—Señorita, señorita —insistía la voz junto a su cabeza.
Emalina la llamaba desde el mundo real, tan distinto del onírico, para decirle que ya estaba dispuesto el cadáver de Micaela para ser llevado por el sepulturero. Elizabeth se levantó demasiado aprisa y sufrió tal mareo que debió sostenerse del respaldo de la silla.
—¡Señorita! —exclamó la mucama, asustada.
Cualquier desmayo era visto con terror como síntoma de fiebre, a pesar de que, en el caso de Elizabeth, ella estaba libre de peligro.
—No es nada, Emalina, sólo estaba dormida. Vamos —agregó, cansada—. No quiero que el señor Roland se entere, podría perjudicarlo.
Esa noche, después de la magra cena que prepararon, Elizabeth se dirigió a la alcoba de su primo. Siempre le echaba un vistazo antes de irse a dormir.
Roland se encontraba boca arriba, con los brazos extendidos hacia fuera, como si estuviese sufriendo un calambre. Uno de los síntomas frecuentes era la rigidez en los miembros, que confería a los enfermos aspecto cadavérico, por eso Elizabeth no se asustó al verlo. Al llegar junto a su cama para acomodarle la colcha, advirtió que tenía los ojos vidriosos y los labios yertos, sin embargo, clavó en Elizabeth su mirada, lo que sorprendió a la muchacha, acostumbrada a verlo en estado de delirio. Se inclinó y acercó su oído a la boca pálida.
—Prima... —murmuró Roland, con aliento agónico.
Pese a su lamentable aspecto, Elizabeth sintió una tremenda alegría al escucharlo. ¡Había reaccionado! ¡La conocía! Era buena señal. La medicina del doctor Ortiz había dado resultado.
La buena nueva corrió por toda la casa, aunque fueron pocos los que pudieron comprenderla cabalmente: la tía Florence, debilitada por la falta de alimentos, vivía adormilada y el tío Fred seguía perdido en su mundo privado. Semanas más tarde, Roland ensayaba sus piernas en el primer patio, alrededor del aljibe. Casi no se sostenía, aunque su orgullo lo compelía a intentarlo una y otra vez. Quería presentarse ante sus amigos con la distinción de haber sobrevivido a la peste.
—Verás, Lizzie, cuando todo esto acabe los dos saldremos a desquitarnos por las calles de Buenos Aires. Todavía podemos festejar el Carnaval.
Su prima lo escuchaba con indulgencia. No valía la pena entristecerlo con la larga lista de amigos muertos, familias enteras diezmadas. Todavía el pasto no había crecido en las viejas tumbas cuando ya se apiñaban las nuevas alrededor.
En una mañana de ese mes fatídico, Elizabeth se encontraba sentada junto a la ventana, mirando a través de los visillos entreabiertos. Gruesos nubarrones amenazaban con anegar la ciudad enlutada, lo que redundaría en un aumento de los casos, pues la enfermedad parecía seguir los vaivenes del clima. Mientras recordaba la extraña conversación que había sostenido con la novicia de Nazaret, su mirada tropezó con una figura parada cerca de la esquina. Los postigos no permitían ver de quién se trataba, y estaba oscuro, además, a causa de la tormenta. Algo en esa silueta vestida de negro la sacudió de su embotamiento. Todo era negro en Buenos Aires desde hacía más de dos meses: el aire tiznado por el humo, la ropa de la gente, los crespones en las puertas, los féretros que desfilaban de la mañana a la noche... Elizabeth atisbo, con el aliento contenido, hasta que la figura le dio la espalda y desapareció. La muchacha se llevó una mano a la boca, angustiada. Le había parecido... no, imposible. El corazón galopaba en su pecho con brío y las sienes le latían. Aguardó unos momentos más, para ver si volvía, y la esquina permaneció desierta, envuelta en la bruma.
