sin hablar palabra.

Su mujer le gritó:

—¡No vayas!

Y él contestó al criado:

—Dígale a la señorita que hoy ya...

No acabó. Alraune ten Brinken estaba en la puerta.

Y dijo:

—Mathieu Maria, estás despedido desde mañana, pero hoy quiero salir.

—Y se marchó. Raspe la seguía.

—¡No salgas!... ¡No salgas! —le gritaba su mujer. Y él la oía, sin saber quién le llamaba ni de dónde partía la voz.

Lisbeth se dejó caer pesadamente sobre un banco. Oía los pasos de ambos, que atravesaban el palio, hacia el garaje. Oyó cómo se abría la cancela de hierro, chirriando débilmente sobre sus goznes, y el automóvil que atravesaba la calle de la aldea. Luego el ruido lejano de la bocina.

Era la despedida que su marido le dirigía cada vez que atravesaba la aldea.

Quedó sentada, con las manos en el regazo, y esperó. Esperó hasta que le trajeron. Cuatro campesinos le trajeron, tendido en un jergón, y le depositaron en medio del cuarto, entre cofres y cajas. Le desnudaron y ayudaron a bañarlo, según la prescripción del médico. El cuerpo, largo y blanco, estaba cubierto de sangre, polvo y lodo.

Lisbeth estaba arrodillada junto a él, muda, sin lágrimas. El viejo cochero se llevó a los niños, que lloraban. Luego se fueron los campesinos y por último el médico. Nada le había preguntado ella ni con palabras ni con miradas. Ya sabía la respuesta.

Por la noche, Raspe volvió en sí y abrió los ojos. Reconoció a su mujer y le pidió agua. Ella le dio de beber.

—Todo acabó —dijo débilmente.

—Pero ¿cómo fue?

Él movió la cabeza.

—No sé. La señorita dijo: «Arranca, Mathieu Maria.» Yo no quise. Entonces puso su mano sobre la mía y yo la sentí a través del guante. Y arranqué. Ya no sé más.

Hablaba tan débilmente, que ella tuvo que acercar el oído a su boca. Y como callara, preguntó:

—¿Por qué lo has hecho?

De nuevo movió Raspe los labios.

—Perdóname, Lisbeth. Yo... tuve que hacerlo... La señorita...

Lisbeth le miró y el horror resplandeció en sus ojos. Y gritó —¡oh, su lengua expresó el pensamiento casi antes que su cerebro lo concibiera!—, gritó:

—¡Tú la quieres!

Entonces levantó la cabeza apenas una pulgada y murmuró con los ojos cerrados:

—Sí, sí...; yo salí con ella...

Fue lo último que habló. Un profundo desmayo se apoderó de él hasta la madrugada. Siguió una lenta agonía...

Lisbeth se levantó.

Ante la puerta estaba el viejo Froitsheim y ella se echó en sus brazos.

—Mi marido ha muerto —dijo.

Y el cochero se santiguó y quiso entrar en el cuarto. Pero ella le contuvo.

—¿Dónde está la señorita? ¿Vive todavía? ¿Está herida?

Las arrugas del anciano rostro se marcaron más.

—¿Que si vive? ¡Oh, sí, vive!... Ahí está... ¿Herida? Ni un arañazo... Sólo vino un poco sucia.

Y señaló hacia el patio con su artrítica mano.

Allí estaba la esbelta muchacha en su traje de hombre. Levantó el pie, lo apoyó en la mano de un húsar y se echó sobre el caballo.

—Ha telefoneado al comandante que hoy no tenía lacayo y él le ha mandado a su asistente.

Lisbeth corrió hacia el patio.

—¡Ha muerto!... ¡Mi marido ha muerto!...

Alraune ten Brinken se volvió en la silla sacudiendo la fusta.

—Muerto —dijo lentamente—. Muerto... Es verdaderamente una lástima.

—Señorita —gritó Lisbeth—. Señorita, señorita...

Las herraduras golpearon las viejas losas, arrancándoles pequeñas chispas. Nuevamente vio Lisbeth a Alraune trotar por la aldea, con sus bucles de muchacho, con el descaro y la altanería de un príncipe orgulloso. Era un húsar el que ahora la seguía, un húsar del Rey, con su uniforme azul, y no su marido, Mathieu Maria Raspe...

—¡Señorita! —gritaba Lisbeth en su angustia—. ¡Señorita, señorita!...

Desbordando desesperación y odió, acudió al consejero, quien la dejó desahogarse y le dijo que comprendía su dolor y que no quería tomarle a mal nada de lo que hablaba. Estaba dispuesto a pagar un trimestre del sueldo del
chauffeur
, a pesar del despido. Pero ella debía ser razonable y hacerse cargo de que nadie sino él tenía la culpa de aquella lamentable desgracia.

Lisbeth acudió a la policía y allí no fueron tan corteses. Le dijeron que lo que había pasado era de esperar y que Raspe había sido el conductor más loco de toda la provincia. El castigo era justo y ellos habían cumplido con su deber advirtiéndoselo a tiempo. Su marido tenía la culpa, le dijeron, y que ella debería avergonzarse de querer cargar con ella a la señorita. ¿Iba la señorita al volante? ¿Ayer? ¿En alguna ocasión?

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