La maldición del demonio (14 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
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Recorrieron una docena de leguas de oscuridad y nieve antes de que Atalvyr cayera de la silla de montar.

El primer indicio de problemas que percibió Malus fue el cambio en el sonido de los saltos de los nauglirs. La carrera constante de una docena de gélidos no era silenciosa; incluso sobre el camino nevado, avanzaban con el grave retumbar de un trueno. De repente, el estruendo cesó. Al principio, cuando miró atrás, Malus no pudo discernir por qué se había detenido la columna.

Hizo girar a
Rencor
y regresó por el camino hasta encontrar a Dalvar y el resto de los hombres de Nagaira reunidos en torno al compañero caído. El gélido de Atalvyr se había alejado del camino y descansaba sobre las ancas en un nevado campo cercano. Lhunara había impedido que desmontara el resto de la partida de guerra, y observaba el camino y los campos circundantes. Malus bajó del nauglir, hirviendo de impaciencia. La nevada había disminuido a medida que avanzaban hacia el norte, y él contaba con que cubriera su rastro todo lo posible.

—¿Qué ocurre? —le preguntó a Dalvar.

El bribón alzó los ojos del cuerpo de Atalvyr, que se retorcía.

—¡El maldito veneno! Tuvo un espasmo y rompió las ataduras, y luego cayó de la silla. Pensaba que el veneno ya habría hecho su máximo efecto a estas alturas, pero está empeorando.

El viento cambió, y el noble arrugó la nariz.

—Se está pudriendo —le espetó—. El veneno está carcomiéndolo por dentro. Cortadle el cuello y acabad... Nos quedan muchos kilómetros por recorrer antes de que amanezca.

Los hombres de Nagaira estudiaron a Malus con frialdad. Dalvar negó lentamente con la cabeza.

—Tengo algunas pociones en las alforjas. Déjame ver si puedo retardar el efecto del veneno y subirlo otra vez a la silla de montar...

—Y luego, ¿qué?, ¿cabalgar unas cuantas leguas más antes de que vuelva a caerse? La velocidad es ahora nuestra única aliada... Tenemos que pasar más allá de las atalayas antes de que Urial pueda organizar una persecución.

Dalvar se incorporó y cruzó los brazos.

—¿Dejarás perder a un hombre que puede luchar, por unos pocos minutos de cabalgada? En los Desiertos del Caos necesitaremos todas las espadas con que podamos contar. Estoy seguro de que ya lo sabes.

Malus apretó los dientes y reprimió el impulso de separarle al guardia la cabeza de los hombros. Un movimiento contra Dalvar haría que salieran de las vainas todos los cuchillos. Cuando el polvo se posara, su partida de guerra estaría reducida a la mitad, con independencia del resultado.

—Diez minutos —dijo, y regresó junto a
Rencor
.

Oyó las pisadas de un nauglir que avanzaba detrás de él. Al volverse, vio que Lhunara y Vanhir lo acompañaban por el camino.

—Ése va a ser un problema —murmuró Lhunara mientras el viento agitaba largos mechones de pelo oscuro alrededor de su rostro.

—Todos ellos son un problema —replicó Malus con acritud—. Confiaba en Nagaira para que mantuviera a raya a sus matones una vez que saliéramos del Hag; la codicia que despierta en ella el poder oculto que hay dentro del templo garantiza su cooperación, al menos hasta cierto punto. Dalvar es otra cosa. Si hacemos un movimiento contra él, por sutil que sea, el resto se volverá contra nosotros. Y opino que tiene razón; allí donde vamos, necesitaremos todas las espadas que podamos reunir.

—¿Mi señor nunca ha cazado en los Desiertos del Caos? —El tono de Vanhir era completamente frío; su voz, antes melodiosa, era entonces seca y de tan mal agüero como una endecha.

Malus le lanzó una mirada feroz, por encima del hombro, al noble caballero, pero el guerrero estaba observando el bosque del otro lado del camino. Vanhir había sufrido cada noche de la semana que había durado el viaje desde Ciar Karond hasta Hag Graef; en total, había perdido la suficiente piel para que Malus se hiciera unas botas. Desde entonces, el odio del caballero había cristalizado en una fría dureza que Malus no podía sondear del todo. Era como si Vanhir hubiese tomado una decisión sobre algo, y sólo aguardara el momento oportuno. ¿Estaría el caballero dispuesto a dejar a un lado su famoso honor a cambio del dulce vino de la traición?

—No —respondió Malus con serenidad—. Estuve un tiempo con la guarnición de Ghrond, cuando mi mal aconsejado padre intentó que me mataran en alguna incursión fronteriza; pero no, nunca he penetrado en los Desiertos del Caos. ¿Y tú?

Vanhir se volvió a mirar a quien de momento era su señor; tenía los ojos oscuros como el basalto pulido.

—Pues, sí, temido señor. Las mejores piezas de caza pueden encontrarse allí, más o menos a una semana de cabalgada desde la frontera. Mi familia hizo su fortuna tendiendo emboscadas a los bárbaros nómadas en las estepas. —Se irguió sobre la silla de montar y le lanzó a Malus una mirada desafiante—. No es lugar para los temerarios y los tontos, ni para guerreros de escaso temple.

