Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—Hasta entonces, Malus. Estaré esperando. —Luego, dio media vuelta, echó a correr hacia su torre y desapareció rápidamente de la vista.
Malus se irguió con cansancio; tenía las ensangrentadas mejillas entumecidas de frío. A lo lejos oyó gritos y el toque de los cuernos de la puerta de la ciudad. Alguien entraba a toda velocidad. Envainó la espada y volvió a echarse la capa por encima de los hombros.
—A los establos —ordenó al mismo tiempo que se cubría la cabeza con la capucha—. Quiero estar a una legua de Hag Graef antes de que Urial descubra quién ha entrado en su torre.
El aire olía a hierro recalentado y a chamuscada carne de esclavos. La cáustica niebla nocturna de Hag Graef giraba y se arremolinaba en calles y callejones; era como un espeso sudario amarillo verdoso que descendía al interior del valle desde las chimeneas de las forjas que había en las laderas de las montañas. El acero plateado, el precioso metal semimágico apreciado por los druchii, era difícil y costoso de fabricar, y millares de esclavos morían cada año alrededor de los enormes crisoles con la garganta y los pulmones destrozados por las emanaciones venenosas.
Malus llevaba una máscara nocturna de hierro negro en forma de nauglir gruñente, con la capa bien cerrada alrededor de la cabeza para evitar que la niebla le tocara el cuello y el cuero cabelludo. Su gélido,
Rencor
, saltaba por el Camino de la Lanza a un paso constante y rápido. De vez en cuando, alzaba la cabeza y les lanzaba dentelladas a las cáusticas nubes de niebla que le atacaban las fosas nasales y los ojos.
Se habían escabullido sin incidentes de la fortaleza del drachau; en cuanto habían llegado a los establos, habían saltado sobre la silla de montar y habían partido. Malus sabía que el drachau no se tomaría ningún interés personal en una enemistad de familia, ya que a los nobles se los alentaba a luchar entre sí para asegurar que el más fuerte e inteligente sobreviviera para luchar por el Rey Brujo. No obstante, cabía la posibilidad de que Urial tuviese la suficiente influencia dentro de la corte para ordenar que cerraran las puertas de la ciudad con el fin de no permitirle escapar. Si lo dejaba atrapado dentro de Hag Graef, le sería mucho más fácil localizarlo y contraatacar. Resultaba concebible que Urial lo entregara al templo de Khaine, donde su medio hermano tendría asegurada una muerte muy dolorosa y, por añadidura, él se ganaría aún más el favor de las sacerdotisas.
La velocidad era de una importancia vital. En ese preciso momento, Malus imaginaba a Urial restableciendo el orden y haciendo registrar toda la torre mientras corría hacia el sanctasanctórum para asegurarse de que sus más preciosas reliquias estaban a salvo. Cuando se diera cuenta de que faltaba la calavera, Urial no ahorraría esfuerzo alguno para impedir que los ladrones escaparan.
«¿Cuánto tiempo pasará?», se preguntó Malus. ¿Cuánto tiempo transcurriría antes de que su hermano se diera cuenta de lo que había sucedido? ¿Con qué rapidez reaccionaría?
La puerta norte de la ciudad, también conocida como Puerta de la Lanza, estaba justo delante. Normalmente se reservaba para el tráfico militar que se encaminaba al norte, hacia las atalayas cercanas a los Desiertos del Caos, pero era la vía de salida de la ciudad que tenían más cerca. Malus se volvió para mirar a lo largo de la pequeña columna de jinetes. El druchii que había sido picado por una de las bestias guardianas de Urial, un hombre llamado Atalvyr, empeoraba de modo progresivo a medida que el veneno de la criatura invadía su cuerpo. Habían metido un paño dentro de la herida y habían atado a Atalvyr a la silla de montar. Esperaba que el capitán de la guardia de la puerta no inspeccionara con demasiada atención a los guerreros y se preguntara por qué se dirigían a la frontera con un herido en la columna.
Del cielo plomizo aún caía nieve, que se convertía en bruma al descender a través de las cálidas corrientes de la niebla nocturna. La muralla de la ciudad se hacía más nítida a medida que se aproximaban a ella; había pasado de ser una franja gris oscuro a definirse como una lisa barrera negra, de unos nueve metros ele alto, atestada de puntiagudas almenas a todo lo largo. El cuerpo de guardia estaba bien iluminado con globos de fuego brujo, que relumbraban como los ojos de un enorme depredador paciente. La abertura de la gran puerta, parecida a unas fauces, se hallaba cerrada como protección ante la oscuridad exterior.
Malus ya estaba casi bajo el enorme saledizo del cuerpo de guardia cuando una voz apagada, procedente de lo alto, le gritó:
—¡Alto! ¿Quién va?
El noble tiró de las riendas de
Rencor
y alzó una mano para detener a la columna.
—¡Soy Malus, hijo de Lurhan, el vaulkhar! —gritó hacia arriba para que lo oyera el invisible centinela.
Por un momento, no hubo respuesta.