Ese día, en medio de la copiosa lluvia que se desató sobre la ciudad, Buenos Aires contó más de quinientos muertos. La fiebre había alzado su guadaña con toda virulencia.
Ese mismo día, la señorita O'Connor supo con certeza que esperaba un hijo. Y fue en ese negro día que Francisco Peña y Balcarce volvió de la región de la laguna.
La imagen mortuoria de Buenos Aires lo golpeó con tal fuerza que no se conformó con leer las listas de las víctimas. Necesitaba verla.
Había galopado matando caballo casi sin detenerse, obligando a la escolta a pensar que estaba loco. Llegar se convirtió en su meta a costa de cualquier sacrificio, a riesgo de cualquier accidente. Mucho antes de los suburbios, la tormenta los había castigado sin piedad, calándolos hasta los huesos y tendiéndoles trampas mortales en los bañados y pantanos. Nada pudo disminuir el ritmo endemoniado que llevaban. La imagen de Elizabeth se instaló en su mente, guiándolo como un faro en la oscuridad. A pesar de la promesa de Julián de velar por ella, Francisco necesitaba vigilarla de cerca.
La cabalgata le ayudó a relajarse y pudo elaborar su plan, una idea descabellada que dependía para su éxito no sólo de su astucia sino también de la credulidad de ella. Si bien no tenía claros los detalles, confiaba en poder pergeñar su estrategia a medida que se sucediesen los hechos. Lo primero era conseguir una vivienda aislada donde no corriese el riesgo de cruzarse con gente conocida. Para ello, tendría que recurrir a algún amigo que le debiera favores. No tenía por qué ser alguien de la buena sociedad, todo lo contrario, sería mucho mejor que fuese algún parrandero de los que había frecuentado en los tiempos en que vivía de forma alocada, dándose a los excesos y desafiando a Rogelio Peña con su conducta. Recordaba dos o tres nombres de ángeles caídos a los que la sociedad de lustre les había retirado el saludo. Eran jóvenes descarriados que, aunque no frecuentaban los salones ni podían aspirar a un matrimonio decente, todavía eran mantenidos por la fortuna familiar en secreto y podrían ayudarle en su búsqueda. El mismo era uno de ellos, pensó con sorna.
Resolvería el asunto de la vivienda y luego podría empezar a desplegar su plan. Para eso, se había cerciorado de la ubicación de la mansión Dickson y de los recorridos que solía hacer la señorita O'Connor. No podía dejar nada librado al azar.
La ayuda vino de la mano de Ralfi, un jugador empedernido que solía perder hasta las medias en los cuartos de hotel de sus amigos extranjeros. Lo halló en uno de ellos, jugando al whist con varios ingleses. Jovial como siempre, aunque más demacrado de lo que lo recordaba, Ralfi se levantó eufórico a saludarlo y luego de tentarlo en vano con apuestas y tragos de whisky le proporcionó los datos que necesitaba, sin duda creyendo que Fran trataba de colocar a una amante. Dejó que esa idea cuajase en la mente alcoholizada de su amigo, pues era la mejor solución.
Avanzó por las calles desiertas y anegadas por la lluvia hasta una puerta discreta en el barrio bajo, uno de los rincones más castigados por la fiebre. No temía contagiarse. De todas las calamidades que podían ocurrir, aquella no lo desvelaba. Tal vez, pensó irónico, el hombre que lo había engendrado era una especie de bestia invulnerable y le había transmitido esa fortaleza. El dueño de la casita de campo no hizo preguntas ni regateó el precio. Los acontecimientos eran tan graves en Buenos Aires que sin duda no contaba con alquilar su propiedad en medio de la tragedia.
