La Maestra de la Laguna (61 page)

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Authors: Gloria V. Casañas

Tags: #Histórico, #Romántico

BOOK: La Maestra de la Laguna
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Y podía morir. Y él, su amigo del alma, no podía negarle una felicidad que, quizá, fuese la última de su vida.

—Tú ganas —le dijo—. Pero no estoy de acuerdo con engañarla.

—No deseo engañarla, Julián, fingir otra identidad fue sólo una manera de acercarme a ella sin que desconfiara, al mismo tiempo que me permite vivir al margen de la vida social.

Julián suspiró, sintiéndose vencido.

—¿Por cuánto tiempo?

—Hasta que acepte venir conmigo a Mar Chiquita. Puedes acompañarnos, si desconfías de mis intenciones —agregó, estudiando la expresión de su amigo.

—Sí, claro, es lo que más deseas —ironizó Julián.

—Aunque te parezca raro, no me opondría, sobre todo porque no me siento tan seguro de mantenerme entero durante todo el tiempo. Hoy mismo tuve miedo de sucumbir a un ataque enfrente de ella.

Toda la furia de Julián se desvaneció en un instante. Al igual que Elizabeth, la compasión brotaba en él con naturalidad.

—Iré, si me lo pides. ¿Cuándo?

—Primero voy a tomar este remedio durante unos días. Si veo que ayuda en algo, podemos intentarlo en, digamos, dos semanas.

—Está bien —contestó cansado Julián, mientras se levantaba.

—Quédate. Hay lugar, si quieres reponerte del viaje. Las comodidades no son muchas, pero...

—Parece que te atraen las condiciones duras de vida. Primero la cabaña, ahora este...

—Parece un burdel, ¿no?

—Me quitaste las palabras de la boca. No la habrás traído aquí, ¿no? —agregó de pronto, escandalizado.

Fran omitió decir que había estado a punto.

—No. Ella no habría aceptado, de todos modos.

Julián lo miró con una intensidad extraña en los ojos claros.

—Por supuesto, ella no. No sé cómo lo haces, amigo, tienes un don con las mujeres. Todas se rinden a tus encantos, que no sé cuáles serán, aunque es innegable que las seduces. Algún día me dirás cómo. No, no te levantes, conozco la salida —dijo con ironía—. Sabes dónde vivo, búscame si me necesitas. Eso sí, te advierto, voy a visitar a Elizabeth y si ella me demuestra algo más que amistad, no seré capaz de negárselo. ¿Está claro?

—No espero otra cosa de ti, Julián. ¿Amigos?

Julián observó la mano extendida ante él y al estrecharla sus resquemores se desvanecieron. Fran había sido sincero, él no podía ser menos.

Lucharían por el amor de la misma mujer, cada uno con sus armas, y el vencedor se llevaría el premio y también el respeto del otro.

Jim Morris se envuelve en su poncho y reposa a la luz de las estrellas. Su sangre late, alerta ante la inminencia de los hechos tan esperados. Clava la mirada en la Cruz del Sur, y encuentra que tiene forma de arco y flecha, un dardo a punto de ser lanzado con mortífera puntería.

Su pensamiento toma derroteros dolorosos. Recuerda la imagen que golpeó sus ojos cuando llegó al campamento: los cuerpos decapitados de su padre y de su hermano, heredero del clan, la sangre derramada entre las grietas de las rocas, sus miembros mutilados, mezclados con los restos de la matanza. Todo lo ve entre lágrimas, titilante como esas estrellas que tiemblan sobre su cabeza en los toldos de Quiñihual, tan lejos de su tierra. Y recuerda el bramido desgarrador de la mujer de su hermano, Luna Azul, alzando hacia él sus manos ensangrentadas y pidiéndole venganza. Debería haberla tomado por esposa, para evitarle el aislamiento, pero en aquel momento no pudo decidir nada, sólo sufrir la agonía de la masacre y la humillación de su padre y de su querido hermano, Halcón Rojo.