—La puerta permanece cerrada por esta noche, temido señor —replicó luego la voz—. ¿Qué asunto os trae?
Malus apretó los dientes con irritación.
—Mi padre me ha ordenado que conduzca una partida de hombres al norte, hasta la Torre de Ghrond, y que lo haga a toda prisa.
Esa vez, el silencio se hizo incómodamente largo. «Están intentando decidir la situación a cara o cruz», pensó Malus. Por un lado, eso significaba que no tenían ninguna orden específica que le concerniera a él. Por otro, cuanto más dudaran, más oportunidades habría de que tales órdenes llegaran. Se irguió en la silla de montar.
—¿Me haréis esperar aquí hasta el amanecer? —gritó—. ¡Abrid la puerta, malditos!
Los ecos de sus gritos aún reverberaban en las murallas cuando se oyó un raspar metálico en una de las puertas del cuerpo de guardia, y apareció a la vista un capitán ataviado con armadura completa.
Rencor
siseó amenazadoramente y dio medio paso hacia el hombre antes de que Malus apartara a un lado la cabeza del nauglir con un tirón de las riendas.
—¡Quieto! —ordenó Malus, y el gélido descansó el cuerpo sobre las ancas.
El noble se deslizó grácilmente de la silla al mismo tiempo que le lanzaba una mirada por encima del hombro a Lhunara, que iba segunda en la columna. La expresión de ella quedaba oculta tras la máscara nocturna, pero sus manos estaban suspendidas cerca del gancho de la silla del que colgaba la ballesta.
Malus avanzó hasta el capitán de la guardia mientras se apartaba la máscara de hierro a un lado para que su impaciencia quedara claramente visible.
—He hecho desollar vivos a otros hombres por hacerme esperar tanto rato —dijo con aire de malevolente indiferencia.
No obstante, el capitán de la guardia no era ningún joven recluta inexperto; el pálido semblante que lucía cicatrices contempló a Malus con expresión impasible.
—No abrimos la puerta después de la caída de la noche, temido señor —dijo con calma—. Órdenes de vuestro padre el vaulkhar. Se ha hecho así desde el comienzo de las hostilidades con Naggor.
Los ojos del noble se entrecerraron con expresión calculadora. «Eso podrías habérmelo dicho desde detrás de la tronera —pensó—. ¿Qué buscas realmente, capitán?»
—Estoy seguro de que Lurhan es plenamente consciente de las órdenes en vigor, capitán. También diría que si alguien puede hacer excepciones con esas órdenes es él. —Bajó la voz—. ¿Puedo ofrecerte algo como prueba de que así es?
El capitán inclinó pensativamente la cabeza para estudiar el colgadizo del cuerpo de guardia. Ambos estaban fuera de la vista de los centinelas.
—Bueno —dijo mientras se pasaba la lengua por los dientes delanteros cuidadosamente limados—, si pudieras mostrarme alguna orden escrita, temido señor..., o alguna otra prueba de autoridad...
Malus sonrió sin alegría.
—Por supuesto.
«Debería clavarte la daga en un ojo —pensó brutalmente—, pero eso no me abriría la puerta.»
Justo en ese momento, un agudo silbido quejumbroso flotó por el aire, en lo alto. Malus alzó la mirada a tiempo de ver una larga silueta parecida a una serpiente que plegaba anchas alas correosas y entraba como una flecha a través de una de las estrechas ventanas del cuerpo de guardia. Captó un atisbo de largas pihuelas color añil que pendían de una de las zarpas del reptil. El capitán de la guardia frunció el entrecejo.
—Eso es un mensaje del Hag —dijo—. Tal vez sea de tu padre, temido señor.
«¿De mi padre? No», pensó el noble. Malus metió los dedos en la bolsa que llevaba al cinturón.
—Aquí tienes una prueba de mi autoridad, capitán.
Puso en la palma de la mano del hombre un rubí del tamaño de un huevo de pájaro. Era uno de los últimos tesoros que le quedaban de la incursión del verano.
El guardia se acercó la gema a un ojo y su rostro quedó pasmado de asombro.
—Con eso bastará —jadeó al mismo tiempo que lo guardaba en la bolsa del dinero—. Por supuesto, cuando regreséis también necesitaréis probar vuestra autoridad para entrar en la ciudad.
El noble rió ante la descarada audacia del hombre. Por un lado, tenía que admirar una avaricia tan implacable como aquélla; por el otro, el hecho de sacarle por la fuerza dinero a alguien de condición superior exigía una represalia brutal.
—No te preocupes, capitán —dijo—. Tengo una memoria excelente. Cuando regrese al Hag, me aseguraré de que se te atienda con generosidad. Tienes mi juramento.
El capitán de la guardia asintió.
—Excelente. Siempre a tu servicio, temido señor. Si tienes la amabilidad de montar, haré abrir la puerta en un momento.
El druchii giró elegantemente sobre los talones, volvió al interior del cuerpo de guardia y cerró a su espalda la puerta reforzada con bandas de hierro.
