La Maestra de la Laguna (60 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Fran no entendía la razón de tanta tristeza en aquellas palabras. La Elizabeth que él conocía pateaba el suelo y lo desafiaba con las manos en las caderas, salía de recorrida por las tolderías sin más compañía que un viejo y una negra y era capaz de galopar a lomos de un caballo de aspecto extraño. Eso, sin contar que se atrevió a colgarse de las cuerdas del techo en medio de una tormenta infernal, para después entregarse a un hombre temible sólo por brindarle consuelo. La Elizabeth que él conocía era valiente y generosa, no frágil y vulnerable como la que tenía frente a sí. ¿Dónde había quedado aquel fuego? ¿Sería él la causa de su debilidad? Quiso averiguarlo. Tomó una mano de la joven y la llevó a sus labios con reverencia. No usaba guantes, de modo que puso sentir la suavidad de su piel. Al levantar la vista, la encontró mirándolo con fijeza, algo perturbada. Avanzó más y tomó el mentón de Elizabeth para alzarlo hacia él. Debía ser muy cuidadoso o la espantaría. Debía utilizar las palabras adecuadas.

—Elizabeth, ha sido usted un ángel en mi camino. No se ofenda si le digo que ocupa un lugar importante en mi corazón —y rozó con suavidad de pluma los labios carnosos con los suyos, tan rápido que la muchacha dudó de que el contacto hubiese existido en realidad.

Tampoco le dejó tiempo para averiguarlo. Fran la bajó al empedrado con la misma rapidez con que la había montado en el carro. Tomó las riendas y, enderezándose en el pescante, se dirigió hacia la salida, tras despedirse con una inclinación de cabeza.

—Nos veremos uno de estos días, Elizabeth. Pronto tendrá noticias.

Atravesó el portón de mulas y desapareció en la noche. Cuando el eco del golpeteo de los cascos se apagó, Elizabeth todavía seguía de pie en la oscuridad, contemplando el lugar donde había estado la galera.

¿La había besado? ¿Santos Balcarce la había besado? Tocó sus labios con dedos temblorosos y decidió que sí, la había besado, de manera tan suave y gentil que, más que un beso galante, aquel roce había sido un modo sutil de agradecerle su ayuda para salvar la vida de su hermano.

Más tarde, sin poder conciliar el sueño entre las sábanas, Elizabeth rememoró los besos del otro, el ardiente señor de la laguna, que no pedía permiso ni se disculpaba por sus arrebatos. Estuvo largo rato decidiendo qué besos prefería.

Se durmió al amanecer, sin haber encontrado la respuesta.

Fran regresó a la casita de las afueras pasada la medianoche. Hizo el camino de vuelta despacio, aprovechando el fresco y la soledad para meditar. Con una mano en las riendas y la otra en el bolsillo manoseando el frasquito, se entretuvo considerando su situación con la señorita O'Connor. La había sentido distante, temerosa y también intrigada. Sabía que el misterio era como un afrodisíaco para las mujeres; su vasta experiencia lo confirmaba. Si lo mantenía, gozaría de la atención de Elizabeth. Explotaría su vena solidaria. No bien mencionó su necesidad de ella para la causa del hermano, captó el brillo de interés en sus ojos. Elizabeth haría lo que fuera para salvar al hombre de la laguna, el que había provocado su ruina.

El traqueteo le indicó que el camino había terminado y se hallaba en el sendero de campo. Dirigió al animal de tiro hacia el portal de la casita.

¿Sería el momento adecuado para probar el remedio? ¿Podría confiar en ese desconocido doctor Ortiz? Al parecer, Elizabeth confiaba, y pensar en ello le produjo una ráfaga de malhumor. Dejó el carruaje en un callejón formado por un macizo de hiedra y desató al viejo caballo para que se arrimase al abrevadero por su cuenta. Estaba demasiado cansado para dedicarle atención. Gitano se ocuparía de señalarle el camino hacia los pastos tiernos. Cargó con la manta y los arreos y se encaminó hacia la entrada. Un instinto natural en él le hizo detenerse y palpar el arma que llevaba por precaución. Las sombras de los eucaliptos danzaban sobre el porche, de modo que la puerta de la pequeña vivienda se veía sólo por momentos. Con sigilo recorrió el corto trecho hacia el umbral de piedra, topándose con el hombre rubio y esbelto que le salió al encuentro.

