—Esto se dispara así —le explicó, empujando sus dedos para que los colocase en la posición adecuada—. Úsalo si es necesario.
—¿Usarlo? —balbuceó Elizabeth, desconcertada. Todo ocurría demasiado rápido.
—Dispare, Elizabeth, a cualquiera que no sea uno de nosotros —sentenció Fran.
Sin ocuparse más de ella, ambos se parapetaron tras las puertas, levantando los vidrios para colocar los caños de las pistolas.
Afuera reinaba la confusión. Ya se veía con claridad lo que sucedía. Una galera similar a la de ellos se encontraba volcada en la tierra, con las ruedas girando en el aire. Una pequeña multitud danzaba en torno.
La pampa parecía abandonada, vacía de vida. No había ni uno de los animales que señaló el señor Santos durante el viaje. El único movimiento se concentraba alrededor de la galera destrozada que, para horror de Elizabeth, ¡tenía gente adentro! Al disiparse la tierra, pudo ver que los que giraban en círculo eran salvajes semidesnudos, de expresiones feroces. Blandían unas lanzas de tamaño increíble, haciéndolas girar en el aire de puro alarde. Elizabeth no podía calcular cuántos eran. Quince o cincuenta, estaban por todas partes y metían tanta bulla que parecían una tribu entera. Francisco observaba con frialdad la danza sangrienta y comprendió que acababan de asesinar a los ocupantes de la galera que los había seguido hasta la Posada del Zorzal. El malón era pequeño, un puñado de indios que habría visto la ocasión de hacerse de algunas provisiones. La rastrillada del día anterior debió ser de ellos. Lástima que tomaron el recaudo de cambiar la dirección del viaje, pues era lo que los indios esperaban. En los campos del Tuyú, tal vez, no se habrían arriesgado. Apretó los dientes mientras apuntaba a uno que parecía ser el jefe, vestido con quepis y chaqueta militar. Los nativos codiciaban los uniformes y luego hacían gala de ellos, demostrando superioridad. El disparo retumbó en el interior de la galera, provocando la reacción de Elizabeth. La muchacha se llevó las manos a los oídos, gritando y dejando caer la pistola. Fran la tomó de inmediato y casi se la clavó en la mano, atravesándola con una mirada feroz.
—¡Úsela! No la suelte. ¡Dispare o lo haré yo para evitar que los indios la cautiven! ¿Entendió, Elizabeth? O dispara a matar, o la mato yo mismo, antes que ellos.
La enormidad de lo escuchado paralizó a la muchacha y no volvió a soltar la pistola, que le quemaba en las manos. Ella jamás había tocado un arma. Su vida transcurría entre libros y gente civilizada. De nada le servían ahora, en medio de aquella horda que aullaba y aniquilaba con pasmosa facilidad. También los demás lo hacían. Desde lo alto del coche, se escuchaban los disparos de los hombres de El Duraznillo, en tanto que Julián, el dulce y apuesto Julián que con tanta ternura la trataba siempre, tenía el semblante contraído en una mueca de furia y disparaba... ¡Con las dos manos! El señor Santos llevaba el cuchillo de hoja larga sujeto entre los dientes, igual que un indio, y cargaba las armas a tal velocidad que Elizabeth se sintió mareada. La pólvora llenaba la cabina del vehículo y le secaba la garganta.
Un golpe sacudió la galera y uno de los conductores cayó fulminado desde el techo. Elizabeth gritó sin que nadie la escuchase, pues las detonaciones se sucedían sin pausa. Los indios también llevaban armas de fuego y las usaban con regocijo, contentos de poder medirse en igualdad de condiciones con el
huinca.
