Read La maldición del demonio Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
Con un gruñido, Malus sacudió la cabeza para librarse de la mano de ella y pasó a toda velocidad junto al altar. Justo al otro lado había tres nichos muy juntos, y en cada uno había un estante repleto de una colección de objetos mágicos. Por instinto, avanzó dando traspiés hasta el que estaba situado en el centro. Allí, sobre un trípode de hierro, había un contrahecho cráneo antiguo. El hueso amarillento estaba cubierto por centenares de diminutas runas talladas y envuelto en una red de alambre de plata. A pesar de su maltrecho estado, Malus percibía el poder que irradiaba del artefacto: las vacías cuencas oculares parecían contemplarlo con malévola conciencia. Junto al trípode descansaban un libro pequeño, una pluma y un frasco de tinta.
—Cógelo —ordenó Nagaira con voz tensa.
Malus inspiró dolorosamente, sintió el sabor de la sangre en la boca y cogió el cráneo con manos temblorosas. Cuando estaba a punto de girar sobre sí mismo, el noble cogió impulsivamente el libro y se lo metió dentro del cinturón. Nagaira, con la cara transformada en una máscara roja, ya había retrocedido hasta la entrada.
—¡Deprisa! —dijo.
Malus advirtió que su hermana metía algo pequeño dentro de uno de los bolsillos del cinturón. ¿Qué había robado mientras él le volvía la espalda?
Cuando se aproximó a Nagaira, ésta atravesó la puerta de un salto, y Malus la siguió pisándole los talones.
Al salir a la sala octogonal, su aspecto provocó gritos de alarma de Lhunara y sus otros guardias. No obstante, antes de que pudiese decir una sola palabra, el aire se colmó con un coro de finos lamentos ultraterrenos que salieron por la entrada que tenía detrás.
Malus se dio la vuelta, con la espada dispuesta, pero la entrada estaba vacía. En cambio, justo por encima de la cabeza, vio tres formas neblinosas que salían por los ojos y la boca de cada una de las máscaras plateadas. Mientras observaba, la niebla adoptó la forma de pequeñas figuras de finas extremidades con largos dedos casi esqueléticos. Las caras eran de druchii, pero tenían ojos completamente negros.
—¡Santa Madre Oscura! —susurró Nagaira con voz cargada de miedo—. ¡Los maelithii! ¡Corred!
Al oír su nombre, los maelithii aullaron como las almas de los condenados, con bocas llenas de brillantes colmillos negros. El aire mismo reverberó como un gong. «Una alarma —pensó Malus, enloquecido—. Uno de nosotros la disparó. ¿Fuiste tú, Nagaira? ¡Tú codicia podría ser nuestra perdición!» Atacó con la espada a uno de los espíritus. La hoja lo atravesó inofensivamente, pero una conmoción de frío gélido le recorrió el brazo de la espada como si lo hubiera sumergido en un río helado. El maelithii le siseó con enojo, y Malus dio media vuelta y echó a correr. Nagaira ya huía, veloz como un gamo, y el resto de la partida de incursión salió a escape tras ellos.
Malus apenas lograba concentrarse en la figura de Nagaira, que hendía las tinieblas a toda velocidad. Con una rápida mirada por encima del hombro descubrió que, o bien habían dejado atrás a los maelithii, o bien ellos habían abandonado la persecución. Sin atreverse del todo a confiar en la suerte, el noble continuó corriendo mientras sentía que el brazo dormido comenzaba a recobrar la sensibilidad.
En cuestión de minutos, llegaron a la segunda protección. Nagaira se detuvo ante el umbral y alzó una mano de advertencia cuando Malus se aproximó.
—Envía a otro por delante —dijo ella—. No me importa quién sea.
Malus se volvió hacia el primer guardia que les dio alcance, uno de sus propios druchii, llamado Aricar.
—¡Adelante! —ordenó al mismo tiempo que señalaba la entrada. El guerrero se lanzó hacia ella sin vacilar.
Los maelithii saltaron sobre Aricar justo al otro lado de la puerta. «Son las máscaras», comprendió Malus. Los espíritus podían viajar de una máscara a otra a través de la torre.
Aricar se tambaleó cuando los espíritus le clavaron los dientes de obsidiana en la cara y el cuello. Giró sobre sí mismo, manoteando el aire vacío, pero Malus vio que en torno a los mordiscos de los espíritus la piel se teñía de un gris azulado, como la de un cadáver que ha permanecido en la nieve.
—¡Ahora! —gritó Nagaira—. ¡Mientras están comiendo! ¡Corre!
Sin vacilar, el noble se lanzó a través de la puerta. De inmediato sintió como si un peso demoledor cayera sobre sus hombros. Aricar estaba de rodillas y tenía los ojos desorbitados. La respiración salía en brumosos jadeos ahogados a través de los labios negro azulado. Malus pasó junto al agonizante mientras pensaba en todas las máscaras plateadas que cubrían las paredes de la base de la torre. Esperaba que sólo hubiera tres maelithii.
