Algunos barcos deportivos se balanceaban a lo lejos como gaviotas, mientras que, desde el puerto, el viento traía el rumor de los aparejos y los gritos de los estibadores.
Un hombre joven, de intensa mirada y bigote encerado, le dirigió una reverencia, tocándose el sombrero. Sus ojos, al evaluarla con descaro, desmentían el respeto del ceremonial. Roland apretó el brazo de Elizabeth y la condujo con rapidez a través del gentío.
—Estos "cocoliches" —murmuró, contrariado.
Elizabeth miró por sobre el hombro de su escolta al atrevido caballero, que sonreía bajo el mostacho.
—¿Quién? —preguntó, sofocada por la prisa con que su primo la arrastraba.
Roland chasqueó la lengua con desprecio.
—Esta gente, venida de cualquier parte, está inundando la ciudad. Son inmigrantes, vaya a saber uno de qué remoto pueblucho. Los hay de todos los colores: italianos, franceses, alemanes, turcos... Dentro de poco, no sabremos ni quiénes somos.
Elizabeth observó divertida que Roland no había mencionado a los ingleses entre los inmigrantes. Sin duda, pensaría que figuraban en una categoría especial. Iba a replicar, cuando su primo ya fijaba su vista en un grupo alborotador que se destacaba bajo una glorieta. Eran seis o siete jóvenes que reían y señalaban a los paseantes, mofándose de algunos con total desvergüenza.
Elizabeth frunció el ceño.
—¿Son tus amigos?
—¡Están todos! —exclamó, eufórico, Roland—. Todos ellos, prima, sin faltar uno. ¡Dios bendito, creía que todavía tendría que lamentar una muerte o dos! Lizzie, ¿serás buena y me dejarás compartir un rato con ellos? No te muevas de aquí. Puedes sentarte bajo estos árboles. Voy a mostrarme para que vean que también sobreviví a la peste. Y, de paso, divertirnos un poco.
Roland era como todos esos gandules, un zángano mantenido por la fortuna paterna que no se había visto obligado a trabajar.
Pensándolo bien, la ocasión estaba servida. Su primo no se daría cuenta de su ausencia si se alejaba de allí, y siempre podía excusarse diciéndole que le había dado dolor de cabeza. Cuando él regresara a la mansión, ella lo estaría aguardando, enfadada de modo convincente.
Esperó a que el grupo enfilara hacia unas damas que revoloteaban en torno a las jarcias de la orilla y se encaminó a la calle larga que, en esa parte de la ciudad, era casi un descampado.
Santos Balcarce la aguardaba de pie bajo un paraíso. Con aire distraído, estudiaba la forma de las hojas y luego apuntaba algo en un cuaderno. Elizabeth caminó despacio, disfrutando de antemano la oportunidad de sorprenderlo como había hecho él antes.
A Fran le estaba costando mantener la cabeza echada hacia atrás, fingiendo interés por unas estúpidas hojas de otoño a punto de caer. La había visto caminar hacia él desde lejos, su contoneo era inconfundible. Recordó que debía fingir ser corto de vista, algo difícil, ya que se caracterizaba por su visión de lince. Acercó el cuaderno al rostro, como lo haría un hombre miope, y luego fingió sorprenderse con el golpecito de la sombrilla de la muchacha en el hombro.
Estaba preciosa. Siempre lo había sido y, sin embargo, la veía radiante, como si una luz la iluminara desde adentro.
—Elizabeth, está deslumbrante hoy.
La joven se ruborizó.
—No use cumplidos conmigo, Santos. Sabe que soy una muchacha del montón.
—Será del montón de muchachas bellas que pasean por Buenos Aires, entonces —continuó zalamero—. Venga, sentémonos aquí —y señaló un tronco caído al costado del camino.
Antes de que Elizabeth se aproximara, sacó un pañuelo y cubrió la corteza con él. Así sentados, codo a codo, la posición resultaba bastante íntima y Elizabeth se sintió cohibida al sentir el muslo del señor Santos rozando su rodilla. Fran la observaba con intensidad. Si la señorita O'Connor hubiese girado de improviso la cabeza, habría descubierto a un Santos Balcarce voraz, mucho más parecido al tosco señor de la laguna que al atildado hombre de ciencia que la acompañaba.
—Espero no haber causado problemas al proponerle este lugar —comenzó él.
—Mi primo Roland me acompañó la mitad del camino, aunque ahora deberé volver sola.
—De ningún modo. Previendo la situación, hice mis arreglos —contestó Fran, señalando un pequeño coche que aguardaba a unos metros de donde estaban.
Antes de que Elizabeth pudiera sorprenderse, el hombre que ella creía Santos se inclinó y le ofreció un ramito de violetas.
—Usted me recuerda a estas flores, Elizabeth. Permítame obsequiarle este humilde ramo como atención y disculpa por forzarla a venir hasta aquí. Rarezas de un hombre solitario.
Turbada, la joven tomó el ramo y apreció el suave aroma que despedía, muy parecido al perfume que ella acostumbraba usar.