Se trataba de una vivienda sencilla, rodeada de un jardincito donde prosperaban las hortensias. Poseía un comedor, un saloncito que podía oficiar de des acho o recibidor, y un dormitorio abuhardillado en el piso alto. Francisco frunció el ceño. El dudoso gusto de la decoración decía a las claras que esa casita había estado habitada por una cortesana. Como lo importante era mantenerse fuera del círculo de sus conocidos, hizo de tripas corazón frente a los detalles que no le gustaban y se preparó para organizar su nueva vida, una identidad confiable a los ojos de la maestra. Abrió su bolso de viaje y desparramó sobre la mesa los artículos que había conseguido antes de llegar, ya que sabía, por rumores en el camino, que en Buenos Aires casi no abrían los negocios a causa de la fiebre. Contempló todo con mirada crítica. Sacó de su faja un sobre y contó el dinero que había recibido de Armando Zaldívar por su trabajo en la hacienda. El pobre hombre se había sentido incómodo al tener que pagar al amigo de su hijo como si fuese un empleado. Con el tiempo, quizá, todo aquello adquiriese un sentido. Por el momento, sobraban las explicaciones.
Miró a su alrededor y encontró lo que necesitaba: una biblioteca. Faltaba reunir los libros para llenarla. La noticia de una muerte reciente, apenas al llegar, le dio la idea de comprar a la viuda los libros del difunto, pues eran los que mejor se adecuaban al papel que iba a representar. Pensó con amargura que la desdicha de unos solía ser la oportunidad para otros. Distribuyó el dinero con cuidado para que le rindiese el tiempo necesario y se dispuso a refrescarse y a descansar un poco antes de iniciar la aventura que se había propuesto.
Llegó el mes de marzo y con él, la esperanza. Las muertes no habían aumentado después del fatídico Día Negro, como lo llamaban los periódicos. La cantidad de víctimas se mantenía constante, con tendencia a disminuir. Algunos porteños se atrevieron a regresar de sus fincas, animados por las noticias, y ese fluir de gente nueva alimentó con carne fresca las fauces de la fiebre. Las cifras volvieron a subir por breve tiempo. Después, la enfermedad se mostró en franca decadencia hasta que se pudo comprobar que durante varios días no hubo nuevas víctimas de la fiebre amarilla en la castigada Buenos Aires. La ciudad, acostumbrada a sufrir de tanto en tanto los azotes del cólera, acababa de soportar el mayor flagelo de su historia, perdiendo más de la mitad de la población en el trance. Del mismo modo repentino en que los porteños se fueron en masa, así regresaron, anhelando reencontrar sus casas y volver a la normalidad. Nada era como antes, sin embargo. No había familia que no tuviese que lamentar alguna muerte y muchas de ellas desaparecieron, pues la peste se los había llevado a todos. En los primeros días, resultaba conmovedor ver a los paseantes encontrarse en las calles y preguntarse por sus deudos, corroborando la muerte o la salvación de aquellos de cuya suerte dudaban. Todos, sin excepción, vestían de luto, formando un extraño ejército que recorría de arriba abajo la ciudad entera, golpeando puertas o sollozando con disimulo. Había amigos que se abrazaban con júbilo al saberse vivos, viudas que rezaban horas enteras en las capillas de nuevo abiertas, jóvenes temerosas de encontrarse con otras que les contasen la mala nueva de la muerte del enamorado. Buenos Aires se recobraba con lentitud: las calles volvían a ser ruidosas y el pasto desaparecía de los adoquines, aunque el luto prosiguió bastante tiempo, en homenaje a los caídos en la epidemia. Uno de los últimos había sido el doctor Roque Pérez, según leyó Elizabeth en el periódico de aquel día. Aquel hombre desinteresado de su propia suerte pagaba con su vida el precio de haber organizado la defensa de Buenos Aires. El había convocado a la Comisión Sanitaria, reclutado a los médicos y enfermeras dispuestos a ayudar, e impulsado con su ejemplo a los que sentían el llamado generoso sin saber cómo orientarlo. Elizabeth recordó la escena en el cuartito pobre de la casa del Bajo, cuando se encontró ante la imagen de la joven madre muerta y su niño de pecho desamparado. Recordó la confianza que aquel hombre le inspiró y las afectuosas palabras de consuelo que le dirigió, además de preocuparse en persona de enviarle las provisiones que en ese momento necesitaba. Ese hombre maravilloso estaba muerto.
