La mandrágora (34 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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—¿A dónde? Por el mismo camino que siguió Olga. Pero créame usted que yo lo hubiera seguido hasta el fin.

Y con una ligera inclinación de cabeza se marchó, desapareciendo entre los abedules.

* * *

Temprano, al despertar el sol, salía en kimono de su cuarto. Iba al jardín, por el sendero que cruzaba frente a las espalderas, hacia el macizo de los rosales, cortaba Boule de Neige, Emperatriz Augusta Victoria, señora Drusky y Merveille de Lyon. Torcía a la izquierda, donde estaban los alerces y los abedules.

Alraune estaba sentada en la balaustrada del estanque, con una capa de seda negra, y arrojaba a los peces migas de pan. Cuando él venía, trenzaba hábil y ligera una guirnalda de rosas pálidas, con la que coronaba sus cabellos. Luego arrojaba la capa y se quedaba en su camisa de encajes chapuzando con los pies desnudos en el agua fría.

Apenas hablaban. Pero ella se estremecía cuando los dedos de él rozaban débilmente su nuca, cuando su hálito le rozaba las mejillas. Lentamente dejaba resbalar la camisa, que dejaba a un lado, sobre la sirena de bronce. Seis náyades que posaban sobre la balaustrada en torno al estanque, vertían el agua de sus urnas y sus ánforas o la derramaban del seno en delgados chorros. A su alrededor se arrastraba toda la fauna acuática: grandes langostas, tortugas, peces, serpientes y otros reptiles. En medio, un tritón soplaba su cuerno y a su alrededor una muchedumbre de mofletudos seres marinos escupía al azul gruesos surtidores.

—Ven, amigo mío —decía Alraune.

Luego entraban en el agua glacial. Él sentía un escalofrío. Sus labios se tornaban azules y la piel de gallina cubría sus brazos; tenía que nadar activamente, agitarse para calentar su sangre, adaptarse a aquella temperatura insólita. Ella no notaba nada de esto; en seguida se encontraba en su elemento y se burlaba de él nadando en torno suyo como una ranita.

—Abre los grifos gritaba.

Él lo hacía y a la orilla del estanque, junto a la estatua de Galatea, se levantaban ligeras olas que se henchían un momento, se alcanzaban, crecían más y más altas. Luego se agitaban, fuertes y poderosas, cayendo y levantándose, más altas que los surtidores, cuatro lucientes cascadas, despidiendo una lluvia de chispas.

Allí estaba ella, en medio de las cuatro, en medio de la lluvia tornasolada, como un lindo mancebo esbelto y delicado. La mirada de él la besaba largo rato. Ni una falta había en la proporción de aquellos miembros, ni el menor defecto en aquella hermosa estatua. Uniforme era su color, blanco mármol de Paros, con una tenue pigmentación amarilla. Sólo en la cara interna, brillante y rosada de los muslos se marcaba una extraña línea.

«Esto hizo sucumbir al doctor Petersen» —pensaba él. E inclinándose de rodillas, besaba las partes más rosadas.

—¿En qué piensas? —preguntaba Alraune. Y Braun decía:

—Me imagino que eres una Melusina. Mira a tu alrededor las sirenas, no tienen piernas; sólo una larga y escamosa cola de pez. No tienen alma, pero se dice que a veces aman a un hombre: un pescador o un caballero andante. Lo aman tanto, que salen a tierra desde las frías ondas y buscan a una vieja bruja o a un curandero milagroso, y éstos les cuecen repugnantes venenos y se los hacen beber. Y toman un agudo cuchillo y comienzan a cortar la cola. Duele mucho, mucho; pero Melusina traga sus dolores movida de su gran amor. Y no se queja ni llora, hasta que el dolor le roba los sentidos. Pero cuando despierta, la cola ha desaparecido y ella anda en dos hermosos pies como un ser humano. Sólo se conocen las cicatrices de los cortes del curandero.

