Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—Primero retrocederemos a través del bosque, y luego nos adentraremos en las montañas. Estos... asesinos... vienen tras nosotros y van a recorrer el Camino de la Lanza hasta la mismísima Torre de Ghrond y posiblemente más allá. Tenemos que encontrar otra vía para cruzar la frontera y entrar en los Desiertos del Caos.
Los ojos de Dalvar se abrieron aún más.
—¿Adentrarnos en las montañas? ¡Pero están pobladas de espectros!
—Con eso cuento. Si alguien puede hacernos atravesar las montañas sin que nos vean, son ellos.
El rostro del guardia se contorsionó de miedo.
—¡Estás loco! Las cosas que les hacen a los intrusos...
—¡Prefiero probar suerte con un enemigo que muere cuando le atravieso el corazón! —gruñó Malus—. Si nos quedamos aquí, moriremos.
El noble se adentró más en el bosque y, uno a uno, el resto de los miembros de la partida de guerra lo siguieron. Los alaridos del hombre que habían dejado atrás resonaron entre los árboles nevados mucho tiempo después de haberlo perdido de vista.
Rencor
se agachó sobre las ancas y volvió a saltar al mismo tiempo que arañaba con las patas traseras en busca de un asidero en el congelado suelo cubierto de hojas. Las garras de la pata derecha se apoyaron sobre un arbolillo joven. Por un momento, la madera verde resistió, pero luego se partió bajo el peso de la enorme bestia. El gélido comenzó a resbalar otra vez, y Malus se lanzó contra los cuartos traseros de
Rencor
y empujó con todas sus fuerzas. El cansado nauglir saltó como si lo hubiesen picado y se volvió a toda velocidad para lanzarle al noble una dentellada de irritación.
Dientes como dagas se cerraron con un chasquido a menos de treinta centímetros de la cara de Malus y lo rociaron con finos hilos de saliva venenosa. Malus gruñó y le dio un puñetazo de lleno en el hocico, y la bestia se volvió con un rugido y subió por la ladera. El noble se enjugó el rostro y dio gracias a la Madre Oscura por el hecho de que hubiesen logrado ascender un poco más por la montaña.
Habían pasado dos días desde el terrible encuentro en el Camino de la Lanza, y Malus dudaba de que hubiesen cubierto más de quince kilómetros en el escarpado terreno de densos bosques de las estribaciones de las Montañas del Espinazo del Dragón. Cada noche, la partida de guerra acampaba allí donde se encontraba cuando la luz solar desaparecía del nuboso cielo. Encendían un pequeño fuego, asaban una parte de las preciosas reservas de carne y ponían una generosa porción en un plato, que colocaban en un lugar de honor, con la esperanza de que uno de los druchii montañeses aceptara la invitación y entrara en el campamento. Hasta ese momento, los espectros se habían mostrado reservados.
Malus estaba seguro de que andaban por los alrededores. La leyenda decía que cuando los druchii llegaron a Naggaroth, unos dos mil hombres, mujeres y niños les volvieron la espalda a las grandes Arcas Negras y las magníficas ciudades nacientes, y se encaminaron hacia los territorios vírgenes de las montañas para vivir de acuerdo con sus propias leyes.
Aunque se ignoraba cuántos habían sobrevivido a aquellos primeros años en la despiadada Tierra Fría, era bien sabido que los autarii —los espectros— reclamaban como suya una gran parte del montañoso territorio situado al norte de Hag Graef, y no soportaban fácilmente a los intrusos. En varias ocasiones había notado que se le erizaba el cuero cabelludo con la innegable sensación de que los estaban observando, pero ni siquiera los nauglirs olfateaban una amenaza tan cercana. Por la razón que fuera, el pueblo de las montañas mantenía las distancias.
Malus abrigaba la secreta esperanza de que los autarii aceptaran pronto la invitación. Después de pasar dos días en las montañas había comenzado a considerar seriamente la posibilidad de regresar al camino y probar suerte con los jinetes de Urial. Horas y más horas de empinadas cuestas, terreno congelado y traicionero sotobosque habían agotado las fuerzas de la partida de guerra.
Los nauglirs estaban hambrientos e irritables porque Malus se había visto obligado a racionarles la carne. Cada bestia podía consumir fácilmente un ciervo adulto o un cuerpo humano al día, y el noble era muy reacio a enviar partidas de caza por los alrededores cuando era tan grande el peligro de emboscadas. La partida de guerra soportaba estoicamente la situación, aunque en más de una ocasión Malus había visto a Dalvar susurrando en secreto con los otros guardias de Nagaira.
Tal vez no tenía importancia, pero no podía permitirse correr el riesgo. La pregunta era qué iba a hacer al respecto.
Rencor
se detuvo y, de pronto, Malus se dio cuenta de que habían llegado al final de la ladera. Tendió una mano y tiró de la cola de espesa musculatura de la bestia.
—¡Quieto! —ordenó con la respiración algo agitada, y el gélido obedeció de inmediato; de su escamosa piel cayó una cascada de copos de nieve.