Hubo un forcejeo y el indio asesino cayó también, mostrando su rostro contorsionado por el dolor ante Elizabeth. Un rastro de sangre recorrió el vidrio de arriba abajo. A través de la mancha, la joven vio cómo uno de los indios se volvía hacia la galera, como si recién descubriese su existencia. Era más alto que los otros y no vestía como ellos. Captó un instante de vacilación en la actitud del hombre y, pese al desmayo que sentía, pudo apreciar que aquel sujeto gozaba de cierta autoridad. ¿Sería un gaucho alzado, de los que Julián le había hablado? ¿Podría esperar de él mayor compasión, o sería tan despiadado como los indios con los que iba? El jinete se acercó al galope corto, guardando distancia al ver los cañones de las pistolas. Julián disparaba por la ventanilla opuesta, de modo que fue Francisco el que se encaró con él.
—Hijo de puta —murmuró.
Antes de que Elizabeth pudiese darse cuenta de lo que sucedía, el señor Santos disparó, y la bala rozó el poncho flameante del jinete. Se escucharon nuevos alaridos y la indiada arremetió contra los ocupantes del segundo coche. Elizabeth, temblorosa, levantaba el arma que apenas podía mantener quieta, cuando el jinete emponchado hizo un gesto que cortó el avance de los pampas. Reinó un silencio extraño. Uno de los indios desmontó y se aproximó al jefe, gesticulando con furia. Al parecer, no estaba de acuerdo con la tregua. Los tres ocupantes del coche observaban el fluir de los acontecimientos, prontos a reaccionar ante el menor descuido. El hombre que tenía autoridad no separaba la vista de la galera, aunque tampoco dejaba de vigilar a los demás. Francisco dirigió una mirada de preocupación a Julián. El joven no las tenía todas consigo. Aquel malón no reunía las características comunes. Por empezar, un coche aislado en medio de la pampa no era tentación suficiente para arriesgarse a atravesar la línea de fortines. El Centinela no estaba lejos y, además, había soldados patrullando la zona, según ellos sabían. Si hubieran arrastrado caballos o ganado, los indios podrían haberse tentado; se les antojaba demasiada audacia por tan poco, a menos que supiesen de antemano que en la galera volcada llevaban algo valioso... o a alguien.
De pronto, una saeta encendida surcó el aire que los separaba de la indiada y se clavó en el techo de la galera. Francisco soltó una maldición y comenzó a utilizar la manta de viaje para apagar el fuego incipiente con una mano, mientras que con la otra sostenía la pistola, siempre apuntando. Julián acudió en su ayuda, en tanto que Elizabeth hacía lo propio.
—¡Abajo! —exclamó Francisco, justo a tiempo de evitar otro lanzazo que atravesó los vidrios.
La confusión reinaba tanto adentro de la galera como afuera, ya que el hombre montado, al ver lo sucedido, había lanzado su caballo contra el indio desobediente. El pampa cayó bajo los cascos sin que sus compañeros hicieran nada por defenderlo. Ésa fue la oportunidad que aprovechó Francisco para disparar a quemarropa, seguido por Julián, ambos enardecidos, dispuestos a acabar con la horda o dejar la piel en el intento.
Ahogada por el humo, con los ojos llorosos y sin poder ver adonde apuntaba, dolorida por los golpes que, sin querer, tanto Santos como Julián le propinaban al desplazarse hacia uno y otro lado, Elizabeth se dejó caer al suelo, vencida. Su pensamiento voló hacia el hijo que, tal vez, jamás llegaría a conocer. Escuchó como entre sueños un estampido, el ruido de un cuerpo que caía, más gritos y los cascos de los caballos cerca, muy cerca. La puerta del coche se abrió de un tirón y unos brazos fuertes la arrastraron hacia afuera. El aire cortante casi la dejó sin respiración, o quizá fuese la brusquedad del apretón. Sintió que la alzaban en medio de voces e imprecaciones que no entendió y que la colocaban sobre el lomo de un caballo, boca abajo. Le dolía el vientre y temió por su bebé. La tierra que levantaban los cascos del animal no le permitía ver qué había sucedido adentro de la galera. Quería saber si Santos y Julián estaban a salvo, si el indio que la llevaba tenía la misma expresión salvaje que los que ella había visto. ¿Y el gaucho? ¿Lo habrían matado sus cómplices?