—Eres descuidado con tus cosas. La puerta no estaba cerrada —comentó Julián, a modo de saludo.

Fran percibió el tono cortés y frío con que su amigo le daba la bienvenida. Una bienvenida algo insólita, pasada la medianoche y sin aviso. De nuevo su instinto le dijo que Julián estaba herido. Y sospechaba la razón.

—No te hacía en la ciudad, me sorprendiste.

—No más de lo que me sorprendiste tú al venir como un ladrón a esconderte en este lugar. ¿Desde cuándo estás en Buenos Aires, Fran? ¿Le dijiste a mi padre que te vendrías, o huiste de allá como un matrero?

Más herido de lo que imaginaba. Fran respiró hondo, para evitar que las emociones desataran un ataque en ese momento, y abrió la puerta invitando a su amigo a entrar.

—Pasa y hablemos. No hay mucho que ofrecer, aunque presumo que no vienes en plan de visita.

Entraron en la habitación oscura que olía a humedad y a mueble viejo, y Julián aguardó de pie a que Francisco encendiera un candil. A la luz mortecina, observó que su amigo estaba viviendo con poco más de lo que tenía en la cabaña de la playa. Aquel lugar parecía un desecho de baratijas.

—Siéntate —ordenó Fran, señalando el sofá hundido junto a la ventana.

Julián se apoltronó, dispuesto a escuchar. Había cabalgado como loco desde las barrancas al enterarse de que Francisco estaba de regreso en Buenos Aires, pero en lugar de hacerlo con el ímpetu de abrazarlo, como otras veces, lo motivaba el deseo de recriminarle su conducta y sonsacarle sus intenciones. Su corazón no había conocido la paz desde que dejó a Elizabeth en la ciudad y se marchó con su madre. Día tras día revisaba la nómina de fallecidos, para poder pasar la jornada en relativa tranquilidad, sabiendo que ella estaba bien. Cada noche rogaba en su interior poder verla de nuevo. Si bien ella no corría peligro, según había dicho, él y su madre sí, por lo cual agradecía a Dios el haberlos mantenido a salvo de la peste en un sitio no tan alejado como para no recibir el efluvio de la enfermedad. Doña Inés había sufrido un resfrío prolongado y eso fue todo. Las cartas de Elizabeth le proporcionaron durante ese tiempo su único solaz. Al no recibirlas en el último mes, su preocupación llegó a un límite insostenible. No sabía qué lo impulsaba, si la promesa hecha a Fran, o su propio apego insensato a la maestra. Ella ocupaba sus pensamientos día y noche, por ella era capaz de abandonar a su madre quejosa y cabalgar en la oscuridad sólo para saber que estaba bien. Sólo para descubrir que Francisco la visitaba en la medianoche como un amante furtivo.

—¿Un trago? —ofreció Fran, abriendo un pequeño bar de marquetería desportillada.

Julián aceptó, aún en silencio.

—¿Cómo te enteraste de mi regreso? —preguntó Francisco, en apariencia despreocupado.

Julián tomó la copita que le tendió su amigo y sorbió un poco antes de responder.

—Fácil. Un peón de la estancia viajó para llevarle a mi padre noticias y nos contó lo de tu partida. No sabíamos si habías dejado razón o te habías largado sin más, como hiciste aquí con tu familia.

Fran dejó que el licor calentara su garganta antes de contestar a ese evidente desafío.

—Armando lo sabe, le expliqué que necesitaba saber si los míos estaban bien.

—¿Y lo están?

Fue la primera observación hecha con el tono de la antigua amistad y Fran la agradeció.

—Por fortuna, no hay víctimas que lamentar entre los Peña y Balcarce. Tampoco entre los de tu familia, supongo.

—Tampoco.

Entre los dos flotaba la verdadera causa de la visita, y ninguno se atrevía a sacarla a relucir.