Malus reprimió el impulso de correr hacia
Rencor
. «Un hombre está ordenando que abran la puerta —pensó—. Otro está leyendo la carta de Urial y decidiendo qué hacer. ¿Cuál de los dos se impondrá?»
—¡Preparaos! —le susurró Malus a la columna cuando subía a la silla de montar.
De dentro del cuerpo de guardia les llegó el estruendo de unas enormes cadenas en movimiento. Lenta, muy lentamente, las grandiosas puertas de hierro empezaron a retroceder y dejar a la vista el túnel que conducía al portal exterior. De inmediato, Malus taconeó a
Rencor
para que se pusiera en marcha al mismo tiempo que le hacía un gesto a la columna para que lo siguiera. «Podríamos quedarnos atrapados dentro —pensó con los dientes apretados—. Si quisieran, podrían cerrar la puerta interior para dejarnos atrapados entre los dos portales y lanzar sobre nosotros una lluvia de disparos.»
Tomó una decisión repentina: si no veía que las puertas exteriores comenzaban a moverse, haría que la columna diera media vuelta y correría hacia el interior de la ciudad. «Ya escalaremos la muralla en algún otro sitio, en caso necesario —se dijo con furia—. ¡No me dejaré encerrar aquí como un conejo!»
Las patas de
Rencor
pisaban con fuerza el empedrado; tal vez estaba ansioso por salir a campo abierto y librarse del escozor de la niebla. La puerta giraba pesadamente sobre los goznes antiguos; la abertura era justo lo bastante ancha como para permitir el paso de un nauglir. Malus espoleó a la montura y forzó la vista para penetrar la oscuridad del otro lado. ¿Era eso una franja de luz gris? ¡Sí!
—¡Ah! —gritó Malus, y clavó con fuerza las espuelas.
Rencor
se lanzó a la carrera. El sonido de pesados pasos reverberaba dentro del estrecho túnel situado bajo el cuerpo de guardia, un sonido resonante como el de un trueno malhumorado. Malus vio una franja de pálida luz lunar justo delante, y enseñó los dientes con aire triunfal.
«Demasiado tarde, hermano», pensó el noble.
Rencor
saltó a través de las puertas abiertas con un rugido atronador y sus garras resbalaron sobre el camino cubierto de nieve.
Se oyó un grito procedente de lo alto y el golpe fuerte y sordo de un proyectil tan largo como la cola de
Rencor
, que se clavó en el suelo helado a un palmo, a la izquierda. Sonó un tañido, y otro proyectil pasó como un borrón ante el escamoso hocico del gélido, que chasqueó las mandíbulas y se apartó a un lado.
Era evidente que los druchii de la torre habían llegado a un acuerdo: dejarían que los jinetes salieran al campo de matanza situado ante las puertas, y cuando Urial llegara, le ofrecerían una pila de cadáveres; cadáveres a los que limpiarían minuciosamente de todo objeto de valor, por supuesto.
—¡Más deprisa! —gritó Malus al mismo tiempo que espoleaba a la montura.
Otro proyectil erró el blanco, rebotó en la dura superficie del camino y se deslizó por el hielo como una víbora con cabeza de acero. El noble echó una mirada rápida por encima del hombro; la mayor parte de la partida de guerra ya estaba fuera del alcance de los proyectiles. Dos de los jinetes también miraban por encima del hombro, apuntaban con las ballestas sujetas en una sola mano y disparaban hacia las estrechas troneras, sobre todo para proteger a
Rencor
.
Las murallas de la ciudad ya comenzaban a desdibujarse y sus contornos se volvían grises tras las ráfagas de nieve, mientras el noble continuaba corriendo por el Camino de la Lanza. Se oyó otro tañido sordo procedente del cuerpo de guardia, y Malus observó cómo la forma de diamante negro de un pesado proyectil aumentaba de tamaño ante sus ojos. Pero el artillero de la torre había calculado mal la distancia, y el proyectil impactó antes de alcanzar el objetivo e hirió a un jinete que iba a un metro por detrás del noble.
La punta capaz de perforar armaduras atravesó el peto del druchii con un fuerte crujido y continuó hasta clavarse en el grueso cráneo del nauglir que montaba. Jinete y montura cayeron girando hacia adelante y levantando un torrente de nieve manchada de sangre, para acabar deteniéndose como una masa confusa en medio del camino. Malus se preparó para otro disparo, pero cuando miró precavidamente hacia atrás vio que Hag Graef era apenas una mancha fantasmagórica y gris en la noche invernal.
El noble lanzó una malévola y salvaje carcajada con la esperanza de que los guardias de la puerta pudieran oírla. «Era la mejor oportunidad que tenías de atraparme, hermano —pensó—. Ahora, cada legua me alejará más de tus garras. Dentro de poco, no podrás hacer otra cosa que esperar dentro de tu retorcida torre y temer mi regreso.»
—¡Corre,
Rencor
! —le gritó el noble a la montura—. ¡Incansable bestia de la tierra profunda! ¡Llévame al norte, donde aguardan los instrumentos de la venganza!