Se lanzó precipitadamente por la escalera mientras oía gritos procedentes de abajo. Cuatro guardias con máscara plateada giraron en una curva, con la espada en la mano. El noble los embistió con un grito de furia, a la vez que asestaba tajos a diestra y siniestra con la espada.
Los guardias de Urial eran tan rápidos como halcones nocturnos. Con agilidad sobrenatural detuvieron la carga escalera arriba y retrocedieron ligeramente ante la acometida de Malus, Pero no se retiraban, sólo ampliaban la distancia lo suficiente para descargar las espadas sobre el noble. Malus atacó con saña al guardia que tenía a la izquierda y le lanzó golpes salvajes hacia la cabeza y el cuello, pero el hombre bloqueó el primer tajo con la espada y esquivó el segundo para luego estocar con la rapidez de una víbora hacia una de las vulnerables articulaciones del peto del noble. En el último segundo, Malus rodó sobre sí mismo e hizo que la espada del guardia resbalara sobre el peto en lugar de penetrar y clavársele en el estómago.
Percibió un destello plateado a su derecha, seguido de un hiriente arañazo que sintió como una garra al rojo vivo justo por encima de la sien. El repentino movimiento que acababa de hacer le había salvado la vida, dado que el guardia de la derecha había dirigido el golpe contra su frente.
«Bendita Madre, son rápidos —pensó Malus—. Por muchos otros defectos que pueda tener, Urial sabe escoger a sus hombres.» El noble lanzó una estocada contra el guardia de la izquierda, hacia los ojos..., y entonces Lhunara apareció a su lado. Las espadas de la oficial destellaron como relámpagos al atacar al hombre que Malus tenía a la derecha. Dado que ya no se veía obligado a enfrentarse con ambos, el noble sonrió salvajemente y se empeñó en destruir al hombre que había a su izquierda.
La estrecha escalera resonaba con el ruido de las espadas que entrechocaban. El guerrero de máscara plateada era un maestro con la espada y bloqueaba cada ataque del noble con velocidad y fuerza gráciles. A pesar de la ligera ventaja con que contaba Malus al luchar desde un escalón más alto y descargar una lluvia de golpes contra la cabeza, el cuello y los hombros del guardia, éste tenía un movimiento para contrarrestar cada táctica del noble. «Bueno —pensó—, como solía decir Surhan —su maestro de esgrima en la infancia—, cuando son mejores que tú, cambia las reglas del juego.»
Malus lanzó un rugido y descargó un terrible golpe descendente hacia la cabeza del guardia. El guerrero paró fácilmente el tajo, y Malus le pateó la cara con todas sus fuerzas. La máscara de plata se abolló y el hombre retrocedió con paso tambaleante. Aprovechando la ventaja, Malus arremetió y le abrió un tajo en el brazo con que sostenía la espada, desde la muñeca al codo. Un río de sangre rojo brillante salpicó las piedras de la escalera, pero el guardia no emitió sonido alguno.
Otro cuerpo cayó rodando por la escalera; era el enemigo de Lhunara, que se había desplomado mientras la sangre le manaba por encima de la mano con que se aferraba fútilmente la garganta cortada. Ella avanzó un paso hacia el siguiente guardia del grupo, y al pasar, lanzó un tajo con la espada que llevaba en la mano izquierda. El oponente de Malus vio venir el ataque en el último momento y se apartó de la espada, de modo que sólo recibió un golpe de soslayo en un lado de la cabeza; pero la distracción le resultó fatal. Malus descargó el arma sobre el lado contrario del cuello del hombre, le abrió un tajo profundo y le cercenó la columna vertebral. Se desplomó, y su espada cayó escalera abajo.
El guardia que estaba detrás tuvo que apartarse a un lado para evitar el cadáver que caía, y Malus aprovechó el momento para lanzar una estocada hacia los ojos del hombre. El guerrero esquivó el arma echando atrás la cabeza y lanzó un terrible tajo contra una rodilla de Malus. La hoja se estrelló en la acorazada juntura de la greba y un estremecimiento de miedo recorrió la espalda del noble al pensar que el metal podría terminar cediendo. Pero la juntura resistió, y Malus descargó la espada sobre la muñeca del guardia, cercenándola casi completamente. La sangre regó las piernas y los pies de Malus, pero el guardia no renunció a la lucha.
Para sorpresa del noble, el guardia tendió la otra mano hacia la espada perdida, completamente insensible a la terrible herida que acababa de sufrir. Moviéndose con rapidez, Malus pisó el plano de la espada del guardia y lanzó una estocada contra el cuello del guerrero. El acero raspó contra el hueso, y el guardia se desplomó y resbaló escalera abajo sobre su propia sangre. En ese momento, Lhunara arrancaba del pecho de otro enemigo la espada que blandía con la diestra, y por el momento, el camino quedó despejado ante ellos. Con la espada en alto, Malus descendió corriendo la escalera.
En el descansillo, un grupo de esclavos saltó fuera de su camino, gritando de miedo. El continuó corriendo, pero, en la siguiente curva, aminoró bruscamente. Delante, justo al otro lado de la curvatura, oyó el fino lamento de los maelithii..., y no eran sólo tres, sino que, a juzgar por lo que oía, había una multitud.