—No te reprocho haber salido de la ciudad en esas circunstancias —comenzó Fran, sin saber por qué algo malévolo lo impelía a hostigar a Julián.

—¿Que no me reprochas? ¿Que no me reprochas? ¡Estaría bueno que lo hicieras, cuando abandonaste a todos los que te necesitaban!

Fran apretó los dientes.

—Me refiero a que te había encargado una misión y entiendo que no pudieras cumplirla —aclaró.

—Por eso decidiste venir en persona a ocuparte de ella —arremetió Julián con rabia.

—¿Acaso lo ves mal?

El joven se incorporó de un salto. No se veía como el amable Julián que todos conocían. Sus ropas desastradas hablaban de su apuro en llegar, así como el cabello despeinado, mientras que las facciones afiladas revelaban su conmoción interior. Fran no había visto a su amigo en ese estado más que una vez, y prefería no pensar que se repetían las circunstancias. Fue años atrás, cuando cayó enamorado perdido de una muchacha inadecuada, alguien que su familia jamás aceptaría y que, en un arranque de generosidad, lo había abandonado para no causarle problemas. Julián había llorado su amargura sobre el hombro de Fran y éste, con cínico descaro, le había aconsejado libar en otras flores, pues sobraban en abundancia. Ahora se arrepentía de ese mal consejo, dictado por las propias y amargas experiencias de juventud. El mismo, pese a todo, no estaba dispuesto a renunciar a una mujer también inadecuada para él. Ni toda su experiencia mundana le servía para resarcirse de la ausencia de Elizabeth, ahora que había probado de su néctar.

—Eres un mal nacido, Fran. Destruyes a todos los que te rodean —lanzó Julián de pronto.

—Cuidado, amigo. No estoy de humor para insultos.

—¡Claro! Hay que respetar tus humores, si estás nervioso, si quieres soledad, si quieres compañía... todos a tu servicio, ¿no es así? Incluidas las muchachas tiernas y sensibles.

—Bueno —dijo Fran, echándose a la garganta el último trago—. Por fin sacaste tus garras. Ahora podremos hablar en serio.

El movimiento de Julián lo tomó desprevenido. El joven se lanzó hacia adelante, lo aferró de un hombro y lo hizo volverse para propinarle un puñetazo en plena cara. Fran cayó sobre el bar y resbaló, dando con su espalda en las baldosas. Julián se arrojó sobre él, resuelto a proseguir la golpiza que Francisco no estaba dispuesto a recibir ni a dar. Se revolvió de modo que puso a su amigo contra el suelo y lo sujetó del cuello.

—No seas necio, Julián. Hablemos como gente civilizada.

—¿Sí? —alcanzó a decir, ahogándose—. ¿Como tú, que mancillaste a una jovencita y luego la abandonaste al cuidado de otro?

Fran aflojó el agarre y dejó que Julián se incorporara, mascullando. Al verlo en pie ante él, desarreglado y con la mirada encendida de furor, sintió un asomo de compasión. Su amigo era mejor hombre que él, merecía mil veces más a Elizabeth y, pese a saberlo, no quería renunciar a la maestra, a su consuelo, a su pasión insospechada. De un modo elemental, sentía que ese territorio era suyo y de nadie más. Lo defendería con uñas y dientes.

—No hice eso, Julián, lo sabes. Si te encomendé cuidarla fue porque en ese momento no me sentía capaz de cumplir ese papel. En cuanto a lo otro, ¿por qué dices que la mancillé?

La sospecha caló de inmediato en él. Desde que vio a Elizabeth de nuevo, ese instinto sorprendente le murmuraba que algo nuevo había en ella, y aun así, no quiso aceptar que podía estar aguardando un hijo, porque no quería afrontar la situación. Sin embargo, si se confirmaba, haría lo correcto, tomaría el lugar que le correspondía aunque tuviese que humillarse ante su padrastro. ¿Qué había dicho el maldito? "El que se va sin que lo echen, vuelve sin que lo llamen". Cuánta razón tuvo. Sin embargo, Elizabeth no iba a pagar por su orgullo. Le debía mucho. Francisco Peña y Balcarce tendría que salir a la luz nuevamente.

