Authors: Hanns Heinz Ewers
Hasta que los gendarmes vinieran a recogerlo.
Permaneció de pie, inmóvil. Oía sobre su cabeza los ligeros pasos de ella, que andaba de un lado a otro del cuarto. Y luego nada. Silencio.
El consejero salió de la casa, atravesó el patio sin protegerse a pesar de la lluvia. Entró en la biblioteca, buscó unas cerillas y encendió las dos bujías de su escritorio. Luego se dejó caer pesadamente sobre el sillón.
—¿Quién es? ¿Qué es? ¡Qué criatura!...
Y abrió el cajón de la vieja mesa de caoba y extrajo de él el infolio. Lo puso ante sí y se quedó mirando la cubierta.
—”A. t. B.” —leyó a media voz—. ¡Alraune ten Brinken!...
El juego había terminado. Ahora lo comprendió bien.
Y había perdido: no le quedaba una sola carta. Había sido mano; él mismo había barajado, había tenido todos los triunfos... pero había perdido.
Y sonrió con rabia. Ahora no le quedaba sino pagar.
—¿Pagar? ¡Oh, sí! ¿Y con qué moneda?
Miró el reloj. Eran más de las doce. A las siete, a más tardar, vendría la policía con la orden de prisión. Le quedaban seis horas. Los policías serían muy corteses, muy considerados; le conducirían a la cárcel en su propio automóvil. Luego empezaría la lucha. No estaba mal. Durante muchos meses se defendería, disputaría al enemigo cada palmo de terreno; pero finalmente, en la vista, sucumbiría. Tenía razón Manasse, finalmente iría a la cárcel.
Sólo le quedaba la fuga. Pero solo. ¿Solo? ¿Sin ella? En aquel momento sentía cómo la odiaba. Pero sabía que ya no podía pensar sino en ella. Correría por el mundo inútilmente, sin destino, sin ver ni oír otra cosa que su voz clara y silbante, y el balanceo de su roja pierna. ¡Oh!, se moriría de hambre en libertad o en presidio, ¿qué más le daba?
¡Aquella pierna, aquella dulce, esbelta pierna!... ¿Cómo podría vivir sin aquella pierna roja?
Había perdido y tenía que pagar. Y quería pagar en el acto, aquella misma noche, no deber nada a nadie. Quería pagar con lo único que le quedaba: con su vida.
Y pensó que su vida nada valía, engañaría a sus deudores.
Este pensamiento le halagaba. Y pensó si darles, además, un último puntapié que le proporcionara una pequeña satisfacción.
Tomó su testamento, en el que declaraba a Alraune su heredera, y, después de leerlo, lo rasgó en pequeños pedazos.
—Tengo que hacer uno nuevo —murmuró—.¿En favor de quién? ¿De quién?...
Tomó un pliego de papel y mojó la pluma. Le quedaba su hermana y el hijo de ella, Frank Braun, su sobrino.
Vaciló. ¿Él? ¿Él? ¿No había sido él el que había traído a su casa a aquel ser extraño que le llevó a la ruina? De él debía vengarse aún más que de Alraune.
—Quieres tentar a Dios —le había dicho él—. Le harás una pregunta tan descarada que no tendrá más remedio que responderte.
¡Oh, sí! Ya tenía la respuesta.
Pero si él tenía que sucumbir, Frank Braun, que le inspiró aquel pensamiento, debía compartir su destino.
Contra él tenía ya un arma preparada: ella, su hija. Alraune ten Brinken. Ella le conduciría al punto en que él se encontraba hoy.
Y caviló, meciendo la cabeza, sonriendo con una mueca de satisfacción, con el seguro sentimiento de un triunfo final. Y escribió su testamento sin vacilaciones, con rápidos y feos rasgos.
Alraune quedó como única heredera suya. Dejaba un legado a su hermana y otro a su sobrino, a quien designaba como testamentario y tutor de la muchacha hasta la mayoría de edad de ésta. Así tendría que venir, acercarse a ella, respirar la sofocante atmósfera de sus labios.
