La llave del abismo (36 page)

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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

BOOK: La llave del abismo
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Ni Yilane ni él habían hablado a los demás de la pelea con Svenkov. Había sido el polinesio quien, a los pocos minutos de iniciar el camino por la selva, se había rezagado para poder acercarse a Daniel.

—Siento haberte golpeado,
manuhiri —
le había dicho—, pero la única manera de sobrevivir en sitios como este es seguir las órdenes estrictas de un jefe. No obstante, exageré con la disciplina. Te pido disculpas.

Daniel había estrechado su mano sin creer una sola palabra de lo que decía. El mensaje seguía siendo: «El único que importa soy yo». Pese a todo, aceptó su oferta de paz. Deducía que el punto débil del polinesio era intentar compensar su miedo con extravagancias. Al igual que Yilane, Svenkov mantenía la ilusión de encajar más en aquel mundo que el resto, pero se trataba solo de
su disfraz.
En realidad, era una criatura tan ajena a la vida no diseñada como cualquiera de ellos. Solo los tres nativos que había visto por la mañana habían parecido a Daniel adaptados al entorno.

Reanudaron la marcha y el rumor creció hasta parecer que los rodeaba. Los árboles empezaban a escasear abriéndose a un claro inundado de sol tras un muro de altas piedras. Yilane soltó la mochila y trepó ágilmente a una roca, agarrándose a la rama de un tronco inclinado. Su voz delató la emoción que sentía.

—«El agua del río era abundante —recitó— y pude ver dos vigorosos tramos de cascadas...»

Daniel pensaba que el escenario daba pie a recordar la Biblia.

La cascada más grande se derramaba en una cristalina curva al caer al torrente, una cortina centelleante con flecos de espuma. Había otras de menor tamaño en ambos extremos, situadas a distintos niveles. Flanqueando los márgenes, un terreno embarrado y enormes helechos de tallo plateado. Insectos fulgurantes que parecían hechos de cristal atravesaban el aire como agujas relumbrando.

Svenkov ordenó un descanso, y Daniel acompañó a Yilane hacia el cauce. Rowen y Anjali se apresuraron a seguirlos. En la orilla contemplaron con reverente respeto los atronadores dedos líquidos repicando sobre el lecho de burbujas, como un gran diamante desmenuzándose en poliedros fríos. Era una visión extraña, casi mística, que reproducía el escenario bíblico. Yilane entonó susurrantes plegarias mientras movía los brazos.

Daniel estaba aturdido y temeroso.
He vivido lo suficiente para llegar a ver estos lugares terribles,
se dijo.
Pero ¿dónde están la Verdad y el Amo?

El único que manifestaba su desacuerdo era Darby:

—No creo que esto tenga nada de «antinatural»... Es agua que cae de una roca.

—Hablamos de «descontrol», Héctor —señaló Rowen como intentando demostrar que estaba acostumbrado a lugares así—. Las criaturas biológicas pueden no haber sido diseñadas, pero están controladas... El agua desplomándose desde esos peñascos es fruto del caos, como señala la Biblia.

—Quizá veamos híbridos —dijo Yilane.

A modo de réplica se oyeron aullidos desde las copas de dos palmeras anormalmente unidas en su raíz. Pero Daniel pensó que llevaban oyendo gritos así desde que habían iniciado la marcha.

—Híbridos... —Darby resopló, secándose el sudor de la calva—. ¿Quién los ha visto realmente? ¿Tú, Yilane? ¿Seres no diseñados, unión de peces y hombres, de ojos saltones, piel fría y membranas en los dedos? ¡Seamos sinceros! ¿Los ha visto alguien?

—La Biblia los menciona... —dijo Yilane.

—¡Pero no hay datos fiables al respecto!

Nadie replicó. A Daniel le parecía que Darby no contaba con ningún apoyo en su escepticismo. Pensó, por otra parte, que si la naturaleza imitaba a la Biblia, ¿no demostraba eso que esta tenía razón?

