La mandrágora (26 page)

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Authors: Hanns Heinz Ewers

BOOK: La mandrágora
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El consejero tomó las actas y hojeó cuaderno por cuaderno. Estaba intranquilo y escuchaba con nerviosismo todos los campanillazos y pasos que sonaban en el pasillo.

—Tengo poco tiempo —dijo.

El señor Gontram se encogió de hombros y con toda parsimonia encendió otro cigarro. Y esperaron. Manasse no aparecía. Gontram telefoneó a su despacho, al Tribunal; pero en ninguna parte daban con él.

El profesor apartó las actas a un lado.

—No puedo leerlas hoy —dijo—. ¡Y, además, me interesan tan poco!...

—Quizá se siente enfermo Vuestra Excelencia...

—dijo el consejero Gontram; e hizo traer vino y agua de seltz.

Entonces llegó la señorita. El consejero oyó llegar el coche. Dio un salto y cogió su gabán de pieles. Y por el corredor salió al encuentro de ella, que le preguntó:

—¿Está listo?

—Naturalmente —respondió él—. Todo está listo. Pero Gontram se interpuso:

—No es verdad, señorita. No hemos empezado siquiera. Esperamos al señor Manasse.

Y el viejo exclamó:

—Tonterías. Nada tiene importancia. Me voy contigo, hija mía.

Alraune miró al consejero, que dijo:

—Me parece que todo esto es muy importante para los intereses de su señor papá.

—Que no, que no —insistía el consejero.

Pero Alraune decidió:

—Quédate. Adiós, señor Gontram.

Y dando media vuelta se precipitó escaleras abajo.

El consejero volvió al despacho, se acercó a la ventana y vio cómo ella subía al coche y partía. Y permaneció junto a la ventana mirando a la calle ensombrecida por el crepúsculo.

Gontram hizo encender el gas y se arrellanó tranquilamente en su butaca, fumando y bebiendo, esperaron. La hora de cerrar la oficina había sonado, y uno tras otro fueron marchándose los empleados, se les oía abrir los paraguas y chapuzar en el barro pegajoso de la calle. Ni el consejero ni Gontram hablaban una palabra.

Por fin llegó el abogado. Corrió escaleras arriba, abrió la puerta con violencia, refunfuñó un «buenas tardes» y puso en un rincón el paraguas y los chanclos, arrojando sobre el sofá su gabán empapado de lluvia.

—¡Ya era hora, compañero! —dijo Gontram.

—Ya lo creo que era hora.

Y dirigiéndose al consejero se irguió ante él y le gritó:

—Ha salido la orden de arresto.

—¡No me diga! —dijo el consejero entre dientes.

—¡No me diga! —respondió el abogado—. Yo la he visto con mis propios ojos; se trata del proceso Hamecher. Mañana por la mañana, lo más tarde, será ejecutada.

—Pagaremos la fianza —observó con tranquilidad Gontram.

El pequeño Manasse se revolvió contra él:

—¿Cree usted que no he pensado ya en eso? Inmediatamente ofrecí medio millón: denegado. La atmósfera de la Audiencia ha cambiado completamente, como yo me imaginaba. El magistrado me respondió con frialdad: «Sométanos la proposición por escrito. Temo, sin embargo, que no tenga usted suerte. Nuestro material es verdaderamente aplastante, y esto nos obliga a proceder con la mayor cautela.» Éstas son sus propias palabras. ¿Poco edificante, eh?

Y se llenó una copa, que apuró a pequeños tragos.

—Y todavía tengo más que decirle. En la Audiencia me encontré al abogado Meier, nuestro contrincante en el asunto Gerstenberg, que representa también al Ayuntamiento de Huckingen, que ayer entabló demanda. Le rogué que me aguardara y he tenido con él una larga conversación. Éste es el motivo de haber venido tan tarde. Me obsequió con un buen vino, porque en la Audiencia, gracias a Dios, somos leales, y me enteró de que los abogados contrarios se han unido y celebraron anteayer una conferencia. A ella asistieron también algunos periodistas, entre ellos el inevitable doctor Landmann, del
Generalanzeiger,
un periódico en el que no tiene usted ni un céntimo. Le digo a usted que los papeles están bien repartidos y que esta vez no saldrá usted con tanta facilidad de la ratonera.

