—Elizabeth —siguió diciendo con voz ahogada—. Me será imposible acompañarla como lo prometí. Vuelva usted con mi coche, que lo buscaré tras la casa más tarde, quizá mañana.
—¿Mañana? Entonces, el tónico...
—¡Dejemos el tónico por hoy! —estalló Fran—. Tengo cosas urgentes que atender. Vuelva en mi carro, Elizabeth. Prometo visitarla mañana según lo convenido. Y recuerde esperarme en la puerta trasera.
Mientras iba dando instrucciones, Santos Balcarce caminaba hacia donde la calle larga desembocaba en el prado que Elizabeth había conocido el día anterior. Lo hacía a zancadas, como si estuviera furioso, y no giró la cabeza ni una vez, hasta que ella lo perdió de vista.
La joven permaneció unos minutos sentada, mirando el ramito de violetas, sin saber qué pensar. El señor Santos no estaría enfermo, pero tenía reacciones muy parecidas a las de su hermano, si bien sus estallidos eran controlados. ¿Sería un mal hereditario? ¿Acaso el señor de la laguna había recibido la mayor parte de esa tara?
Elizabeth miró el carruaje, una galera pequeña, tirada por un solo caballo. Al sacudir las riendas, comenzó a inventar una excusa para explicar por qué regresaba a la casa sin Roland y conduciendo el carro de un desconocido.
Dolor. Vacío. Temblor. Oscuridad.
Las etapas del proceso se sucedieron con vertiginosa rapidez. Fran llegó a la casita de campo ya ciego, tropezando con las piedras y sujetándose de cuanto encontraba en su camino. Nunca se había sentido tan vulnerable ni tan desdichado. Cuando parecía controlar la situación y estaba a punto de obtener tanto la confianza de la señorita O'Connor como la receta de su curación, el ataque lo estropeó todo. Y podía darse por satisfecho de no haber sucumbido delante de Elizabeth, pues la velocidad con que se presentó no dejaba margen para nada.
Una vez adentro, se dejó caer sobre un sillón apolillado y respiró hondo, intentando calmarse. Ella lo tomaría por loco. Diría que todos los miembros de la familia Balcarce estaban tocados y no lo aguardaría al día siguiente como él pretendía. Maldito fuera, estaba escrito que no tenía salvación. ¿Por qué se le había ocurrido la peregrina idea de buscar a la señorita O'Connor, cuando ya ella estaba lejos de su alcance y libre para hacer la vida que quisiera?
La vida que quisiera. Quería volver a Boston. ¿Qué habría ocurrido en la ciudad, aparte de la peste, que la impulsaba a abandonar una misión tan importante en su vida? ¿Acaso Sarmiento la habría despedido? Imposible. El viejo loco estaba empeñado en traer maestros para civilizar al país, y no iba a deshacerse de una perla como la señorita O'Connor. ¿Qué había pasado, entonces? Su pensamiento voló hacia Julián. Se la había confiado una vez a su gran amigo, temiendo lo peor, y luego, desdiciéndose, resolvió ir él mismo en su ayuda. Buena la había hecho al inventar ese embrollo del hermano naturalista.
Se pasó la mano por la cara, arrastrando los lentes. El mal estaba hecho. No podía hacer desaparecer al señor Santos Balcarce, científico de pacotilla marginado por su familia. Elizabeth no era tonta, sumaría dos y dos y acabaría por odiarlo o, peor aún, despreciarlo. A menudo se preguntaba si su mal no provenía de sus descabelladas cavilaciones. Desde pequeño había cavilado sobre asuntos que lo sobrepasaban: el odio que brillaba en los ojos de su padre, las lágrimas silenciosas de su madre, el desprecio que le inspiraban las mujeres en general, su aversión a enredarse con otro tipo de mujeres, las que podrían, tal vez, brindarle consuelo... No entendía por qué había elegido castigarse con una vida disipada que no le proporcionaba paz.