Sintiéndose al borde de sus fuerzas, la joven recostó la cabeza sobre los brazos y lloró. En el llanto amargo se desvanecían todo su coraje y toda su esperanza. Las cosas no podían haber sido peores: el tío Freddy no se recobraba de su demencia, la tía Florence se había convertido en una convaleciente eterna, solicitando toda clase de cuidados de manera hostil, y Roland, pese a su debilidad, insistía en retomar la vida de antes, apurado por olvidar su sufrimiento. Julián no regresaba como los demás de la casa de campo y ella, que ansiaba retomar su trabajo para marcharse de allí cuanto antes, estaba aguardando un hijo.
Un hijo que no tendría padre, pues suponía que Santos no estaría dispuesto a hacerse cargo. Tampoco deseaba que lo hiciera por obligación. Las insistentes palabras de Julián cobraron nuevo sentido en su mente: "No dudes en mandarme a buscar ante cualquier cosa que suceda, cualquier cosa". Era obvio que su oferta de amistad y de apoyo incondicional sólo podía tener un sentido: cumplir con ella como no lo haría el señor Santos.
Jamás lo permitiría. Julián merecía una mujer que lo amase por sí mismo, no por necesidad. Ella era una desgraciada que había caído en las garras de un seductor, y no estaba dispuesta a aferrarse a nadie para salvarse, antes prefería morir.
Ante ese pensamiento dramático, llevó su mano al vientre. No debía pensar en morir. Su niño viviría, pobrecito, no tenía la culpa de los devaneos de su madre. Por él, lucharía con uñas y dientes. Enseñar en las escuelas estaba descartado. ¿Con qué cara se presentaría ante Sarmiento para retomar su puesto, inflada por una maternidad que no reconocía padre? Debía pensar en otra alternativa. Volver a Boston era la más adecuada, una vez cobrado el dinero del contrato. En realidad, no había cumplido con sus términos. De los tres años, ni siquiera uno había permanecido en la Argentina. Siendo honesta, no podía esperar que le pagaran. Tal vez, en reconocimiento a su esfuerzo, podrían costearle el viaje de regreso, nada más.
La vida futura se presentaba turbia ante Elizabeth, más aún que el presente en la mansión, rodeada de inútiles que contaban con ella para todo.
Para colmo, el regreso de la sociedad porteña significó también el de las visitas de cortesía. Día tras día, Elizabeth se veía obligada a recibir a las amistades de su tía, que preguntaban solícitas por los miembros de la familia y contaban sus propias cuitas. En esas ocasiones, la joven arreglaba a Florence para recibir, peinándola y ayudándola a vestirse, algo que para la mujer se convirtió en una necesidad. Parecía pensar que Elizabeth era su doncella personal y como tal la trataba. De buena gana habría mandado a todos al diablo, de no saberse desamparada en una ciudad donde no conocía a nadie. Pensó con cariño en Aurelia, que se hallaría con su padre y su hermanita en Arrecifes, pues no querrían arriesgarse hasta que no estuviesen seguros de que la epidemia se había desvanecido. Recordó a la Hermana de Nazaret y la medallita que le había regalado. Mientras tocaba aquella alhaja, pensó en las terribles historias que se contaban sobre la vida entre los libertos del sur. Serena Wood había tenido el coraje de resistir y aun de repetir la experiencia en un lugar tan alejado como la Argentina. Ella debía tomar ejemplo de esos espíritus fuertes: Serena Frances, Roque Pérez y la misma Aurelia, que se sabía repudiada y, sin embargo, continuaba apoyando a los hombres en quienes creía con el mismo tesón.