—¿Qué le pasa? —oyó la voz de Svenkov de repente. Señalaba a Maya.

En contra de lo que venía siendo habitual desde que el viaje se iniciara, Maya Müller había dejado de pasar inadvertida. Hasta ese momento había ocurrido como si su ceguera se contagiara también a quienes la veían, pero en ese instante todas las cabezas giraron hacia ella. Tras dejar la mochila, las armas y su corto atuendo en el suelo trepó ágilmente a una gran roca junto a la orilla y permaneció quieta durante el lapso de dos parpadeos, los pies juntos, las manos en los muslos, una figura de color carne contrastando con el fondo verde castaño. Luego se volvió hacia ellos.

—Hay algo —dijo mientras bajaba de la roca y cogía las armas—. Un peligro. Cerca.

—No era necesario que subieras ahí para decir eso —replicó Svenkov con desprecio—. Esto es selva no diseñada, ciega. Está llena de peligros.

—Es mejor que la crea, Svenkov —aconsejó Darby—. Nunca se equivoca.

Los demás estaban sacando las armas. Svenkov no se lo pensó dos veces y extrajo de la mochila un grueso artilugio de dos cañones, largo como su brazo, atemorizador y vistoso como él mismo. Lo revisó y enfundó en un cinturón que dejó colgar de la cadera. Tras aguardar un rato ordenó que Rowen y Anjali inspeccionaran un extremo del río y Yilane y Daniel el otro.

Con su cuerpo y pelo chorreantes, Yilane pisaba el barro del margen avanzando cautelosamente.

—Siento que soy «observado con propósitos malignos, desde todas partes, por ojos fijos que nunca parpadean»... —citó Yilane el Décimo en voz baja—. ¿Y tú?

Daniel estaba pensando en una respuesta cuando de pronto aparecieron.

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10.6
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Los vio antes de oírlos.

Ojos saltones. Labios gruesos y anormalmente violáceos. Manos que se abrían para descubrir membranas entre los dedos. Mejillas que brillaban como el vientre de un pez. La vegetación se transformó en todo eso.

Supo que esa vez no se trataba de tatuajes. Pero no le importaba lo que fuera. Sintiendo un horror y repulsión indecibles disparó al más cercano y brotó sangre del pecho de la criatura.

—¡Vete, Daniel! —gritó Yilane. Peleaba sin armas, y derribó a varios de un solo golpe—. ¡Son demasiados!

Era cierto. Salían de todas partes: de los helechos gigantes, de lo alto de las ramas, de las rocas, del río. No usaban armas de fuego sino mazas o clavas, pero las manejaban con terrible habilidad. Daniel retrocedió disparando lejos de Yilane, para no herirlo. Aliviado, comprobó que la mayoría de sus enemigos optaba por cambiar de rumbo, pero no le tranquilizó ver que se agregaban a la lucha contra Yilane, que empezaba a ceder abrumado por el número creciente. Dos de ellos se acercaron sosteniendo una especie de piel de animal o capa. Mientras era aferrado de brazos y piernas, el joven creyente miró de nuevo a Daniel.

—¡Vete! —chilló.

Daniel se percató de que se hallaban a cierta distancia del combate principal. Estaban solos.
Yilane está solo.

Cuando volvió a mirarlo, ya no lo vio. La capa o piel estaba ahora arrollada sobre sí misma y se movía y saltaba sobre la tierra con gestos frenéticos. Las criaturas intentaban sujetarla. Daniel comprendió que habían envuelto a Yilane en ella.
Quieren capturarnos vivos.
El recuerdo de la historia de Shane Davenport atravesó su memoria, más veloz y destructivo que las balas.

Tomó la decisión en ese instante, y avanzó hacia los seres con el arma en alto. Era un suicidio y lo sabía: nunca podría derrotarlos a todos. Sin embargo, tampoco huiría abandonando al creyente a su suerte. Disparó a unos cuantos, hasta que uno logró aferrar su brazo con una mano rugosa y fría.