Jim Morris se hunde más en su poncho, para amortiguar el frío helado que le producen los recuerdos. La única que podría conjurarlos es Pequeña Brasa, que bien empleado tiene ese nombre con que él la bautizó.

Pensar en ella lo lleva a palpar el diario entre sus ropas. Lo abre al azar, descubriendo una vez más esa letra redonda que lo cautiva.

Ella escribe en inglés, su lengua materna:

Las abolicionistas nos dan un verdadero ejemplo de lo que debe inculcarse en los niños y, en especial, en las niñas de nuestros días: la mujer tiene un papel público también y derecho a la educación superior. Cuando leo los manifiestos de las primeras oradoras de nuestro bendito país, en Nueva York, Filadelfia, Massachusetts, me siento inflamada por un fuego interno que me mueve a seguir con mi misión, pese a todos los obstáculos. No debería haber lugar sobre la tierra donde las mujeres tuvieran prohibido su pensamiento. Este hombre de América del Sur, que sostiene con tanta pasión el rol de la mujer en la sociedad, debería haber nacido aquí mismo y, sin embargo, se debate como un beduino en el desierto, luchando contra las tormentas de arena, fiel a sus principios. Debo conocerlo. Tengo que presentarme ante el señor Sarmiento en la República Argentina y decirle que comparto sus ideales.

Jim sonrió. "Pequeña Brasa, no hay duda." El descubrió ese fuego interno desde el primer día en que la vio, parada sobre el puente del
Lincoln
en medio del oleaje tumultuoso que mandó a los camarotes a todo el pasaje de a bordo. ¿Por qué, entonces, le resulta difícil capturarla en una de sus visiones del futuro?

CAPÍTULO 27

El tónico misterioso del doctor Ortiz parecía producir un efecto benéfico.

Francisco tuvo que reconocer que se sentía despejado y que, pese al nerviosismo provocado por las circunstancias, no sintió latir sus sienes ni tampoco la debilidad que precedía siempre a sus ataques. Incluso cuando vio desde lejos a su madre asistir a la misa, envuelta en su mantillón de encaje negro, con la mirada triste y la cabeza baja, pudo resistir la emoción sin que se desencadenase ninguna consecuencia.

Se imponía volver a la laguna, a fin de desenmascarar al verdadero Francisco Peña y Balcarce, o bien renunciar a él para siempre y convertirse en Santos Balcarce, iniciando una vida nueva.

Esa disyuntiva lo martirizó durante varias noches. Si algo debía agradecer al nuevo giro de la situación era que, por momentos, olvidaba su condición de bastardo y la necesidad acuciante de saber quién era su verdadero padre.

El fiel Julián lo había visitado un par de veces para cerciorarse de su salud y para indagar, con la sutileza de un elefante marino, cómo marchaba su relación con la maestra de Boston. Al fin había aceptado, aunque a regañadientes, organizar el viaje hacia la laguna, cuando llegase el momento. Y el momento se precipitó, a causa de un episodio que puso en peligro el plan de Francisco.

Una de las tardes en que acompañaba a Elizabeth a lo largo del paseo de la ribera en su último tramo, sus pasos tropezaron con un grupo de personas que volvían de merendar entre los árboles. Fran percibió la tensión en su acompañante. Del brazo de otras dos damas que cuchicheaban, avanzaba doña Teresa del Águila. La mujer clavaba la mirada en Elizabeth y en él, alternadamente, sin dar crédito a sus ojos. Era imposible no detenerse sin incurrir en descortesía, ya que las demás personas los habían visto también; Fran ensayó una inclinación de cabeza, pero ya Teresa se había desprendido de sus amigas y se dirigía hacia ellos con feroz determinación.

—Señorita O'Connor, qué coincidencia verla por aquí. ¿Tomando vacaciones de su trabajo?