Suspiró. Elizabeth representaba el tipo de mujer que él creía prohibido y, sin embargo, la había acorralado hasta hacerla suya. Y no contento con eso, quería perseguirla hasta confundirla con otra identidad y obligarla a confesar un amor que de seguro ella no sentía. ¿Con qué derecho? ¿Qué otra cosa sino desprecio podía sentir la muchacha por el energúmeno que había sido él en Mar Chiquita?
"Su hermano es un hombre sensible." Las palabras de Elizabeth reverberaron en su cabeza todavía dolorida. No podía creer que la joven pensara eso de él, a menos que lo dijese para llevarle la contra al hermano petulante. Sin duda, eso sería. Elizabeth era una muchacha terca y orgullosa, no daría el brazo a torcer. A Francisco Balcarce le diría que era una bestia y a Santos Balcarce, que era un desalmado. A cada hermano le enrostraría un defecto de manera que cuando estuviese con uno ensalzase al otro, y a la inversa. Buen Dios, se estaba volviendo loco de veras. Dentro de poco, si seguía en esa línea de pensamiento, acabaría retándose a duelo a sí mismo. Se incorporó con dificultad y arrastró su cuerpo hasta el cuarto de aseo. Mientras se desvestía, se preguntó si tendría en la cara la expresión de un pollo mojado.
Elizabeth acariciaba el frasquito oscuro en la soledad de su cuarto. Faltaban dos horas para la medianoche y aún dudaba sobre el acierto de confiar en el señor Santos Balcarce. El día anterior había querido indagar a la tía Florence sobre la familia Peña y Balcarce, pero la encontró de un humor extraño. Al regresar de su paseo clandestino, su tía se encontraba en el estudio del tío Fred y se sobresaltó al oírla. Le echó en cara su mala costumbre de caminar de puntillas y corrió escaleras arriba a refugiarse en su cuarto. Más tarde, durante la cena, la vio ojerosa y callada, como si alguna preocupación le quitase el sueño.
Elizabeth no tuvo que inventar excusas, ya que Roland no volvió hasta muy tarde, y la tía Florence no parecía interesada en nada que no fuese la sopa de pollo que la nueva cocinera había preparado.
Una de las razones que la alentaban en su decisión de partir era que la vida en casa de los Dickson se estaba tornando desagradable. Con el tío Fred ausente la mayor parte del tiempo, la tía Florence más impredecible que nunca y Roland otra vez metido en sus parrandas, Elizabeth sentía que nada tenía que hacer allí. Volver a cualquier escuela ya estaba descartado en su situación. Y prefería desaparecer a tiempo, antes de que su estado se hiciese evidente para todos.
Miró a través de la ventana. Oscurecía más de prisa en marzo y soplaba un viento fresco. Tomó su chal y se miró al espejo, sintiéndose una extraña. Su cuerpo estaba distinto y su rostro poseía un aire soñoliento. ¿Lo habría notado alguien ya? El único que podría sospechar algo sería Julián y, por lo que ella sabía, aún no había regresado de la finca de verano.
El reloj del salón dio las once. Santos Balcarce sólo había dicho "a la noche", sin precisar horario. Pensaría que ella iba a montar guardia desde el anochecer. Bajó a la cocina en procura de una leche con canela, demorándose el tiempo necesario para espiar las cuadras de atrás. El portón de mulas estaba abierto, de modo que bastaba un vistazo para saber si alguien entraba bajo la luz de la farola.
Al dar las once y media, decidió bajar de nuevo. Esperaba no despertar sospechas en la servidumbre, pues no faltarían lenguas mordaces que tejiesen historias suculentas al día siguiente. La cocina se hallaba iluminada por la tenue luz del rescoldo donde todavía humeaba la tetera. Abrió la puerta y se asomó al frío nocturno, arrebujada en su chal. El chillido de un murciélago la asustó, pero después se acostumbró a los aleteos y permaneció contemplando las estrellas. Parecía mentira que, en algún momento, aquel cielo tan terso hubiese estado oscurecido por el humo de las cremaciones y las fogatas. Un estremecimiento le recorrió la espalda. Ella podría haber muerto en esa tierra, igual que Serena Frances.