Entonces una sombra pegajosa cubrió el sol sobre su cabeza y lo sumió en la oscuridad.

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Maya Müller detectaba algo extraño en sus oponentes, pero no le interesaba averiguar qué era. Por el momento, lo único que quería era matarlos.

Aunque solo usaban mazas, acababan de demostrarle lo peligrosos que resultaban desarmándola de un solo golpe, de modo que decidió hacer que se confiaran y retrocedió hasta unas rocas.

Dos de los seres la embistieron. Percibió que sus direcciones no eran opuestas ni su ataque perfectamente simultáneo, por lo que no se estorbaban entre sí: aquello también demostraba experiencia. Calculó el instante exacto y se agarró a dos ramas que se entrecruzaban sobre su cabeza. En ese momento todo su mundo era una blancura ciega con un par de líneas trazadas en el cielo. Giró, se balanceó y golpeó a uno de los guerreros con el talón, pero la maza del otro la atrapó como a un pájaro en pleno vuelo arrojándola contra la roca.

Se reprochó el error. Su adversario contaba ahora con ventaja y se aproximaba por la espalda. No solo uno: oía varios pasos. Supo que intentar contraatacar sería, quizá, la última equivocación que le permitirían cometer. Tensó los músculos.

Los golpes la aplastaron contra la roca. Los soportó como pudo. Las mazas iban y venían a un ritmo salvaje, como si intentaran superar el obstáculo de su carne y hundirse en la piedra. Cuando era arrojada a un lado, otro golpe la enviaba hacia el opuesto. Al fin cayó de rodillas y solo entonces se detuvieron. Sintió que una mano aferraba su pelo. El tirón le hizo crujir las vértebras. Braceó para liberarse, pero las mazas volvieron a caer sin piedad obligándola a permanecer inmóvil.

Fue arrastrada. El suelo se hizo pastoso bajo ella. Supo que la habían llevado hasta el margen de barro del río. Allí la mano la soltó.

Percibió que había quedado al cuidado de uno solo de los guerreros: el resto, sin duda, optaba por los adversarios aún no derrotados.

Había silencio, sus atacantes no hablaban. De pronto el guerrero que la custodiaba le dio la espalda, quizá pensando que ya no debía preocuparse más de ella.

Quizá murió pensando eso.

La muchacha cogió la maza de la criatura que acababa de abatir y corrió hacia el estrépito del combate. ¿Qué había ocurrido con los demás?

Darby... Había caído envuelto en ¿qué? Una especie de piel pegajosa. Puede que ileso, pero fuera de combate. No percibía a Daniel ni a Yilane. ¿Y los otros?

Esperaba que, al menos, uno de ellos quedara en pie, pero decidió luchar como si estuviera sola.

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10.8
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La pistola de dos cañones de Svenkov sonaba como un trueno pulverizando cuerpos y árboles. Llevaba una ristra de perlas explosivas envolviendo su cintura y muñeca derecha, y recargaba el arma con suma destreza.

Meldon Rowen también había reaccionado con rapidez. Svenkov lo vio de refilón y pensó que el empresario podía ser cualquier cosa menos un inútil acostumbrado a sus riquezas: había atrapado a uno de los guerreros y lo mantenía como escudo frente a los demás, colocándole la pistola en la cabeza. La maniobra, sin embargo, no frenaba a sus enloquecidos adversarios, y peor aún, Rowen se dirigía de espaldas hacia un terreno fangoso y resbaladizo. Perdería, se dijo Svenkov, pero al menos admiró su coraje.