Cerró los ojos y dejó que una bendita inconsciencia se apoderara de ella.
Ya está hecho. La venganza, cumplida.
Aunque no puede devolver la dignidad a sus parientes, humillará al que se las arrebató. La cabeza del doctor Nancy será expuesta, para escarnio de su espíritu, en el mismo cañadón donde su padre y su hermano perdieron la suya. No le resultó difícil averiguar por dónde pasaría la galera que llevaba al doctor y sus medicinas rumbo al fuerte. Tampoco le costó entusiasmar a algunos hombres de Quiñihual para que lo acompañasen. Son jóvenes y están sedientos de aventuras y riquezas. Sin embargo, debe reconocer que el destino se burla de los hombres, incluso de los elegidos como él.
Pequeña Brasa. ¿Cómo adivinar que ella seguiría el mismo camino? Verla adentro de aquel coche, expuesta a morir de un lanzazo o atravesada por una bala, casi le detiene el corazón. La ha salvado de una muerte segura. Los hombres que lo secundaron en la matanza no quedaron satisfechos con la escasez del botín, no imaginaban que se limitarían a decapitar a un hombre que no significaba nada para ellos. Por fortuna, en esos días pasados en los toldos de Quiñihual ha cultivado la amistad del cacique y de su hija, lo que le confiere autoridad sobre los demás. Por eso nadie se interpuso cuando aplastó al atacante bajo los cascos de Sequoya.
Mira a la joven que yace sobre una manta de cuero, bajo su poncho de lana. Se hallan en su propia tienda, la que construyó a poco de llegar, con la intención de asimilarse al modo de vida de aquella gente. La ha levantado algo alejada, para disfrutar de más intimidad y evitar a algunas mujeres pampas que se le cruzan en el camino con intención.
La única mujer que él desea ver en sus mantas es la que ahora duerme con expresión tranquila, ignorando que su cautiverio ha causado gran revuelo en la comunidad. Ver al indio forastero volver con una cautiva ha provocado reclamos de parte de los guerreros jóvenes. ¿Por qué ellos no tienen derecho de preferencia, siendo parte de la gente de Quiñihual? Después de todo, han maloqueado junto con el nuevo. El cacique tuvo que hacer uso de toda su disciplina, acompañada de diplomacia, para aquietar los ánimos. Bastante soliviantada está la sangre guerrera con las noticias de la Gran Coalición que planea Calfucurá. Muchos de los más jóvenes desprecian en silencio la actitud contemplativa de Quiñihual, aunque lo respetan por ser mayor y por su pasado glorioso. Jim Morris explotó esas ansias de maloquear en su beneficio y volvió con un botín inesperado. Además de la cabeza del francés, tiene a Pequeña Brasa, por fin, bajo su techo. Sin embargo, su sentido alerta le dice que hay un error en todo eso. Su visión anticipatoria no le advirtió de la presencia de Elizabeth en la galera porque su mente estaba fija en la misión y nada más. Ahora que puede liberar la mente, ésta le dice que aquello está mal y no entiende la razón.
Quema unas hojas que siempre lleva en su cinturón y deja caer los cueros que cierran la tienda para que el humo no se disperse. Necesita pensar, concentrarse. Se sienta con las piernas cruzadas y aspira hondo, embriagándose con el olor acre. Aprieta los dientes y fija su pensamiento en un solo punto, agudizando los sentidos. Nada.
