La maldición del demonio (16 page)

Read La maldición del demonio Online

Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: La maldición del demonio
10.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

Con un esfuerzo, Malus se obligó a volver la cabeza hacia el lugar del que procedía la voz. Vanhir estaba atado al árbol contiguo, con la cara convertida en una masa de cardenales purpúreos. Hablaba con dificultad a causa de la hinchazón de los labios.

—La sangre y la carne de los guerreros nobles es una exquisitez para los clanes de las colinas, así que yo no mencionaría con tanta insistencia a tu padre, si fuese tú.

—¡Estás loco! —exclamó Malus—. No se comerán a sus propios parientes...

Vanhir logró reír aunque con dolor.

—No somos sus parientes —dijo—. Somos gente de ciudad, además de prisioneros. Para ellos sólo somos carne, gorda y blanda, como lo eran para nosotros aquellos bretonianos.

Se oyó un rechinamiento y un tintineo metálico cerca del fuego. Malus miró y vio que uno de los espectros desenvolvía un rollo de cuero blando al que había cosidos varios bolsillos de diferentes tamaños. De cada bolsillo sobresalía un mango de madera o hueso. Mientras Malus observaba, el autarii bajo sacó un par de cuchillos para desollar y un serrucho de hueso bien pulimentado.

—Si tienes suerte y han comido recientemente, podrían conformarse con una mano o un antebrazo —dijo Vanhir—. Son muy hábiles cogiendo sólo lo que necesitan y dejando a la víctima viva para más tarde.

El autarii bajo habló, y varios de sus compañeros se pusieron a trabajar. Uno sacó un rollo de cuerda que pasó por encima de una robusta rama de árbol cercana al fuego. Otro espectro avanzó hacia Malus sosteniendo un extremo de la cuerda, y se la ató a los tobillos con unos pocos movimientos rápidos y expertos. Otros dos desataron las ligaduras que sujetaban a Malus al árbol, aunque le dejaron las manos fuertemente atadas a la espalda.

—¡No os atreveréis! —rugió Malus—. ¡Tocadme otra vez con vuestros asquerosos cuchillos, y por la Madre de la Noche Eterna que haré caer sobre vosotros una maldición que plagará estas montañas durante un millar de años!

El autarii bajo hizo un sonido de asco y ladró una breve orden. Dos de los espectros tiraron de la cuerda para izar a Malus cabeza abajo, y su cuerpo quedó balanceándose peligrosamente cerca del fuego. Unas manos ásperas detuvieron el movimiento pendular, y otro espectro le colocó un gran cuenco de latón debajo de la cabeza.

Malus vio que el autarii bajo sacaba un cuchillo en forma de hoz del envoltorio de cuero. El cuerpo le temblaba como una cuerda tañida porque hervía de ardiente furia.

—Mátame, y el vaulkhar de Hag Graef os perseguirá a ti y a tu raza hasta la extinción.

El espectro se le acercó y le dedicó una sonrisa de dientes aguzados.

—No eres nada más que humo, hombre alto —susurró—. Dentro de un momento..., ¡paf!, habrás desaparecido como si no hubieses existido nunca. Tu vaulkhar nunca sabrá qué ha sido de ti.

El contacto del cuchillo contra la garganta de Malus era frío como el hielo.

10. Pruebas y tormentos

De pronto, se oyó un grito al otro lado del rugiente fuego, y el espectro se detuvo. Una voz ronca ladró órdenes en druhir rústico, y el autarii emitió una rápida andanada de respuestas que Malus no entendió.

Sin previo aviso, dejaron caer al noble al suelo, donde aterrizó dolorosamente sobre un hombro y el cuello. Malus rodó hasta quedar de espaldas y alzó la cabeza para mirar alrededor e intentar ver qué sucedía.

Al borde del círculo de luz que proporcionaba el fuego había un grupo de espectros liderados por un autarii de anchos hombros que tenía tatuajes tanto en la cara como en las manos. Los otros espectros que habían estado dando vueltas en torno al fuego retrocedieron ante esos nuevos autarii, a los que trataron con una mezcla de deferencia y miedo.