En peor situación se hallaba Anjali Sen. Una capa de piel sintética untada con una sustancia adhesiva la mantenía casi inmóvil en el suelo, bocabajo. Uno de los guerreros que le habían arrojado la piel —había matado al otro— se acercaba sosteniendo una maza. La maza se alzó, trazó un arco vertiginoso. Anjali giró, envolviéndose en la piel que la ataba. Algo esparció tierra sobre su pelo. Continuando el giro, proyectó ambas piernas contra las de su agresor, haciéndole perder el equilibrio, y siguió pataleando para soltarse de la pegajosa superficie, solo para quedar de nuevo inmóvil ante el filo cortante de una clava que rozaba su garganta.

Un pie desnudo se apoyó sobre la piel que la envolvía. Su captor la miraba sin emociones con aquellos ojos fijos en el rostro de labios hinchados.

Anjali estaba decidiendo qué hacer a continuación (no tenía tiempo de usar su creencia) cuando una detonación abatió sobre sus párpados un grumo espeso. Al abrir los ojos vio el cuerpo desplomándose. Svenkov alzó su pistola humeante en un gesto que indicaba: «Me debes una».

De pronto Anjali comprendió que, increíblemente, estaban ganando: en aquel momento Maya Müller lo confirmó con un feroz golpe.

Ayudada por Svenkov, terminó de deshacerse de la pegajosa trampa y buscó a Meldon Rowen, ansiosa.

Lo vio por fin, recostado en la hierba. El truco del rehén no había funcionado: tenía una herida en el torso y sangraba.

—Te pondrás bien —dijo Anjali examinándolo—. Es un corte superficial. —Rowen la miró y sonrió, respirando fatigosamente.

—¿Cómo están los demás? —preguntó.

Maya había liberado a Darby. Yilane y Daniel no aparecían. La inquietud se apoderó del grupo.

Alrededor de ellos se extendía un cementerio de cuerpos oscuros y rostros deformes. Sin decir palabra, Maya se agachó y palpó un cadáver. Seguía percibiendo algo extraño. Hundió los dedos en sus facciones. Alguien —quizá Rowen— exclamó algo. Se oyó un desagradable ruido de desgarro y Maya alzó la piel arrancada. Hizo lo mismo con una de las manos membranosas. Los demás contemplaron ambos objetos en un silencio asombrado.

—Ahí tenéis vuestros «híbridos»... —masculló Darby.

Las máscaras parecían elaboradas en un material gomoso que se amoldaba perfectamente a la piel, y habían sido pintadas de manera similar, con grandes ojos azules y labios gruesos. Los guantes con membranas interdigitales eran más toscos. Por lo demás, los verdaderos rasgos de los guerreros eran polinesios.

—Forman parte de una tribu de las cuevas —dijo Svenkov—. Se disfrazan así, a imitación de los híbridos anfibios del Décimo, a los que adoran... Querían capturar esclavos, probablemente. Actúan bajo las órdenes de los creyentes de su clan.

Tres pares de ojos fatigados y sucios lo observaban, pendientes de sus palabras. Pero la única que habló tenía los ojos cerrados.

—Ya lo sabías, ¿no es cierto, Svenkov?

El polinesio alzó una fina ceja con expresión de astucia. Maya Müller dejó caer la máscara y el guante y cogió la clava. Su figura, vestida de barro y sangre, parecía más salvaje que las de sus víctimas.

—De algún modo sabías que iban a atacarnos —dijo—, por eso ordenaste que nos detuviéramos aquí... Me pregunto si fuiste tú, incluso, quien los avisó de nuestra presencia con ese colgante-transmisor de tu cuello...

—No sé de lo que hablas, ciega —repuso Svenkov, desabrido—. Me he jugado la vida tanto como vosotros...

—¿Por qué lo hiciste? —continuó ella como si no lo hubiera oído, y aunque hablaba con calma mostraba los dientes—. ¿Pretendías librarte de Yil y Daniel? Me pareció que en la playa tuvisteis un altercado... ¿Es tu modo de vengarte?

—¿Pensáis
eso
de Svenkov, que...? —comenzó Svenkov un nuevo rito de quejas que Darby interrumpió, jadeante.

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