—¿Pero ella sigue siendo una sirena? —preguntaba Alraune—. ¿Aún teniendo piernas? ¿No crea el hechicero un alma para ella?

—No. Eso no puede hacerlo. Pero todavía se cuentan más cosas de las sirenas.

—¿Qué se dice?

Y él siguió contando.

—Mientras permanecen vírgenes, poseen una fuerza siniestra; pero cuando se sumergen en los besos del amado, cuando pierden su virginidad bajo el abrazo del caballero, el encanto desaparece. Ya no pueden traer tesoro alguno, ni oro del Rin; pero el negro dolor que en otro tiempo las seguía, evita también sus umbrales. Y en adelante son lo mismo que las otras mujeres.

—¡Si así fuera!... —murmuraba Alraune.

Y arrancaba de su cabeza la blanca guirnalda y nadaba hacia los acuarios y tritones, las sirenas y las náyades, y les arrojaba en su regazo las rosas.

—¡Tomadlas, hermanas! ¡Tomadlas! —decía riendo—. Yo ya soy una mujer.

* * *

En el dormitorio de Alraune había un gran lecho de colgaduras sostenidas por cortas columnitas barrocas. A los pies se levantaban sobre dos fustes páteras con llamas doradas; los largueros estaban adornados con tallas: Onfalia tejiendo la túnica de Hércules, Perseo besando a Andrómeda y Hefaisto cazando en sus redes a Ares y a Afrodita. Por todo él, se entretejían muchos vástagos entre los que jugaban palomas y niños alados. El viejo y suntuoso lecho era dorado y lo había traído de Lyon la señorita Hortensia de Monthyon, cuando se casó con el bisabuelo de los Brinken. Braun vio a Alraune subida en una silla a la cabecera de la cama con unas pesadas tenazas en la mano.

—¿Qué haces ahí? —preguntó.

Ella se echó a reír.

—Espera que termine.

Y martilleó y tiró con precaución del cupido que colgaba cerca de su cabeza. Sacó un clavo y luego otro, asió al pequeño dios y le hizo girar hasta desprenderlo. Luego saltó, con él en la mano, y lo puso sobre un armario. Extrajo del mismo la raíz de mandrágora, trepó de nuevo sobre la silla y la sujetó a la cabecera de la cama con alambres y cintas. Se bajó y contempló críticamente su obra.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—¿Qué significa ahí ese monigote?

—Ahí es donde debe estar. El cupido dorado no me gusta. Es para otra clase de gente. Yo quiero mi galeoto, mi hombrecillo de raíces.

—¿Cómo le has llamado?

—Galeoto —repuso ella—. ¿No fue él quien nos reunió? Ahora debe quedarse ahí colgado y mirar durante la noche.

* * *

A veces salían a caballo por la tarde o en las noches de luna. Y cabalgaban por los Sieben Berge o hacia Rolandseck, tierra adentro. Una vez encontraron una borriquilla blanca al pie del Drachenfels, que sus dueños alquilaban para subir al castillo. Braun la compró. Era un animal joven, de piel blanca y brillante como la nieve, bien cuidado: se llamaba Bianca. La llevaron consigo a la zaga de los caballos, atada con un largo ronzal; pero de pronto se paró, hincando las patas delanteras como un mulo terco, a pesar de los tirones que la estrangulaban.

Por fin encontraron un medio de hacerla obedecer. En Königswinter compró Braun un cartucho de azúcar, libró a Bianca de su ronzal dejándola correr suelta y de vez en cuando le lanzaba un terrón de azúcar desde su silla. Así les siguió el animal, manteniéndose junto al estribo, rozando con el hocico las polainas de Braun.

El viejo Froitsheim se quitó la pipa de la boca al verlos llegar, escupió cavilosamente e hizo una mueca de agrado.

—Un asno —masculló—. ¡Un asno nuevo! Pronto hará treinta años que no hay ninguno en la cuadra. ¿Se acuerda usted todavía, señorito, de cuando le montaba en el viejo y pardo Jonathan?

—¿Cómo se llama, señorito?