Al cabo de dos horas, abre los ojos y sacude las manos ante sí para cortar la unión con los espíritus. No puede conectarse. Nunca le ha sucedido antes. Tampoco ha sentido antes la conmoción que le produce Pequeña Brasa. La joven continúa dormida de manera profunda, a juzgar por la respiración y los labios entreabiertos. Jim le ha suministrado unas gotas de su propia manufactura para evitarle dolor. Todavía tendrá que soportar algunas crisis y no quiere verla sucumbir a la desesperación. Se inclina sobre ella y extiende una mano, con la palma hacia abajo, a escasos centímetros del cuerpo cubierto por la manta. Dibuja unos movimientos imperceptibles y susurra unas palabras en un idioma extraño. Elizabeth frunce el ceño y vuelve la cabeza. Tiene un hematoma sobre el pómulo, allí donde la silla del caballo la golpeó al cruzarla sobre el lomo. Jim pasa con suavidad el dedo pulgar, de piel áspera, disfrutando del contraste.
—¿Quién eres? —le dice—. ¿Por qué te cruzaste en mi camino?
La muchacha murmura una incoherencia y saca una mano de abajo de la manta que Jim se apresura a tomar entre las suyas. La siente helada y le brinda calor soplándole su aliento. Ella encuentra sosiego en la caricia y cae de nuevo en el sopor medicinal.
La tarde avanza y los miembros de la tribu de Quiñihual se retiran a sus aduares. No hay tranquilidad en sus espíritus, sin embargo, Jim lo sabe. Su misión exige que se marche pronto de allí, para completar el círculo de la venganza. Y será un largo camino hasta su tierra, un camino plagado de peligros e incertidumbres.
La mayor incertidumbre es qué hacer con la joven maestra que yace a sus pies. Ella lo odiará al verlo, supondrá que es el causante de la matanza. Y lo es, en efecto, sólo que su cuchillo estuvo dirigido a uno de los pasajeros de la galera, el repugnante coleccionista de cráneos. No es su culpa que el resto de los indios pasara por las lanzas a todos los demás. Es el curso normal de la guerra que se libra de norte a sur y de este a oeste, entre dos razas que no pueden convivir.
Un rasguido de cueros le indica que tiene visita.
El propio Quiñihual se adentra en su tienda, con la prestancia de un jefe que viene a exigir respuestas.
—
Ca mapu che.
"Ca mapu che",
"extranjero". Nunca lo engañó, después de todo. Quiñihual es un zorro astuto.
—Te saludo, Gran Jefe —responde.
El cacique mira el bulto que reposa bajo el poncho y luego los ojos de Jim.
—
¿Huirica zomo, eymi?
—
Es mía, sí. Venía en el otro carro.
Quiñihual escudriña el rostro de Elizabeth antes de insistir:
—
¿Eymi zomo?
Si el cacique insiste en la posesión de aquella mujer cautiva es porque en el campamento habrá habido discusiones acerca de los derechos que él, un extraño, puede ejercer entre los pampas. El peligro acecha más pronto de lo previsto.
—Me la llevaré. Es de mi tierra, volveremos juntos.
Quiñihual lo contempla con fijeza, no del todo conforme.
Algunos hombres destacados de su tribu le han reclamado la posesión de la cautiva. Sin embargo, esos hombres han desobedecido la orden del jefe de no maloquear, de modo que Quiñihual tampoco desea satisfacer los deseos de los rebeldes. Jim Morris capta la disyuntiva y la aprovecha para declarar sus propósitos.
—Mi misión está cumplida. Como bien sabe el Jefe que todo lo ve, no pertenezco a este mundo y la mujer tampoco. Será mejor para todos que nos separemos aquí.
Las palabras de Jim tranquilizan a Quiñihual. Este forastero, parecido a ellos en algunos aspectos y tan distinto en otros, se irá como vino y sólo quedará el problema de la guerra contra el gobierno. Sayhueque ya se declaró amigo de los blancos y le toca a Quiñihual tomar su decisión. En cierta forma, es un alivio poder hacerlo, aunque primero se asegurará de que Pulquitún esté a salvo, lo quiera ella o no.