Encontrar la muerte tan lejos del hogar, qué triste destino.
Sus pensamientos lúgubres le impidieron darse cuenta de la sombra que atravesó el portón, pegada a la pared. Y cuando lo hizo, se halló frente al pecho fornido de Santos Balcarce. Aquel hombre tenía la virtud de deslizarse sin hacer ruido. Le indicó que guardara silencio, al ver que Elizabeth iba a protestar por el susto. Luego le hizo señas para que se apartara de la cocina, desde donde podían verlos. El muy fresco parecía tener todo calculado. Una vez que se encontraron en las sombras del patio, Santos la urgió a mostrarle el remedio. Elizabeth sacó el frasquito de entre los pliegues del chal y se lo extendió. El hombre lo tomó con reverencia, escudriñando en la oscuridad la etiqueta. Sólo una fórmula garabateada, nada que él conociera. Esperaba que no fuese veneno aunque, pensándolo bien, no podía aspirar a mejor suerte que morir de una vez y no de a poco, por cuentagotas. Levantó la vista y capturó la expresión ansiosa de Elizabeth. La muchacha sin duda esperaba que él dijese algo sesudo con relación al remedio. No iba a desilusionarla.
—Es lo que imaginé —susurró.
—¿Sí?
—Un preparado de hierbas medicinales. Espero que sirva.
—¿Lo va a llevar pronto?
Fran observó que a Elizabeth le castañeteaban los dientes.
—Tiene frío. Venga.
La empujó hacia la galera, donde él ya había acomodado una manta y, sin esperar su asentimiento, la alzó y la sentó adentro. Luego subió con agilidad y se ubicó a su lado, cerrando el poco espacio con su cuerpo enorme.
—¿Está mejor? —murmuró.
—¿Está loco? No pueden vernos aquí.
—No estamos haciendo nada malo.
—Entonces hubiésemos podido hacerlo durante el día, a la vista de todos —protestó Elizabeth.
—Si tanto le preocupa el qué dirán, jamás debió aceptar verse conmigo. No soy lo que se dice una persona recomendable.
—¿Y por qué no? —se extrañó Elizabeth—. ¿No es, acaso, un naturalista aficionado?
—Bueno, eso quiero decir, que no soy una persona de las que se presentan a la buena sociedad. La mayoría de la gente nos toma por extravagantes.
—A mí me parece muy normal ocuparse de asuntos científicos. Lo que digo es que no conviene aparentar algo indebido cuando no hay necesidad.
—Lo tomaré en cuenta, señorita Elizabeth. Su prudencia me abruma.
Elizabeth percibió el filo sarcástico en el tono y de golpe se sintió en peligro. Santos Balcarce no parecía tan inofensivo a la luz de la luna, vestido de negro y deslizándose en secreto a la sombra de los muros. Hasta la mirada parecía distinta, tenía un matiz duro que las gafas disimulaban. Cayó en la cuenta de que no las llevaba.
—¿Qué pasó con sus lentes? ¿No los necesita?
Fran masculló una maldición y hurgó en su bolsillo, calándose los lentes de inmediato. ¿Cómo podía volverse tan descuidado? Elizabeth lo observaba atenta, su mirada dilatada por la oscuridad y, tal vez, por el miedo. Por fortuna, la misma noche ocultaba los rasgos que hubiesen podido delatarlo. Fran decidió buscar un tema de distracción.
—No sabemos cómo se toma este tónico misterioso. Elizabeth miró el frasco, apenada.
—No, no lo sabemos con exactitud, el doctor Ortiz siempre hablaba de gotas. Debe ser un remedio poderoso, si apenas unas gotas surten efecto.