—Éste le comunicó el nombre.

—Ven, Bianca —dijo el anciano—. Conmigo estarás bien. Vamos a ser buenos amigos.

Y volviéndose a Frank Braun, dijo:

—¡Señorito! Tengo tres nietos en la aldea, dos niñas y un niño. Son hijos del zapatero que vive allá detrás, en el camino de Godesberg. Vienen a verme muchos domingos por la tarde. ¿Me dejará usted que los pasee en el burro aquí, por el patio?

Él hizo un gesto de asentimiento. Pero antes que pudiera contestar intervino la señorita.

—¿Por qué no me lo pides a mí? —dijo—. Ese animal es mío. Él me lo ha regalado. Y ahora te digo que puedes pasearlos también por el jardín, cuando no estemos en casa.

La mirada de su amigo expresaba agradecimiento. No así la del viejo cochero, que la miraba entre suspicaz y admirado y que refunfuñó algo incomprensible.

Con un puñado de zanahorias atrajo a Bianca hacia el establo; llamó al mozo de cuadra, se lo presentó a Bianca y luego a los caballos, uno por uno. Luego la condujo a la granja; la enseñó el establo donde estaban las pesadas vacas holandesas y el ternero de la pinta Liese; la enseñó los perros, los dos inteligentes perros de lanas, el viejo mastín y el descarado fox que dormía en el establo. La llevó a ver los cerdos, donde una gran marrana de Yorkshire amamantaba sus nueve lechoncillos. Y a ver las cabras y el corral de las gallinas.

Bianca comía sus zanahorias y le seguía; parecía encontrarse a gusto en la mansión de los Brinken.

A menudo, a mediodía, la voz de la señorita resonaba en el jardín llamando: «¡Bianca, Bianca!»

Entonces el viejo cochero abría la puerta de la cuadra y la borriquilla salía al jardín con un trote ligero. Algunas veces se quedaba parada entre los altos tréboles, mordiendo las verdes y jugosas hojas, y se volvía y seguía corriendo cuando resonaba de nuevo la voz de su ama: «¡Bianca!»

Alraune estaba tendida en la pradera, bajo los fresnos. Una gran tabla, tendida sobre la yerba, cubierta con un gran mantel de damasco, hacía de mesa, y sobre ella había frutas, toda clase de golosinas y confituras entre las rosas; al lado estaban los vinos.

Bianca husmeaba. Despreciaba el caviar, y las ostras. Y se apartaba con despego de los pasteles de carne. Pero tomaba dulces y un pedacito de hielo de la nevera y se comía unas cuantas rosas entremedias.

—Desnúdame —decía Alraune.

Y Braun deshacía corchetes y presillas y desabrochaba los botones.

Y cuando estaba desnuda la subía sobre el asno, y ella cabalgaba sobre los blancos lomos del animal, sosteniéndose apenas en las lanosas crines. Cabalgaba al paso por la pradera y él iba a su lado con la mano derecha sobre la cabeza de Bianca, que era un animal inteligente y se enorgullecía de llevar sobre sí aquel esbelto cuerpo de efebo y no se detenía y caminaba con suavidad, como si sus cascos fueran de terciopelo.

Allí donde terminaban los macizos de dalias, el sendero pasaba junto a un arroyo que alimentaba el estanque de mármol. No lo pasaban por el puente de madera; Bianca vadeaba las claras aguas sentando los pies cuidadosamente y mirando curiosa a los lados cuando una rana verde saltaba al agua desde la orilla. Frank conducía al animal por delante de los arriates de frambuesas, de las que arrancaba sus rojos frutos, que repartía con Alraune. Y luego seguían hasta más allá de los espesos bosquecillos de laureles rosas.

Allí, rodeado de espesos olmos, se extendía el gran campo de claveles. El abuelo de Braun lo había hecho plantar para su amigo Gottfried Kinkel, un buen amigo, que amaba mucho esas flores. Mientras el poeta vivió, le enviaba todas las semanas un gran ramo.