—Dime, Julián, por el amor de Dios... ¿Sabes algo que yo no sé?

El joven se atusó los rubios cabellos con aire desesperado.

—¿Qué otra cosa puedo pensar? Ella regresa poco menos que huyendo de allá, se niega a hablar de ti, se recluye en la casa de su tía a pesar de la situación angustiosa de la fiebre y luego, cuando le ofrezco mi apoyo, se avergüenza y elude la conversación. Vine hasta aquí dejando a mi madre en delicado estado sólo para verla. No voy a mentirte, Fran, saber de tu regreso fue el motivo principal. Temía que la acosaras y eso fue lo que sucedió. ¡Insististe en visitarla, a pesar de todo! Vi cómo la obligaste a recibirte en plena noche, como una... como una... —y Julián se atragantó con las palabras que hubieran comprometido a la maestra.

—Como una puta —completó Fran.

—¡Calla!

—Sabes que no lo es, entonces, ¿para qué te mortificas? ¿Me estabas espiando?

—No a ti.

—Quiere decir que pensabas visitar a Elizabeth en la noche, igual que yo. Al parecer, tampoco la respetas demasiado.

—Eres un...

—¡Basta! —gritó Francisco, temeroso de caer en una convulsión enfrente de su amigo—. Los dos estamos enamorados de la misma mujer, Julián. ¿Para qué engañarnos con medias palabras? Tenemos que afrontarlo.

Julián se congeló al escuchar eso. ¿Fran enamorado? Imposible. Su amigo tenía el corazón de pedernal. En otros tiempos había admirado esa invulnerabilidad, pues él se sabía enamoradizo y débil, algo que lo avergonzaba, y no habría creído jamás que esa situación pudiese revertirse. Contempló el semblante endurecido de Francisco, su rostro que no era hermoso sino imponente. ¿Hasta qué punto lo conocía? Habían compartido travesuras de niños, juergas de juventud y confesiones aunque, en cierto modo, transitando sendas paralelas, sin tocarse demasiado. Fran tenía sus secretos y él los respetaba.

Hasta que ambos conocieron a Elizabeth O'Connor.

—No dijiste que estuvieras enamorado —farfulló.

Eso lo cambiaba todo. Los reducía a esperar la decisión de Elizabeth, suponiendo que la joven quisiese optar entre ellos. Julián era un hombre de honor. Si su amigo amaba a la maestra, quedarían en igualdad de condiciones.

Fran lo miró de reojo antes de servirse otro trago.

—No lo supe hasta hoy.

—¿Hasta hoy? ¿Qué sucedió hoy?

—Siéntate y empecemos de nuevo, Julián. Quiero ser sincero contigo.

Las sombras nocturnas avanzaban, envolviendo la casita del campo, mientras el supuesto "Santos Balcarce" revelaba a su antiguo amigo los alcances de su plan. El péndulo de un reloj de pie marcaba el pulso de la conversación en la que un Francisco desesperado y vulnerable confesaba su miedo a morir sin saber si dejaba atrás algo más que un apellido deshonrado. Julián permaneció en silencio mucho después de terminado el relato. Su semblante torturado revelaba la lucha interna que mantenía. Amaba a Elizabeth de un modo diferente al que había amado a aquella otra muchacha que se cruzó en su camino, años atrás. Aquel amor fue un desgarro en su corazón, que jamás volvió a latir del mismo modo. Elizabeth representaba para él un remanso, la calma que devuelve las ganas de vivir y disfrutar, un amor suave y gentil que le daría hijos a los que amar y el refugio de un hogar lleno de risas y cariño. Elizabeth O'Connor garantizaba todo eso. Sin embargo, a través de las palabras de Francisco comprendió que, para su amigo, Elizabeth significaba lo mismo que había sentido él hacia la joven que lo abandonó, un amor visceral que pocas veces se da en la vida y mucho menos se repite. Lo creyese o no, Fran estaba más enamorado de lo que él mismo suponía.

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