La mente de Malus corría a toda velocidad mientras Nagaira y el resto de los guardias le daban alcance. El lamento de los espíritus y los gritos de los esclavos del descansillo superior componían un coro discordante. Malus apretó los dientes con irritación. Casi estaba tentado de enviar a uno de los hombres arriba para que empezara a cortar cuellos de modo que él pudiera oír lo que pensaba...
Malus se irguió y se volvió para buscar la cara con cicatrices de Lhunara entre los incursores reunidos.
—Llévate dos hombres y tráeme a esos esclavos —ordenó.
Ella asintió con brusquedad y se llevó a dos de los guardias escalera arriba. Al cabo de unos momentos, los lamentos de los humanos cambiaron de tono: pasaron del miedo a un terror casi histérico.
Manos brutales empujaron a los humanos, que pasaron junto al grupo de incursores. El esclavo que iba delante, un humano flaco con grandes ojos estúpidos, intentó retroceder ante Malus cuando el noble tendió una mano hacia él, pero el druchii fue mucho más rápido. Cogió al esclavo por un hombro, le clavó la espada en el pecho y luego arrojó el cuerpo por la escalera. El hombre herido desapareció de la vista, y el agudo coro de abajo se silenció.
—¡Eso es! —exclamó Malus con una sonrisa feroz—. ¡Cortadles el cuello y echadlos escalera abajo! ¡Deprisa!
Momentos después, los cuerpos de los demás esclavos rodaban por los escalones.
—¡Ahora! ¡Corred! —gritó Malus al mismo tiempo que se lanzaba tras ellos.
Los cuerpos formaban un sangriento montón al pie de la escalera; la sangre se congelaba en una negra película de hielo al apiñarse casi una docena de maelithii sobre los cadáveres, que se enfriaban rápidamente. Malus bajó de un salto los últimos escalones y entró en la estancia, para luego salir disparado hacia la primera puerta doble.
—¿Qué haces? —le gritó Nagaira—. Las madrigueras...
—¡Al infierno con las madrigueras! —le gruñó Malus mientras abría las puertas.
Al otro lado había un corto corredor que, para su alivio, desembocaba en la fortaleza del drachau. Rezando para pedir que los maelithii no pudieran moverse fuera de la torre de Urial, echó a correr por el pasillo.
El otro extremo del corredor daba a un patio pequeño. Caía una nevada ligera y el viento arrastraba la nieve en forma de finas nubes por el empedrado. Malus se detuvo un instante para inspirar el aire gélido. Un par de nobles druchii que estaban conversando al otro lado del patio se llevaron la mano a la espada cuando la partida se detuvo fuera de la torre de Urial, pero una mirada a las manchadas armaduras y las frenéticas expresiones de los incursores los convenció de que aquello era algo en lo que no querían tener nada que ver. Se desvanecieron rápidamente entre las sombras en el momento en que aparecían Nagaira y Dalvar, que iban en retaguardia.
Malus le dirigió una mirada funesta a su media hermana.
—¡Estúpida bruja! —gruñó—. ¿Qué cogiste del sanctasanctórum?
—Cogí lo que me apeteció, hermano —contestó ella—. ¿Acaso no es el derecho del saqueador? ¡Si algo disparó la trampa de Urial, probablemente fue el robo del cráneo!
—¿Importa eso ahora? —gritó Lhunara—. Urial llegará aquí en cualquier momento, acompañado por un destacamento de la guardia del drachau. Tenemos que llegar a los establos y salir de aquí antes de que alguien ordene cerrar las puertas.
—Tiene razón —dijo Nagaira—. Si te das prisa, podrías escapar...
—¿Yo? —dijo Malus—. Y tú, ¿qué?
—Yo tengo que regresar a mi torre —replicó Nagaira—. Urial no tardará nada en descubrir quién atacó su sanctasanctórum y se marchó con el premio. Recurrirá a todas las fuerzas que tiene a sus órdenes con el fin de recuperar el cráneo. Si me quedo aquí, podré invocar a fuerzas propias para ocultar tu rastro y, al menos, retrasar la persecución. —Miró a sus guardias—. Dalvar, tú te llevarás al resto de los hombres con Malus. Ocúpate de que llegue al templo. ¿Entiendes?
—Por supuesto, señora —replicó Dalvar, claramente descontento con la orden.
La mente de Malus era un torbellino. Las cosas se le habían escapado completamente de las manos. ¿Acaso Nagaira lo abandonaba a la cólera de Urial? Su hermano encontraría el cuerpo de Aricar, y eso lo conduciría hasta Malus. Hasta ese momento, nada delataba la implicación de Nagaira en la incursión. Malus consideró las opciones. ¿Importaba?
«Que se marche —pensó el noble—. Aún tengo el cráneo.»
—Márchate, entonces —le espetó—. Llegaré al templo y regresaré cuando pueda. Entonces, volveremos a encontrarnos. —«Para entonces, ya habré pensado en un centenar de maneras de hacerte pagar por esto», se prometió.
Si Nagaira percibió el odio que había en la voz del noble, no dio muestras de ello.