Fran apretó el frasco salvador entre sus dedos. No confiaba del todo en ese tónico, aunque nada perdía con probarlo y, de paso, mantenía interesada a la señorita O'Connor. ¿Por cuánto tiempo?
—Dijo usted que se iría a su país. ¿Cuándo?
El tono perentorio otra vez.
—Pues cuando encuentre pasaje en un barco.
—¿Y por qué?
—Nada tengo que hacer aquí —respondió la muchacha— ahora que he terminado mi estadía en la laguna...
—Qué, ¿no precisan maestras en otra parte? ¿Qué sucede con los planes de educación del gobierno?
La forma de comportarse del señor Santos era inconcebible, tratándose de un hombre de ciencias calmo y concentrado. La miraba muy de cerca, como si analizara sus respuestas a través de su expresión.
—No sucede nada, sólo que mi misión ha concluido —repuso Elizabeth algo temblorosa.
—Pues lamento decirle que no podrá irse aún.
—¿No? ¿Y por qué? —Elizabeth ya se había fastidiado de la arrogancia que este otro hermano parecía tener también.
—Porque la necesito para curar a mi hermano.
La respuesta la dejó sin habla. ¿La necesitaba? ¿A ella? Si el aficionado a las ciencias era él; aunque, pensándolo bien, no era descabellado que recurriese a ella, la última en tratar con Francisco en la laguna. Su experiencia era reciente, pues Santos Balcarce no veía a su hermano desde hacía tiempo. La idea de ser útil le devolvió la serenidad. Elizabeth jamás había rechazado un desafío, aun en causas imposibles, o especialmente en ésas. Levantó la barbilla en un inconfundible ademán enérgico, que Fran conocía tan bien.
—Bueno, puedo esperar un poco, si usted va a ver a su hermano.
—Iré. Y me acompañará.
—No, eso no —exclamó horrorizada.
—Si no puedo traer a mi hermano aquí, debo ir y llevarla conmigo. De otro modo, no sé cómo lograr que tome el remedio.
—Tiene que haber otro modo.
—¿Qué le pasa, Elizabeth, por qué se altera tanto? No la vi tan asustada cuando hablamos de esto ayer. ¿Ha sucedido algo con mi hermano enfermo allá en la laguna?
Elizabeth sacudió la cabeza con desesperación.
—No, no es eso, es que yo no le caigo bien a su hermano. Quiero decir, me parece que si lograra traerlo a su casa, su presencia podría disuadirlo de sus modales incivilizados.
—¿Modales incivilizados?
—No deseo ofenderlo, Santos, Francisco dista mucho de ser un hombre de mundo. A veces se comporta como un verdadero salvaje. Temo que cuanto más tiempo pase allá peor será para su salud. ¿Por qué no trata de introducirlo de nuevo en la vida de sociedad? Es un conocimiento que él ha perdido. El tónico puede ayudar a que lo recupere.
Fran fingió meditar la situación. Elizabeth le planteaba un reto. El podía elegir entre dos soluciones para quedarse con ella: aparentar que su supuesto hermano "incivilizado" se curaba y entonces dejar que intentase recuperarla, o bien "matar" a su maldito hermano de la laguna y, si era cierto que ese tónico obraba milagros, Santos Balcarce, el científico, podría conquistar el corazón de una muchacha solitaria. Casi estaba deseando esto último, pues no veía cómo Elizabeth podría aceptar relacionarse de nuevo con la bestia de los médanos.
—Santos —dijo con dulzura la muchacha—. No se atormente, por favor.
Fran aceptó la oportunidad que se le brindaba y adoptó un aire torturado.
—Pido perdón por mis arrebatos. Es la desesperación la que los provoca.
—Lo sé, por eso voy a ayudarlo. Postergaré mi viaje y lo acompañaré a la laguna a ver a Francisco. Después podré irme más tranquila, sabiendo que él se encuentra mejor.