Elizabeth reprimió un gesto de disgusto ante el indeseado encuentro.

—Por ahora —repuso—. Aunque espero que se me asigne un nuevo destino.

Aquella mujer odiosa no tenía por qué saber de sus circunstancias.

—Tengo entendido que fracasó en su intento de educar a los indios del sur.

Teresa no se dignaba mirar a Fran, algo que a éste le resultó providencial.

—No lo considero un fracaso, señora. Sucede que hubo un error en mi designación. Confío en que será reparado.

—Ya veo que, mientras tanto, ha encontrado un protector que la distraiga, antes de arrojarse al desierto de nuevo. Señor Peña y Balcarce, hace mucho que no se lo ve en la sociedad —y le tendió su mano lánguida—. Le recomiendo en especial a la señorita O'Connor. Su sangre irlandesa la lleva a cometer imprudencias indignas de una dama. ¿Dónde se conocieron ustedes, si se puede saber?

La lengua viperina de Teresa erizó los nervios de Francisco, que no estaba seguro de poder mantener la farsa si aquella mujer se empeñaba en zaherirlo. Sin embargo, fue Elizabeth la que distrajo la atención de súbito:

—¿Cómo supo usted que fui al sur como maestra? —preguntó de modo directo.

Esa vez fue Teresa la que se sintió molesta.

—No lo sé, quizá porque es lo habitual, ¿no es así? Perdonen —agregó, como si recordase algo importante—. Debo partir. Espero verlo pronto, señor, recuerde que hay compromisos ineludibles. Con su permiso.

Y les dio la espalda, antes de que ninguno de los dos pudiese replicar.

Fran estaba furioso. Elizabeth, en cambio, tuvo la revelación que necesitaba, aunque no supo si reprochar o agradecer a Teresa del Águila que hubiese adulterado el documento de su asignación, ya que ese error le permitió conocer al hombre de la laguna.

El día que Julián acompañó a Elizabeth a la casita de campo para planear los detalles del viaje, Fran pudo comprobar el espíritu que animaba a cada uno. Los visitantes se habían sentado para compartir un mísero té que Francisco pudo ofrecerles gracias a una incursión apresurada al almacén de la Recova. Elizabeth, en el sofá apolillado bajo la ventana; Julián, en una silla desvencijada junto a la puerta. Elizabeth inclinada hacia adelante, para no perder palabra de los planes que Francisco explicaba, Julián echado hacia atrás, para demostrar lo lejos que estaba de aprobarlos.

Pergeñaron un plan de acción bastante simple: tomarían el tren hasta Chascomús y, desde allí, un coche hasta Dolores, de donde enviarían recado a El Duraznillo para que los recogiesen en el vehículo de los Zaldívar. Francisco consultó con la mirada a su amigo mientras hablaba, para asegurarse de que no se oponía a instalarlos en su estancia por un tiempo. Abusaba de la confianza de Julián porque no podía imponer a la señorita O'Connor una estadía en el rancho de los Miranda de nuevo. Si quería cortejarla como era debido, prefería contar con el apoyo de los Zaldívar como chaperones.

—Das por sentadas demasiadas cosas —masculló su amigo al salir tras Elizabeth, antes de despedirse.

Francisco le dio un apretón y murmuró:

—Hoy por ti, mañana por mí, ¿recuerdas?

Julián se ruborizó. Más de una vez Francisco lo había cubierto en sus enredos amorosos, mintiendo por él o suplantándolo, cuando olvidaba una cita o prefería eludirla.

Una vez solo, Fran se quitó los incómodos lentes de intelectual y se aflojó el corbatín para repantigarse en el sofá que todavía conservaba el aroma a lilas de Elizabeth. Si la suerte estaba de su lado por una vez en mucho tiempo, llegaría a la estancia del Tandil en buena compañía y sintiéndose sano, algo desacostumbrado en su vida.