Antes de que Malus se diera cuenta de lo que hacía, tenía la espada desnuda en la mano y había recorrido la mitad de la distancia que lo separaba de Vanhir. Lhunara dejó escapar un siseo agudo.

—¡Cascos de caballo! ¡Alguien cabalga con rapidez por el camino de Hag Graef!

Malus se contuvo mediante un esfuerzo de voluntad y ladeó la cabeza para oír por encima del viento, pero no percibió nada. No obstante, el noble sabía que era mejor no dudar de los agudos sentidos de Lhunara. Saltó sobre la silla de montar, con la espada aún en la mano.

—¡Fuera del camino! ¡Deprisa!

Los tres druchii espolearon a las monturas para volver junto al resto de la partida de guerra. Malus evaluó rápidamente el terreno. Se encontraban al noroeste de las estribaciones de las Montañas del Espinazo del Dragón, un lugar de densos bosques y traicioneros pantanos. A la izquierda del camino había agua estancada y hierba alta y espinosa que llegaban hasta un denso bosque lleno de abundante maleza situado al otro lado de un estanque somero.

—¡Hacia allí! —señaló con la espada—. ¡Entrad en la línea de árboles del otro lado del estanque!

Dalvar se encontraba arrodillado junto al guerrero caído, cuyas convulsiones habían disminuido, pero aún parecía incapaz de moverse.

—¿Qué hacemos con él?

—¡Ponle la espada en la mano y déjalo, o quédate con él y muere a su lado!

Por un momento, pareció que Dalvar iba a protestar, pero el sonido lejano de los caballos lo impulsó a la acción. Desenvainó la espada de Atalvyr, se la puso en la mano, y luego se subió a la silla de montar y se unió a la partida de guerra que atravesaba el marjal a la carrera.

Los gélidos no tenían ningún problema sobre aquel terreno; en cambio, un caballo habría tenido grandes dificultades para moverse. Se adentraron en el espeso sotobosque haciendo huir a animales pequeños en estado de pánico y apartando las matas de zarzas sin aminorar el paso. Una vez fuera de la vista, los druchii desmontaron, y Malus los condujo de vuelta a la linde del bosque.

—Ballestas preparadas —ordenó mientras se apostaban detrás de troncos caídos y espesas matas—. Que nadie dispare a menos que yo dé la orden.

Malus se puso a cubierto detrás de un ancho roble, y Dalvar se acuclilló junto a él.

—Un minuto más, y habría estado preparado para moverse —gruñó el guardia.

—En ese caso, es una suerte para nosotros que los perseguidores lleguen pronto y Atalvyr aún pueda servirnos de cebo.

Antes de que Dalvar pudiera responder, apareció a la vista un grupo de jinetes que cabalgaba sobre grandes caballos de guerra negros. Llevaban pesadas capas negras con grandes capuchas, y en la mano sujetaban largas lanzas de asta de ébano. Uno de los jinetes observó el área que rodeaba al druchii caído, y Malus vio brillar la luz lunar sobre una máscara nocturna de acero plateado. «Hombres de Urial, sin duda —observó para sí—. Tienen que haber salido justo después que nosotros para darnos alcance con tanta rapidez.» Con sorpresa, no obstante, contó sólo cinco jinetes. Posiblemente una avanzadilla que habían enviado por delante de una partida de caza más numerosa. Él y sus hombres acabarían pronto con esos jinetes y ocultarían los cuerpos en el marjal.

Entonces reparó en que había algo fuera de lugar en los hombres y sus monturas. De los musculosos flancos de los caballos ascendía vapor, y los animales corcoveaban y pataleaban como si acabaran de salir de los establos, no como si hubieran hecho una dura carrera de varias leguas. Y también había algo extraño en los jinetes: el modo en que los enmascarados rostros se volvían primero a un lado y luego a otro, como sabuesos en busca de un olor.

De repente, el aire se estremeció con un rugido gutural cuando el gélido de Atalvyr se incorporó y avanzó hasta el camino. La atontada bestia había captado, por fin, el olor de los caballos, y a los nauglirs les encantaba el sabor de la carne equina.

La preocupación de Malus aumentó cuando los caballos no dieron muestras de pánico al oír el rugido de caza del nauglir. Los jinetes, como dirigidos por una mente única, hicieron girar las monturas para encararse con el gélido que se les acercaba. Malus sintió que el frío toque del terror le pasaba una garra por la espalda.

El gélido saltó, y los jinetes espolearon las monturas para que fueran a su encuentro. En el último instante se dividieron para situarse a ambos lados de la bestia, pero uno de los caballos no fue tan rápido como sus compañeros y el nauglir lo derribó al suelo con un poderoso golpe, para luego cerrar las fauces en torno al cuello del animal. El caballo relinchó, pero no fue un relincho de miedo o dolor, sino uno de cólera. El jinete se apartó de la silla de montar rodando con agilidad y se puso en pie de un salto al mismo tiempo que preparaba la lanza.