El espectro profusamente tatuado recorrió con la mirada a los druchii atados y le formuló una larga pregunta a su primo más bajo, el cual le espetó una breve réplica. El recién llegado hizo otra pregunta, y esa vez obtuvo una respuesta más extensa. El espectro se frotó el mentón con una mano tatuada.

«Están regateando por nosotros —comprendió Malus—. Y el posible comprador no está muy de acuerdo con el precio.»

El espectro más alto se volvió como para decirles algo a sus compañeros, y de repente atacó al autarii más bajo. Los dos comenzaron a rodar de aquí para allá sobre la tierra húmeda mientras la luz del fuego destellaba en los cuchillos que habían aparecido en sus manos. «Veo que algunas cosas continúan siendo iguales entre nosotros y el pueblo de la montaña», observó Malus para sí.

Se oyó el sonido del acero contra la carne, y el espectro más alto gruñó de dolor; pero luego Malus vio que una mano tatuada salía disparada hacia arriba y descendía para clavar el cuchillo con un carnoso chasquido. El autarii más alto apuñaló una y otra vez, y el más bajo lanzó un solo grito gorgoteante antes de que cesara definitivamente el forcejeo.

El vencedor se puso de pie tambaleándose; tenía un sangrante corte en un antebrazo. Una mirada a los espectros restantes hizo que éstos se pusieran a cortar las ligaduras que ataban a los guardias de Malus a los árboles.

Un par de rudas manos pusieron de pie al noble, y un cuchillo le cortó las ligaduras de los tobillos. El autarii de anchos hombros le dedicó una sola mirada calculadora, para luego asentir con satisfacción y disponerse a saquear el cuerpo del enemigo muerto. Antes de que Malus pudiera hablar, lo hicieron girar y lo empujaron con fuerza hacia las sombras profundas que se extendían más allá de la hoguera.

Primero, Malus avanzó con pasos tambaleantes, pero luego recobró el equilibrio. De repente se volvió y, en unas pocas y rápidas zancadas, llegó hasta donde yacía su primer captor. El noble se inclinó para acercarse todo lo posible a la cara tatuada del espectro; le complació ver el menguante destello de vida que aún había en ella.

—Saborea tu festín de sangre y frío acero, enano —siseó—. Te advertí lo que sucedería si jugabas conmigo.

Detrás de Malus se oyeron gritos de enojo, y el espectro fornido alzó una mano y empujó al noble hacia atrás con sorprendente facilidad. Malus se estrechó contra dos cuerpos fuertes. Unas manos lo cogieron por los brazos, le cubrieron la cabeza con un oscuro saco que olía a sudor y vómito, y se lo ataron holgadamente en torno al cuello.

Marchó durante horas en medio de una oscuridad absoluta. Cada brazo estaba rodeado por una áspera mano, lo que lo mantenía en pie por muchas raíces con las que tropezara.

Con el paso del tiempo se le aclaró la cabeza, y entonces se esforzaba por percibir los sonidos que surgían a su alrededor. Oía los pasos y las maldiciones de los integrantes de su partida de guerra, que marchaban atados en fila detrás de él. Por las quedas conversaciones que captaba, supuso que lo había apresado un numeroso grupo de autarii; fácilmente podían ser el doble que su partida de guerra. Por la manera relajada en que hablaban, se encontraban dentro de su territorio y, por tanto, no temían que pudieran ser atacados. Se sintió más conmocionado aún al oír el soñoliento gemido de un nauglir procedente del final de la columna; cómo habían logrado los espectros manejar a los volubles gélidos era un misterio para él.

El tiempo dejó de tener sentido. Los espectros parecían incansables, ya que no interrumpían para nada su rápida marcha. Malus se concentró en hacer que se le movieran las piernas, poniendo un pie delante del otro, hasta que, finalmente, todo su mundo se redujo a un ciclo de simple movimiento rítmico. Así pues, se sorprendió cuando sus sentidos percibieron olor a humo de leña, y unas voces nuevas penetraron en la oscuridad del saco que le cubría la cabeza.