Y le sucedería lo que a todos. Lo que al conde y al doctor Mohnen: lo que a Wolf Gontram. Lo mismo que al
chauffeur.
Lo que a él mismo, al consejero.
Y se echó a reír sonoramente. En un codicilo dispuso que la Universidad sería su heredera en caso de que Alraune muriera sin sucesión. Así quedaba su sobrino excluido en todo caso. Y firmó y fechó el pliego. Luego tomó el infolio, volvió a leer la historia anterior y la completó con los sucesos de los últimos días, terminando con un pequeño discurso a su sobrino que chorreaba sarcasmo.
«Prueba tu fortuna —escribió—. ¡Lástima que yo no viva cuando te llegue la vez! ¡Me hubiera gustado tanto verlo!...».
Y secó cuidadosamente la tinta húmeda, cerró el cuaderno y lo depositó en el cajón junto a los otros recuerdos: el collar de la princesa, la mandrágora de los Gontram, el cubilete de dados, la blanca tarjeta atravesada por la bala que extrajo del bolsillo del conde Geroldingen. «Mascota» se leía sobre ella. Y encima estaba el trébol de cuatro hojas. Y alrededor, coagulada, negra, se adhería la sangre.
Se acercó a un cortinaje, desató uno de los cordones de seda y cortó un trozo que metió en el cajón con los otros objetos. «Mascota —repitió riendo—.
Ça porte bonheur pour la maison».
Examinó las paredes, y subido en una silla, descolgó de un recio clavo, con gran esfuerzo, un gran crucifijo de hierro que colocó cuidadosamente sobre el diván.
—Perdona —dijo con una mueca— que te desaloje. Es sólo por un rato; sólo por un par de horas. Tendrás un digno sustituto.
Hizo una lazada y la echó sobre el clavo. Tiró para convencerse de que estaba bien fuerte.
Y se subió a la silla por segunda vez.
* * *
Por la mañana temprano le descubrieron los gendarmes. La silla estaba volcada, pero sobre ella se apoyaba aún un pie del muerto. Parecía como si en el último momento se hubiese arrepentido de su acción y hubiese tratado de salvarse. El ojo derecho, muy abierto, dirigía hacia la puerta una mirada oblicua, y la lengua, hinchada, azul, pendía muy larga.
Estaba horrible.
Y quizá, rubia hermanita, también gotean en tus tranquilos días los blandos sonidos de las campanillas de plata de los pecados dormidos.
Los citisos derraman su venenoso amarillo donde yace la nieve pálida de las acacias, las ardientes clemátides muestran su azul profundo donde los piadosos racimos de las glicinas cantan de toda paz. Dulce es el juego fácil de los anhelos concupiscentes; más dulce me parece la lucha cruel de todas las pasiones nocturnas. Pero más dulce que nada me parece el pecado dormido en una tórrida tarde de verano.
Mi dulce amiga dormita ligeramente, y no se la debe despertar, pues nunca está tan hermosa como en ese sueño.
En el espejo reposa mi querido pecado, muy cerca, en su cándida y fina camisa de seda. Tu mano, hermanita, cae sobre el borde de la cama y los finos dedos que llevan mi cintillo de oro se crispan ligeramente. Tus uñas rosadas relucen transparentes como el primer albor. Fanny, tu morena doncella, las pulió e hizo un pequeño milagro. Y en el espejo de tus uñas rosadas beso yo milagros transparentes.
Sólo en el espejo: en el espejo sólo. Sólo con acariciadoras miradas y el ligero hálito de mis labios. Porque crecen, crecen cuando el pecado se despierta y se convierten en agudas garras de tigre que desgarran mis carnes.
Tu cabeza se destaca del almohadón de encaje circundada de rubios rizos, como un tremular de llamas de oro, como el suave ondular del primer viento al despertar el día. Tus dientecillos se descubren sonrientes entre los delgados labios, como ópalos lechosos en la luminosa pulsera de la diosa Luna. Y beso tus cabellos de oro, hermanita, y tus dientes brillantes.