Malus trepó hasta situarse junto al gélido y vio que los árboles estaban considerablemente más espaciados en la ladera descendente y permitían ver la siguiente elevación, situada al otro lado de un pequeño valle que mediaba entre ambas. Muy a lo lejos distinguió los oscuros y partidos dientes de la Muralla Escudo, la enorme cadena montañosa del nordeste que señalaba el comienzo de la frontera. «A leguas y más leguas de distancia —pensó Malus, con cansancio—. A este paso, tardaremos mil años en llegar allí.»
Un crujido en la maleza que tenía a su espalda hizo que volviera la cabeza. Dalvar trepó hasta situarse a su lado, apoyándose en una vara de cedro tallada de manera tosca. La cara normalmente pretenciosa del druchii estaba muy enrojecida y demacrada.
—Pronto caerá la noche —dijo el guardia, que se inclinaba ligeramente sobre el improvisado báculo—. Los hombres están exhaustos, temido señor, y también los nauglirs. Si acampamos ahora, podríamos tener un poco de luz para cazar algo de carne fresca.
Malus negó con la cabeza.
—Nada de cazar, Dalvar. No quiero perder hombres a causa de las ballestas de los autarii. —Señaló el valle que quedaba abajo—. Allí tenemos un poco de terreno despejado, y aquello parece ser un arroyo. Acamparemos en ese lugar.
Dalvar recorrió cansadamente el valle con los ojos.
—A este paso, cada día estaremos más débiles. Dentro de poco, los autarii no tendrán necesidad de matarnos uno a uno desde lejos; simplemente enviarán a sus jovenzuelos para que nos acorralen con varas de sauce.
—La vida en la ciudad te ha ablandado —dijo Malus con un bufido—. En este momento, los espectros están poniéndonos a prueba, midiendo nuestra fuerza. Cada día nos lleva unos pocos kilómetros más al interior de sus dominios. Mientras mantengamos nuestro grupo unido y no les demos la oportunidad de tendernos una emboscada fácil, los espectros tendrán que escoger una táctica diferente..., y aceptar nuestra invitación es la opción más sencilla y fácil que tienen a su disposición. Saben que estamos interesados en hablar con ellos —dijo Malus, confiado—. Antes o después sentirán curiosidad.
Era bien sabido que, como cualquier druchii, los autarii tenían una vena mercenaria. Los espectros servían a los ricos señores de la guerra como exploradores y guerrilleros a sueldo, y cuando el Rey Brujo cabalgaba a la guerra, tribus enteras de ellos marchaban en la vanguardia y se llevaban su parte del botín.
—O simplemente podrían esperar a que, a causa del hambre, estemos demasiado débiles para defendernos, y llevarnos a todos cautivos. Tu hombre, Vanhir, dice que los autarii sólo negocian cuando no tienen ninguna otra alternativa.
«Has estado hablando con Vanhir, ¿eh? ¡Qué inquietante! —meditó el noble—. Tendré que hablar con Lhunara al respecto.»
—Si un grupo nos tiende una emboscada, podremos defendernos, posiblemente incluso matar a uno o dos de ellos. Son excelentes moviéndose por el bosque, pero carecen de buenas armaduras, y nosotros tenemos a los nauglirs de nuestro lado. Los gélidos nos advertirán si captan el olor de un grupo numeroso. No, creo que aún tenemos una ligera ventaja si conservamos la disciplina.
Dalvar le dedicó a Malus una larga mirada, que si no era abiertamente desafiante, sin duda ponía en cuestión lo que acababa de decir.
—En ese caso, supongo que ya veremos lo que trae la noche —dijo, para luego volverse y descender con cuidado por la ladera.
Malus lo observó mientras se marchaba.
—Pisa con cuidado, Dalvar —dijo—. Aquí, el terreno es más peligroso de lo que parece.
—Gracias por la advertencia, temido señor —replicó el bribón por encima del hombro—. Harás bien en recordarlo tú también.
«Vas a tener que morir, Dalvar —pensó Malus—, y es algo que tendrá que suceder pronto, a menos que pueda hallar un modo de desacreditarte a los ojos de tus hombres. Pero ¿cómo?»
—Arriba —ordenó Malus al mismo tiempo que daba una palmada en un flanco de
Rencor
—. A partir de aquí vamos ladera abajo, y luego podrás descansar.
El nauglir avanzó de un salto y los músculos de las paletillas y las ancas se le tensaron al iniciar el descenso por la pendiente. Malus tuvo que ir a paso ligero para seguirlo, hasta que, de repente, el gélido lanzó un rugido y comenzó a correr.
—¡
Rencor
! ¡Quieto! —gritó, pero el nauglir continuó a toda velocidad, con la cabeza baja y la cola tan tiesa como una lanza.
«Está cazando —comprendió Malus—. ¿Qué habrá olfateado? ¿Un ciervo?»
Luego oyó que los otros nauglirs, que iban detrás, imitaban el rugido, y de repente se dio cuenta de que estaba en el camino de una estampida de muchas toneladas de peso. Pensando con rapidez, el noble se lanzó ladera arriba, hacia la izquierda, sabedor de que no habría ningún árbol ni roca lo bastante grande como para protegerlo de un gélido desbocado. Sólo podía apartarse del camino tanto como le fuera posible y desearse lo mejor.