Sin previo aviso, los captores se detuvieron y mantuvieron una breve conversación con el jefe de anchos hombros. De modo igualmente repentino, los hombres volvieron a ponerse en movimiento, aunque esa vez lo desviaron hacia un lado y lo alejaron del resto del grupo. Recorrieron varios metros, y luego una mano se le apoyó en la nuca y lo hizo inclinarse en una torpe reverencia, tras lo cual lo empujaron hacia adelante sin ceremonia alguna. Uno de sus pies tropezó con algo blando y lo hizo caer cuan largo era sobre lo que parecía un montón de pieles o mantas.

Se produjo otro breve intercambio de palabras detrás de él, y luego oyó sonidos de movimiento. Unas manos fuertes lo cogieron e hicieron girar, y unos dedos ligeros tironearon de las ataduras que le sujetaban la improvisada capucha. El vil saco fue retirado, y Malus inspiró vorazmente el aire, que olía a humo.

Con los ojos ya acostumbrados a la oscuridad, captó con rapidez el entorno. Estaba tendido de espaldas en medio de una pila de pieles, dentro de lo que parecía ser una tienda de techo curvo. Cerca de él había un fuego que quemaba lentamente y bañaba en suave luz anaranjada los combados puntales de madera con ligaduras de cuero sin curtir. Acuclilladas junto a él había tres figuras, cuyas manos se deslizaban por su cara y su cuerpo. Las puntas de unos dedos le rozaban la cabeza, se detenían brevemente sobre el hinchado chichón de la frente, y luego flotaban sobre su patricia nariz y bajaban cruzando sus labios. El contacto era como el de una pluma, de una suavidad antinatural. Entonces, alguien avivó las brasas, y cuando las llamas volvieron a la vida, vio por qué.

Junto a él había tres mujeres druchii, todas vestidas con una sencilla túnica de ante. Tenían la cabeza afeitada y glifos idénticos tatuados en la frente. Alrededor del cuello llevaban collares de hierro batido. Les faltaban las orejas, donde no les quedaban más que nudosos muñones de tejido cicatricial. Los extremos de unas largas cicatrices prominentes asomaban por encima y por debajo de los collares, y mostraban cómo les habían cortado cruelmente las cuerdas vocales. Las caras de las esclavas flotaban sobre él en la oscilante luz, y sus expresiones parecían embelesadas. Charcos de oscuridad absorbían la luz en los agujeros que había donde en otros tiempos habían tenido los ojos.

—Yaces en la tienda del urhan Calhan Beg —graznó una voz vieja e implacable, cerca del fuego—. Debes ser tratado como un huésped, pero antes has de pronunciar el juramento del huésped.

Las esclavas ciegas se inclinaron como una sola y ayudaron a Malus a incorporarse. Él lo intentó, pero no logró reprimir del todo un temblor de aborrecimiento. Mutilar a una persona —un druchii— de esa manera, arrebatarle la fuerza esencial y luego negarle el alivio de la muerte era una crueldad inverosímil.

Una vez sentado, Malus vio a la vieja que ocupaba un asiento junto al fuego. Era muy anciana; sus facciones de alabastro habían perdido el lustre y se habían vuelto inmóviles como frío mármol. La mujer se movía lenta y cuidadosamente, como si cada gesto amenazara con reducirla a polvo. Tendió una mano de largos dedos y cogió un objeto que había en un estante bajo que tenía a su lado.

La vieja susurró una orden, y una de las esclavas ciega; avanzó en silencio y con seguridad para coger el objeto de la mano de la vieja y sostenerlo ante Malus. Se trataba de una estatuilla esculpida en roca oscura; el material se tragaba la luz y era tan frío como la propia muerte. Representaba a una mujer angulosa y delgada como una espada, con crueles rasgos y ojos profundamente hundidos. La antigüedad rodeaba a la escultura como un manto de escarcha. Podría haber sido tallada en la perdida Nagarythe, miles de años antes.