—Traje conmigo mis libros de medicina. Ya que usted presenció los síntomas del mal de mi hermano, quizá me sirva de ayuda para dilucidar de qué se trata —y abrió un volumen plagado de dibujos extraños.
Elizabeth inclinó la cabeza sobre el libro, atraída por aquellas figuras. Fran observó con el rabillo del ojo cómo su rostro adoptaba diferentes expresiones, según lo que iba viendo: asombro, duda, repugnancia, incredulidad. Su amante de una sola noche era tan transparente que no costaba nada descubrir sus secretos. Supo que estaba nerviosa a su lado, por la manera en que giraba la sombrilla entre sus dedos. Al cabo de un rato, ella murmuró:
—Así.
—¿Cómo dice? —Fran acercó la oreja.
—Así parecía el señor San... quiero decir, Francisco, cuando terminó su ataque.
Elizabeth señalaba una figura de expresión ausente, los ojos vacíos, sin vida, mirando un punto indefinido con aire impávido. Fran se estremeció al pensar que él podía dar esa impresión al sufrir las jaquecas. Ambos permanecieron callados, observando la imagen, sumidos en sus pensamientos.
—¿Y siempre es así? —dijo de pronto Santos Balcarce.
—Bueno, no puedo asegurarlo. No he visto los ataques de Francisco más que en dos oportunidades, y... —calló, horrorizada al recordar que una de esas ocasiones debía constituir un secreto para todos, al menos mientras se pudiera.
Fran la contempló con fijeza.
—¿En ambas se mostró igual? —insistió, implacable.
—No sé, no podría asegurarlo.
—Pero usted dijo que lo había visto, Elizabeth. No quiero ser pesado, es muy importante para mí. Los médicos a los que puedo recurrir, si es que lo hago, querrán saber detalles y dudo que mi hermano se los proporcione. ¿Vio a Francisco durante dos de sus ataques?
—Sí.
—¿Y en ambos casos se mostraba así, con esta expresión tan... estúpida?
—Oh, no —exclamó con disgusto ella—. No diga eso, Santos. Su hermano no parece estúpido en absoluto, más bien todo lo contrario. Se lo ve siempre alerta, como a la defensiva. Yo diría que es un hombre sensible, al que lo afectan cosas que otro pasaría por alto.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, el ruido —y, al decirlo, Elizabeth recordó el día de la excursión con los niños.
—¿Qué tanto puede afectarlo el ruido?
El tono despectivo que utilizó desató un pequeño brote de ira en Elizabeth.
—No debería mostrarse tan duro con su hermano, Santos. Después de todo, no es culpable de estar enfermo.
Fran corrigió su semblante impaciente.
—No quiero aparentar indiferencia, Elizabeth. Es que la ciencia debe ser desapasionada, fría, puro cálculo, para asegurar su certeza. Usted sabe, la idea del científico absorto en un problema sin atender a nada más. No debo permitir que mi cariño fraterno nuble mi entendimiento.
Elizabeth se ablandó de inmediato. Al parecer, el argumento le resultó convincente. No pudo evitar una comparación fugaz entre los dos hermanos, sin embargo: uno tan ardiente y el otro tan controlado.
—Veamos —prosiguió el hermano controlado y frío—. Quiere decir que el mal que sufre Francisco y que usted ha presenciado en su apogeo lo deja como un pollo mojado.
Elizabeth dio un respingo.
—¿Cómo dice? No me parece una definición muy científica —protestó.
—Debemos ser didácticos. Un hombre de ciencia debe efectuar comparaciones con lo que conoce para darse una idea y darla a los demás. ¿Diría usted que mi hermano quedaba como un pollo mojado, Elizabeth, después de un ataque?
—No, no diría eso —contestó ella con vehemencia—. Diría que queda exhausto, como alguien que acaba de atravesar una crisis y ya no tiene fuerzas para seguir.
Fran meditó esa respuesta.
—Es usted muy observadora, Elizabeth. Debería haberse dedicado a la ciencia también.
Ella se removió un poco. El muslo de Santos Balcarce presionaba sobre su rodilla con más fuerza que antes. Casi podría asegurar que había abierto las piernas aún más, reduciéndola a una esquina del tronco. Si quería mantenerse sentada, debía soportar ese contacto que la perturbaba.
Adoptó una expresión comedida.
—Tengo una información que tal vez le interese.
Fran la miró, sorprendido a su vez.
—Un hombre que me inspira mucha confianza —siguió diciendo Elizabeth— me dio un tónico especial que podría servir en el caso de su hermano.
Fran reprimió una oleada de celos al saber que ella había intimado con otro hombre lo suficiente como para que le diese un tónico. A duras penas mantuvo silencio hasta el final.
—El doctor Ortiz es un médico serio que ha curado a mi primo de la fiebre amarilla, así que podemos confiar en su saber —omitió decir que Micaela había muerto, aunque en ese caso el doctor había vaticinado su muerte y, por desgracia, estuvo en lo cierto—. Él se ha volcado a otro tipo de terapia, más... —aquí Elizabeth se detuvo, indecisa, pues no recordaba con exactitud las palabras del doctor Ortiz.