La vista no descubría sino pequeños claveles blancos, muchos millares; las blancas flores brillaban como plata entre las finas hojas de un verde asimismo plateado. Al sol de la tarde, aquella alfombra de plata se extendía lejos, muy lejos...

Bianca se sumergía en aquel argentino mar que besaba sus pies ondulando suavemente al viento, mientras Braun se quedaba a la orilla contemplando al blanco jinete y a su blanca cabalgadura, bebiendo hasta saciarse aquella dulzura de color.

Y Alraune cabalgaba hacia él:

—¿No es esto hermoso, querido mío?

Y él, con seriedad:

—Muy hermoso. Sigue cabalgando.

Y ella contestaba:

—Estoy tan alegre...

Y posaba con suavidad sus manos tras las orejas del inteligente animal, que caminaba despacio, despacio, entre la plata luminosa.

* * *

—¿De qué te ríes? —preguntó Alraune.

Estaban sentados en la terraza, ante la mesa del desayuno, y él leía su correo. Era una carta del abogado Manasse, que le escribía sobre las acciones de las minas de Burberg. «Habrá usted leído en los periódicos los hallazgos de oro en Hocheifel —decía el abogado—. Los hallazgos se han hecho en gran parte en los terrenos demarcados por la empresa de Burberg. Me parece muy dudoso que las pequeñas venas auríferas compensen los considerables gastos de una explotación racional. Sin embargo, los papeles, que hace cuatro semanas carecían completamente de valor, han subido rápidamente, y hace una semana se cotizaban ya a la par, lo que se debe, en parte, a una hábil campaña periodística de los directores de la empresa. Hoy me entero por el director Baller que ya se cotizan a 214. Yo le he entregado a este señor, que es amigo mío, sus acciones, rogándole que las venda en seguida, lo que tendrá lugar mañana. De modo que quizá consiga usted una cotización aún más alta.»

Braun tendió a Alraune la carta:

—El tío Jakob no se hubiera podido figurar esto ni en sueños; de otro modo no hubieran sido esas acciones las que nos hubiera legado a mi madre y a mí.

Alraune tomó la carta y la leyó con atención hasta el final. Luego la dejó caer y se quedó mirando con la vista perdida, pálida como la cera.

—¿Qué te pasa? —preguntó él.

—Sí. Se lo imaginó. Se lo imaginó exactamente —dijo con lentitud.

Y volviéndose hacia Braun:

—Si quieres ganar dinero, no las vendas.

El timbre de su voz era de una gran seriedad.

—Se encontrará más oro y subirán mucho, mucho más tus acciones.

—Es demasiado tarde. A estas horas ese papel se habrá vendido ya. Por otra parte, ¿estás tú tan segura?...

—¿Segura? —repitió Alraune—. ¿Quién puede estar más segura que yo?

Y dejó caer la cabeza sobre la mesa y prorrumpió en sonoros sollozos.

—¡Así comienza!... ¡Así! —dijo.

Braun se había levantado y rodeado con su brazo los hombros de ella.

—¡Tonterías! Es preciso que se te quite de la cabeza esa manía. Ven, Alraune. Vamos a bañarnos. El agua fría te arrancará esas telas de araña. Ven a hablar con tus hermanas, las sirenas, que te confirmarán que Melusina no puede ocasionar ningún maleficio desde que besó a su amado.

Alraune se levantó de un salto y se soltó de él.

—¡Te quiero! —gritó—. ¡Sí; te quiero! Pero no es verdad... El encanto no desaparece. No soy una Melusina, hija de las aguas. He nacido de la Tierra y me creó la Noche.

De sus labios salían sonidos estridentes que él no supo si significaban un sollozo o una carcajada.

La tomó en sus recios brazos, sin cuidarse de su resistencia y de sus golpes. La cogió como a un niño arisco y la sacó fuera, al jardín, y sin hacer caso de sus gritos, la arrojó al estanque, haciéndola describir un amplio arco, con vestidos y todo.

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