La pendiente se estremeció, golpeada por docenas de patas. Los nauglirs, al ser, en el fondo, animales de manada, galopaban ladera abajo como una sola masa que avanzaba pesadamente, y a su paso levantaban una enorme nube de nieve en polvo. Tras ellos, corrían sus dueños, que bajaban por la ladera gritándoles órdenes ineficaces. En otras circunstancias, incluso podría haber resultado gracioso, pero de pronto Malus se sintió realmente muy vulnerable.
Un ciervo vivo no los habría puesto en ese estado. No a toda la manada. Sólo reaccionaban de ese modo cuando tenían hambre y olían sangre en el aire. «Alguien les ha puesto un cebo —pensó—. Probablemente haya un ciervo recién muerto y destripado dentro del grupo de árboles.»
Malus sintió que se le helaban las entrañas. Vio que los nauglirs ya estaban en la mitad del pequeño prado que había al pie de la colina y galopaban hacia un pequeño soto que había al otro lado. Los druchii estaban absortos en la persecución y corrían con ligereza por el campo nevado.
De repente, el guerrero que iba en cabeza dio un traspié y cayó. Un segundo más tarde se desplomó el druchii que iba tras él. Luego, el tercer guerrero giró en semicírculo, y esa vez Malus captó el fugaz vuelo de una embotada saeta de ballesta que impactaba en el centro de la frente del hombre y lo derribaba sobre la nieve. Los emboscados les disparaban desde la densa línea de árboles que había al otro lado de un serpenteante arroyo, y los hombres de Malus no tenían donde esconderse.
Oyó un leve rumor detrás y se volvió a la vez que desenvainaba la espada, momento en que recibió de lleno entre los ojos el impacto del nudoso extremo del garrote de un autarii.
Alguien estaba obligándolo a tragar un líquido amargo y aguado. Malus gargarizó y escupió al mismo tiempo que apartaba violentamente la cabeza del tubo de madera que le metían entre los labios. El movimiento le provocó un estallido de dolor detrás de los ojos, y se le revolvió el estómago. Una mano callosa lo aferró por la mandíbula y, a pesar del espantoso mareo, volvió a apartar la cabeza y le lanzó un mordisco a la molesta mano, clavando profundamente los dientes en la carne que mediaba entre el dedo índice y el pulgar. Al saborear la sangre, el estómago, finalmente, lo traicionó. Vomitó un fino hilo de bilis y la mano se retiró, y entonces estalló fuego blanco en la negrura que tenía detrás de los ojos cuando un puño se estrelló contra su pómulo.
Lo siguiente que sintió fue una hoja de metal contra la mejilla. Era fría, áspera y afilada, y gritó de furia cuando fue arrastrada lentamente contra su piel y cortó con facilidad la carne de debajo. El lacerante dolor aguzó sus sentidos y lo despertó del todo. Parpadeó mientras la sangre tibia le resbalaba por el rostro, y cuando pudo enfocar la vista vio la silueta de un druchii bajo, de extremidades delgadas, que se hallaba de pie ante él.
Las afiladas y angulosas facciones del espectro estaban cubiertas de espirales tatuadas en color añil y rojo, cosa que le confería una gruñente expresión demoníaca, incluso cuando la cara estaba en reposo. Cuando le sonrió burlonamente a Malus, la cara fue la imagen misma del odio sobrenatural. El hombre llevaba puestas varias capas de ropones holgados y suaves botas de cuero, además de una colección de dagas que sobresalían de un grueso cinturón que le rodeaba el talle. Lo iluminaba a contraluz una rugiente hoguera que alumbraba un pequeño claro rodeado por un círculo de árboles. Más espectros se acuclillaban o paseaban en torno a las llamas, la mayoría ataviados con capas jaspeadas de verde y marrón que se camuflaban artísticamente en las sombras del bosque. Cada druchii de la partida de guerra de Malus estaba atado a uno de los árboles circundantes, al igual que él.
Era difícil concentrarse a pesar del dolor. Ya era noche cerrada, y ambas lunas brillaban en un cielo insólitamente despejado. Malus intentó pensar. «¿Cuánto tiempo he estado sin sentido? ¿Horas? ¿Días?» Se empeñó en concentrarse, en reunir los fuegos de la cólera.
—Enano bastardo —gruñó—. ¿Es así como tratáis a una embajada del gran vaulkhar de Hag Graef?
El espectro ladeó la cabeza ante el estallido de enojo del noble, y luego, con una sonrisa, se llevó el cuchillo a los labios y lamió la sangre del filo. Alzó las cejas y se volvió hacia sus compatriotas para hablarles en un druhir de acento tan cerrado que Malus no entendió una sola palabra. Los hombres que rodeaban el fuego rieron, y al noble no le gustó el sonido de aquella risa.
—Ten cuidado, mi señor. Al pequeño le gusta el sabor de tu sangre.