Sólo en el espejo: en el espejo sólo. Con el ligero hálito de mis labios, y con miradas acariciadoras; porque sé que cuando despierta el ardiente pecado, los dentezuelos se convierten en poderosos colmillos y tus rizos de oro en víboras de fuego. Y las garras de la tigresa desgarran mis carnes, y los agudos dientes abren hondas heridas, y las víboras silban en torno a mi cabeza; se deslizan en mi oído, salpican mi cerebro con su veneno y cuchichean los cuentos maravillosos de las más desatadas concupiscencias.
Si la camisa de seda resbala de tu hombro, ríen ante mí tus senos de niña, que reposan como dos gatitos blancos, que alargan los dulces y rosados hociquitos y miran hacia tus ojos suaves, azules ojos pétreos que rompen la luz; que lucen como los zafiros en la quieta cabeza de mi Buda dorado.
¿Ves tú, hermanita, cómo los beso... allí, en el espejo? No es más ligero el hálito de un hada. Porque sé bien que si el eterno pecado se despierta, éstos lanzarán rayos azules que herirán mi pobre corazón, que harán hervir mi sangre en oleadas y fundirán en llamas las fuertes cadenas para que toda locura se libere y corra desbocada.
Y libre de sus cadenas, la bestia indómita se precipita sobre ti, hermana, cual tormenta furiosa, y en los dulces pechos de niña que se convirtieron en formidables ubres de ramera —ahora que despertó el pecado— hinca sus zarpas y su contraída dentadura, y los dolores gozan en torrentes de sangre.
Pero mis miradas son aún más silenciosas, como los pasos de una monja junto al Santo Sepulcro. Y más ligero, más ligero aún, mi beso vuela, como en la catedral, el beso del espíritu hacia la hostia, convirtiendo el pan en el cuerpo del Señor.
No debe despertarse. Que repose y dormite el hermoso pecado.
Porque nada, querida amiga, me parece tan dulce como el casto pecado en su sueño ligero.
Frank Braun había vuelto a casa de su madre de regreso de uno de aquellos viajes suyos, emprendidos sin plan, a Cachemira o al Chaco boliviano; a las Indias occidentales, donde jugaba a revolucionario en cualquier absurda republiquita; a los mares del Sur, donde soñaba con las gráciles hijas de aquellos pueblos en vías de desaparición.
Acababa de llegar, de cualquier parte...
Lentamente recorría la casa de su madre, la blanca escalera en cuyas paredes se apretujaban viejas estampas y modernos grabados, los vastos aposentos de la mansión materna, llenos de un sol de primavera que penetraba a través de los cortinajes amarillos. Allí estaban los retratos de sus antepasados, muchos Brinken de rostro inteligente y agudo, que supieron desempeñar bien el papel que tenían en el mundo; bisabuelos y bisabuelas, del tiempo de los emperadores; su hermosa abuela, vestida a la manera de la reina Victoria; los retratos de su padre y de su madre y el suyo propio, de niño, con sus largos rizos rubios cayendo sobre los hombros y una gran pelota en la mano; y otro retrato suyo, de sus días de muchacho, donde aparecía vestido de paje, con una vestidura de terciopelo negro, leyendo un abultado y viejo volumen.
Luego, en el cuarto inmediato estaban las copias: cuadros de todas partes, del Museo de Dresde, de las galerías de Cassel y de Brunswick, del palacio Pitti, del Prado, del Rijksmuseum; muchos holandeses: Rembrandt, Franz Hals, Ostade; luego, Murillo, Tiziano, Velázquez, Veronés, todos un poco oscuros ya, brillando rojos por el sol que atravesaba los cortinajes.