El consejero se volvió a Gontram:

—¿Cuál es su opinión?

—Esperar —dijo éste—. Ya encontraremos una salida.

Pero Manasse gritó:

—Le digo a usted que no hay salida que valga. El lazo está preparado y usted colgará de él si no le da antes un puntapié a la escalera de la horca.

—¿Qué es entonces lo que me aconseja usted?

—Exactamente lo que aconsejé al pobre doctor Mohnen, al que tiene usted sobre su conciencia. Fue una canallada de usted. Pero ¿de qué sirve que le cante yo ahora cuatro verdades? Le aconsejo a usted que liquide cuanto sea posible, lo cual podemos también hacer nosotros sin usted; que haga la maleta y que se evapore esta misma noche. Esto es lo que le aconsejo.

—Pero publicarán una requisitoria —dijo Gontram.

—Seguramente. Pero lo harán sin especial severidad. Ya hablé de esto con el compañero Meier, el cual comparte mi opinión. No está en el interés de los contrarios provocar un proceso escandaloso y los Tribunales se alegrarán si pueden evitarlo. Todo se limitará a inutilizarle a usted y a poner fin a sus maniobras; y para eso, créame usted, tienen los medios suficientes. Si usted desaparece y se mantiene tranquilo en cualquier punto del extranjero podremos resolverlo todo con tranquilidad. Cierto que costará un montón de dinero; pero ¿qué importa? Se tendrá consideración con usted, aún hoy, considerando los propios intereses y para no dar qué decir a la prensa socialista y radical.

Luego calló, esperando una respuesta.

El señor ten Brinken andaba por el cuarto con lentos y pesados pasos.

—¿Por cuánto tiempo cree usted que debo ausentarme? —preguntó al fin.

El abogado se volvió:

—¿Por cuánto tiempo? ¡Vaya una pregunta! Por todo el resto de su vida. Y esté usted contento de que todavía le quede esa posibilidad. De seguro que es más agradable disfrutar tranquilamente de sus millones en una hermosa villa de la Riviera que no acabar la vida en la cárcel. Y así ocurriría de obrar de otro modo. Se lo garantizo. El mismo Tribunal le ha dejado a usted esa puerta abierta: el fiscal podía haber pronunciado esta mañana la orden de arresto, que ya estaría cumplida. Esa gente no ha podido obrar con más decencia. Pero se lo tomarían a mal si no aprovechase usted esa salida. Si tienen que echarle mano, lo harán. Así, pues, hoy es el último día que duerme usted en libertad.

Gontram dijo:

—¡Váyase usted! Después de todo esto, a mí también me parece lo mejor.

Y Manasse aulló:

—¡Lo mejor!... Lo único. Viaje usted, desaparezca usted, haga usted mutis para no volver nunca. Llévese usted a su hija consigo. Lendenich se lo agradecerá; y nuestra ciudad también.

El consejero se animó al oír aquel nombre y por primera vez en toda aquella tarde se avivó su rostro y cayó aquella máscara apática sobre la que fluctuaba como una suave luz, una intranquilidad nerviosa.

—¡Alraune! —murmuró—. ¡Alraune! ¡Si viniera conmigo!...

Y dos o tres veces se pasó la mano por su ancha frente. Luego se sentó y se hizo dar una copa de vino.

—Creo que tienen ustedes razón, señores. Muchas gracias. ¿Quieren ustedes explicarme de nuevo?...

Y tomando las actas, señalando la primera:

—Tejares de Karpen...