Los demás jinetes atacaron al gélido por ambos flancos y clavaron profundamente las lanzas en los costados del animal. El nauglir rugió y agitó la cola, que golpeó de lleno en el pecho a uno de los jinetes. Se oyó el sonido de algo que se partía, y el jinete salió volando de espaldas para caer como un amasijo informe a casi cinco metros de distancia.

—¡Uno menos! —gritó Dalvar con tono triunfante.

—No —lo contradijo Malus—. Mira.

La forma fracturada y retorcida aún se movía. Mientras observaban, el hombre se arrodilló, y luego se puso de pie trabajosamente. Uno de los brazos le colgaba con laxitud y era obvio que el hombre tenía la caja torácica aplastada; sin embargo, se levantó, desenvainó la espada y regresó a la lucha.

Incluso el caballo mordido por el gélido había vuelto a levantarse y saltaba fuera del alcance de la criatura, con el cuello sangrando.

El gélido se debatía y giraba en un amplio círculo, intentando atacar a todos sus torturadores a la vez. Tenía los flancos erizados de largas lanzas y un enorme charco rojo fundía la nieve bajo su escamoso cuerpo. El primer jinete que había desmontado se le acercaba poco a poco y apuntaba la lanza al ojo derecho del nauglir, en espera del momento oportuno para clavarla. Cuando creyó que había llegado la ocasión, saltó hacia adelante..., directamente al interior de la boca abierta de la criatura.

La bestia no había estado tan poco pendiente del acercamiento del hombre como parecía. Se movió a la velocidad de una serpiente y cerró la colmilluda boca en torno a la cintura del hombre, con lanza y todo. Mordió con un crujido demoledor, que hizo saltar un amplio abanico de sangre, y sacudió al jinete que tenía entre los dientes como lo habría hecho un terrier con una rata.

Los demás jinetes se detuvieron, aparentemente para considerar el siguiente movimiento..., y entonces, de modo repentino, el gélido lanzó un grito estrangulado. Sacudió ferozmente la cabeza una vez más y se tambaleó. De pronto, Malus vio que la piel de la criatura comenzaba a hincharse un poco detrás de los ojos y, a continuación, con un crujido sonoro, la punta de acero plateado de la lanza atravesó el cráneo del nauglir de dentro afuera y salió sucia de sangre y sesos. La bestia se estremeció y se desplomó.

—¡Bendita Madre de la Noche! —dijo Dalvar con voz tensa—. ¿Qué son esas cosas?

—Son... el asesinato encarnado —replicó Malus, que se esforzaba por creer lo que acababa de ver con sus propios ojos—. Urial tiene que estar muy, muy enfadado.

«O posiblemente asustado —pensó con sobresalto—. En ese caso, el tesoro que nos aguarda tiene que ser realmente grandioso.»

Mientras observaban, los tres jinetes restantes desmontaron y desenvainaron las espadas. Uno comenzó a cortar un costado del nauglir mientras los otros abrían tajos en el cráneo de la bestia para poner en libertad a su compañero. Al cabo de pocos minutos, el lancero salió tambaleándose; las entrañas le colgaban del destrozado vientre y se habían enredado en los puntiagudos dientes de la bestia.

El tercer espadachín sacó el humeante corazón del nauglir y lo alzó hacia el cielo. Los otros cuatro corrieron hasta él y, uno a uno, apretaron contra su cuerpo el enorme órgano, que les dejó goterones frescos de sangre pegajosa en el pecho. Los dos jinetes heridos parecieron aumentar sus fuerzas con la sangre del enemigo; las heridas no se cerraron, pero ya no se encontraban impedidos por ellas. De repente, la luz lunar adquirió una textura borrosa y metalizada, y una daga se clavó en la garganta de uno de los jinetes. Atalvyr lanzó un febril bramido de desafío y sujetó la espada hacia adelante mientras se incorporaba sobre pies inseguros.

Los jinetes se volvieron para encararse con el guerrero como si lo vieran por primera vez. El que había sido herido se llevó una mano al cuello y se quitó lentamente de la garganta el cuchillo de hoja fina como una aguja.

Como uno solo, avanzaron.

Malus consideró las probabilidades y reprimió una maldición.

—Ya está. He visto lo suficiente. Nos largamos de aquí tan rápidamente como podamos.

—Pero nuestras ballestas... —comenzó Dalvar.

—No seas estúpido, Dalvar. No servirían para nada. —La mano del noble se posó sobre el pequeño amuleto de metal y piedra que llevaba bajo el peto—. La única razón por la que aún estamos vivos es porque llevamos los talismanes de tu señora, pero apuesto a que si esos sabuesos se nos acercan mucho más podrán percibir la presencia del cráneo con independencia de lo que hagamos, y entonces estaremos acabados.

Se oyó un entrechocar de acero en el camino. Malus le volvió la espalda. Dalvar observó mientras sus ojos se abrían cada vez más.

—¿Adónde vamos a ir?

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