Más allá, el salón de los modernos, con muchos buenos cuadros y otros no tan buenos, pero ninguno malo ni almibarado. Alrededor estaban los viejos muebles de caoba —Imperio, Directorio, Biedermeier—, ninguno de roble, y entre ellos alguno sencillo y moderno. En ninguna parte predominaba un estilo de terminado; todo estaba revuelto, con el desorden que origina el curso de los años; y, sin embargo, en todo había una tranquila y plena armonía bajo la que todos los objetos se relacionaban.
Frank Braun recorría el piso que su madre le había destinado. Todo estaba como lo había dejado la última vez que se marchó, hacía dos años. Ni una silla, ni un pisapapeles estaba fuera de su sitio. Su madre cuidaba de que las sirvientas fueran precavidas y respetuosas al limpiar y sacudir el polvo. Como en ninguna otra parte reinaba aquí un desordenado amontonamiento de innumerables y dispares objetos, lo mismo en el suelo que en las paredes; las cinco partes del mundo vertían aquí cuanto de extraño y abigarrado encerraban. Grandes carátulas, ídolos diabólicos, ferozmente tallados en madera, traídos del archipiélago de Bismarck, banderas chinas y anamitas, armas de todas las tierras del Señor. Luego los trofeos de caza: fieras disecadas, pieles de jaguar y de tigre, grandes tortugas, serpientes y cocodrilos. Polícromos tambores de Luzón, instrumentos de cuerda de largo mástil, traídos de Radschputana, sencillas guzlas de Albania. En una pared, una inmensa red, rojiza y parda, se extendía hasta el techo, de ella colgaban enormes estrellas de mar, puercos espines, las defensas del pez sierra, escamas plateadas del tarpón, arañas enormes, extraños peces de las grandes profundidades, conchas y caracoles. Sobre los muebles se desplegaban viejos brocados, vestiduras de seda de la India, multicolores mantos españoles con grandes broches de oro. Y muchos dioses: Budas de oro y plata, de todos los tamaños, relieves indios, Schivas, Krischnas y Ganeschas y los absurdos y obscenos ídolos de los pueblos del Tschan. Donde quedaba un sitio libre, se había colgado un dibujo: un desvergonzado Rops, un Goya siniestro, un pequeño esbozo de Callot; luego, Cruikshank, Hogarth, muchas crueles láminas en color, procedentes de Camboya y Mysore. Junto a ellas otras modernas que ostentaban la dedicatoria y la firma del artista. Había muebles de todos los estilos y todas las culturas: coronados de bronces, porcelanas e innumerables baratijas.
Todo esto era Frank Braun. Su bala derribó al oso polar cuya blanca piel hollaban sus pies ahora; él mismo pescó el tiburón azul cuya poderosa dentadura, con su triple hilera de dientes, pendía allí de la red. Él había arrebatado a los salvajes de Buka aquellas flechas envenenadas y aquella jabalina, a él le habían regalado los sacerdotes manchures aquellos ídolos absurdos y aquellos altos estribos sacerdotales de plata. Con su propia mano había arrebatado al templo del bosque de los Houdon-Badagri la negra piedra del trueno y en aquella misma «bombilla» había tomado el mate con el cacique de los indios Toba, en señal de confraternidad, a la orilla pantanosa del Pilcomayo. Por aquel corvo alfanje había trocado, con el sultán de Borneo, su mejor escopeta de caza, y con el virrey de Schantung su ajedrez de bolsillo contra aquella larga espada, el arma del verdugo. El maharascha de Vigatpuri le había regalado la maravillosa alfombra india, cuando le salvó la vida, en una cacería de elefantes; y de un sacerdote del horrible Kali de Kalighat había obtenido aquella durga de ocho brazos, modelada en arcilla, salpicada de sangre de cabras y de hombres.
Aquellos aposentos eran toda su vida. Cada concha, cada harapo multicolor le traía a la memoria viejos recuerdos. Allí estaban sus pipas de opio, las grandes cajas labradas con plata de pesos mexicanos, las redomas con veneno de serpientes de Insulinde, la pulsera exornada con dos magníficos ojos de gato que le regaló una vez en Birma aquella niña siempre sonriente. Muchos besos tuvo que pagar por ellos.