El abogado comenzó a informarle, tranquila y sobriamente. Uno por uno fue examinando todos los asuntos, sopesando todas las probabilidades, las más mínimas posibilidades de resistencia. Y el consejero le escuchaba y de vez en cuando le interrumpía con una palabra y a veces encontraba, como en los viejos tiempos, una nueva posibilidad. El profesor parecía ver cada vez más claro; su aire de superioridad volvía a él. Era como si cada nuevo peligro aumentara su antigua elasticidad.

Y separó cierto número de asuntos relativamente inofensivos, pero siempre quedaban otros que amenazaban aplastarle. Dictó algunas cartas, hizo algunas disposiciones, tomó algunos apuntes y proyectó solicitudes y reclamaciones. Luego consultó el mapa con sus consejeros, hizo su itinerario y dio exactas instrucciones para los primeros días. Al abandonar el despacho pudo decirse que sus asuntos estaban en orden.

Tomó un auto de alquiler y se dirigió a Lendenich seguro y confiado en sí mismo. Pero al abrirle el portón del patio y cuando subió la escalera, le abandonó la confianza.

Buscó a Alraune y tuvo por un buen augurio no encontrar a ningún invitado. La doncella le informó que la señorita había comido sola y que estaba en su cuarto. Llamó a la puerta y entró.

—Tengo que hablar contigo —dijo.

Ella estaba ante su escritorio y se le quedó mirando un momento.

—No. Ahora no tengo tiempo.

—Es inaplazable, es muy importante.

Ella le miró y cruzando los pies ligeramente, dijo:

—Ahora no. Vete abajo. Bajaré dentro de media hora.

El consejero salió. Se despojó de su abrigo y se echó sobre el sofá. Y meditó lo que tenía que decirle, midiendo cada frase y cada palabra. Había transcurrido más de una hora cuando oyó sus pasos. Se levantó, abrió la puerta, la vio ante sí, vestida con un ajustado uniforme de botones, color fresa.

—¡Ah, eres muy amable!

—Como recompensa —dijo ella riendo— por haber trabajado hoy tanto. Y ahora dime: ¿qué pasa?

El consejero no ocultó nada. Y le dijo todo lo que ocurría sin más comentarios. Ella no le interrumpió. Le dejó hablar y confesar.

—En el fondo es culpa tuya —decía él—. Yo me hubiera librado de todo sin mucho trabajo, pero no me he ocupado de otra cosa sino de ti. Y así le han crecido las cabezas a la hidra.

—¡Esa hidra terrible —dijo ella burlonamente— que ahora proporciona al pobre Hércules tantas dificultades! Aunque pienso que esta vez el héroe es la verdadera fiera y el monstruo el que castiga y venga.

—Cierto —asintió él— desde el punto de vista de la gente que consigue su «derecho para todos». Yo me he hecho uno para mi uso. Éste es todo mi crimen, y creí que tú me comprenderías.

Ella rió regocijada.

—Cierto, padrecito, ¿por qué no? ¿Te hago yo reproches? Y ahora dime: ¿qué quieres hacer?

Él explicó que tenía que huir aquella misma noche. Podrían viajar un poco, ver el mundo. Primero irían a Londres o a París, donde podrían quedarse hasta que hubiesen comprado todo lo necesario. Y luego, a través del Océano, cruzando América, al Japón o a la India, a donde ella quisiera, o a ambas partes, puesto que no había prisa y sobraba tiempo. Y por último a Palestina, a Grecia, a Italia, a España; donde ella se encontrara a gusto allí se quedarían y cuando se cansara volverían a partir. Y se comprarían una hermosa villa junto al lago de Garda o en la Riviera, en medio de un gran jardín, naturalmente. Tendrían caballos, automóviles, un yate propio; podría recibir, si quería, y llevar una gran vida...

No regateaba en sus promesas. Pintó con brillantes colores todas aquellas seductoras magnificencias. Cada vez encontraba algo nuevo y encantador. Por fin se detuvo, preguntando:

—Y bien, niña, ¿qué dices a esto? ¿No te gustaría ver todo esto? ¿No te gustaría vivir así?

Ella estaba sentada sobre la mesa, columpiando sus esbeltas piernas.