—Jura por la Madre Oscura que no harás intento alguno de escapar de este campamento, ni de hacerles ningún daño a tus cuidadores mientras permanezcas aquí como huésped.

Malus pensó durante un momento, y luego asintió con la cabeza.

—Ante la Madre de la Noche, lo juro —dijo, y posó los labios sobre la antigua piedra.

La vieja asintió con solemnidad mientras la esclava devolvía la estatuilla a sus frágiles manos.

—Quitadle las ataduras.

Dos de las esclavas deshicieron los nudos de las cuerdas que le rodeaban las muñecas. Malus estiró los hombros y se masajeó las manos a fin de devolverles la sensibilidad.

—¿Dónde están mis hombres? —preguntó.

La vieja se encogió de hombros.

—¿Fue el urhan quien me trajo aquí?

—No. Fue su segundo hijo, Nuall. Supongo que estás destinado a ser una ofrenda para aplacar la cólera de su padre.

—¿Su cólera? ¿Por qué?

—Basta de preguntas —ordenó la vieja—. Tienes hambre. Come. Mientras él y la vieja hablaban, las esclavas se habían retirado al otro lado de la tienda. En ese momento, regresaban con una bandeja de pan y queso y una copa de vino especiado. El noble comió rápida y metódicamente, bebiendo sólo pequeños sorbos de vino. La vieja lo observó en silencio absoluto.

Cuando Malus hubo acabado, la cara de un hombre apareció en la entrada de la tienda.

—Ven —dijo el autarii al mismo tiempo que lo llamaba con un gesto.

El noble le hizo una respetuosa reverencia a la impasible vieja, y salió cautelosamente al exterior.

Una vez fuera, Malus descubrió que la noche casi había concluido; en lo alto, el cielo palidecía con la luz previa a la aurora. En la penumbra, el noble vio que se encontraba en el extremo de un estrecho cañón boscoso que acababa en una pared de roca vertical. Entre los altos árboles había numerosas tiendas abovedadas que rodeaban una gran estructura permanente de troncos de cedro y piedra, construida al borde del barranco: la casa comunal del urhan. El autarii se encaminó hacia el edificio, y Malus cuadró los hombros y lo siguió.

El aire de la casa comunal estaba cargado de ruido y humo. Dos grandes hogares dominaban las largas paredes del edificio, y un azulado humo de pipa se arremolinaba y ondulaba entre las vigas de cedro del techo. Pilas de pieles y cojines yacían sobre una gruesa moqueta de juncos, y los autarii se reclinaban por el suelo de la gran sala como una manada de perros salvajes.

Desde el otro extremo de la casa comunal, el urhan Calhan Beg presidía su clan, sentado sobre el único asiento del edificio, situado sobre una plataforma, y atendido por tres esclavas. Las mujeres druchii habían sido cegadas y enmudecidas como las otras de la tienda del urhan. Malus observó mientras una de las esclavas le servía cuidadosamente a Beg una copa de vino; advirtió que a la mutilada criatura le faltaban ambos pulgares.

Calhan Beg era un lobo viejo y canoso. Tenía una constitución flaca y nervuda y una multitud de cicatrices producto de una vida pasada batallando contra hombres y bestias por igual. La mitad de la oreja izquierda le había sido arrancada de una dentellada en algún momento de su existencia, y una espada le había cortado un buen trozo de la parte superior de la prominente nariz. Llevaba el rostro, el cuello, las manos y los antebrazos cubiertos de intrincados tatuajes, cosa que hablaba con elocuencia de sus hazañas como guerrero y jefe. Tenía un largo bigote gris caído y penetrantes ojos azules, tan fríos y duros como zafiros. En ese momento, la mirada implacable estaba clavada en el hombre que se encontraba al pie de la plataforma: su segundo hijo, Nuall.

Other books

Unrest by Reed, Nathaniel
Lina at the Games by Sally Rippin
Lady Friday by Garth & Corduner Nix, Garth & Corduner Nix
Sawyer by Delores Fossen
Reclaim My Life by Cheryl Norman