La noticia de que Elizabeth regresaría a la tierra salvaje adonde el Presidente de la República la había enviado por error causó conmoción en la mansión Dickson. Su tío, más repuesto aunque algo excéntrico después de la crisis, argumentó que iría a la mismísima casa de gobierno a cantarle cuatro frescas a ese viejo loco, a pesar de la insistencia con que Elizabeth le explicaba que era idea de ella y de nadie más. La tía Florence, ojerosa y alicaída, le vaticinó toda clase de desdichas. "Ya nos lo reclamará tu madre y no sabremos qué contestarle. Eres una desagradecida, después de todo lo que hicimos por ti." Elizabeth no sabía qué otra cosa habían hecho, fuera de albergarla bajo su techo, pues en los últimos tiempos se sentía tan sola como si hubiese vivido en una pensión. Roland la miró con expresión torva, como si ella fuese una traidora, mientras que la nueva criada, Valentina, la contemplaba con ojos espantados.

A decir verdad, el viaje le proporcionaba la excusa perfecta para salir de aquella casa y encontrarse con gente a la que había llegado a querer como si fuese de su propia familia. Le preocupaba también su situación económica. Si bien había traído sus ahorros, tarde o temprano el dinero se acabaría y no estaba en condiciones de cobrar su sueldo. De su regreso a la laguna, además, dependía su futuro. Si Francisco la mirara con cariño, si reconociese en sus ojos la misma calidez que descubrió la noche de la tormenta en la playa, ella podría suponer que había esperanzas de que su hijo tuviese, al menos, un padre que lo guiara en la vida, aunque no se casara con ella. No bien pensaba de ese modo, se condenaba por débil y mojigata. ¡Valiente mujer independiente estaba hecha! Al primer escollo, buscaba un hombro masculino para apoyarse. Debería avergonzarse, después de la educación recibida. ¿Qué harían en su situación las abolicionistas que tanto revolucionaron la opinión pública de su país? Seguro que organizarían fondos de ayuda para las mujeres desamparadas. La idea le iluminó la mirada. ¿Por qué no? ¿Acaso la situación de la mujer era tan distinta en otra tierra? "Allá o acá, el hilo siempre se corta por lo más delgado", pensó. Las mujeres y los niños solían ser las primeras víctimas de cualquier suceso: pestes, guerras o revoluciones.

Esa noche, al envolverse en la manta, Elizabeth reflexionó sobre su suerte y la de tantas otras muchachas desgraciadas. Echó de menos su diario, donde acostumbraba a volcar las ideas que bullían en su mente. ¿Dónde lo habría dejado? De pronto recordó que el señor Morris le había dicho que lo tenía, pero... nunca se lo devolvió. Pensando en ese curioso hecho, se durmió con el ceño fruncido.

En la mañana de la partida, Francisco aguardaba impaciente la llegada de Julián y de Elizabeth. Cada minuto que pasaba en el andén lo exponía a ser reconocido por algún antiguo amigo o vecino de la casa familiar. Había tenido cuidado en arreglarse de pies a cabeza como el aficionado naturalista Santos Balcarce, con sus lentes, su cabello partido en dos, sus patillas, su traje pasado de moda y una bufanda que cubría gran parte de su barbilla, un subterfugio de último momento que le pareció adecuado tanto para camuflarse como para dar la impresión de friolento y debilucho, algo que nadie supondría, dada su corpulencia. Exasperado por la demora, percibió un movimiento a su lado, seguido de unas palabras en francés. El tono de la voz que las pronunciaba le erizó el vello de la nuca. El doctor Nancy. ¿Qué diablos hacía ese tipo en la estación del Ferrocarril del Sud? Se volvió con disimulo: en efecto, el mismo individuo que tantas veces le provocó repulsión se hallaba a su lado, aguardando la partida del tren. Se desplazó hacia la otra punta del andén, evitando llamar la atención y, justo a tiempo, encontró a los otros dos viajeros caminando presurosos hacia él.

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