—Oh, sí; me gustaría mucho. Sólo que...

—¿Qué? —preguntó él rápidamente—. Si tienes algún deseo dímelo, yo te lo satisfaré.

Ella le miró riendo.

—Entonces, satisfácemelo. Quiero viajar, pero sin ti.

El consejero dio un paso hacia atrás tambaleándose casi; se apoyó en el respaldo de una silla: buscaba palabras y no encontró ninguna.

Y ella dijo:

—Contigo me aburriría. Me cansas. Sin ti.

Él rió también y trató de convencerse de que hablaba en broma.

—Pero si soy yo precisamente el que tiene que viajar. Tengo que irme esta misma noche.

—Pues márchate —murmuró.

El consejero quiso cogerle las manos, pero ella se las llevó a la espalda.

—¿Y tú, Alraune? —pordioseaba.

—¿Yo? Yo me quedo.

—Él comenzó de nuevo, suplicando y gimiendo. Le dijo que le era necesaria como el aire que respiraba; que debía tener piedad de él; que pronto cumpliría los ochenta, y no había de cansarla ya por mucho tiempo. Luego la amenazó, le dijo que la desheredaría, que la echaría a la calle sin darle un céntimo.

—Trata de hacerlo —intervino Alraune.

Y el consejero volvió a hablar, pintando vivamente la brillante vida con que había de rodearla. Sería libre como ninguna otra mujer. Podría hacer y deshacer cuanto quisiera. No habría pensamiento ni deseo que no se le convirtiera en realidad. Pero debía ir con él; no debía dejarlo solo.

Ella sacudió la cabeza.

—Me gusta vivir aquí. Yo no he cometido delito alguno, y me quedo.

Hablaba tranquila y quedamente. No le interrumpía, sino que le dejaba hablar y prometer siempre de nuevo. Pero cuando le preguntaba movía la cabeza denegando. Por fin saltó de la mesa y pasando frente a él se dirigió hacia la puerta.

—Es tarde y estoy cansada. Me voy a dormir. Buenas noches, padrecito. Feliz viaje.

El consejero le cerró el camino e hizo un último intento. Subrayó que era su padre; habló, como un pastor, de deberes filiales. Ella se reía.

—...Para que yo vaya al cielo...

Estaba junto al sofá y se sentó sobre uno de los brazos.

—¿Te gusta mi pierna? —dijo de pronto.

Y le tendió su esbelta pierna columpiándola en el aire.

—Soy una buena hija —murmuraba—, una niña muy buena que proporciona a su papaíto muchas alegrías. Bésame la pierna, papaíto; acaríciamela.

El consejero cayó de rodillas, tomó aquella pierna y pasó los dedos por el muslo y por la tersa pantorrilla. Y aplicó los labios sobre el rojo paño y lo lamió durante un rato con lengua temblorosa.

Luego se levantó ella de un salto, ligera y ágil; y tirándole de la oreja y dándole un golpecito en la mejilla dijo:

—Y bien, papaíto, ¿he cumplido ya con mis deberes filiales? Buenas noches. Que tengas un feliz viaje y no te dejes coger. Debe ser atrozmente incómoda la cárcel. Mándame de vez en cuando una postalita, ¿oyes?

Y antes de que él pudiera levantarse, estaba ya en la puerta. Se cuadró, como un muchacho, e hizo una corta reverencia llevándose la mano a la gorra.

—Es un honor, Excelencia... Y no hagas mucho ruido al hacer las maletas no vayas a interrumpir mi sueño.

El consejero se tambaleó hacia ella cuando ésta subía rápidamente la escalera. La oyó abrir la puerta, el rechinar de la cerradura y el ruido de dos vueltas de llave. Quiso seguirla y apoyó la mano en la barandilla; pero tuvo el sentimiento de que no le abriría a pesar de todos sus ruegos; que la puerta estaría cerrada para él aunque permaneciera toda la noche junto a ella hasta que amaneciera, hasta... hasta...

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