—¿No será un curandero? —arriesgó Fran, picado por la admiración que creyó oír en la voz de ella.
Elizabeth le dirigió una mirada altiva y continuó:
—En su casa había una placa con su nombre, al parecer es reconocido, aunque sin duda habrá quienes lo critiquen —aseveró.
—¿Fue usted a su casa? —dijo de pronto Santos Balcarce, olvidando todo su aplomo.
—¡Por supuesto que lo hice! La ciudad hervía de fiebre y yo no dudé en recurrir a quien supiera qué hacer en este caso. No veo qué tiene de malo.
—No es apropiado que una señorita visite a un hombre en su propia casa, sola.
—Le recuerdo, Santos, que usted mismo me invitó a beber un té en su casa ayer y que, de no haberme negado, le habría parecido muy apropiado en ese momento.
Los dos se contemplaron con furia concentrada durante unos segundos, hasta que Fran reaccionó.
—Disculpe, no soy quién para entrometerme en su vida, Elizabeth. Es usted una dama y sabe comportarse en cualquier situación. Por un momento me dejé llevar por el instinto protector de todo caballero.
—No es usted un hombre corriente, sin embargo —aventuró Elizabeth.
—No por dedicarme a la ciencia natural me convierto en un energúmeno, señorita Elizabeth.
Ella contuvo la risa, disimulándola con una tos. Le intrigaba el parecido de Santos Balcarce con su hermano Francisco. Era como si aquél lo poseyese de pronto, al igual que un espíritu diabólico. Las facciones amables se tornaban afiladas, la mirada soñadora se volvía fiera y hasta el cabello, tan peinado, parecía erizarse.
—Ahora soy yo quien se disculpa —ofreció con encanto—. No perdamos tiempo en discusiones, Santos, que la salud de su hermano depende, tal vez, de este tónico que el doctor Ortiz me obsequió con tanta generosidad.
—¿Y dónde está ese portento, si puede saberse?
—No lo traje hoy conmigo, pues podría haberle resultado sospechoso a mi primo. Lamento decir que deberemos encontrarnos en otro momento para que yo pueda dárselo.
La sonrisa de Fran corrió el riesgo de transformarse en una mueca de lobo hambriento.
—No será ninguna molestia para mí, al contrario. Me siento muy a gusto en su compañía, Elizabeth. No me cabe duda de que, tras su condición de maestra, hay un espíritu científico que se apasiona como yo por la vida natural.
Elizabeth se sintió honrada por el comentario. Le gustaban las plantas y los animales y, aunque jamás se le había ocurrido hacer de ese interés una profesión, sabía que algunas mujeres en su país sí lo hacían y eran respetadas.
—Pero cuando pregunté por aquel portento, no me refería al tónico sino al doctor Ortiz que usted mencionó. ¿Es de por aquí?
—No se encuentra en la ciudad, iba camino a Chile, según me dijo.
—Ya veo —Fran se esforzó en recordar cuál de los Ortiz que conocía era médico.
—¿Cuándo podremos vernos de nuevo, Santos? No quiero interrumpir sus estudios.
—Mañana.
—¿Mañana mismo?
—Estoy muy preocupado por mi hermano, Elizabeth. Cuanto antes pueda desentrañar la razón del mal que lo aqueja, mejor para él y para mí.
—Bien, en ese caso tendré que inventar otra excusa para salir.
—Si lo desea, puedo acercarme a su casa.
—¿No dijo usted que mis tíos podrían pensar...?
—De noche.
La abrupta respuesta y sus implicancias dejaron muda a Elizabeth. Otra vez Santos Balcarce la desconcertaba.
—Puedo pasar con mi carruaje por detrás de la casa, el tiempo suficiente para que usted me proporcione el tónico. Quiero decir, si confía en mí como para dármelo. ¿Dijo ese doctor cómo debería tomarse?
Elizabeth se sintió insegura. Había pensado en ofrecer con generosidad el ansiado remedio para la dolencia del señor de la laguna, y ahora que debía delegar en otro la misión no estaba tan convencida, aun tratándose de su hermano.
—Usted dijo que no iría a visitarlo —arriesgó.
—Puedo hacerlo, si cuento con un buen motivo. Elizabeth se mordió el labio de un modo encantador.
—¿Qué sucede, Elizabeth? ¿No confía en mí? —dijo con suavidad Fran.
—No es eso, es que...
—¿Sí?
—Esperaba poder ver al señor Francisco curarse y no sé por cuánto tiempo más permaneceré en Buenos Aires.
La información despertó recelo y temor en Fran, que se puso alerta de inmediato.
—¿Por qué dice eso? ¿Acaso piensa viajar de nuevo?
—Volveré a mi país apenas pueda.
Fran sintió un dolor agudo en las sienes, seguido de un mareo. Se puso de pie con brusquedad, resuelto a terminar esa reunión enseguida.
—Con más razón debemos apresurarnos, entonces. Elizabeth lo contempló desde su asiento del árbol, intrigada por el tono perentorio.